11
Si lo que había intentado era volverme loco, Viviane había fracasado. No perdí la lucidez ni sufrí la perturbación de los sentidos que había seguido a mi encuentro previo con ella y los de su clase. En lugar de eso, ahuyenté de mi cabeza los tambores con la vara y el látigo y acallé mis temores con los chillidos de otra persona.
A mediados de enero empecé mis estudios en las salas de disección del doctor William Hunter, que estaban situadas en una enorme mansión en la Little Piazza de Covent Garden. El edificio servía también de alojamiento para muchos de los estudiantes del doctor Hunter, algunos de los cuales procedían, según me había enterado, de lugares tan remotos como América. Era una casa elegante, con varios pisos erigidos sobre un pasaje abovedado y columnatas. Puesto que el pasaje estaba pavimentado, cubierto y abierto al público, en muchas ocasiones era frecuentado por la buena gente cuando salía de paseo. Esa búsqueda a menudo resultaba ser ardua: la Piazza solía estar tan llena de gente que era del todo imposible caminar de dos en dos. Allí se congregaban los pobres de la ciudad: fruteros con bandejas de manzanas magulladas que se habían cosechado en otoño en los campos de Hackney, vendedores ambulantes, pinches de cocina haciendo recados para la dueña de la casa o la cocinera, polleros, mendigos cojos, furcias sifilíticas y perros medio salvajes.
Las clases del doctor Hunter tenían lugar en una sala de operaciones grande y bien iluminada que ocupaba la estancia que en cualquier otra casa habría sido el salón. Era fría, tenía buena acústica, un techo muy alto y dos grandes chimeneas, aunque ninguna de las dos llegaba a calentar la sala, ni siquiera a fuego vivo. En el centro de la habitación había tres grandes mesas parecidas a la que tenía yo en mi estudio y, a su alrededor, había una serie de bancos en los que nos sentábamos los estudiantes, temblando y pendientes de las palabras del eminente cirujano.
El doctor Hunter era un tipo de baja estatura, meticuloso en su indumentaria y sus hábitos, que demostraba una inefable cortesía a la que no renunciaba jamás. Tenía un porte tranquilo y moderado y hablaba con un ligero acento de Lanarkshire, de un modo tan claro y calmado que resultaba absolutamente convincente. Parecía tan dócil que no apetecía contrariarlo en ningún momento. Me di cuenta de que tras esos modales distinguidos había la fuerza de un fuego contenido.
—Los anatomistas somos gente combativa —me dijo unos días después de que nos conociéramos, y yo me sentí tan incluido en ese «somos» que fui incapaz de pegar ojo durante toda la noche—. Sabemos apreciar hasta el último despojo y no nos gusta perder.
Yo conocía de antemano el tipo de batalla al que se refería, en la que el doctor no tenía intención de verse superado. Tanto el doctor Hunter como los hermanos Fielding, aunque por motivaciones distintas, estaban presionando al Parlamento para que se aprobara una ley de homicidios que prohibiera que los culpables de un crimen recibieran sepultura cristiana. El señor Fielding había manifestado cierta esperanza, por leve que fuera, de que un castigo tan horrible llegara a reducir el número de muertes no naturales que se producían en la ciudad. El doctor Hunter, por su parte, esperaba que la medida en cuestión aumentara considerablemente la provisión de cadáveres, que resultaba insuficiente tanto para sus prácticas personales como para la formación de sus alumnos. Le contrariaba que sus cursos, que solía llevar a cabo a la manera parisina, es decir, con un cadáver por estudiante, en su mayor parte tuvieran que limitarse al estudio de grabados y bloques anatómicos. Nos dijo que no podríamos trabajar con cadáveres recién fallecidos durante un tiempo indeterminado y aludió al hecho de que se hubiera enemistado con el sepulturero de Newgate sin que pudiera atribuírsele responsabilidad alguna al respecto. A pesar del gran número de cartas que había mandado a la prensa suplicando a la gente que donara sus cuerpos para que pudieran realizarse disecciones, se había quedado temporalmente sin suministros.
—El año que viene —decía—, cuando hayan aprobado la ley, todo será mejor. Todo se hará de manera legal y ni siquiera los cirujanos tendrán que esmerarse en demostrarlo todo con un solo cadáver. Todo se mostrará separadamente: los huesos, las venas, los nervios, la digestión y la reproducción. Sin embargo, por ahora, caballeros, tan sólo podemos esperar que las autoridades entren en razón cuanto antes mientras luchamos por avanzar en compañía de Vesalio y unos cuantos bloques de madera.
Yo comprendía las dos partes de la frustración del doctor Hunter, puesto que me resultaba de lo más desagradable pensar en mí mismo como un carroñero y no podía evitar imaginar esas historias en las que se asesinaba a individuos para poder diseccionarlos. Sin embargo, el placer de conseguir al fin una enseñanza adecuada, junto con el entusiasmo que sentía con sólo pensar en la posibilidad de trabajar con un cadáver humano, alejaban cualquier descontento de mi mente. Descubrí que los «bloques de madera» a los que se había referido con tanta irritación eran varias preparaciones anatómicas que mostraban el sistema vascular y muchas otras estructuras conservadas sobre una superficie de madera y bajo una capa de barniz. Esos objetos me parecían increíblemente bellos y me encantaba examinarlos, a pesar de saber que habían sido extraídos de individuos vivos. Me resultaba fácil percibir cómo estaba formada cada estructura, y también imaginar cómo funcionaba. Durante la segunda sesión, mientras examinaba un bloque de tejidos procedentes de un pecho, por un momento me pareció como si el movimiento de la sangre y los fluidos corporales se hubiera reavivado de forma completa y perfecta. En otra ocasión, nos describió el estado de un feto en desarrollo dentro de un útero y nos mostró algunos dibujos sobre la materia que había encargado y que tenía previsto publicar como una serie de grabados anatómicos. Yo recordé las crías de rata que había extraído del útero de la madre, así como la extraña insinuación de Nathaniel acerca de que eran preguntas que jamás encontrarían respuesta. No pude evitar que mi mente vagara pensando en las mujeres embarazadas que habían muerto hasta entonces.
Debo confesar que pocos días después de haber iniciado las lecciones perdí toda noción del tiempo, de manera que nunca sabía si era domingo o lunes. Por eso no sabría decir con exactitud si había pasado ya una semana entera cuando, en una ocasión, el doctor Hunter nos presentó una serie de grabados que representaban la estructura interna de la arteria aorta y procedió a mostrarnos la forma y progresión de un aneurisma que, según nos dijo, había registrado por primera vez Pablo de Egina. Yo no conocía ese texto, ni tampoco el hecho de que una arteria pudiera ceder y expandirse por encima de su capacidad, del mismo modo que un río puede experimentar una crecida por encima de su cauce habitual. Sin embargo, aquella idea hizo mella en mí y, mientras el gran cirujano continuaba describiendo ese estado, empecé a considerar la posibilidad de que se produjeran distorsiones de ese tipo en otras partes del cuerpo más allá del tórax, así como las incapacidades que tal cosa podía provocar.
A las ocho en punto, al término de la lección, esperé que se vaciara la sala y le expuse al doctor Hunter el resultado de mis deliberaciones, puesto que había formulado una hipótesis interesante.
—Señor —dije—, respecto a la cuestión que nos ha pedido que consideremos, es decir, la posible causa de un aneurisma torácico, creo que debe de ser una presión tremenda de la sangre al salir del corazón, puesto que en mis experimentos con cuerpos de animales observé que puede ser muy potente. No obstante, tengo una duda acerca de la que, si se me permite, me gustaría saber su opinión, señor.
El doctor Hunter, que estaba guardando con sumo cuidado los aguafuertes en una gran caja, se incorporó y me dirigió toda su atención. Me sonrojé levemente cuando de golpe fui consciente de mí mismo, de pie en medio de la extrema claridad del auditorio vacío, iluminado por tantas velas de cera que parecía mediodía.
—Señor —empecé a decir—, si es posible que una arteria se desgarre dentro del pecho, ¿no es igualmente posible que así suceda en otras partes si las circunstancias provocan un aumento de la presión? Me preguntaba si, en casos de apoplejía súbita, la causa no podría ser la ruptura de un vaso arterial en el interior del cráneo. Me parece muy posible que, ante un episodio de ira, la parte inferior de los carrillos se enrojezca y los ojos sobresalgan de las órbitas más de lo normal. Eso podría indicar que la presión dentro del cráneo ha experimentado un aumento peligroso. —Debo confesar que fue el recuerdo del rector Ravenscroft lo que inspiró esa imagen.
El doctor Hunter me miró fijamente. Parecía sorprendido, como si no hubiera esperado que una teoría como ésa pudiera haber surgido de mí. Empezó a retorcérseme el estómago.
—No es más que una hipótesis —añadí. Mi voz sonó débil y aflautada en la inmensidad de la sala.
—Por supuesto —respondió el doctor Hunter—. Y buena. Por lo visto ha leído la Apoplejía de Wepfer, ¿no es así?
Yo me sobresalté.
—No, señor. No la conozco.
—Entonces debería leerla, puesto que describe justamente el fenómeno que usted propone. Venga conmigo, señor, se la prestaré.
En cuanto hubo terminado de recoger sus anotaciones e imágenes, tarea en la que me permitió ayudarlo, el doctor Hunter me acompañó hasta su impresionante biblioteca médica. Una vez allí, mandó a un ayudante a buscar el tratado en cuestión en el estante en el que se encontraba para poder dejármelo personalmente. Hecho esto, se despidió de mí con la mano, puesto que inmediatamente después tenía que atender a un paciente privado y tenía que cambiar de lugar, de indumentaria y de modales.
—No es cuestión —dijo— de aterrorizar a la pobre dama.
Durante las siete semanas siguientes, el doctor Hunter me prestó muchos libros más y, con gran alegría por mi parte, finalmente descubrí que, si no era su alumno preferido, me encontraba al menos en el selecto grupo de los que gozaban de su confianza y podían aspirar a convertirse en su aprendiz.
Me dediqué en cuerpo y alma a ese objetivo, que requeriría mi presencia en los hospitales de St Bartholomew, en Smithfield, y St Thomas, en Southwark, que estaban abiertos al público e incluso ofrecían tratamiento a los mendigos.
Sin embargo, no podía dedicar todo mi tiempo al estudio académico, puesto que no podía disponer de mi propio laboratorio y, pese a que el doctor Hunter permitía que sus alumnos utilizaran sus instalaciones para realizar disecciones de animales, se congregaba allí un gran número de estudiantes y no me apetecía nada tener que librarme de los demás aspirantes sólo para repetir mis experimentos con especies menores. En lugar de eso, continué con mis visitas al establecimiento de la señora Haywood, donde pude observar un gran número de prodigios físicos que de otro modo no habría tenido a mi alcance. No le causé ningún daño importante a Polly, aunque tal vez algunas de las cicatrices que labré en su cuerpo permanecieron patentes más tiempo del que había previsto. Sin embargo, encontré en ella un sujeto de investigación maravillosamente dócil y fue gracias a su ayuda, y no a las disecciones, como descubrí por mis propios medios los recorridos de los nervios principales en los brazos y las piernas. Ante cada chillido o gimoteo, la anatomía interna se abría ante mi entendimiento con la claridad y agudeza de un grabado.
De este modo se estableció la pauta que siguió mi vida. Gravitaba entre el aula magna y el burdel, entre la biblioteca y la cama, y no pensaba más que en mis estudios y mi gratificación. Había días en los que ni siquiera veía la luz del sol.
Poco antes de año nuevo, al volver a Bow Street procedente del burdel, me encontré con la fascinante noticia de que el doctor Hunter al fin había conseguido un cadáver de Newgate y que a partir del lunes tendríamos que trabajar con él durante tres tardes enteras, tal vez más, si la conservación del cadáver lo permitía. Mi alegría fue tal que, presa de la euforia, levanté en volandas a la señora Fielding, puesto que fue ella la que me hizo llegar el mensaje del doctor. Mary soltó un chillido de indignación y me golpeó con fuerza en el hombro.
—Qué vergüenza, señó Hart —dijo cuando la hube dejado en el suelo—. ¡Que soy una mujer casada! ¡Dios, tiene usted los modales de un zopenco!
Como respuesta, le dediqué una profunda y cortés reverencia con el sombrero bajo el brazo y, a continuación, salí corriendo del salón antes de que pudiera seguir reprendiéndome.
El lunes siguiente, a las cinco en punto, llegué a casa del doctor Hunter en un estado de gran agitación y lleno de expectativas. No era capaz de expresar la emoción que me invadía con sólo pensar en mi primera disección de un cadáver humano. Sin embargo, los dedos no paraban de temblarme y el corazón me latía con fuerza en el pecho como si de un enorme gong se tratara.
Jamás les había prestado demasiada atención a mis compañeros de estudio, por lo que me sorprendió comprobar que los demás alumnos de anatomía compartían ese entusiasmo. A mi alrededor, las conversaciones eran frenéticas. El señor Mills, un médico rural que se acercaba a los cuarenta, había presenciado una clase de anatomía en Leiden unos años atrás y afirmaba haber quedado muy decepcionado, por lo que desde entonces había deseado experimentarla de forma activa. Había quedado tan profundamente insatisfecho por el hecho de que el doctor Hunter no impartiera el curso a la manera de París que se había planteado la posibilidad de solicitar que se le devolviera el importe que había abonado, aunque al final había cambiado de parecer. Terminé por tenerle verdadera aversión. El señor Glass, con el que el señor Mills estaba conversando, era hijo de un boticario y tenía previsto, igual que yo, convertirse en cirujano. Era un hombre de corta estatura, unos años mayor que yo, y se caracterizaba por ser bastante anodino. Vestía una casaca azul impecable, aunque pasada de moda. Llevaba una peluca marrón y tenía unos rasgos regulares, aunque nada atractivos, y tenía un porte discreto. Cuando hablaba, lo hacía en un tono uniforme y reflexivo que transmitía una gran cautela respecto a sus opiniones e incluso más cautela todavía a la hora de verbalizarlas. Solía decir que consideraba la disección como el paso más importante de su trayectoria. Nadie, por lo que pude sondear, tenía la experiencia que yo había acumulado en fisiología animal.
Mientras nos conducía hacia el aula, la expresión del doctor Hunter era solemne.
—Recuerden, caballeros —dijo—, que no somos carniceros. El respeto, el cuidado y, por encima de todo, la observación son los principios que regirán nuestra operación. La anatomía es la base, el fundamento, de nuestra medicina moderna y sin ella seguiríamos dando palos de ciego en la oscuridad de los errores y la ignorancia. Observen con cuidado y al detalle todo lo que vean y, si les parece que un órgano está deformado o enfermo, informen de ello enseguida. Trabajen con diligencia y rectitud y aprenderán más en los próximos tres días de lo que yo podría enseñarles en muchos meses —sonrió—. Y que no se les caiga nada. ¡No tengo intención de que le sirvan de inspiración al señor Hogarth, señores!
Eso provocó una carcajada general entre los que estaban más familiarizados con la obra gráfica satírica de Hogarth. Yo no me contaba entre ellos. Las palabras del doctor Hunter de repente habían inspirado en mí el temor a que fuera yo el estudiante que acabara desgraciando el ejercicio y me mortifiqué pensando en una posible carnicería chapucera. Tuve la terrorífica premonición de que se me caería el hígado al suelo, de que mis pies resbalarían con él y caería de culo sobre un charco de sangre. ¡Dios mío, no!, pensé. No, en el aula no habrá un alumno más diligente que Tristan Hart.
A continuación el doctor Hunter nos acompañó hasta la sala, en la que entraban aún los últimos rayos del sol de primavera a través de las grandes ventanas cerradas. Las dos chimeneas estaban vacías. Un olor insólito empañaba el aire frío, en el que danzaban motas de polvo siguiendo las lentas espirales provocadas por los vapores. A mi espalda, alguien tosió y pude ver cómo el señor Mills se tapaba la nariz con un pañuelo. En el centro de la estancia, sobre la mayor de las mesas de roble negro y envuelto en una mortaja de muselina blanca, de manera que no podíamos distinguir más que su silueta, había un cadáver humano. El silencio se apoderó de nosotros en cuanto lo vimos.
No es más que una rata, le había dicho yo una vez a Nathaniel Ravenscroft. En ese momento pensé: eso fue un hombre. Hasta hace unos días andaba, conversaba y pensaba por sí mismo. Pero ¿qué es ahora? ¿Qué? ¿Dónde está? ¿Acaso su alma ha partido hacia el cielo —o, mejor dicho, al infierno— o a algún lugar parecido? Y, en ese caso, ¿qué era eso que tenía delante de mí? ¿Era algo o no era nada?
El doctor Hunter fue enseguida a la mesa y retiró la sábana.
—Acérquense, caballeros —dijo.
El muerto tenía rostro. Aunque ya no fuera nada más que un conjunto de huesos y carne, su cuerpo había sido —había pertenecido a— un hombre: de unos cuarenta años, tal vez. Tenía el pelo escaso y canoso, demasiado bien arreglado, pensé, para haber vivido como un delincuente, si bien había muerto como tal. No recordaba haberlo visto preso.
Me acerqué un poco más. A primera vista el fiambre parecía hecho de cera. La piel era de un gris pálido y amarillento y brillaba ligeramente con la potente luz del sol. Cuando pude observarlo más de cerca vi una mancha de color carmesí oscuro dentro de los tejidos del lado derecho del cuerpo, que era donde la sangre se había acumulado después de la muerte. ¿Cuánto tiempo, me pregunté, había permanecido muerto en la cárcel antes de que alguien lo encontrara? Por segunda vez me pregunté cuál sería el crimen por el que había terminado allí. Me pareció que la pobreza había hecho mella en él, tal vez el vicio. Tenía poco desarrollada la musculatura de la parte superior del pecho y las costillas, mientras que prácticamente carecía, pensé, de grasa. Lo mismo en la región del estómago. Tenía el os femoris y la tibia curvados hacia fuera, como si hubiera estado sentado a horcajadas sobre un caballo permanentemente. Sin duda este hombre creció en St Giles, pensé. ¿Habría sido un delincuente cualquiera, un ladronzuelo de poca monta, un proxeneta de Madam Ginebra o su amante cada vez más desesperado?
De repente me di cuenta de que aquel olor dulzón que de un modo tan extraño me había impresionado al entrar en la sala lo emanaba el cadáver. Puesto que no había nada que lo conservase, sus tejidos blandos ya habían empezado el inevitable proceso de putrefacción. Ya lo había observado anteriormente en mi laboratorio, en ocasiones en las que se me habían terminado las existencias de vinagre y sal secante. De golpe comprendí por qué íbamos a seguir el método tradicional de disección, según el cual los órganos internos eran los primeros en extraerse, examinarse y desecharse. El método de Galeno, que empezaba por la estructura del esqueleto, tal vez habría sido más lógico, pero en ese caso era necesario sacrificar la lógica pura en favor del sentido práctico. Habría sido ridículo dejar los órganos dentro, ya que su corrupción podría haberse extendido rápidamente hacia el resto del cuerpo.
No es un hombre, pensé. No es que no fuera nada, pero en cualquier caso había perdido ese algo que lo convertía en algo más que mera carne, inerte e inconsciente. Lo que yace aquí no es más que un reloj roto.
—¿Estamos todos preparados para empezar a trabajar, caballeros? —preguntó el doctor Hunter.
Me quité rápidamente la casaca y el chaleco y remetí enseguida los volantes de los puños dentro de las mangas.
—Sí —dije.
A pesar de que difícilmente lo habría admitido, albergaba la esperanza de que el doctor Hunter me concediera el honor de efectuar la incisión inicial en el pecho del cadáver, pero no fue así. Ese privilegio recayó sobre el señor Glass, quien lo aceptó con un retraimiento sorprendente. Sin embargo, aunque sea a regañadientes debo reconocer que no le faltó pericia. Se levantó una gran ovación cuando el escalpelo perforó la piel, y tuve que esforzarme para ocultar la envidia que sentía.
El señor Glass realizó una incisión de hombro a hombro y hacia abajo, para luego pelar la carne hasta que la piel quedó colgando a ambos lados del cuerpo como si de un velo se tratara. En ese punto hizo una pausa, siguiendo las órdenes del doctor Hunter, de manera que pudimos observar la caja torácica y el esternón que quedaban justo debajo.
Las costillas estaban entretejidas con un tenso encaje membranoso de músculos. Con el cuerpo ya abierto ante nosotros, el doctor Hunter nos dio instrucciones para que empezáramos a extraer una parte de la caja torácica, lo que nos permitiría acceder con facilidad a los órganos que contenía. Más tarde, le extirpamos las tripas «como a un venado», según comentó el señor Mills, y posteriormente procedimos a una lenta exploración de la cavidad abdominal.
Apliqué mi escalpelo al tejido y con cuidado realicé una incisión entre la sexta y la séptima costilla, de manera que pude apartarlas con facilidad, primero una y luego la otra. Debajo de ellas se encontraba la maravilla de color púrpura que era el corazón. El órgano me sorprendió, pese a haber pasado muchas horas extrayendo vísceras de ratas y aves de gran tamaño. Casi me pareció demasiado grande, demasiado pesado para estar confinado en un espacio tan reducido. Jamás en mi vida, pensé, he tenido la oportunidad de contemplar una prueba tan asombrosa de la sabiduría y la perfección de la creación de Nuestro Señor. Me habría gustado arrodillarme allí mismo y pronunciar una alabanza.
Así empezó la disección y durante las tres tardes siguientes trabajé intensamente con el cadáver. Entre sesión y sesión del doctor Hunter no conseguía pensar en nada más. Tenía la verdad frente a mí y estaba dispuesto a aprender tanto como pudiera antes de que la puerta de la revelación se cerrara de nuevo. De este modo descubrí por mí mismo la verdadera estructura del pulmón humano y me maravillé ante la bella intrincación de los recorridos arteriales que proporcionaban sangre limpia a todos los órganos del cuerpo. ¡Nunca más podría volver a considerar bellos los bloques de aprendizaje! Pude ver con mis propios ojos la naturaleza única del hígado y darme cuenta de cómo no podía ser responsable del flujo de sangre por el sistema venoso. Estaba redescubriendo cosas con un siglo de retraso, pero eso no tenía importancia. Estaba percibiendo hasta qué punto aquellos descubrimientos habían sido correctos, corroboraba a Harvey, refutaba a Galeno respecto a la cantidad de tiempo que debía de necesitar para latir el corazón que tenía en la mano.
La atmósfera dentro de aquella sala cerrada no mejoró, especialmente después de extirparle el estómago y los intestinos al cadáver, de manera que durante la tercera sesión me vi obligado a trabajar con una gruesa gasa de muselina empapada en agua de Hungría sobre la boca y la nariz. Me escocían los ojos y llegó un momento en que el señor Mills no pudo soportar más el hedor y abandonó la disección antes de terminarla, al igual que tres alumnos más, de manera que las exploraciones finales de los tejidos de la columna vertebral, los ligamentos y el esqueleto la llevé a cabo en compañía del señor Glass y del doctor Hunter.
Cuando sólo quedábamos nosotros tres me animé a preguntar más y a exponer mis propias ideas al doctor Hunter mientras trabajábamos. Él ya conocía mi interés por aprender todo cuanto pudiera acerca del funcionamiento del sistema nervioso, de manera que cuando ya habíamos dedicado una hora a investigar a fondo el cráneo y el cerebro, pregunté al doctor Hunter si tenía alguna opinión respecto a las fibras nerviosas que de forma tan clara se unían en la columna vertebral.
—Entonces —me aventuré—, ¿forman parte del cerebro? Porque el cerebro no está compuesto de tejido nervioso.
—Eso parece —dijo el doctor Hunter—, como mínimo de forma parcial.
—Pero eso implicaría —dije— que los pensamientos pueden moverse por el cuerpo, algo que sin duda es improbable, si no imposible.
—¿Cómo se imagina, pues —respondió el doctor Hunter—, que el cerebro, la sede de la inteligencia, manda sus órdenes a los músculos? Creo que Newton escribió algo al respecto. ¿Qué opinión le merecen las teorías de Newton acerca del movimiento animal?
—No sé si Newton tenía razón —dije mientras levantaba la cureta de la columna interna del os frontis—. Mi primer impulso sería creer que sí, puesto que los nervios hacen llegar las órdenes del cerebro a los músculos. Sin embargo, lo que no puedo determinar es si esa transmisión se lleva a cabo mediante vibraciones etéreas o cualquier otro mecanismo.
—Señor —intervino el señor Glass a la vez que desviaba la atención por un momento de la placa orbital para centrarla en mí—, ¿cree que el alma no interviene en el mantenimiento de los procesos vitales del cuerpo?
—No, señor —dije—. No puedo llegar tan lejos. En ese caso, ¿qué diferencia existiría en realidad entre un cuerpo vivo y uno muerto?
—Así pues, ¿admite la posibilidad de que todo ser vivo pueda tener alma, sea de un tipo o de otro?
—No lo sé —dije mirándolo fijamente a los ojos—. Lo que sé es que no puedo considerar que alma y mente sean equivalentes, tal como afirmaba Descartes. Pero afirmar que toda forma de vida tiene alma sería dotar de alma a todo el reino animal.
¿Los animales tienen mente?, me pregunté de improviso. ¿El pensamiento equivale a la sensación? Es el viejo problema de siempre: ¿las sensaciones se encuentran en la mente o en el cuerpo?
El señor Glass se encogió de hombros.
—Tal vez sí tengan —dijo antes de volver a centrarse en su estudio.
El doctor Hunter soltó una carcajada.
—¡Me parece que es usted un buen aristotélico, señor Glass! Pero está bien. Tal vez lo que esta profesión precisa son unos cuantos ingleses más que reconozcan la necesidad de un lugar para Dios en la creación divina. ¡El hombre no es una máquina, caballeros!
Yo también me eché a reír sin ningún tipo de mala intención, a pesar de que todavía no había obtenido ninguna respuesta convincente a mi consulta. Sin embargo, empecé a preguntarme si acaso había sido acertado considerar que el cadáver no era más que un reloj roto, puesto que, en el caso de ser una máquina después de la muerte, tendría que haberlo sido también antes de ella. Recordé de nuevo mi teoría acerca de que mis propias dificultades de percepción habían sido el resultado de algún tipo de causa física. La maquinaria de mi cerebro había enfermado y mi mente había sufrido sus efectos.
Tal vez la cuestión no era si el concepto era correcto o incorrecto, sino hasta qué punto era una de las dos cosas. En efecto, el cuerpo podía ser una máquina, pensé. Pero en ese caso sería una máquina tan compleja y sutil que no podía describirse como tal. Además, si la palabra «máquina» no puede comprender la integridad del cuerpo, todavía es más evidente que no puede comprender tampoco a un ser humano completo. Creo sinceramente que el alma existe y que cuando perdemos ese principio vital encontramos la muerte. El hombre es un ser consciente y animado y la vida es algo más que un simple mecanismo.
Durante las horas que habíamos pasado trabajando juntos, mi opinión acerca del señor Glass mejoró mucho. En esos momentos me extrañó no haber intentado mantener una conversación con él durante las numerosas semanas que habíamos compartido en las clases del doctor Hunter. Les había atribuido tan poca importancia a mis colegas que ni siquiera sabía cómo se llamaban algunos de ellos, por no hablar ya de conocer las circunstancias de sus vidas. Sin embargo, cada vez sentía más curiosidad por el señor Glass.
Poco después de ese intercambio de impresiones, el doctor Hunter decidió que había llegado el momento de dejarlo, puesto que habíamos superado en una hora el tiempo asignado. Mientras contemplaba los restos del cadáver, del mismo modo que un hombre despierta de un sueño y se enfrenta de repente con la cruda realidad, me di cuenta de que él tenía razón. No quedaba nada.
Ese final tan inesperado me sentó mal. ¡No es suficiente!, pensé. En lugar de satisfacción, tenía una sensación de vacío sobrecogedora.
Nos lavamos las manos y el rostro a conciencia y acto seguido el señor Glass y yo salimos del edificio para regresar a nuestros respectivos alojamientos, donde nos cambiaríamos de ropa y prepararíamos nuestros estómagos para la cena, puesto que eran ya casi las nueve.
—Aunque creo que pasaré una semana entera sin poder comer nada —dijo él—. Sigo teniendo ese hedor fétido en la nariz.
Anduvimos juntos durante un trecho por aquella calle polvorienta y nos despedimos de forma cordial después de que el señor Glass sugiriera que nos encontráramos de nuevo fuera del aula para comparar nuestros pareceres.
—Cuando llegue el verano, me he propuesto ampliar mi formación y adquirir experiencia en los hospitales —añadió—. Creo que le interesaría a usted hacer lo mismo.
—El doctor Hunter también comparte esa opinión —mientras lo decía, rezaba con desesperación para que así fuera—. Espero convertirme en su aprendiz. O tal vez en su camillero, para ser más exactos.
Cuando llegué a la casa del señor Fielding la encontré cerrada. Sin embargo, tampoco reinaba el silencio, puesto que desde fuera pude percibir sonidos que revelaban una vida incontenible: había niños riendo en el pasadizo y pude oír al señor Fielding gritando: «¡Por el amor de Dios, mujer!» y los pasos insolentemente prácticos de Mary Fielding, que se acercaba al otro lado de la puerta principal. Todos coincidimos en que lo mejor sería que tomara un baño antes de cenar, así como en la necesidad de mandar a lavar mi ropa, de manera que la comida se retrasó y yo me retiré a mi habitación. El agua caliente me sentó bien y me permitió librarme del hedor y la mugre que había acumulado durante ese día. Me recosté en la bañera y reflexioné largamente acerca de todo lo que había aprendido. La primera cosa de la que me di cuenta, con cierta consternación, era de que había una gran cantidad de conocimientos anatómicos que todavía tenía que adquirir antes de poder perfeccionar de forma satisfactoria mi técnica como cirujano. Pensé que tendría que llevar a cabo muchas más disecciones humanas para aguzar mi ojo y ganar seguridad con la mano.
¿Cómo lo conseguiría? Esperanzado, pensé que, puesto que la enemistad del doctor Hunter con el sepulturero de Newgate se había resuelto al fin, tal vez podríamos volver a utilizar el método de enseñanza que mi maestro consideraba preferible. Empecé a comprender con más empatía la situación en la que se había encontrado el afamado señor Harvey cuando diseccionó los cadáveres de su padre y su hermana. Un escalofrío me recorrió el cuerpo a pesar de lo caliente que estaba el agua. Imagina, pensé, que un hombre pudiera mirar los cuerpos de las personas a las que ama y codiciar sus huesos. ¿Acaso no sería un monstruo?
Y, sin embargo, tenía que creer que Harvey no había pensado en absoluto de esa manera. Tal vez su familia se los había ofrecido, del mismo modo que el doctor Hunter había creído que harían los ciudadanos, mostrando una especie de noble espíritu de servicio a la filosofía. O tal vez se habían limitado a participar en la moda post mórtem del siglo pasado.
Contemplé mi propio cuerpo de algo menos de metro ochenta sumergido y escorzado; mi piel aceituna, más pálida durante unos ilusorios instantes debido a los reflejos de la superficie del agua. Imaginé por un momento qué sería de él después de mi muerte. Era poco probable que alguien llegara a diseccionarlo. Ese horror, consecuente al delito de asesinato, estaba reservado sólo a los condenados. Y pensé que así debía ser, puesto que era un destino inhumano terminar reducido a nada en la mesa de un anatomista. Sólo las almas malvadas que ya han renunciado a la humanidad cometiendo asesinatos o villanías peores debían acabar siendo víctimas de un anatomista. El pobre desdichado que hoy podía acabar bajo mi cuchillo seguramente no lo merecería.
Mientras observaba mi cuerpo, me di cuenta con repugnancia de que el tosco vello negro que tenía en las piernas, en los brazos y en el pecho se había vuelto más tupido desde la última ocasión en la que había reparado en él. Por supuesto, sabía que no había crecido de la noche a la mañana, pero últimamente había estado tan inmerso en mis estudios que no había prestado atención alguna a las condiciones en las que pudiera encontrarse mi cuerpo. Me asustó pensar que ese crecimiento hubiera tenido lugar sin que yo me hubiera dado cuenta, aunque sólo Dios sabe qué podría haber hecho para detenerlo.
Señor, ayúdame, pensé. Cada día que pasa parezco todavía más extranjero.
Me estremecí al tomar conciencia de ello y a punto estuve de salir del baño de un brinco, pero luego recordé que todavía no me había lavado la cabeza ni los pies, por lo que volví a sumergirme y me obligué a pensar en cosas más agradables. Acabé reflexionando sobre el siguiente paso que debía dar en mi camino médico. En los hospitales de St Thomas y Bartholomew, me enfrentaría a todo tipo de enfermedades y deformidades. Como aprendiz del doctor Hunter, si llegaba a ocupar ese puesto, con toda probabilidad se me permitiría practicar mis habilidades cirujanas con seres humanos vivos. Esa idea me tranquilizó mucho.
Salí de la bañera, me sequé, me vestí y bajé corriendo a cenar.