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Una mañana de otoño de mil setecientos cuarenta y uno, cuando yo era un niño de aún no once años de edad, figura redondeada y mente inocente, Nathaniel Ravenscroft me llevó a pasear por la orilla del río. Yo pensaba que ese río poco caudaloso, el Coller, debía de surgir de entre las colinas calizas que quedaban más al sur. Sin embargo, cuando me enteré de que, a diferencia de otros ríos de la región, no desembocaba en el Isis a la altura de Oxford, imaginé que debía de haber un lugar equivalente en el que se sumergía en la tierra de nuevo para seguir su curso, oculto y en silencio, por debajo del Caballo Blanco.
Shirelands Hall, la casa de mi padre, quedaba una milla más al norte del Coller, en la ruta principal entre Faringdon y Highworth. Era una casa de campo de estilo palladiano, construida en su mayor parte con arenisca y mármol en la época del primer Protectorado. Puesto que no había mansión más grande a varias millas a la redonda, solía ser un punto de referencia para los vagabundos y comerciantes que cruzaban la campiña en dirección a Oxford. Para ir en carruaje hasta la población vecina de Collerton, como me vi obligado a hacer cada domingo mientras viví allí, era necesario que el cochero tomara esa ruta principal en dirección este y luego hiciera virar a los caballos para tomar el camino que llevaba hasta el pueblo. Pasada una milla y media, el carruaje llegaba justo frente al portal de la iglesia de Collerton. Si uno continuaba entonces por ese mismo camino se llegaba a la posada del Cordero, donde mis padres habían celebrado mi bautismo y el de mi hermana, Jane, y más allá todavía, a la misma distancia respecto a la población, estaba por fin el río que daba nombre a Collerton.
Si, en cambio, después del camino de entrada a Shirelands, uno dirigía los caballos hacia el oeste y proseguía hacia Highworth, llegaba a un cruce de caminos donde había una piedra indicadora y una posada con un toro en el rótulo. Hacia el oeste se podía llegar hasta Highworth y si se tomaba el camino hacia el norte, una senda tan revirada como aburrida, se atravesaban aldeas y caseríos en dirección a Lechlade. Pero si se viraba a la izquierda, hacia el sur, el camino continuaba hasta Shrivenham pasando por unas cuantas casas importantes que se habían construido a orillas del Coller para disfrutar de las bellas vistas del monumento que nuestros ancestros habían tallado en la roca caliza de las suaves pendientes que descendían acompañando al río.
La hacienda de mi padre, que consistía en varios campos de cultivo y extensos prados de heno sin cercar, empezaba en el cruce de caminos en el que se encontraba la posada y llegaba hasta la parroquia del lado este, que lindaba con Collerton, e incluía también un breve tramo del río Coller en el que me encantaba pescar. La rectoría del párroco se encontraba dentro de esos límites y dependía, por consiguiente, de mi familia. El que por aquel entonces era titular del beneficio gozaba de su posición y alojamiento gracias a que mi abuelo había decidido proporcionárselos veinte años atrás, tras el fallecimiento del antiguo rector. Era un clérigo obeso y de carácter tempestuoso llamado Ravenscroft, sobre el que nada bueno tengo que decir excepto que era el padre de Nathaniel, un chico por el que yo sentía una profunda admiración.
Nathaniel. Nathaniel Ravenscroft tenía dos años más que yo y era mi mejor amigo y compañero. A decir verdad, debo admitir que no le habría costado mucho adquirir ese mismo rango de estima de haber poseído tan sólo una cuarta parte de su encanto. Yo era un niño tímido y huraño, un niño maldito, según le había oído decir a mi padre cuando éste había creído estar fuera del alcance de mis oídos, y con una tendencia a la melancolía que sin duda alguna heredé de mi madre, de la que recuerdo poco más que la voz. Las palabras de mi padre despertaron mi curiosidad por saber más acerca de tal maldición, aunque jamás me atreví a preguntar.
Sin embargo, mi falta de entusiasmo a la hora de hacer amigos entre los chicos de mi edad y condición social no se debía a esa tendencia mía. La verdad es que, incluso a tan tierna edad y sin habérselo oído decir a nadie, yo era consciente de haber heredado de mi madre algo más que su talante. Era un chico de piel oscura y ojos negros, como los de un español, y en mi rostro se distinguían los rasgos que se suponían inconfundibles de la raza judía. A pesar de haberme criado dentro del cristianismo, sin más conocimientos del Talmud y la Torá que del funcionamiento interno de los sunitas, recibía un trato despiadado por parte de los que habían nacido inequívocamente ingleses, por lo que no tardé en aprender que lo mejor para mi salud era evitar su compañía.
En cambio Nathaniel era sanguíneo en todos los sentidos. De miembros largos y constitución atlética, incluso a los trece años de edad, me sobrepasaba con mucho en altura, y sus alegres bromas y joviales chanzas hacían que me avergonzara de mi barriga infantil y de mis torpes movimientos. A diferencia de mi pelambre negruzco, el pelo de Nathaniel era el más fino y rubio que yo había visto jamás, del color del oro blanco, y tan suave como una pluma sedosa. Sus ojos, a pesar de que su padre insistiera en afirmar que eran de un color pantanoso, siempre me parecieron de un verde de lo más fresco posible.
Yo adoraba a Nathaniel Ravenscroft y lo veía y admiraba como solemos hacer con los hermanos mayores. Tal vez fuera ese amor que le profesaba y nada más que eso el motivo por el que ni el miedo a perder la razón ni a recibir castigos consiguieron que comentara con nadie sus insólitas costumbres. Cabe decir que no eran pocas, pero la peor de todas la descubrí cuando contaba yo con sólo seis años de edad, para mi gran repugnancia y consternación, y es que sentía un gran placer atrapando herrerillos en los setos y devorándolos crudos en el acto. Siempre procedía del mismo modo: mientras Nathaniel y yo paseábamos o montábamos a caballo enzarzados en una conversación o distraídos con algún juego, él divisaba el revoloteo de un herrerillo en algún brezo. De repente se quedaba rígido, en silencio, y yo lo imitaba, temiendo ya la escena que estaba a punto de presenciar, aunque sin por ello mostrar un recelo que no me atrevía a expresar. Nathaniel lanzaba entonces la mano con la misma rapidez con la que atacan las serpientes y el pajarillo desaparecía en un embrollo patético de gorjeos y sangre. Luego se volvía hacia mí con la misma sonrisa alegre e inocente que se dibujaría en el rostro de un bebé que se hubiera zampado un dulce, mientras yo contemplaba las diminutas plumas que le caían de la boca, delicadas como copos de nieve multicolor. Tenía los colmillos sorprendentemente blancos, largos y afilados como dagas.
Yo retrocedía y me alejaba de Nathaniel, presa de un temor repentino, pues siempre me pareció que no podía haber criatura humana capaz de comportarse de ese modo. A veces incluso salía corriendo, aunque él no tardaba en atraparme gracias a sus largas piernas y a su gran agilidad. Luego, con una sonrisa en los labios, me preguntaba qué me ocurría. No me atrevía a decírselo.
Mientras que yo no tenía más que a mi hermana Jane, dos años mayor que yo, Nathaniel era el primogénito de una extensa y creciente prole que, sin excepción, guardaban un parecido hasta cierto punto razonable con el rector, ya fuera por su corpulencia o por la naturaleza de sus rasgos. Sin embargo, ninguno de ellos tenía el pelo de un color rubio comparable al de mi amigo, como tampoco se aproximaban a la oscuridad de mis facciones. Todos eran, en palabras de Nathaniel, absolutamente mediocres e indignos de nuestro interés, nuestro desprecio o nuestra aprobación.
—Todos —me dijo con seguridad— tendrán finales truculentos, puesto que van por ahí contando mentirijillas e historias maliciosas y todo el mundo sabe que Raw Head y Bloody Bones están siempre acechando a los niños malos, agazapados en la oscuridad, farfullando sobre su montón de huesos. Ya verás cuando caigan en sus garras.
Yo intentaba no prestar demasiada atención a las palabras de Nathaniel, puesto que mi carácter más bien infantil me predisponía a sentir un miedo atroz por Raw Head y Bloody Bones. Cuando no tenía más que cuatro años, mi niñera me contó que esos personajes merodeaban en silencio por el fondo del río Coller, esperando para saltar sobre mí y arrastrarme hacia la muerte. Yo no estaba del todo seguro de si Raw Head y Bloody Bones eran criaturas reales o fantasmas, pero tampoco es que hubiera mucha diferencia entre una cosa y la otra, puesto que en cualquier caso eran monstruos: un horror indefinido, sin forma, que envenenaba la noche y robaba el sueño a los niños. Nathaniel, que además de no mostrar miedo alguno afirmaba conocer bien a los duendes, disfrutaba tomándonos el pelo a los que no éramos tan valientes. Una noche de otoño, a los seis años de edad, yo estaba tendido de bruces observando unos pececillos a través de mi reflejo. Se me acercó por detrás con sigilo y se inclinó sobre mis hombros para crear sobre la superficie del agua un verdadero monstruo a partir de la suma de nuestras imágenes. Al grito de «¡Dos cabezas, dos caras y dos personas, igual que el Todopoderoso tiene tres!» consiguió hacerme creer que en realidad había visto a Raw Head y Bloody Bones. No conseguí pegar ojo durante varias noches.
Una mañana de septiembre pasamos varias horas pescando en nuestro recodo favorito del Coller. Yo tenía doce años, y Nathaniel y yo apenas pensábamos ya en Raw Head y Bloody Bones. Habíamos cruzado los campos de maíz y los pastos en dirección oeste para llegar a un meandro del río que quedaba más o menos a media milla del camino de Shrivenham. Allí había una serie de casitas medio derrumbadas que llevaban varios años desocupadas, puesto que estaban expuestas a las inundaciones, y mi padre, cansado de repararlas una y otra vez, había terminado por trasladar a los inquilinos a terrenos más elevados. En esa parte la tierra era blanda, incluso cenagosa, y en las habituales crecidas de invierno, cuando el río bajaba veloz y letal, era un lugar peligroso. Ese día, no obstante, el suelo estaba seco y firme y las aguas estaban calmas como una balsa de aceite.
Preparamos nuestras cañas de pescar, nos sentamos al borde del río y estuvimos esperando hasta que el sol hubo pasado con mucho su punto más alto. Cuando el estómago de Nathaniel empezó a reclamar el regreso, recogimos nuestros enseres y los pocos peces que habíamos pescado y regresamos por los campos amarillentos de Shirelands Hall.
Yo esperaba llenar el estómago en la cocina de casa, pero, cuando estábamos a punto de llegar, Nathaniel se volvió de improviso hacia mí y dijo:
—Tengo una idea mejor, Tris. ¿Qué te parece si vamos al huerto de manzanos de mi padre?
El corazón me dio un vuelco ante tal sugerencia, puesto que tanto Nathaniel como yo teníamos terminantemente prohibido acceder al huerto de la rectoría. Mi amigo, que aborrecía esa restricción del mismo modo que rechazaba cualquier limitación autoritaria a su libertad, se empeñaba en ignorarla. Aunque sabía que si íbamos al huerto corríamos el riesgo de que nos descubrieran, nos confiscaran el botín y nos dieran un buen tirón de orejas, asentí de inmediato.
Corrimos hacia las escaleras de la cocina, dejamos allí el pescado y volvimos a salir a toda prisa de Shirelands, esta vez por la senda que llevaba hasta el camino de Faringdon cruzando la verja de hierro.
La senda de Shirelands estaba bordeada de fresnos, y el suelo que pisábamos estaba cubierto de hojas, las primeras que habían caído ese año. Nathaniel se detuvo a los pies del árbol más alto para esperarme. Yo me había quedado sin aliento debido a lo mucho que me costaba seguirle el ritmo, y es que ese chico corría como un lebrel.
Nathaniel se rió y me puso una mano en el hombro.
—¡Vaya por Dios! No eres digno de tu apellido, Tristan Hart. No tienes los pies ligeros —y es que el nombre de mi familia, Hart, significa «venado». Sin embargo, no era más que eso, un apellido, y no un mote bien merecido.
—No puedo hacer más —murmuré yo, apocado.
—Vamos, Tris, pero si era una broma —dijo Nathaniel sin sorna—. Siéntate hasta que hayas recuperado el aliento.
Me senté sobre las raíces cubiertas de musgo, agradecido por la tregua y observé cómo Nathaniel merodeaba entre los árboles como un gran felino dorado.
Si fuera como tú, pensé, seguro que la vida me parecería más agradable y más sencilla.
Nathaniel soltó un suspiro de impaciencia que supongo que yo no debería haber oído, sacó su navaja y se dispuso a grabar sus iniciales en la corteza del tronco que tenía a mi espalda.
De repente se me ocurrió una idea extraña: ¿no lo sentiría, el árbol?
Descarté de inmediato esa idea tan absurda. Era muy consciente de que no había ninguna posibilidad de que un mero fresno sintiera nada, mucho menos dolor, como un ser humano. Y sin embargo, pisándole los talones a la idea descartada, me vino otra a la mente: ¿seguro que no era posible? ¿Seguro que no era verdad?
Me levanté enseguida y le pregunté a Nathaniel si podía prestarme la navaja. Accedió gustoso y, ya con el cuchillo en la mano, me di la vuelta y, con decisión, hundí la punta de la hoja en la corteza del tronco, sorprendentemente dúctil, para grabar mis iniciales: «T. H»., Tristan Hart.
Si el árbol chilló de dolor, yo no llegué a oírlo.
—Mira —dijo Nathaniel mientras señalaba más arriba—. Muérdago en un fresno.
Entrecerré los ojos y miré hacia lo alto, pero fui incapaz de distinguir la menor diferencia entre las diversas masas de hojas.
—¿Qué tiene eso de raro? —pregunté, algo celoso de su agudeza visual.
—Es un poco fuera de lo común —respondió Nathaniel—. El muérdago crece fácilmente en los manzanos y los robles, pero resulta difícil verlo crecer en los fresnos y, cuando esto sucede, se considera algo mágico.
—No lo sabía —reconocí.
—Tú no sabes nada de nada. Si es posible, es real. Vamos, las manzanas de mi padre están maduras y listas para que alguien las coja. ¿No oyes cómo nos llaman? «¡Que alguien nos coja!», gritan. «¡Que alguien se nos coma!»
Sonreí y le devolví la navaja. Acto seguido, cruzamos las puertas abiertas de la verja de Shirelands y seguimos el camino hacia Collerton.
La rectoría quedaba en la parte norte del pueblo, antes de llegar a la iglesia, por lo que había un buen trecho a pie desde Shirelands. Cuando nos adentramos en el pueblo, mi estómago se quejó del abandono que sufría y empecé a sentir un leve mareo. Nathaniel, en cambio, parecía haber olvidado su apetito por completo, puesto que no volvió a quejarse, y tampoco mencionó de nuevo que nos comeríamos las manzanas que íbamos a robar. Yo tenía la esperanza de que no hubiera cambiado de opinión, de que no me estuviera llevando, sin mediar explicaciones, a un lugar completamente distinto. El carácter de Nathaniel era extremadamente veleidoso, igual que sus deseos.
Llegamos a la rectoría y, sin que sus habitantes se dieran cuenta, nos dirigimos hacia los preciados manzanos que había en la parte trasera. Como de costumbre, la puerta del huerto estaba cerrada, y Nathaniel me ayudó a trepar por el muro de piedra seca y a acceder así al Edén resplandeciente que éste encerraba. Una vez estuve dentro, él también salvó la altura del muro, ágil y veloz como una marta, hasta el punto de que me pregunté por qué motivo el rector se molestaba en cerrar la verja con llave, puesto que ni cerrada ofrecía la menor protección.
El huerto de manzanos, bajo la luz del sol del atardecer, apareció ante mis ojos como un verdadero oasis de presentes y delicias. El aire era cálido, ligeramente húmedo, y el perfume de la fruta madura impregnaba el ambiente. El zumbido alegre de las abejas llegaba hasta mis oídos mezclado con el canto de un tordo, y en cada árbol, en cada rincón y recoveco del huerto, colgaban deliciosas manzanas de las más diversas coloraciones, desde el amarillo más intenso al carmesí más profundo. La boca se me hizo agua.
Me acerqué enseguida al árbol que me pareció más cargado y empecé a arrancar las manzanas de color rojo y dorado. Sin duda arranqué más de las que podía comer, aunque no me importó lo más mínimo. Me senté en el suelo mullido con gran satisfacción, dispuesto a devorarlas. Nathaniel se rió a carcajadas y me dijo que sólo un cerdo acapararía tanta comida. Esta censura me hirió en lo más hondo y Nathaniel seguramente eligió las palabras a conciencia, pues sabía que desde la más tierna infancia los cerdos me inspiraban rechazo y temor.
—Si esta noche vomitas —dijo Nathaniel—, no me culpes a mí. Y tampoco me culpes si luego no puedes librarte de la señora H. Ni de tu padre.
—A mi padre no le importa un pimiento —dije, aunque empecé a comer más despacio.
Ahora no creo que fuera cierto que a mi padre no le importara lo que pudiera sucederme. Ni siquiera creo que no se preocupara por mi comportamiento. Lo que sí es cierto es que cuando me sorprendía cometiendo alguna travesura su reacción no era la que podría esperarse de un padre normal, ya que, en lugar de castigarme o sermonearme, optaba por ignorar por completo el incidente en cuestión. Ahora sé que esa ceguera tan curiosa constituyó una fuente de fricciones entre él y nuestros vecinos, que eran partidarios de un método más cristiano y basado en el uso de la vara. Pero entonces yo no era más que un niño y no era consciente de ello. Lo único que sabía era que cuando Nathaniel y yo hacíamos alguna de nuestras barrabasadas a un alma desprevenida, por cruel que fuera, a mí no me castigaban y a Nathaniel ni siquiera lo pillaban. Aparte de sus otras peculiaridades, Nathaniel Ravenscroft era capaz de esfumarse por completo al atisbar el menor problema. Que yo sepa, ninguna de las veces en las que fuimos sorprendidos cometiendo alguna maldad le echaron la culpa a él y, a pesar de la enorme injusticia que ello pudiera parecer, lo cierto es que eso tenía sus ventajas. Nathaniel podía escapar sin dejar rastro tras cometer travesuras que ningún otro chico se habría atrevido siquiera a soñar y luego compartía el botín conmigo, tanto si se trataba de un secreto arrebatado a sus hermanas o de la sidra que su padre elaboraba.
Nathaniel, que no era consciente en absoluto de mi agitación interior, se rió con ganas y trepó por el tronco del manzano más alto con la misma facilidad con la que había salvado el muro del huerto. Se sentó alegremente en las ramas superiores, arrancó una manzana y dijo:
—Yo me encargaré de vigilar, Tris. Si veo acercarse a alguien, soltaré un graznido como éste —dicho esto, emitió un ruido idéntico al de las urracas, tanto en el tono como en la intensidad—. Si lo oyes, escóndete enseguida.
La estrategia de Nathaniel no me pareció mala, puesto que desde su atalaya gozaba de una buena perspectiva del camino. Sin embargo, era tan insignificante el temor que él sentía a que pudieran atraparlo que no fue el más fiable de los centinelas. Puede que tardara demasiado en dar la señal de alarma, o tal vez sí que la dio pero yo estaba demasiado concentrado en llenarme la barriga y no me di cuenta. El caso es que en cuestión de un segundo oí el graznido de una urraca y el ruido de una llave en el cerrojo, y, antes de que pudiera esconderme, la verja del huerto se abrió de par en par y apareció el rector.
Si me hubiera quedado inmóvil y en silencio tal vez ni siquiera habría advertido mi presencia y yo habría podido escabullirme por la puerta sin ser visto, pero para mi perjuicio y desgracia di un respingo y mis labios dejaron escapar una exclamación de sorpresa.
El rector Ravenscroft, por su parte, también se quedó estupefacto, pero se recuperó antes que yo y emprendió enseguida la represalia. Con un bramido de rabia, se abalanzó sobre mí como la mismísima parca, aunque obesa y con sotana. Una de sus gruesas manos, sudorosa a causa de la sorpresa o del súbito esfuerzo físico, me agarró con fuerza por el cogote.
—¡Vaya! —gritó—. ¡Tristan Hart! ¡Te he pillado con las manos en la masa! ¡Una vez más, por Dios!
Tiró de mí hasta levantarme del suelo. Unas manzanas a medio comer cayeron de mi regazo y el cuerpo del rector se tensó al verlas.
—¡Llevas en tu interior al mismísimo demonio, Tristan Hart! —rugió—. ¡Lo llevas en la sangre, en tu propia sangre, y te encaminas con paso firme y veloz directo al infierno! ¡Te lo advierto, chico, si tu padre no se decide a darte una buena paliza, tendré que hacerlo yo mismo! ¡Que no se diga que he dejado que se perdiera un alma sin haber luchado por salvarla de las garras del diablo!
Y sin más preámbulos me lanzó de un tosco empujón contra el árbol más cercano y empezó a descargar su bastón sobre mi cuerpo, todavía joven y tierno, de un modo tan brutal y prolongado que puedo asegurar que jamás en mi vida había presenciado, y mucho menos sufrido, una paliza igual. De no haber llevado puesta ropa gruesa, estoy seguro de que las heridas habrían sido verdaderamente graves. No os quepa duda de que chillé, lloré y pedí clemencia; luché y forcejeé para intentar escapar, pero todo fue en vano. Cuando por fin cesaron los bastonazos, caí agotado sobre el suelo aterciopelado, con las costillas y el espinazo amoratados por las magulladuras y sintiendo un dolor tan intenso que no me permitía ni llorar ni tenerme en pie.
Como ya he dicho, mi padre, el terrateniente, no me había pegado nunca, como tampoco había mandado jamás a ninguno de sus sirvientes que lo hicieran por él. Así pues, a pesar de las numerosas reprimendas que había recibido ya a la edad de once años, hasta entonces nunca me habían propinado una paliza, por lo que el dolor que sintió mi cuerpo fue tal que mi mente se tambaleó por la impresión de lo que me había ocurrido de forma tan súbita e imprevista.
No supe cómo se las arregló Nathaniel. Supongo que se quedó en lo alto del manzano, pero, como no tenía manera de saberlo sin revelar su presencia a su padre, guardé silencio y no ofrecí resistencia cuando el rector me asió de nuevo para obligarme a ponerme de pie y echarme del huerto. Yo estaba aterrorizado ante la posibilidad de que pudiera pegarme otra paliza, pero para mi sorpresa lo que hizo fue recoger su carruaje y obligarme a entrar de nuevo.
—Voy a tener unas palabras con tu padre —dijo—. Porque la perversidad vive en tu interior y habrá que ponerle freno de algún modo que le incumbe a él elegir. De lo contrario llegarás a ser tan malvado como el diablo. Hace demasiado tiempo que no te tiene a raya, que te deja obrar a tu antojo.
La fusta restalló sobre el lomo del poni. El animal avanzó al trote y el carruaje se alejó de los campos de la rectoría por el camino de Collerton, en dirección a Shirelands Hall y al castigo que se avecinaba.