19
Como el gobierno creía poder alterar el tiempo por decreto, en mil setecientos cincuenta y uno se determinó que el año terminaría a partir de entonces seis días después de Navidad, lo que causó una gran confusión entre la población más inculta. Apenas habían pasado doscientos ochenta y un días desde el veinticinco de marzo, que había representado hasta entonces el primer día del año en Inglaterra y Gales, por lo que ese año murió prematuramente. La única consecuencia inmediata para mí fue que, habiendo nacido a finales de enero, al parecer había ganado un año más y según el calendario debería haber cumplido veintidós años de edad en lugar de veintiuno. A pesar de saber perfectamente que esa manipulación administrativa del tiempo no podía tener efecto sobre la realidad, eso me hizo sentir extrañamente incómodo, pues tenía la impresión de haber alcanzado la mayoría de edad en un momento que, de algún modo extraño, había sucedido fuera del tiempo y que, por tanto, era incierto.
Como no había regresado a Berkshire por Navidad a pesar de las exhortaciones de mi hermana, tampoco había visto a mi padre ni a ningún otro miembro de mi familia desde el mes de junio anterior. El día de mi cumpleaños recibí, aparte de una más que extensa epístola de Jane, una sucinta misiva de mi padre en la que expresaba la intención de asignarme cuatrocientas libras al año durante el tiempo que decidiera permanecer en Londres soltero y sin la necesidad de una suma mayor. Eso me dejó estupefacto y un atisbo de vergüenza empezó a germinar en mi interior mientras pensaba en lo incapaz que me sentía de enfrentarme a mi padre. Lamenté ese espíritu cobarde que lo había impedido, puesto que en ese momento vi con toda claridad que mi padre, a pesar de las reticencias que mostraba respecto a mi persona, no era ni un villano ni un ogro. Recordé las palabras que le había musitado a mi tía refiriéndose a mí cuando íbamos en el carruaje y empecé a preguntarme si, en realidad, no nos parecíamos más de lo que yo había creído hasta entonces.
El trabajo en los hospitales me exigía cada vez más y el número de horas que dedicaba a ello fue en aumento. No tenía la impresión de estar trabajando en exceso, puesto que la práctica de la medicina seguía entusiasmándome más allá de cualquier sensación de agotamiento. Sin embargo, me di cuenta de que ya no era capaz de reconocer con claridad los rostros de mis pacientes. No obstante, decidí no contárselo a nadie.
Una tarde, al anochecer, estaba ocupado recolocándole una muñeca dislocada a un aprendiz que había caído de un andamio cuando Erasmus vino a mi encuentro. Como de costumbre, yo llevaba todo el día en los hospitales desde primera hora de la mañana y los ojos y la cabeza me dolían a más no poder, pero aun así lo saludé del modo más afectuoso posible y le pregunté cuál era el motivo de su visita.
—El doctor Oliver —dijo— esta noche le practicará una trepanación a un enfermo de melancolía que ha perdido por completo la razón. Me envía para preguntarle si le gustaría asistir a la operación.
—¿Cómo? —exclamé—. Me sorprendería que la melancolía, que sin duda es un trastorno mental, pueda curarse mediante una operación.
—En general esa afirmación tiene sentido —respondió Erasmus—, pero el doctor Oliver cree que el estado de ese hombre surgió a raíz de un fuerte golpe que recibió hace unos años en la cabeza y que tuvo como consecuencia la mortificación de tejidos bajo el cráneo, por lo que espera poder extirpar los daños mediante una trepanación.
De inmediato, me acordé de Nathaniel y de la historia que me había contado acerca de un jornalero incapaz de percibir el lado izquierdo. En verdad, el daño cerebral tiene efectos sobre la mente, pensé. La hipótesis del doctor Oliver podía ser cierta. Erasmus, malinterpretando mis cavilaciones, dijo:
—Si no le apetece verlo, señor Hart, no es necesario que venga.
—No he dicho eso —repliqué enseguida—. No me lo perdería por nada del mundo.
Erasmus rió y respondió que había supuesto que así sería. Terminé de vendarle la muñeca al aprendiz, lo dejé en manos de su maestro y me apresuré a seguir a Erasmus.
Creí que el procedimiento tendría lugar en el hospital de Bethlem o en el de St Luke, en Windmill Street, que era el nuevo manicomio. Sin embargo, y para mi gran alivio, la operación tuvo lugar en la sala de operaciones del St Thomas, sin duda para mayor comodidad del doctor Oliver.
Yo no había presenciado jamás una trepanación y estaba muy entusiasmado. Era una operación poco habitual, incluso en casos de epilepsia, puesto que las estúpidas supersticiones que afirmaban que esa enfermedad era el resultado del encarcelamiento de demonios y vapores fuliginosos en el interior del cráneo habían sido refutadas, gracias a Dios. Sin embargo, ese tipo de operaciones seguían practicándose en aquellas ocasiones en las que existían motivos para creer que el trastorno mental en cuestión podía tener un origen mecánico y tratable. Que el cirujano fuera el doctor Oliver ya no me sorprendió tanto, pues sabía lo profundamente interesado que estaba en la posibilidad de devolver el raciocinio a los lunáticos.
Y, no obstante, mientras observaba cómo el doctor Oliver sujetaba al paciente en la mesa de operaciones con la ayuda de Erasmus y preparaba el trépano de tres brazos para aplicárselo, no pude evitar preguntarme cómo era posible que la melancolía fuera el resultado de un tejido enfermo. No es como una epilepsia, que se manifiesta con violentas sacudidas del cuerpo. Ni tampoco como una parálisis, que podría concebirse con facilidad como un daño nervioso. Ni siquiera es un trastorno de los sentidos. A menos que realmente haya algo de cierto en la doctrina de los humores, tiene que ser una enfermedad absolutamente mental, que tenga que ver más con el alma humana que con su cerebro. Sin embargo, el obrero del que Nat me habló no tenía incapacidad física alguna… ¿Y qué ocurría con mi enfermedad nerviosa, tan parecida a una verdadera demencia? ¿Había tenido su origen, como algunas veces había pensado e incluso esperado, en algún daño en mi cerebro del que no guardaba ya ningún recuerdo? ¿Dónde acaba el cuerpo y empieza la mente? ¿Acaso una cosa se convierte en la otra? ¿Me habían envenenado, estaba loco, o acaso era malvado?
La cabeza me daba vueltas. Me senté y durante la media hora siguiente me esforcé en centrar toda mi atención en la escena que se desarrollaba frente a mí: en la mesa de operaciones, el doctor Oliver sacó concienzudamente del cráneo de aquel hombre una sección circular del tamaño aproximado de una libra de oro. Ya con las densas y latentes meninges del cerebro a la vista, intentó contener la hemorragia del cuero cabelludo. Sin embargo, me costaba concentrarme. Tenía la sensación de que las costillas se me habían cerrado alrededor del corazón y de que éste, agotado, palpitaba desesperado como un jilguero en un frasco. Lamenté no haber podido comer nada antes de llegar y deseé marcharme a casa para dormir durante una semana entera.
Salí dando tumbos de St Thomas alrededor de las diez y tomé un palanquín para regresar a Bow Street. Habría comido nada más llegar, pero ese día el cansancio pudo más que yo y acabé sucumbiendo al sueño sentado en el sillón más grande del señor Fielding, donde me quedé hasta medianoche, cuando Mary me obligó a retirarme a mi cama.
Las dos semanas siguientes las pasé inmerso en tal vorágine de trabajo, la mayor parte del cual tuvo lugar en salas insalubres, que olvidé por completo la operación de la trepanación. Jamás habría llegado a saber cómo había resultado de no haber sido por Erasmus, que una noche en el Shakespeare me comentó que el paciente había experimentado una gran mejoría. La noticia me pareció sorprendente y así se lo hice saber. Sin embargo, no le conté a Erasmus que el rostro y el nombre del demente se habían borrado de mi mente como si jamás hubiera llegado a conocerlos. Igual que todos los casos que yo había presenciado y en los que había trabajado al parecer se habían convertido en la nada más anodina.
Katherine, a quien le confesé ese extraño fenómeno, me escribió para expresarme el temor a que estuviera enfermando por exceso de trabajo, aunque hice caso omiso a sus súplicas de que redujera el número de horas que le dedicaba.
A mediados de mayo, mi hermana me escribió para contarme que estaba encinta y que esperaba verme antes del parto. Intenté responder a sus noticias de modo alentador, pero, puesto que no se me ocurrió nada que preguntarle excepto si había hecho testamento, decidí abandonar cualquier tentativa.
Al ser domingo, me había tomado unas horas libres del trabajo en los hospitales para acudir a la iglesia, llevado por el sentimiento de culpabilidad que Katherine había instalado en mí al mostrarse tan preocupada por mi salud. También había intentado distraerme con el teniente Simmins, cuya dirección no me costó encontrar gracias a un socio del doctor Oliver. Para mi absoluto asombro, el teniente pareció alegrarse mucho de mantener el contacto conmigo. Durante los últimos quince días habíamos intercambiado unas cuantas cartas y, al ver que la conversación parecía fluir de forma agradable, habíamos convenido en encontrarnos esa tarde.
Simmins se había instalado en compañía de otros jóvenes casacas rojas en una posada con un dragón en el rótulo, cerca de Hampstead. La posada se encontraba en la ruta principal hacia Londres y me sorprendió comprobar que, a pesar del símbolo de poderío que encabezaba el establecimiento, el dueño apenas había opuesto resistencia cuando esos jóvenes pilares de la nación habían decidido instalarse en su local. Sin duda alguna debió de lamentarlo, ya que su presencia debía de reportarle exiguos beneficios que ni siquiera debían de cubrir los gastos de alojamiento.
Llegué a la posada del Dragón el domingo poco después de mediodía y, al ver que Simmins todavía no había vuelto, lo esperé en la taberna frente a la puerta abierta mientras daba cuenta de un ligero ágape, aunque eso complació más al dueño del local que a mí mismo. La posada me recordaba a la del Toro mucho más que cualquier otro establecimiento londinense y por un momento pensé en Nathaniel con nostalgia. Los techos bajos estaban manchados por los residuos del tabaco de pipa y en las paredes revocadas brillaban jaeces de latón de arneses de caballerías. El aire olía a cerveza y a sudor humano. Puesto que fue un día especialmente frío, me había acomodado en un sillón de piel junto al fuego, desde donde me había dedicado a contemplar la actividad del local. Simmins regresó poco después de mediodía, cuando yo ya prácticamente había terminado de comer. Lo oí llegar antes incluso de verlo. Su titubeo, una extensión de sonido al principio de cada palabra, se mantenía inconfundible a pesar de los años que habían pasado desde la primera vez que lo había oído. Estaba riendo junto a uno de los oficiales que lo acompañaban acerca de los motivos que lo habían demorado.
—Ha habido un alt… altercado —dijo— en Ty… burn Road. ¿No s… se han enterado? El paso ha qu… quedado bloqueado durante veinte minutos, hasta qu… que el capitán… Keane ha llegado con unos cuantos compañeros y ent… entre todos les hemos dado su merecido. ¡Ahora ya se puede pasar!
Se oyeron grandes risotadas mientras el teniente Simmins aceptaba las felicitaciones de sus acompañantes. Luego se oyó el ruido de las botas sobre las losas y el héroe conquistador entró a buen paso en la oscura taberna. Parpadeó y miró a su alrededor.
—¡Señor Hart! —exclamó—. ¡Me alegro de verle! —Se acercó a mí, me agarró por los hombros y me dio un caluroso beso en la mejilla. Mi nariz quedó colmada por el fuerte olor a lana húmeda y a pólvora.
El pequeño Simmins había crecido y su aspecto había cambiado mucho a pesar de no haber perdido su tartamudeo. Ya casi tenía dieciocho años y, aunque yo seguía siendo varios centímetros más alto que él, parecía haber perdido el aire de inocencia desvalida que lo había caracterizado durante la infancia. Cuando menos, parecía un soldado: vestido con elegancia, fuerte, enjuto y nervudo, con una mirada inteligente y un comportamiento amistoso y divertido. Aun así, seguía teniendo unas cejas demasiado tupidas que se unían en el centro.
—¿Qué l… le parece la c… comida? —preguntó Simmins en cuanto reparó en los restos del pastel de carne que habían quedado sobre la mesa—. Mala, ¿verdad?
—Sí —respondí con una carcajada—. Muy mala.
Simmins me dio unas fuertes palmadas en la espalda y me abrazó de nuevo con la misma intensidad con la que yo había abrazado a James Barnaby.
—Bueno —dije mientras me zafaba de él, no sin dificultades—. Veo que ha sabido alistarse y ya se ha convertido en un héroe.
Simmins rió, pero su nariz adoptó un tono ligeramente sonrosado.
—No es que… sea un héroe —dijo—. Lo es el capitán Keane, en mi opinión. La verdad es que no r… recuerdo gran cosa con claridad. Había m… mucho humo y seguro qu… que algo hice, pero no sé qué —se rascó la nuca, perplejo—. ¡Qu… qué tonto! —exclamó—. Puede que me comportara de un m… modo heroico, pero… ¡ojalá recordara algo de lo que ocurrió! ¿De qué me sirve, si no? —rió.
—¿Cuándo se alistó? —pregunté para ahorrarle la vergüenza a Simmins.
—Oh —dijo Simmins—. Mi b… benefactor, el que ha mediado para que nos encontráramos, me permitió adquirir el rango hace cuatro años. Esto es mucho mejor que la escuela.
—Sin duda —dije—. Y parece que le va como anillo al dedo. Ha crecido mucho, Simmins.
Simmins retrocedió un paso y gracias a la luz que entraba por la puerta pude ver cómo me escrutaba para formarse un juicio sobre mi persona. ¿Había cambiado yo también, pensé, tanto como Simmins?
Como si me hubiera leído la mente, o más bien el rostro, Simmins encogió un hombro como tantas veces había hecho yo en el pasado. Acto seguido, levantó la barbilla.
—Usted no fue p… precisamente amable conmigo —dijo—. Pero tampoco fue tan grave. Antes… mi padre me pegaba a menudo… antes de que fuera su tutor, quiero decir. D… después dejó de hacerlo.
Una vez más, el mismo gesto con el hombro. Ese gesto me inquietaba, puesto que, por más que nos distinguiéramos en altura y apariencia, tuve la sensación de estar observándome a mí mismo más joven. A continuación, con toda claridad pude apreciar la sonrisa angustiada de aquel chiquillo que me había dedicado a atormentar. Me di cuenta de que Simmins deseaba complacerme. Y lo conseguía. Siempre me había complacido, incluso cuando lo había aterrorizado para que me limpiara las botas.
—¿Quiere que llame al dueño para que le prepare algo? —pregunté—. Tal vez los filetes sepan mejor que los pasteles.
—Si le gustan los g… gusanos, sí —dijo Simmins con una mueca de asco en el rostro.
Puesto que la bodega era mucho mejor que la cocina, Simmins pidió a gritos una jarra de cerveza y pasamos casi una hora juntos de forma cordial. Le pregunté cuál era su opinión acerca del estado del ejército y hasta qué punto pensaba que el país podría resistir una invasión de los territorios extranjeros por parte de los franceses, ya que tal cosa parecía inminente.
—No p… puedo responderle acerca del estado de las colonias —dijo Simmins—. Sin embargo, sé que en demasiados regimientos de nuestro ejército la disciplina es sorprendentemente l… laxa. El capitán Keane afirma que es el resultado de un uso excesivo del azote en casos de ofensas triviales, dice que eso no contribuye precisamente a mantener alta la moral de la tropa. Nuestro coronel, sin embargo, tiene justo la opinión contraria, cree que el azote es un medio de control necesario para la mayoría de los soldados.
—¿Y el teniente Simmins? —dije—. ¿Qué opinión tiene al respecto?
—Q… que los hombres no se alistan en el ejército para recibir un trato amable —respondió Simmins.
Me miró de un modo extraño, de soslayo. Se tocó los dientes con la punta de la lengua, levemente, dos veces. De repente, justo como me había sucedido con Viviane, imaginé a Simmins con las manos encadenadas por encima de la cabeza y su blanca y suave espalda en carne viva, ensangrentada. Contuve el aliento.
Simmins me sonrió desde el otro lado de la mesa y por una fracción de segundo volví a ver el embrión frustrado de ese encogimiento de hombros parcial: ¿a quién le importaba? A mí, no. Sus finos dedos juguetearon levemente con el asa de la jarra de peltre.
Cerré los ojos un momento y me tensé para soportar el rayo que, sin lugar a dudas, estaba a punto de caer sobre mí. Pero el Todopoderoso no intervino, por supuesto, por lo que volví a abrirlos para ver cómo Simmins seguía sonriendo. En sus ojos marrones seguía latente aquella curiosa insinuación que no me parecía tan alejada de la mirada que podría haberme lanzado una taimada furcia de tres guineas. Y, sin embargo, cuando nuestras miradas se encontraron, tuve la sensación de que se esfumaba como la bruma con los primeros rayos de sol.
—¿Se encuentra bien, señor Hart? —preguntó Simmins.
—Sí —dije mientras elaboraba rápidamente una excusa—. Tan sólo ha sido un instante de pesar. Hace casi un año que no veo a la chica con la que me gustaría casarme.
La expresión de Simmins fue de clara sorpresa, seguida de cierta compasión.
—Vivir separado de ella debe de ser duro para usted —dijo.
—Lo es —respondí—. A veces me resulta casi insoportable.
Simmins extendió un brazo por encima de la mesa y me cubrió la mano con la suya. Tenía la piel caliente y seca y su tacto me cogió por sorpresa, aunque la reduje a un mínimo estremecimiento con la esperanza de que no hubiera notado nada.
—Bebamos a la salud de esa dama —dijo Simmins. Apartó su mano de la mía y se puso de pie—. A la salud de…
—De la señorita Montague —dije mientras retiraba mi silla y alzaba mi jarra.
En ese momento, un grupo reducido de compañeros de Simmins ataviados con casacas de color escarlata y de talante alborotador entraron dando tumbos por la puerta de la posada y nos vimos obligados a finalizar aquella conversación privada.
La cohorte del teniente Simmins era, tal como pude comprobar, un grupo de tipos afables. No me apetecía unirme a ellos, pero me di cuenta de que cualquier otro joven cirujano con un carácter más sociable que el mío se lo habría pasado bien en compañía de ese regimiento. Llegué a la conclusión de que la repugnante fantasía que había tenido involuntariamente poco antes no había sido más que un fantasma pasajero y decidí dedicar la tarde a los dados, las cartas y la bebida, de manera que abandoné la posada con un ánimo mucho más alegre del que había podido disfrutar en muchas semanas.
Ya de vuelta en Bow Street me puse a escribir enseguida a Katherine para contarle lo curioso que había sido reiniciar mi relación con el teniente Simmins y descubrir la simpatía que sentíamos el uno por el otro. Sin embargo, cuando en mi relato llegué al punto en el que había recurrido a mencionarla como parte de una sucia mentira, me detuve de improviso y dejé a un lado la pluma.
¡Oh, pensé, ojalá estuvieras aquí, amor mío, para poder contártelo todo! Pero ¿por qué arriesgarse a escribirlo todo en una carta que cualquiera podría llegar a robar?
La cuerda que me refrenaba por dentro, la que me había permitido mantener el silencio y la paciencia, terminó por romperse. De repente me di cuenta de que si pasaba una sola semana más separado de Katherine no podría responder de mis actos, más aún cuando no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Muy pronto llegaría el momento en que podría ganarme la vida para mantenernos a los dos en caso de que mi padre me retirara su apoyo. Aunque en realidad, tal como le había dicho a Erasmus Glass, no temía tanto que mi padre me rechazara como que mi tía pudiera interferir. Si nos casáramos pronto, pensé, y en secreto, no le daríamos la oportunidad de inmiscuirse. El único consentimiento que necesitaría, además del de Katherine, sería el de la señora Montague, y estaba seguro de que no me costaría convencerla al respecto.
No me importaba ser precavido ni ingenioso. Volví a sumergir la punta de la pluma en la tinta con la esperanza de que mis palabras bastaran para comunicar la fuerza de mi pasión y la urgencia de mi pregunta.
Querida niña de mis anhelos:
No puedo soportar más esta separación. Si te sigue pareciendo que Bloody Bones y Leonora están hechos el uno para el otro, dímelo una vez más y pondremos legítimo fin a esta incertidumbre. Está en mis manos conseguir el permiso y el alojamiento que necesitaríamos y, una vez casados, podremos afrontar mejor cualquier recelo que pudiera llegar a expresar mi familia. Si se muestran implacables, no me costará encontrar un empleo en Londres. Escríbeme enseguida, amor mío, dame una respuesta y disculpa la precipitación de mi oferta. Sabes desde hace tiempo cuáles son mis sentimientos y no sólo no han cambiado sino que se mantienen más fuertes que nunca. Te amo. Ya lo ves, incluso lo he escrito, sin disimulo. Y te seguiré amando, Katherine Montague, y espero poder llamarte Katherine Hart muy pronto, da igual lo que el tiempo y las circunstancias nos deparen.
Mi niña, ¿qué me dices? Salgo corriendo a llevar esta carta al correo para que te llegue cuanto antes, con la esperanza de tenerte a mi lado muy pronto.
Sigo siendo, como siempre, tu amigo,
Tristan Hart
Al cabo de un día y medio de haberla mandado sentí cierta decepción al no recibir respuesta, pero tampoco me alarmé, puesto que pensé que podían existir muchos motivos para ese retraso. ¿Acaso era posible que los argumentos persuasivos que había utilizado en mi carta no hubieran sido suficientemente eficaces? ¿O tal vez mi carta no había sido entregada hasta el lunes? Me centré de nuevo en mi trabajo y escribí a Simmins para invitarlo a reunirse conmigo en el Shakespeare cuando pudiera, donde pensaba presentarle a Erasmus. Se me ocurrió que a Erasmus podía interesarle establecer una conexión con el regimiento, para ver si podía obtener un empleo. Aunque mi motivación no era completamente altruista: no quería mandar a Erasmus a las colonias, puesto que en ese caso difícilmente volvería a verlo. Además, sentía un extraño y poderoso anhelo de reunir a mis amigos en un mismo lugar, donde pudiera observarlos fácilmente. Simmins se mostró más que dispuesto a encontrarse con nosotros en la taberna la víspera del sábado, siempre y cuando la pertinaz viruela le permitiera a Erasmus dejar el trabajo por unas horas.
Sin embargo, el jueves todavía no había recibido noticias de Katherine y empecé a temer que hubiera enfermado o incluso algo peor, aunque no había nadie a quien pudiera preguntarle por la salud de mi amada. Si no estaba indispuesta, pero alguna circunstancia trivial le impedía escribirme, o si no había recibido mi carta, cualquier intento por mi parte de contactar con los Ravenscroft iría en contra de mis intereses, y mis temores respecto a mi tía se harían realidad. Entonces pensé que tal vez el silencio de mi amada se debía a que nos habían descubierto y que mi tía había recurrido a su influencia para separarnos. Temí que tal vez a Katherine le hubieran prohibido escribirme, que la estuvieran vigilando o que la hubieran mandado a algún lugar sin que yo lo supiera. Al final irrumpió en mis cavilaciones la terrible posibilidad de que ese silencio fuera mi castigo por todas aquellas cosas que no le había contado a nadie: que había deseado oír gritar de dolor a Lady B., que había torturado a Annie, que había sentido atracción por Simmins… Era como si el rayo divino que tanto había temido hubiera caído por fin y hubiera acabado con nuestra relación. Si la causa era ésa, pensé, entonces el silencio de Katherine en verdad era obra de Dios. O del diablo.
Le escribí de nuevo desde el hospital a las nueve, cuando debería haber estado trabajando:
Esto es un infierno. Si Leonora siente algo de compasión por Bloody Bones, debería demostrárselo enseguida, puesto que éste se siente más y más débil con cada hora que pasa y ha empezado a temer que no podrá sobrevivir de este modo más de un mes.
Amada Katherine, escríbeme, ¡escríbeme! Incluso si —Dios no lo quiera— tu respuesta es no. Ten piedad y libérame de este cruel y ruinoso sufrimiento al que me condena tu extraña reserva. Llevo tres días sin comer ni dormir, no puedo más que pensar en ti y en mis temores respecto a tu persona.
Si Bloody Bones es cruel, todavía más lo será Leonora si decide mantenerlo de forma deliberada en esa oscuridad. Pero me niego a creer que sea capaz de tal cosa, estoy seguro de que hay alguna buena razón que pueda explicar tanto abandono.
Querida, por favor, escríbeme tan pronto como sea posible o hazme saber de algún modo por qué no puedes escribirme. Pero líbrame de esta agonía desesperada.
Tu pobre y desgraciado amigo,
Tristan Hart
Una vez más, mandé mi corazón dentro de esa carta y, una vez más, me refugié en la compañía de Erasmus Glass, con quien había forjado una especial confianza, buscando en vano algo de consuelo y distracción en entretenimientos inocuos. Ni siquiera pensé en la posibilidad de visitar a la señora Haywood. Decliné por tercera noche seguida acompañar a la familia Fielding a la hora de la cena, a pesar de las sentidas súplicas de Mary. Habría sido un derroche alimentarme, puesto que no tenía apetito. Mary me puso una mano sobre el codo y con palabras cariñosas me dijo que no soportaba ver cómo me moría de hambre. Yo la besé con ternura en la mejilla y se lo agradecí, pero no me dejé convencer. Sin embargo, tras haber salido de casa, empecé a temer que pudiera comentar algo acerca de mi estado de salud a su marido y a su cuñado y que éstos llegaran a la conclusión de que estaba perdiendo la cordura.
El viernes por la mañana ni siquiera me vi capaz de soportar la presencia de mis amigos. Escapé de Erasmus en el hospital como alma que lleva el diablo y no respondí a la misiva llena de preocupación que me mandó para preguntarme cómo me encontraba. No tenía sueño, no tenía hambre, no tenía dolencia alguna.
Si había perdido a Katherine, no tenía nada.