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La señora H. me hizo entrar rápidamente en el comedor, que estaba en la primera planta de la casa, justo al lado del salón principal. También me sirvió los restos fríos que se había encargado de guardar por si no había cenado. Yo ya había decidido que no tenía intención alguna de ver ni a mi tía ni a mi padre, pero no estaba seguro de cómo evitar aquella entrevista sin disgustar demasiado a la señora H., puesto que, dada su condición de ama de llaves, yo dependía de ella y de su buena voluntad.
—Tengo que cambiarme de ropa —dije entre bocado y bocado al darme cuenta, de repente, del polvo calizo que cubría mi levita y los pliegues de mis mangas—. No puedo presentarme de este modo ante tía Barnaby.
—Tranquilo, señor. No se inquiete.
Terminé el plato y pedí otro.
—No me apetece ver ni a mi padre ni a mi tía esta noche —dije—. Lo que quiero es tomar un baño y meterme en la cama.
La señora H. se levantó y fue hasta el otro extremo de la sala para hacer sonar la campanilla.
—Es el deseo expreso de su padre, señor Tristan.
¿Qué puede hacer para obligarme?, pensé. No puede arrastrarme a donde no quiero ir. Y mi padre lo mismo, ¿qué hará? No es ni el tutor ni el rector. Puede que tenga más derecho que los dos juntos, pero sé que por nada del mundo me azotaría.
—Me voy a la cama —le dije a la señora H. mientras terminaba la comida—. Estoy agotado y me duelen los pies. Haga que me preparen un baño. Y mándele recuerdos a mi padre y a tía Barnaby de mi parte.
—¡Su padre se enojará mucho, señor!
—Recuérdele lo enfermo que he estado —dije, con una inspiración repentina.
La señora H. suspiró sonoramente. Sentí que su fuerza de voluntad se tambaleaba y, al fin, caía derrotada. Entrecerré los ojos y la miré con atención. El hecho de mencionar mi enfermedad, al parecer, era lo que me había permitido ganar la partida. Me dio que pensar. Daba igual cómo se la denominara; tanto si se hablaba de agotamiento, de melancolía o incluso de pura demencia, la señora H. había quedado aterrorizada por mi enfermedad. Fue ella quien pasó un día y una noche junto a mi lecho, después de que me bajaran la fiebre con una sangría. Fue ella quien me acompañó cuando me dio por recorrer todas las estancias de la casa en busca del origen de ese terrible e incesante tamborileo que sólo yo oía. Fue ella quien me había devuelto la cordura. Al contemplar su semblante, me di cuenta del miedo que le daba perderme de nuevo. Y, de repente, comprendí un hecho tan simple como ineludible: que la señora H. me lo consentiría todo, cualquier cosa, siempre que creyera que fuera beneficiosa para mi salud mental. Lo único que tendría que hacer para influir sobre ella era amenazarla con que me sentía mal o, en caso de que una mera amenaza no fuera suficiente, sólo tendría que fingir una recaída.
Retiré la silla y me puse de pie. Justo delante de mí tenía la repisa de mármol rojizo de la chimenea. Yo era un hombre joven, fuerte, medía más de metro ochenta y, al parecer, estaba bastante loco. Sonreí.
Fue así como esa noche me libré del desagradable encuentro con tía Barnaby. La señora H. me dejó solo para que pudiera tomar un baño después de medianoche y me metí en la cama alrededor de la una. Dormí hasta el día siguiente a mediodía.
Cuando me levanté, encontré una carta en la mesa de mi habitación.
Estimado Tristan:
Has sido un pánfilo por haberte quedado en casa esta noche y lo lamentarás el resto de tu vida.
¡Me he comprado un tambor! No quieras saber lo que me ha costado, pero puedes estar tranquilo, no lo he pagado con tu alazán. Está comiendo heno en su establo y te agradezco muchísimo que me lo prestaras.
Tu amigo,
Nathaniel Ravenscroft
Tanta tranquilidad no duró mucho rato. Mi padre se había disgustado por el hecho de que me hubiera negado a aparecer, algo que no me inquietaba lo más mínimo en sí mismo, pero que sí me hizo pensar que debía de haber tenido un motivo concreto para requerir mi presencia. Mi padre y tía Barnaby habían acordado que el hijo de ésta y mi hermana contrajeran matrimonio tan pronto como fuera posible una vez la novia alcanzara la edad de veintiún años. Ni James ni Jane tenían objeciones a ese matrimonio o, en caso de que tuvieran alguna, no las habían expresado.
Mi tía, cuyo nombre de pila era Ann, era hermanastra de mi padre. Unos años mayor que él, había enviudado y poseía una gran mansión en Faringdon, con carruaje propio y valet, además de ama de llaves y varias criadas. A mi tía le gustaba aparentar más opulencia de la que tenía en realidad. Estábamos a muchas millas de Londres y sin embargo seguía llevando una gran peluca y vistiendo a la moda, con zapatos de tacón alto y la falda del vestido extendida sobre un tontillo, tan amplio que se veía obligada a pasar por las puertas de lado, como un cangrejo. Llevaba en la cara una gruesa capa de maquillaje blanco para intentar ocultar los estragos que la viruela había causado en sus mejillas durante la infancia. Yo era incapaz de contemplarla sin sentir repugnancia.
Cuando era pequeño y ella venía a visitarnos salía corriendo para ocultarme en una zanja o tras una loma. Si me sorprendía huyendo, me tocaba sufrir una larga y pesada reprimenda por todos mis pecados, puesto que ella consideraba que era su responsabilidad descargarme de ellos. Una tarde, cuando yo tenía siete años y todavía lloraba la muerte de mi madre, me obligó a permanecer de pie con la espalda contra la gélida pared del salón durante tres horas mientras ella jugaba a cartas con su hijo y mi hermana frente al fuego de la chimenea.
Algún día, pensé yo entonces, mi madre regresará y tú no volverás a entrar en esta casa. No, ni siquiera un momento.
James Barnaby, mi primo, era siete años mayor que yo y, siendo yo un chiquillo, lo tenía por un joven serio y altruista, tal como mis mayores me habían instado a considerarlo. A medida que fui creciendo, fui revisando mi opinión al respecto y Barnaby acabó pareciéndome un hipócrita de la peor calaña. Vestía como un clérigo, desde el sombrero a los zapatos, con un devocionario abierto en una mano y un monedero cerrado en la otra. Hablaba con altivez acerca de lo mucho que ansiaba convertirse en sacerdote e incorporarse a la Iglesia, pero a mí no me parecía que tuviera verdaderas intenciones de convertirse en un beato. El hecho es que su padre le había legado una más que considerable fortuna, por lo que una vida sencilla en el campo no supondría una gran contribución a sus ingresos a cambio de una cantidad de trabajo ingente en comparación con lo que hacía por aquel entonces, que era limitarse a acusar y censurar al prójimo como y cuando le apetecía.
Me fastidiaba que Barnaby fuera a casarse con Jane, pero después de pensar en ello tuve que admitir que la unión tenía sentido. Mi hermana había sido una niña tranquila y cariñosa, generalmente resultaba difícil no sentir afecto por ella, por más que uno lo intentara. Se había convertido en una dama moderna que se tomaba muy en serio su reputación. A grandes rasgos había heredado la fisonomía de nuestro padre. Sin embargo, su piel jamás alcanzaría de forma natural la palidez que tan en boga estaba, por lo que se había aficionado mucho al blanco de plomo. Raramente cambiaba de opinión y su criterio respecto a Barnaby mantuvo la impresión favorable que conservaba de la infancia. Por lo que respecta a Barnaby, por mucho que me doliera reconocerlo parecía sentir un aprecio genuino por Jane y eso me dio esperanzas de que ella lo obligara a dejar atrás a tiempo algunas de sus peores costumbres. Tenían potencial para hacerse felices mutuamente, pensaba yo, pero sólo si se lo proponían. Me sorprendió la importancia que eso tenía para mí.
Fue de este modo como las visitas de James Barnaby y mi tía pasaron a ser tan asiduas. Sin embargo, por más que me esforzara en apelar a la razón, la realidad de su presencia cercana a diario me parecía insoportable.
No renuncié al sueño de construir mi propio laboratorio. Por supuesto, sabía que no podría dedicar una gran cantidad de espacio o de capital a esa aventura, puesto que mi padre gozaba de una salud de hierro y, por consiguiente, sabía que tardaría mucho en recibir mi herencia. No obstante, creía que, sin tutores con los que perder el tiempo, podría dedicar tantas horas como quisiera al noble arte de la investigación científica de los procesos vitales. No tenía ninguna intención de empezar mi estudio con animales vivos, puesto que estaba convencido de que cualquier intento en ese sentido únicamente podría terminar mal. No obstante, tenía fácil acceso a cadáveres de animales y sabía que si dedicaba unos cuantos meses al estudio de los tejidos de ratas, conejos, zorros y cuervos aprendería más acerca de la forma animal que si me pasaba toda una vida leyendo sobre ello.
Enseguida me di cuenta de que era imposible instalar ni siquiera el laboratorio más pequeño en mi habitación, por espaciosa que ésta fuera. Por consiguiente, tras considerarlo mucho, le pedí a la señora H. la llave del antiguo salón de mi madre. Esa estancia, en la que pasé muchas horas durante mi infancia, era un remanso de paz que quedaba justo encima de la biblioteca de mi padre, apartada del ajetreo de la casa y separada de mi dormitorio sólo por un simple tramo de escaleras. Durante unos meses tras la muerte de mi madre, después de que mi padre hubiera cerrado la habitación a cal y canto, de vez en cuando había salido a hurtadillas de mi cuarto para acurrucarme en el pasillo, apoyado en aquella vieja puerta de madera.
Para mi asombro, la señora H. se negó a concederme ese favor y yo me vi obligado a recurrir a la perspicacia con respecto a la consideración con la que había demostrado tratarme. Me sumergí, pues, en un metódico ataque de melancolía que duró una semana entera con todas sus noches, y la estrategia terminó siendo eficaz. La señora H. al menos le pidió permiso a mi padre para concederme la llave, aunque éste se negó y yo encajé con irritación esa segunda negativa, más relevante que la primera. Empecé a considerar la posibilidad de pedirle la llave personalmente, pero nuestro trato era tan infrecuente y tan frío que al final preferí no hacerlo. Lo que hice, en cambio, fue cultivar la aprobación y el apoyo de mi hermana. Jane siempre había sido el ojito derecho de nuestro padre.
Dediqué el mes de agosto a buscar la complicidad y el consuelo de Jane y me alegró comprobar el éxito general de la empresa. A finales de mes me dirigí a ella con la mayor sutilidad de la que fui capaz para que le pidiera a nuestro padre que me concediera la llave de la estancia de mi madre.
—Queridísima hermana —le dije—, ya sabes lo intratable que se muestra nuestro padre respecto a la pena que lleva dentro, y conoces los desagradables comentarios que ese luto genera entre nuestros conocidos. Creo que ha llegado la hora de que demuestre algo de sensibilidad con tu posición. Querida Jane, no me gustaría que en tu ceremonia de boda lo vieran como a un viejo cuervo capaz de aguar nuestro júbilo.
Jane pareció convencida, aunque también algo triste, por más que se esforzara en ocultarlo.
—En mi opinión —dijo—, lo mejor sería pedirle a nuestra tía que intercediera en tu lugar. De este modo parecerá que la idea se le ha ocurrido a ella, y ya sabes que siempre se ha mostrado más receptivo con ella que conmigo.
Así fue como Jane convenció a nuestra tía y aquella temible mujer le sugirió a mi padre que debía abandonar al fin ese duelo interminable y cederme el salón de mi madre. Jane y yo la seguimos en secreto y aguardamos con el oído pegado a la puerta de la biblioteca de nuestro padre, con la esperanza de comprobar su reacción.
—El joven señor Hart —dijo mi tía, con un tono de voz convincente— se ha convertido en un hijo respetable y excelente como pocos. Es increíble que no te des cuenta, John. Ha dejado de ser un chiquillo travieso y estoy segura de que merece disponer de esa estancia.
Mi padre murmuró algo que yo no acerté a descifrar.
—¡Eugenia ya no está entre nosotros! —replicó tía Barnaby—. Murió y ahora descansa en paz, Dios la tenga en su gloria. Han pasado diez años y te aseguro, hermano, que no le habría gustado que su recuerdo estropeara la boda de vuestra hija.
Mi padre respondió de forma imperceptible por segunda vez.
—¿Qué dices? —exclamó mi tía—. ¿Cómo que no vas a estropearla? Me sorprende que tus hijos soporten ir a la iglesia en tu compañía, todavía de negro mientras ellos visten ropa azul o gris. ¡Se acabó! ¡Tu hijo ya no viste de luto y tú deberías seguir su ejemplo! Dale la llave. ¡Llama al sastre y dile que te haga un traje alegre de color marrón o burdeos!
Mi padre refunfuñó una respuesta tras la que se produjo una prolongada pausa.
—¡Bueno! —dijo al fin mi tía. Su tono de voz me pareció, cuando menos, de asombro—. Me alegro de que por fin demuestres algo de sentido común, John. Habrá que vaciar la habitación y decorarla de acuerdo con el gusto de un caballero. Los muebles que hay dentro son más propios de una dama como Jane.
Miré a mi hermana con una sonrisa en los labios. Ella me respondió a su vez e inesperadamente me agarró la mano derecha y la presionó ligeramente. Ese segundo me pareció que transcurría con especial lentitud, hasta que los ruidos que oímos en el estudio de mi padre nos alertaron de que tía Barnaby volvería a aparecer enseguida, por lo que nos dispersamos como liebres asustadas.
La señora H. supervisó la retirada del viejo mobiliario de mi madre y al grupo de criadas que se encargaron de limpiar el polvo acumulado a lo largo de los últimos diez años sobre las molduras y la repisa de la chimenea. Contemplé todas esas tareas con cierta indiferencia. Mi madre no estaba ni en las sillas ni en los paños.
Mi tía se encargó de que se adquirieran en Oxford y Londres ciertos instrumentos científicos de una lista que yo le había dado, así como una o dos piezas de mobiliario que no pude requisar de otras estancias de la casa. Creo que mi padre abonó las facturas sin poner reparos. Bajo mi estricta supervisión, los sirvientes fueron colocándolo todo a medida que llegaba, y a continuación me dediqué personalmente a trasladar a su nuevo hogar los libros que hasta entonces había almacenado en varios estantes junto a mi cama.
El doce de septiembre de mil setecientos cuarenta y seis, tras seis semanas que se me hicieron muy largas, al fin me encontraba, solo y llave en mano, en el centro de mi propio universo en miniatura, riendo en voz alta ante la ironía que representaba que la misma mujer que con tanto desespero yo me había esforzado en evitar hubiera sido finalmente mi benefactora. Tenía todo aquello gracias a tía Barnaby. A continuación pasé la mano por la superficie de mi escritorio de nogal. Me dediqué a contar los libros que contenía la librería acristalada; mis tesoros, encerrados tras docenas de diminutos paneles en forma de rombo. Homero y Virgilio, César y Suetonio, Catulo, Ovidio, Aristóteles, Euclides, Pitágoras; una Biblia, Spenser, Shakespeare, Marlowe, Donne; Aristóteles (¿Qué? ¡No está en su sitio!), Copérnico, Galileo, Newton, Paracelso, Hobbes, Hooke, Locke, Boyle, Harvey, Descartes, Vesalio y Cheselden.
Sobre la larga mesa de roble, frente a la ventana que daba al sur, estaban mis instrumentos de química. Dos pequeños alambiques de panza redonda, cuatro botellas anchas y ocho frascos, tres termómetros, un mortero de mármol blanco y un pequeño fuelle de cuero. Un microscopio que me habían traído directamente de Londres. Una mesa para disecciones, un juego de cuencos y mi preciado estuche médico, en el que guardaba escalpelos, agujas, un raspador y un retractor, tijeras, una lanceta de pulgar y una sierra para huesos. Lo único que me faltaba eran sujetos para la experimentación. Me di la vuelta y bajé corriendo al sótano.
En la cocina reinaba una gran actividad y el dulce aroma del pan horneado llenaba el aire como una bendición. El alboroto remitió un poco cuando irrumpí en la sala, y la cocinera, que estaba literalmente con las manos en la masa, me lanzó una mirada inquisitiva y me preguntó qué estaba buscando.
—¡Bichos! —respondí yo—. Necesito una rata muerta bien grande o algún otro animal por el estilo, para diseccionarlo. ¿Tienes alguno?
—¡Una rata! —exclamó la cocinera—. ¡Hay que ver! ¡Una rata! ¡Y en mi cocina! ¡No, señor Hart, no tengo ninguna rata aquí! ¡Preferiría perder mi trabajo antes que trabajar en una cocina en la que hubiera ratas! ¡Por Dios!
—¡Pardiez, mujer! Ya me ha quedado claro —dije—. ¿Y qué me dices de un ratón?
Al final, una de las criadas accedió a revisar las trampas y una media hora más tarde había conseguido un espécimen con el que me apresuré a regresar a mi estudio para empezar a eviscerarlo.
Mi objeto de estudio era un ratón casero, de orejas redondas y pelaje gris. Lo tendí con cuidado sobre la pulida superficie de mi mesa y lo examiné de cerca. Nunca había contemplado con tanta atención el cuerpo de ningún animal, ni siquiera uno que estuviera acostumbrado a ver, por lo que me sorprendí enseguida. La criatura pareció experimentar un cambio inmediato provocado por mi observación. Estoy seguro de que ese ratón era casi idéntico a cualquier otro ratón que hubiera visto con anterioridad escabulléndose por el rodapié o en lo más alto de mi librería, pero parecía como si su naturaleza ratonil se hubiera vuelto más exacta: como si las proporciones de su esqueleto se hubieran vuelto más precisas, sus ojos de un negro más profundo, sus diminutos dientes más específicos, tanto en su forma como en su número. Por supuesto, el ratón no había sufrido alteración alguna por el hecho de que yo lo examinara, sino que el cambio había tenido lugar en mi percepción. A partir de ese momento, tras un maravilloso sobresalto, todos los seres vivos, cualquiera que fuera su especie, pasaron a parecerme maravillas de la naturaleza común.
Sujeté el ratón panza arriba en mi mesa de disecciones, abrí el estuche y saqué el escalpelo más afilado que tenía. A continuación me detuve un momento, puesto que no estaba del todo seguro de cómo debía continuar. Quería explorar el cuerpo del animal, pero también quería conservar su esqueleto como el primero de lo que llegaría a ser una variada colección. Dado que el cuello de la criatura había quedado aplastado por la trampa, consideré la posibilidad de llevar a cabo mi investigación empezando por el pecho hacia abajo y abrir el cuerpo a la altura de la garganta, pero al final desestimé esa idea porque me pareció que podría dañar la caja torácica. En lugar de eso, la primera incisión que realicé en un animal fue en el ano.
De inmediato salió un chorro de sangre mezclada con una pequeña cantidad de materia fecal. Aquello me cogió por sorpresa, miré a mi alrededor en busca de un trapo, pero no encontré ninguno y al final me vi obligado a limpiar aquel desastre con la manga, aunque ese acto me pareció tan repulsivo que a punto estuve de abandonar la disección en ese mismo instante. Sin embargo, no tardé en recuperar la curiosidad, lo que me animó a seguir con el corte de forma más cuidadosa, con la manga preparada en todo instante por si volvía a suceder lo mismo. Dediqué toda la tarde a estudiar aquel minúsculo cadáver y a anotar mis progresos. A pesar de que la disección había sido poco menos que una chapuza, me complació de todos modos e intenté limpiar los huesos ensangrentados sumergiéndolos en un cuenco de vinagre.
Para mi gran sorpresa, cuatro días más tarde, cuando recuperé el diminuto esqueleto descubrí que había adoptado una flexibilidad gomosa. No pude hacer nada con los huesos en el estado en el que se encontraban, por lo que los tiré en un parterre. Repetí a propósito ese experimento casual con diferentes tipos y medidas de hueso y siempre obtuve el mismo resultado, aunque jamás llegué a descubrir qué sucedía exactamente entre el vinagre y el hueso para que uno de los elementos sufriera una alteración tan peculiar en presencia del otro.
A partir de entonces, me esmeré en limpiar todos los restos óseos con un pincelito y una solución de agua y sal. Solía guardar los esqueletos limpios en lo alto de mi librería hasta que, un año después, la colección era ya lo suficientemente numerosa como para verme obligado a buscarle otra ubicación.