31
Con el corazón tan alegre como abatido, me marché de Shirelands a finales de esa semana, una vez más en un carruaje sencillo, tirado por caballos veloces y con los postigos cerrados ante los ojos de los que pudieran estar espiándome. Sólo podía sentir tristeza, además de cierto sentimiento de culpa, cuando me ponía a pensar que dejaba sola a Katherine y que, si todo iba bien en la gran ciudad, no volvería a verla durante unos meses. Sin embargo, mi ambición y los grandes avances científicos que podían llegar a surgir de esa segunda separación me animaron a dejar de lado ese pesar. Me repetía a mí mismo, igual que se lo había dicho a Katherine, que mientras nos escribiéramos como habíamos hecho durante mi anterior estancia en Londres, seguiríamos siendo felices. Al fin y al cabo, las cosas sólo se habían torcido cuando Katherine no había respondido a la carta en la que le proponía matrimonio. Por otra parte, yo sabía que en esa ocasión no habría ninguna madre entrometida ni un amigo torpe como Erasmus que pudieran ocasionar una catástrofe parecida.
Todavía no sabía nada del doctor Hunter, pero mi temor de que hubiera perdido el interés en mi carrera o en mi hipótesis quedó muy aplacado tras recibir una carta del señor Henry Fielding en la que en primer lugar me invitaba a visitarlo, puesto que de un modo tácito había quedado claro que no me alojaría en el número cuatro de Bow Street. También me hacía saber que el doctor Hunter había preguntado recientemente por mi enfermedad y las circunstancias en las que me encontraba. Me pareció bastante claro lo que implicaba esa pregunta. El doctor Hunter quería saber las probabilidades de que yo pudiera terminar mi obra sin su ayuda, lo que sin duda significaba que consideraba seriamente la posibilidad de brindármela. Eso me animó de nuevo, volvía a sentirme lleno de esperanza y, mientras el carruaje cerrado me alejaba de Katherine, de mi padre, de Erasmus, de mi enfermedad y del recuerdo de Raw Head, recité en silenció las palabras con las que intentaría convencerlo.
Llegué a Londres a primera hora de la tarde del día siguiente y me instalé en un pequeño y mohoso cuarto conocido como «el Sabueso», en la posada del León Rojo de St John’s Street. Me la había recomendado el capitán Simmins, puesto que quedaba cerca de su residencia. Justo después mandé una nota a Bow Street para informar de mi llegada. El señor Fielding respondió enseguida tal como esperaba, con una invitación inmediata para cenar en su casa.
Muy consciente de que la última vez que la familia Fielding me había visto mi estado había sido lamentable, elegí con esmero la ropa para la ocasión y acabé decidiéndome por la casaca de seda gris con brocados, un chaleco y unos bombachos a juego, medias blancas y zapatos con hebilla, sombrero y un bastón de ébano con el mango plateado. Ataviado de esa guisa, contemplé mi reflejo en el espejo.
Me sobresalté de repente. Hacía tanto tiempo que no prestaba ni la más mínima atención a mi apariencia que no me había dado cuenta de lo mucho que había cambiado. Ya no era aquel joven imberbe que había debatido sobre moda con el señor John Fielding. Sin embargo, mi casaca, a pesar de haber sido de lo más elegante cuando me la había entregado el sastre, ya no era nueva ni en la tela ni en el corte. Las hebillas de mis zapatos eran de latón y, aunque solía utilizar elegantes pelucas, en esos momentos lucía mi propio pelo, tupido como una cortina, negro como el carbón y largo hasta el cuello, de manera que mis pómulos y mi nariz aguileña quedaban claramente destacados. ¡Parecía un bicho raro!, pensé. El estómago se me revolvió del susto y por primera vez en mi vida agradecí tener la piel oscura, puesto que de haber sido de tez clara habría parecido la mismísima parca.
Sin embargo, antes de que ese pánico tuviera tiempo de instalarse en mis tripas, de repente se me ocurrió que tenía una excusa muy buena para aparecer de ese modo. Mi mundo era la ciencia, no la moda. Mis ideas eran mi vestuario. Ellas, y no la ropa que llevaba puesta, serían la medida de mi posición y de mi reputación, y por medio de ellas debía ganarme el respeto. El corte de mi casaca y la ausencia de peluca no eran cosas que debieran tener la más mínima importancia para mí. Había subido a un escalón superior, realmente no quería convertirme en un hombre mundano y supersticioso, sino en un hombre racional.
Decidí no ir a pie hasta Bow Street, a pesar de que no se encontraba muy lejos. Había mucha humedad y las calles de Londres estaban más sucias que el camino que llevaba a Highworth, y, además, había mucho tráfico. Aunque me habría gustado pasear de nuevo por esas ruidosas calles, me pareció más apropiado pedir un palanquín. Sin embargo, mantuve las ventanas del palanquín abiertas y me regalé los ojos con la multitud de personajes apasionantes que se apiñaban, gritaban, corrían, brincaban, se peleaban y se ocupaban de sus asuntos, completamente ajenos al hecho de que yo estuviera contemplándolos. Todo ese ruido y esa actividad frenética me parecieron extraños tras el período de paz que había pasado en Berkshire. No obstante, en menos de cinco minutos, mi sorpresa y el ligero desasosiego que la acompañaba desaparecieron. Me di cuenta con un sobresalto de que esa ciudad infeliz, ruidosa y maravillosa había sido mi hogar, tanto o incluso más que Shirelands. Allí había sido feliz; allí me había sentido seguro frente a Viviane, al menos hasta la última época. Allí no sólo había tenido mi propio trabajo, sino también un objetivo vital.
Debería quedarme aquí, pensé de repente. Si consigo convencer al doctor Hunter. Y aunque no lo consiga.
¿Katherine sería capaz de vivir allí, de vivir bien en Londres? Jamás lo había pensado tan seriamente hasta ese momento. Katherine, que jamás había estado en una ciudad mayor que Weymouth, ¿sería capaz de adaptarse al ritmo y a la agitación de Londres? En lo más hondo de mi alma, temía que no fuera así.
A las siete en punto, el interior del número cuatro de Bow Street estaba bien iluminado. Las velas de las ventanas proyectaban un suave brillo marfileño sobre la sucia calle. Pagué el palanquín y me apeé frente a la entrada con la sangre bullendo de expectación.
Primero me ajusté el sombrero, luego el abrigo, me acerqué a la puerta de los Fielding y llamé a la puerta. Al otro lado de la puerta empezaron a oírse aquellos sonidos tan familiares que seguían pareciéndome adorables: niños chillando, perros ladrando —imaginé que también derribando a los chicos a su paso debido al entusiasmo que despertaba la puerta— y finalmente la voz de la señora Mary Fielding, ordenándole a todo el mundo que guardara silencio y le dejara abrir la puerta para que el señor Hart, en caso de que fuera él, pudiera entrar.
—¡Pues sí, soy yo, señora Fielding! —grité a través de la madera maciza. Intenté adoptar una expresión que no revelara mis sentimientos tumultuosos, pero creo que no lo conseguí.
Una vuelta a la llave y la señora Fielding apareció en el portal con una sonrisa.
—¡Mary! —exclamé antes de poder reprimirme.
Tuve que esforzarme para no seguir el súbito impulso de levantarla en volandas como ya había hecho una vez. Tosí, avergonzado por aquella falta de decoro y me recompuse antes de decir:
—¡Señora Fielding, cómo me alegro de verla!
—Entre, señor Hart, no se quede en la puerta —respondió la señora Fielding enseguida con una amplia sonrisa y una leve reverencia precipitada que apenas llegué a percibir.
Crucé el umbral y entré en el vestíbulo mientras la señora Fielding cerraba la puerta de nuevo con varios cerrojos y pestillos.
Al ver mi expresión interrogante, se explicó:
—Hay quien no se toma demasiado bien los progresos del señor Fielding.
—Ya veo —dije—. ¿Ha recibido amenazas?
—Sí, señor Hart —dijo Mary con seriedad—. El señor Fielding dice que la mejor manera de descubrir cuántas ratas hay en una madriguera es hurgar en ella y eso es precisamente lo que está haciendo. Londres está llena de ratas, señor.
Poco a poco empecé a percibir algo distinto en Mary. No era un cambio en su aspecto, que era el de siempre: un rostro redondo y agradable bajo una cofia de lino, unos ojos sinceros y una piel clara, sin marcas de viruela. La miré con atención y pensé que tal vez volvía a estar encinta, pero sus formas y el sencillo vestido que llevaba puesto no lo indicaban.
Al fin, me di cuenta de lo que era.
—Señora Fielding —exclamé con una carcajada—, ¡ha encontrado usted las erres!
Mary Fielding sonrió y extendió su mano hacia mí como si hubiera nacido siendo ya una dama.
—Así es, señor —dijo, pronunciando la erre final con orgullo—. Sí, señor.
La señora Fielding me acompañó hasta el salón entre la multitud de perros y se retiró tras dejarme en compañía de los dos hermanos Fielding, sentados uno al lado del otro frente al fuego, con las caras enrojecidas por el calor. De repente, después de tanto tiempo sin verlos juntos, me sorprendió lo dispares que eran. El señor Henry Fielding era muy alto y fornido, aunque sin llegar a ser corpulento. En su rostro destacaba una larga nariz sobre una boca sensual, mientras que los ojos le brillaban llenos de inteligencia y carácter. Iba vestido con una casaca marrón oscuro, una peluca de media melena, bombachos de color beige y, debido a la gota que sufría, una sola zapatilla en el pie menos afectado. El otro, apoyado sobre un taburete acolchado, lo tenía vendado con muselina e hilas.
El señor John, en cambio, era algo más bajo, pero mucho más corpulento, era un verdadero toro y tenía un rostro mucho más mofletudo. Me sorprendió ver que esa noche no llevaba ni la banda negra en la frente, ni anteojos ahumados.
—¡Señor Hart! —exclamó el señor Henry Fielding nada más verme—. Entre, joven. Entre y siéntese. Liza, una copa de clarete para el señor Hart.
Encontré una silla y me instalé junto al aparador, a cierta distancia de los dos hermanos, y recibí con gusto la copa que me sirvió Liza.
—Buenas noches, señor Fielding. Señor Fielding… —dije dirigiéndome primero al señor Henry Fielding y luego a su hermano.
—Perdóneme si no me levanto, señor Hart —dijo Henry Fielding—. Este maldito pie me duele como el diablo esta noche y el doctor Hunter me ha dicho que debo descansar o todavía lo pasaré peor mañana. Sin embargo, les he prometido a John y a la señora Fielding que procuraría que el dolor no agrie mi buen humor. Bueno, señor mío, ha pasado tiempo, bastante tiempo… y han sucedido muchas cosas. Pero aquí le tenemos… ¡y casado, nada menos!
—Pues sí, señor —respondí.
—¿Dónde está su esposa? ¿Es posible que la hayáis dejado sola en casa tan pronto?
—No me pareció que le apeteciera ver Londres, señor —noté cómo se me sonrojaban las mejillas.
Henry Fielding se sentó de nuevo en su silla riendo entre dientes ante mi respuesta. Eso le dio la oportunidad de hablar a su hermano John y, a pesar del afecto que yo le había tomado a ese señor Fielding durante los largos meses en los que había residido en el número cuatro de Bow Street, noté cierta inquietud en las tripas al comprobar que se dirigía a mí de ese modo.
—Tristan —dijo John Fielding. Sus ojos ciegos, de repente visibles por la ausencia de sus habituales lentes, se volvieron un poco hacia mí. Como si pudieran verme, pensé del mismo modo que lo había pensado cada vez que había apuntado con ellos en mi dirección, los llevara ocultos o no. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral.
—Me alegro —prosiguió— de encontrarlo recuperado de sus problemas nerviosos. Tengo entendido que está ansioso por volver a ejercer de aprendiz bajo la tutela del doctor Hunter.
—¿Tutela? —Fruncí el ceño—. No sé de qué me habla, señor. He escrito al doctor Hunter para pedirle que piense en la posibilidad de ayudarme en mi investigación científica.
—¿Su investigación? —exclamó Henry Fielding—. Un proyecto ambicioso, señor Hart.
Me incliné hacia delante.
—Lo sé, señor —dije—. Y mi objetivo también es ambicioso: me he propuesto identificar y explicar la causa del derrame para poder descubrir así un medio para curar la enfermedad que ha dejado paralizado a mi padre.
John Fielding soltó un gruñido. Tal vez por lo sensibilizado que yo estaba, me pareció que se sumergió de repente en profundas cavilaciones, aunque su semblante no me ofreció más que un débil indicio de esas deliberaciones.
—Tristan —dijo al fin con seriedad—, sé que es usted un joven excepcionalmente inteligente que tal vez incluso llegue a convertirse en un médico brillante. Su ambición es encomiable y espero que a la larga acabe teniendo éxito. Pero es mi deber advertirle, por lo mucho que me importa su bienestar, que albergo serias dudas acerca de la posibilidad de que el doctor Hunter le permita reanudar sus estudios hasta que se encuentre usted bien durante un tiempo considerable. Si es que eso llega a ocurrir, claro. Además, incluso si accede a ayudarle con sus planes, es poco probable que, incluso con todos los conocimientos disponibles, llegue a descubrir usted una cura para la apoplejía que pueda ayudar a su padre.
Ante esa advertencia, el corazón me dio un vuelco.
—Sin embargo —dije, obligándome a ignorar la primera parte del discurso del señor Fielding como si nunca la hubiera pronunciado—, tengo el deber moral de intentarlo. Incluso si no consigo ayudar con ello a mi padre, expondré mis hallazgos ante la Royal Society y mi nombre ganará prestigio como hombre de ciencia.
—Claro —dijo John Fielding. Un oscuro fruncimiento de cejas le arrugó la frente—. Ese afán de progreso personal es un deseo comprensible —dijo—. Todos los jóvenes con capacidades como la suya deberían tenerlo, además de talento. Sería usted un segundo Paracelso, por lo que veo. Pero una ambición tan poderosa, Tristan, es un arma de doble filo. Debe ir con cuidado para no cortarse mientras la empuña.
Ante esas palabras, la respiración me inflamó el pecho. Me di cuenta de lo apasionados que eran los deseos y esperanzas que tenía de conseguir ese resultado; y todo lo contrario, que me aterrorizaba la posibilidad de fracasar. ¡Convertirme en un segundo Paracelso! ¿Qué no sacrificaría yo para serlo? No habría sabido decirlo y la conciencia de ello me asustó.
—¡Condenado dolor! —maldijo ferozmente Henry Fielding, en voz baja, como hablando para sí mismo.
Me marché de Bow Street en palanquín más o menos a las diez y media y llegué sin incidentes a mi alojamiento poco antes de medianoche. El patio de la posada estaba abarrotado debido a la inoportuna llegada del correo de Leicester, de manera que entre el bullicio general tardé en reparar en la figura enjuta y nervuda que esperaba con paciencia ante la puerta, con el sombrero y el abrigo empapados por la lluvia de primavera: era el capitán Simmins. Con toda inocencia, bajé del palanquín, pagué el chelín del transporte y me dispuse a entrar en la posada. A continuación noté que una mano me agarraba por un brazo y, sin siquiera volver la cabeza, las entrañas me dijeron que era él.
—Buenas tardes, capitán Simmins —dije.
—Buenas tardes, señor.
—¿Hace mucho que me espera?
—No, señor —respondió Simmins—. T… tres horas, señor. No más.
—Hay quien lo consideraría mucho tiempo, señor Simmins.
—Yo no, s… señor.
Volví la cabeza para mirarlo. Su rostro brillaba con los tonos dorados que surgían del interior del edificio mientras de su boca entreabierta salían volutas de vapor que se fundían en el aire salpicado por la llovizna. Sus ojos marrón oscuro me miraban fijamente.
Miré a mi alrededor y por un instante tuve la sensación de estar cometiendo un crimen. Todo el mundo estaba pendiente del correo recién llegado. Nadie mostró ni la más mínima curiosidad en mi persona o en el esbelto y joven Adonis que me había abordado de repente.
—Venga —dije, y sin pronunciar más palabras crucé el umbral de pizarra y fui rápidamente a mi habitación. Sabía que Simmins me seguiría. De habérselo ordenado, me habría seguido hasta el mismísimo infierno.
Dejé que Simmins entrara primero en la estancia, encendí la vela y cerré la puerta antes de dirigirme a él de nuevo.
—¿Ha encontrado a la furcia? —pregunté.
—No, señor.
—¿No? ¿Qué respuesta es ésa? ¿No? Le di una orden tajante, señor Simmins: encontrar a la señorita Annie Moon y entregarle cierta suma de dinero. ¿Cómo es posible que en todas estas semanas no la haya encontrado?
—No pude, señor. Pregunté en el establecimiento de la señora Haywood, pero me dijeron que ya no está allí.
—¿De verdad? —Se me cayó el alma a los pies.
Sin duda, pensé, todavía no habría podido saldar su deuda con la señora Haywood. Tal vez estaba muerta. Si Antoinette estaba muerta, ¿cómo podría llegar a redimirme respecto a ella?
—En ese caso —dije—, debería haber redoblado sus esfuerzos y buscarla en otra parte, más allá de Covent Garden. Me ha decepcionado usted, señor Simmins.
—L… lo sé, señor. L… lo siento. Me esforzaré más en lo s… sucesivo.
Simmins bajó la cabeza. Estudié con detenimiento su expresión, su forma, los más leves movimientos de sus manos y de sus pies.
—Señor Simmins —dije—, me ofende incluso verlo. Lleva el abrigo empapado y los zapatos llenos de lodo. ¿Cómo es que siempre que nos vemos se las ingenia para estar goteando, señor Simmins?
—Es… estaba bajo la lluvia —susurró Simmins.
—Eso no es excusa —dije yo—. Fuera de aquí.
No permití que mi mente siguiera mucho tiempo ocupada con los indicios que el señor Fielding me había dado respecto a las pocas probabilidades que tenía de recuperar el favor del doctor Hunter. A la mañana siguiente escribí a Katherine para informarla de que había llegado bien y para contarle que había visitado a los Fielding. A continuación, pluma en mano, redacté una segunda carta dirigida al doctor Hunter para ponerlo al corriente de mi dirección en Londres y para preguntarle si había considerado mi propuesta. Le entregué las dos cartas al mozo de la posada junto a un chelín por las molestias y luego me puse a reflexionar acerca de cómo podría seguir desarrollando mi teoría, puesto que no consideré que la habitación de la posada ofreciera el ambiente idóneo para el estudio. Para empezar, no había escritorio, sólo una mesita auxiliar; pero es que, además, la habitación era tan diminuta que me resultaba casi imposible sacar todas mis cosas sin pisarlas o esparcir mis notas por el suelo.
Pensé en la posibilidad de acudir a una de las tabernas que había frecuentado en compañía de Erasmus durante nuestras prácticas en los hospitales para tratar de averiguar algo acerca del doctor Hunter: si había hecho algún descubrimiento relativo al aneurisma y si había conseguido publicar sus grabados obstétricos. Empecé a vestirme, pero el recuerdo de las representaciones del útero grávido realizadas por el doctor Hunter me hicieron pensar en Katherine y las manos empezaron a temblarme de forma violenta, hasta el punto de que fui incapaz de anudarme la corbata y me vi obligado a sentarme en la cama hasta que hube recuperado la compostura.
Fui al hospital de St Thomas andando y eso me sentó bien, puesto que me permitió recuperar la voluntad y el control de mis temblorosas extremidades. Durante el trayecto pasé por Smithfield, St Bartholomew y el viejo horror de la prisión de Newgate por el lado humilde del puente de Londres, bajo el que fluía el ancho Támesis a paso de tortuga mientras los botes hacían cola para atravesar los estrechos arcos. Miré hacia abajo, hacia las verdes y silenciosas aguas, y luego empecé a andar a paso ligero por el puente, con lo que perdí de vista el río tras los edificios.
Esa calle principal que se sumergía en el municipio era una de las vías más concurridas y agitadas de Southwark, aunque ignoraba el temor que impelía a la mayoría de los hombres de mi condición a viajar en carruaje o en palanquín. No sabía por qué, y todavía hoy no acabo de comprender el motivo, pero los asaltadores de caminos, que podrían haberme visto como un blanco fácil y tratarme en consecuencia, se mantuvieron a una distancia prudencial, como lo habría hecho la más joven de las doncellas de Collerton.
Cuando llegué a la taberna de George tenía muchísima sed y los pies me dolían de tanto andar, por lo que entré enseguida. Tal vez había pasado demasiado tiempo en Berkshire, puesto que el establecimiento de repente me pareció demasiado ruidoso y abarrotado de gente para mi gusto y el fuerte hedor a humo se me instaló en el pecho. Me abrí paso hasta el rincón opuesto, donde esperaba no ser molestado, y llamé al dueño para que me sirviera comida y cerveza. Una vez resuelto eso, me senté con mi plato y escuché las conversaciones de los estudiantes y médicos que frecuentaban la taberna, intentando captar si alguien mencionaba al doctor Hunter.
Quizás había calculado mal mi llegada, ya que, por más que me esforcé en aguzar el oído como un conejo intentando detectar a una jauría de perros, no conseguí oír noticia alguna acerca del doctor Hunter, sus litografías o sus investigaciones. Además, no me pareció recordar de mis tiempos en los hospitales a ninguno de los individuos que conversaban en la taberna. Eso me sorprendió. ¿Cómo era posible que los estudiantes de St Thomas hubieran cambiado tanto durante los meses en los que me había ausentado? Enseguida recordé con cierto sobresalto que, con la única excepción de Erasmus, jamás me había interesado lo más mínimo en mis compañeros durante las guardias. Entonces caí en la cuenta de que tal vez había llegado a pasar varias semanas rodeado por aquellos tipos sin intercambiar palabra con ninguno de ellos. Esa idea me entristeció y de repente sentí una violenta ira ante la idea de que, al contrario que yo, esos tipos tan mediocres hubieran sido capaces de proseguir con sus carreras médicas. Deseé fervientemente que todos y cada uno de ellos acabaran ardiendo en lo más hondo del infierno, hasta que recordé que ya no creía en el infierno ni en el diablo, por lo que me limité a apretar los dientes y quedarme allí sentado, sumido en un infructuoso silencio.
Tras unos quince minutos, me llamó la atención una conversación que tenía lugar no muy lejos, a mi derecha, entre dos tipos que me parecían miembros humildes del clero y a los que había descartado pensando que no resultarían interesantes. Hablaban de la aplicación médica del fluido eléctrico.
—La máquina eléctrica —decía uno de ellos, con tanto entusiasmo que no me costó imaginármelo como un antiguo profeta— puede utilizarse a bajo coste, puesto que sólo hay que adquirirla y podrá utilizarse una y otra vez. Por consiguiente, puede ofrecerse gratuitamente a los pobres que no puedan permitirse un médico. De este modo podríamos aportar un gran alivio a los enfermos o a los desdichados que se vean afectados por la abominable parálisis y otras viles afecciones. Eso tiene que ser bueno y grato a los ojos de Dios, ya que, en cuanto se sanen sus cuerpos, sus almas serán más capaces de seguir la palabra del Señor.
—Sí, puede que encuentren alivio, señor Wesley —dijo el otro—. Pero ¿qué ocurre con los pobres médicos, que deben pasar horas accionando la manivela y aplicando las descargas eléctricas? Me parece que cualquier beneficio para los pobres que pueda proporcionar ese dispositivo tendrá un alto coste para nosotros. ¿Qué pruebas tenemos de que ese artilugio funcione como usted afirma? Tal vez toda esa palabrería ingeniosa no es más que humo. ¿Y cómo sabemos, además, que la máquina realmente no causa más que puro y simple dolor? Estoy seguro de que no es voluntad de Dios el torturar a los pobres para sanarlos.
—¡No, no! —respondió el otro a la vez que golpeaba la mesa con el puño. Tanta pasión me sorprendió y di un respingo de sorpresa—. Se trata de aplicar al cuerpo del enfermo el fluido eléctrico que surge de la máquina. Ese paso, como un rayo que surge de las nubes, tiene un efecto importante sobre el cuerpo. Un rayo puede matar a un hombre, como ya sabemos.
—Lo que por sí solo implica —replicó el otro— que la aplicación de la electricidad puede no ser muy beneficiosa.
—La electricidad no es dañina por sí misma —respondió el primero—. Sólo es peligrosa según la medida en la que se aplique. La cantidad que puede almacenar una botella de Leyden no basta para causar daño alguno. Por lo que a mí respecta, estoy convencido de su potencial y cuando eso se comprenda, cuando lo comprendan también los médicos que se oponen a su aplicación y se den cuenta de que puede aliviar la parálisis o curar la ceguera o el cáncer, se confirmará lo que digo, a mayor gloria del Todopoderoso que la creó para que la utilizáramos, mientras que mis detractores quedarán avergonzados.
Naturalmente, durante el curso de mi residencia en Londres había oído hablar de esas máquinas electrostáticas y de esas ideas tan poco científicas. Sin embargo, ese día, mi receptividad o el patrón que seguían mis pensamientos hizo que la idea apareciera ante mí como un venado que hubiera surgido de repente de entre unos arbustos: ¿qué pasaría si los efectos curativos de la electricidad médica fueran reales pero no derivaran del fluido eléctrico per se, sino simplemente del intenso dolor que esas sacudidas podían proporcionar, tal como el segundo interlocutor había sugerido? Respecto al dolor, yo estaba seguro de que no era más que una forma de pensamiento, un movimiento físico de la red nerviosa del cuerpo, inmediatamente perceptible y comprensible tanto para el cuerpo como para la mente, virtualidad que no estaba al alcance de la mera electricidad. ¿Era posible aplicarle a mi padre el dolor apropiado para que las lesiones de su cerebro sanaran y desapareciera su parálisis? Al fin y al cabo, aquella acción no distaría mucho de la que ya había llevado a cabo cuando hice abrir las cortinas para dejar que entrara la luz del sol. Tan sólo implicaba un aumento de la intensidad de su estimulación. ¿Acaso eso no podía ayudarlo? Al menos, pensé, puede que contribuya a mejorar su estado. Enseguida me vino a la cabeza la idea de que, si ése era el efecto mínimo, el máximo… un descubrimiento como ése no sólo podría consolidar mi reputación científica, sino también alterar el curso de la medicina durante el siglo siguiente. Si realmente el dolor podía utilizarse para sanar, ese dolor no sería, como solía creerse, un azote abominable para la humanidad, sino un medio para la recuperación. ¡Qué diferencia podría significar eso en las futuras prácticas del arte médico! Cuanto más pensaba en esa revelación, más sentido me parecía ver en ella, puesto que ya había asumido racionalmente que, entre otras sensaciones humanas, ese dolor podía aparecer entre dos personas que pudieran sentir la afinidad suficiente. Una vez más, pensé: es una forma de amor.
Podría haberme llevado a casa esa idea e intentar aplicarla directamente a los cuidados de mi padre, pero no lo hice. En lugar de eso, utilicé mi capacidad de raciocinio para intentar demostrarla.
En verdad pensé que lo que necesitaba era pasar tiempo trabajando en la sala de disecciones. En esos momentos era una cuestión urgente demostrar la relación causal entre el daño cerebral resultante de una apoplejía y la parálisis de las extremidades que sufría mi padre. ¡Ay! ¿Por qué el doctor Hunter no había respondido a mi carta?
Regresé hasta mi alojamiento también a pie y nada más llegar pregunté si había recibido correspondencia o alguna visita, pero la respuesta fue negativa en ambos casos. Quedé muy decepcionado. Volví a mi minúscula y mohosa habitación y le escribí una carta a Katherine para poder verter toda mi frustración como quien vierte el aceite de un tonel. Hecho esto, sin embargo, me pareció que no podía hacer mucho más que esperar.
Tres días después recibí una carta, aunque no era del doctor Hunter. Era de Katherine, y no me contaba acerca de Bloody Bones o de Leonora, sino acerca de sí misma. Se había dislocado el hombro derecho al estirar el brazo para alcanzar una salsera. Sin embargo, me contaba que no debía preocuparme, puesto que Erasmus se lo había colocado de nuevo. Me preocupó un poco el motivo por el que me había mandado esa información, ya que describía con precisión una subluxación menor del húmero. Como es natural, yo ya conocía la excesiva laxitud de sus articulaciones y a menudo me había sorprendido la facilidad con la que podría haberle desencajado las extremidades, pero jamás había oído mencionar que algo así pudiera ocurrir de forma espontánea. Aparté con firmeza de mi mente el asombroso temor que había despertado en mí esa noticia y la vergonzante idea de que debería haber sido yo, y no Erasmus, quien se lo hubiera encajado de nuevo, por lo que me obligué a concluir, en contra de mi intuición, que en realidad ella había exagerado el relato de los hechos. Le escribí una carta de respuesta para reprenderla, más que nada por haberse lanzado de forma tan salvaje sobre la comida durante la cena.
Continué inmerso en ese sentimiento de frustración e impotencia durante otra semana, hasta que se me terminó la paciencia. El lunes por la mañana escribí de nuevo al doctor Hunter para preguntarle por qué no había respondido a mis epístolas anteriores y para advertirle que, a menos que me indicara explícitamente lo contrario, me presentaría en Little Piazza más tarde ese mismo día para discutir mi propuesta con él en persona.
Una hora después de mandar esa misiva, recibí la respuesta.
Querido señor Hart:
Lo siento, pero me resulta imposible atenderle esta tarde, puesto que tengo una clase de estudiantes de pago cuyo progreso educativo, por más que me pese, debo anteponer al de usted. Además, no estoy en posición de ofrecerle ayuda en su empresa, ya sea financiera o de otra índole, por muy loables que sean sus objetivos. Confío en que sigue usted todavía las advertencias que intento transmitir con rigor a todo aquel que desea entrar en la noble profesión de la cirugía. Le deseo lo mejor, pero debo pedirle educadamente que no vuelva a ponerse en contacto conmigo hasta que los dos podamos estar completamente seguros de su salud mental.
Doctor Wm Hunter
Tras leer esa cruel misiva, las piernas empezaron a temblarme con tanta intensidad como si estuviera a punto de tragárseme el Hades. Me fallaron las rodillas y caí desplomado sobre el suelo de la habitación mientras la chimenea encendida exhalaba una nube de humo negro. El doctor Hunter no me ayudaría. Y lo que era peor, no quería seguir teniendo contacto conmigo, como si yo fuera un apestado o alguien con tan poco carácter que resultara indigno de su compañía.
¿Acaso el doctor Hunter me toma por loco?, pensé llevado por el pánico. Pero mi hipótesis era sólida, como lo era también mi método. No creía que me hubiera tomado por un lunático que desvariaba, por mal que hubiera podido verme en el pasado. ¿Se había limitado a rechazar mis hipótesis, a rechazarme a mí, creyendo que había enloquecido? ¡No estaba loco! Era un hombre cuerdo, tanto como él. ¡Y mi hipótesis era cierta! ¿Por qué me ha repudiado?
Me puse de pie con dificultad, me lancé contra la puerta y la abrí violentamente. Estaba dispuesto a ignorar la orden del doctor Hunter, iría a preguntarle qué se proponía abandonándome de ese modo y condenando mi investigación al olvido antes incluso de haber empezado.
No pensé en coger el sombrero, ni el sobretodo, ni el bastón. No pensé en absoluto en mi aspecto, que en esos momentos debía de asemejarse al de un espectro surgiendo de la tumba, con la carta arrugada en mi mano temblorosa, los ojos desenfrenados y el pelo descuidado. Tampoco pensé en lo que le diría al doctor Hunter cuando al fin me encontrara con él. Bajé las escaleras corriendo como una liebre hasta el patio de la posada, donde por segunda vez me topé, para mi gran sorpresa y enojo, con el capitán Isaac Simmins.