34
Lo vi todo. Me vi frente a la puerta de los Fielding leyendo la epístola que Katherine me había enviado y vi cómo el mundo se había desenmarañado a mi alrededor para volver a tejerse y convertirse en una pesadilla. Recordaba cada uno de los personajes condenatorios, cada una de las malditas palabras del cuento de Raw Head que yo había intentado interpretar como ficción, pero que durante tantos meses había quedado patente en mi cabeza, bajo una nube cegadora de incredulidad ante la clara visión del recuerdo. «No puedo continuar —me había dicho ella—, como no sea a través de Leonora». Las palabras negras, caligrafiadas como una telaraña con la letra de Katherine, volvían a dar vueltas por la página en blanco de mi imaginación, dejando abierto en mi conciencia el capítulo del libro de las Revelaciones. La murciélaga no era, ni jamás podría haber sido, mi hija biológica.
La lluvia seguía cayendo sobre mi cabeza, pero no me importaba.
El cuento de Raw Head y el sauce llorón
Érase una vez, antes de que Bloody Bones salvara de los malvados trasgos a su amada Leonora, ésta vivió una extraña pesadilla. Y todo el mundo decía que no era nada más que un sueño, que debía olvidarse de él, pero Leonora sabía que era un sueño verdadero, no uno de esos que no significan nada y que no son más que meros fantasmas pasajeros de la noche.
En el jardín de la casa crecía un sauce llorón, tan fino y hermoso como una niña, con hojas como mechones y la corteza como la piel más blanca y suave; y cuando el viento mecía sus hojas, sonaba como si estuviera susurrando. Leonora soñó que era ese sauce llorón, que había cobrado vida, y que ese sauce llorón era Leonora.
El sauce estaba triste porque no tenía a nadie a quien amar y deseaba día y noche poder tener un amante. Hasta que una noche de verano vino a sentarse bajo sus cansinas ramas un delicado joven, oscuro y hermoso como el cielo nocturno, y Leonora en forma de sauce quedó completamente enamorada de él. Sin embargo, por más que temblaba y se agitaba, él ni siquiera reparó en ella y eso la entristeció mucho.
Pero el sauce era paciente y sabía que si esperaba lo suficiente su amor alzaría los ojos y la vería, por lo que decidió aguardar el momento oportuno. Y durante cuatro años estuvo esperando sin que él reparara en ella.
Pero un día vino a verla un mago malvado que en realidad era Raw Head, vio lo enamorada que estaba Leonora en forma de sauce y le dijo: «Te convertiré en una mujer, para que puedas mostrarte ante ese joven por el que lloras, que es mi hermano».
Así fue como el mago le lanzó un hechizo al sauce para cambiar su forma y ella pasó, pues, a andar y hablar como si realmente de una chica se tratara y no de un árbol. Fue al encuentro de su amor, pero no había andado mucho cuando el sol empezó a caer hacia el horizonte y empezó a oscurecer. Se asustó porque era Nochebuena y hacía mucho frío, por lo que dio la vuelta e intentó regresar a casa corriendo, pero se perdió. Luego vio una casa vieja en el medio del bosque que era exactamente igual que la suya y, pensando que lo era y que ya estaba segura, llamó a la puerta y preguntó si la dejarían entrar.
Pero lo que no sabía era que la casa estaba llena de trasgos y que el dueño de la casa era Raw Head.
Un súbito resplandor brilló frente a mis párpados.
—Vaya —dijo una voz, refiriéndose a mí—. Pues no es un vagabundo.
Abrí los ojos, aunque no era consciente de haberlos cerrado. Una figura anodina, gruesa y ancha como un oso, con un farol en una de las zarpas, se alzaba entre mi persona y el manto cada vez más tenue que era el cielo. Me sobresalté violentamente e intenté retroceder, pero caí de nuevo sobre la hierba y por poco no fui a apoyar la mano sobre el filo roto con el que me había herido la pierna.
¿Qué tipo de monstruo es éste?, pensé. ¿Es uno de los cazadores de Viviane?
Aquel titán brutal se inclinó hacia mí y acercó el farol a mi rostro. Aparté la cara hacia un lado y tosí. Ni siquiera la lluvia evitó que su aliento, un miasma de cerveza y sudor, llegara hasta mí como una nube de moscas. ¿Es un hombre?, pensé. ¡No puede serlo! Y, sin embargo, apestaba como si lo fuera.
—No hagas eso —le dije—. Apártate. Apestas como un cerdo.
El tipo, si es que realmente era un hombre, se rió y, como respuesta, agitó con violencia el farol justo delante de mi nariz. La cera salpicó el cristal como un insecto aplastado.
—Idiota —dije—. Lo único que conseguirás será apagar tu propio farol.
—¡Ja! ¿No t’ha gustao?
—No. Y tú tampoco me gustas. Aparta ese ridículo farol y tu asquerosa cara de mi presencia inmediatamente.
—Sigue chillando, conejo. ¿Has caído en una trampa? Ahora no pareces tan valiente, ¿verdá? ¿Sin er caballo y er palo? ¿Cómo te sientes ahora?
Arrastraba las palabras, o iba extremadamente borracho o tal vez era otra cosa lo que le sucedía. ¿De verdad es un hombre?, me pregunté.
Un trueno repicó en mis oídos y la lluvia empezó a caer con más intensidad. Luego cayó otro relámpago, más cerca. Debió de brillar más todavía que el primero, aunque no había podido verlo bien. Y mientras cruzaba el cielo por el este, durante una fracción de segundo pude divisar, iluminado por la tormenta, el rostro diabólico de mi adversario.
Era el porquero.
Intenté escabullirme retrocediendo como un cangrejo.
El sauce llorón en forma de Leonora, creyendo estar a salvo, no reconoció a Raw Head, puesto que iba disfrazado. Pero esa noche oyó que alguien llamaba a la puerta de su dormitorio y fue a abrirla, sin temer nada.
Joseph Cox escupió con parsimonia en la hierba y se me acercó de nuevo.
—Mocoso judío repugnante —dijo—. Espero que te piyen los gitanos. Me paece que a ellos nadie les pedirá cuentas si por su culpa sufres un acidente de noche.
Ella abrió la puerta y vio que era Raw Head, era Raw Head en plena noche, y toda la familia estaba durmiendo. Entró en la habitación harto de vino, riendo, le deseó feliz Navidad, la besó en la boca y ella pensó que acto seguido él se marcharía.
—Oh —exclamó ella—, es medianoche.
A lo que él respondió:
—No hay mejor hora que la medianoche para cometer diabluras.
Luego fue y se plantó junto a la cama con una gran crueldad en los ojos.
—No es justo —dijo el monstruo— que un vagabundo como tú s’haya acostao con una belleza como ella. ¿Se pué sabé qué es lo que vio en ti? De n’haber sío un señorito joven y rico, no t’habría ni mirao. Pero siempre l’ha gustao el dinero, a la mu puta…
Y Raw Head arrancó las cortinas y abusó a placer del sauce en forma de Leonora. Luego dijo:
—Minina, ya eres una mujer. Pero no debes contárselo a nadie, o mi encantador y compasivo padre nos echará a los dos a la nieve y moriremos congelados.
De repente, me di cuenta de que había dejado de llover. Sin embargo, los tambores continuaban retumbando ensordecedores dentro de mi cabeza.
—Ten mucho cuidado con esa lengua inmunda, trasgo —dije mientras me ponía de pie poco a poco, con cuidado—. No permitiré que hables de ese modo de ninguna mujer. Y menos de ella.
—Diré lo que m’apetezca —replicó Joe Cox—. Ningún judío bastardo me dirá lo que debo hacer.
No, pensé. ¡Trabajas para James Barnaby! Estás arrancando los sauces. Estás abusando de un bosquecillo entero de chicas con forma de sauces.
—Raw Head —dije cuando empecé a caer en la cuenta—. Tú eres Raw Head.
Raw Head, Raw Head en plena noche. Raw Head no había venido por orden de Viviane, sino por voluntad propia. Raw Head viene a asesinarme para poder llevarse a mi amada Katherine. Raw Head viene para terminar de una vez por todas con nuestra enemistad, para batirse en duelo conmigo y darme muerte.
¿Barnaby no sabía que le había dado trabajo a un demonio?
Un demonio y no un hombre. No, un hombre no. No era Joseph Cox. Era un niño al que habían sustituido al nacer y que podía adoptar cualquier forma, la de un hechicero, la de un caballero o un príncipe, pero siempre un trasgo que una noche horrible había adoptado la forma de mi querido amigo y había arruinado la vida de la mujer a la que yo más amaba en el mundo, el otro yo de Leonora: Katherine Montague.
Pero si no era un hombre, ¿entonces qué era? Un horror cartesiano, un demonio que vestía una carne poseída, carne que no vivía realmente, a menos que fuera como un autómata. Hueso, sangre y entrañas, todo desprovisto de alma y conciencia y, sin embargo, todo en perfecto funcionamiento mecánico. Materia animada por el mal, no por principios inherentes a ella. Carne sin alma que no experimentaba dolor alguno, que no sentía ni el frío ni la humedad en la piel. Un simple mecanismo de relojería.
Había creído que la proposición de La Mettrie era muy distinta y, sin embargo, en ese momento me parecía que esa teoría no distaba mucho de la de Descartes, puesto que intentaba salvar la dificultad que entrañaba la comunicación entre el alma y el cuerpo negando la existencia de la primera, pero no la del otro. No tenía sentido, ninguno. Y yo tenía razón, la había tenido desde el principio.
Tal como Erasmus había indicado raspador en mano, cuando el doctor Hunter había declarado que el hombre es más, mucho más que un mero mecanismo sin alma.
Pero ese Raw Head no era un hombre.
Una repugnancia entre amarillenta y pardusca, profundamente arraigada y más intensa que cualquier otra forma de asco o de odio, se desencadenó en mi interior como un resorte enroscado, inesperadamente liberado del seguro que lo había mantenido controlado durante una eternidad. Parecía como si hubiera recibido un golpe en el estómago. Sin aliento, luché por respirar.
—La única solución —dije entre jadeos— es romper el reloj.
Los tambores llenaban mis oídos. No sin dificultad, recuperé el aliento y alcé la mirada. Las nubes se desplazaban por encima de mi cabeza y las estrellas salpicaban la oscuridad. Vi cómo el trasgo Raw Head levantaba el farol y percibí el odio y el desdén que habían deformado su fisonomía hasta convertirla en una máscara diabólica, una parodia de un rostro humano. Dio un paso adelante con los labios fruncidos y levantó el otro puño, preparado para golpearme.
Ahí va, pensé. Yo no soy una máquina sin alma. Soy un hombre: espíritu y materia unificados, cuerpo y alma mezclados en un solo ser. Yo soy, yo soy, yo soy.
Cuando Raw Head avanzó, salté con decisión hacia él con la cabeza gacha como un venado en plena contienda. Un rugido salvaje y profundo vibró en mi pecho y resonó en mis oídos, más potente que un trueno. Mi frente acertó de lleno en el pecho de aquel bruto repugnante y lo derribó con una velocidad y una fuerza que me sorprendió. Cayó sobre su espalda y se oyó un crujido húmedo. La vela por fin se apagó, se oyó cómo el farol se rompía después de que el trasgo lo hubiera soltado y hubiera ido a parar un poco más allá, sobre unas matas de hierba.
La rabia se apoderó de mí. Salté sobre el pecho de Raw Head y lo inmovilicé contra el suelo con la rodilla.
—Caballero trasgo —exclamé—. ¡Raw Head! ¡Jamás lograrás asesinarme, ni avergonzar o apenar a mi sauce, a quien amo más que a mi propia vida! ¡Eres un cáncer para mi alma! ¡Fuera de aquí!
Cerré los dos puños y con todas mis fuerzas golpeé al monstruo caído una y otra vez en los pómulos y la barbilla, hasta que los pequeños huesos faciales del cráneo que crujían y se desplazaban bajo mis manos quedaron demasiado molidos y sangrientos para continuar golpeándolos.
Al fin, me senté. Los tambores habían cesado dentro de mi cabeza, habían cesado completamente, y a mi alrededor y dentro de mí sólo quedó el silencio. El cuerpo destrozado del Raw Head trasgo yacía quieto debajo de mí, la fuerza que lo había animado parecía haberlo abandonado mientras yo seguía vivo, con alma. Yo, Tristan Hart; yo, Bloody Bones —porque ¿acaso no era yo los dos?— había vencido. Katherine estaba segura.
El cielo se había aclarado mucho, la tormenta había pasado. Me quedé varios minutos inmóvil y en silencio. Luego, cuando hube recuperado el aliento, volví a contemplar bajo aquella nueva luz al monstruo caído que seguía teniendo la apariencia de Joseph Cox, aunque tal vez costara distinguirlo en la oscuridad. Llevado por la costumbre, empecé a examinar el cuerpo y casi de inmediato me di cuenta de que todavía no había muerto.
Además, tampoco había quedado del todo inconsciente, aunque no se movió mientras recorría su figura con las manos. Tan sólo mantuvo los ojos sorprendentemente abiertos en aquel cráneo maltrecho. Parecía seguirme con la mirada y sus labios partidos entreabiertos intentaban hablar, en vano.
Como si tuviera una lesión bajo el cráneo, pensé.
El pulso se me aceleró.
Parecía que había una cantidad importante de sangre. Más de la que habría creído posible como resultado de mi arrebato de furia y, además, brotaba de un lugar erróneo. Estuve palpando a la criatura para intentar descubrir la causa y me di cuenta de que estaba tendido encima del mismo utensilio con el que yo había tropezado. Pensé que realmente había sido un golpe de suerte. La caída de Raw Head, o tal vez su peso sin sentido, había aplanado aquel malicioso objeto de manera que ya no suponía ningún peligro para mí cuando me había lanzado al ataque. Volteé el cuerpo para apartarlo del utensilio y, con cuidado, lo palpé con las manos entumecidas. Quería determinar por mí mismo qué era exactamente ese pedazo de metal roto que me había costado a mí, y también a mi enemigo, sangre y dolor.
La criatura seguía reteniendo la apariencia de Joseph Cox. Eso me desconcertó. Había vencido a Raw Head, ¿entonces por qué no abandonaba ese falso semblante y revelaba su verdadero rostro?
A menos que Raw Head y Joseph Cox hubieran sido siempre uno, o a menos que el mal que durante tanto tiempo había percibido en Cox hubiera sido el de Raw Head y ese cuerpo maltrecho no fuera carne eventual, sino la máquina en la que se había ocultado el caballero trasgo, desconocido hasta esa noche, durante tantos años.
Tal vez no había existido ningún Joseph Cox.
Tal vez sólo había existido el caballero trasgo.
Con algo de esfuerzo, arranqué el fragmento de metal del suelo y lo limpié en mis bombachos empapados. A la luz deslavazada de la luna, me di cuenta de que era parte de una hoja de guadaña, cuya espiga seguía hundida en la tierra con un fragmento del mango de madera. La hoja no estaba entera, pero el fragmento que quedaba era tan sólido y afilado como un sable y tenía casi esa misma longitud. Era viejo y estaba oxidado, pero, como yo mismo había podido comprobar, podía servir como arma de un modo formidable.
O como cuchillo de anatomista, pensé.
Miré de nuevo a Raw Head.
Y recordé lo que llevaba en la alforja.
Si es un simulacro de hombre, pensé, da igual el tipo de hombre que sea: en cualquier caso debería poseer los órganos vitales de un hombre y necesitar algunas de las vísceras imprescindibles para los procesos vitales. Debía de requerir un estómago y un tracto intestinal. No cabía duda de que tendría esqueleto y músculos, pero ¿tendría también cerebro y corazón?
La curiosidad en verdad consiguió heredar la corona que previamente había ostentado la rabia. No pude resistirme. El imperativo fue tan insistente e incontrovertible como un decreto de Calígula: tenía que saber si Raw Head tenía corazón. Si tenía cerebro y corazón, pensé cada vez más agitado, al menos podría mostrarme la apariencia de una lesión cerebral, a pesar de que no se tratara de una lesión espontánea, fruto de un derrame. Podía aprender algo de esa criatura, de ese enemigo derrotado, de Raw Head.
Dejé la hoja de guadaña rota a un lado, volví a colocar a la criatura en una posición útil, sobre la hierba, con los brazos a ambos lados. Durante un buen rato no hice nada, me limité a pensar detenidamente en la mejor manera de proceder. Luego le desabroché la chaqueta. El pecho le temblaba. Puse una mano sobre su esternón y sentí la vida saltando como un sapo bajo mi tacto.
Y tomé una decisión.
Levanté a la criatura con dificultades, puesto que no era precisamente ligera, y agarré la alforja entre los dientes y el farol con una mano tras haberlo recogido del suelo. Así fue como emprendí el largo camino hacia el río Coller donde había unas ruinas que pertenecían a mi padre y que, como descubrí en ese momento, habían permanecido allí a la espera de que pudiera servirme de ellas en caso de necesidad.
Esas ruinas me servirían como sala de operaciones.
Mientras andaba, tambaleándome, en medio de la oscuridad de la noche, pensé en el caso de Joseph Cox. Yo sabía que Cox supuestamente era originario de algún lugar de la campiña occidental y, a su manera, había sido mucho más extranjero que yo, por muy judía que fuera mi sangre. Todo el vecindario conocía la historia de mi madre. Pero ¿qué sabía nadie en verdad acerca de un tipo extraño que, según me había contado Margaret Haynes, había aparecido como surgido de la nada, sin nombre ni linaje, sin oficio fijo siquiera? Había trabajado como jornalero, pero ¿quién sabía en qué había trabajado antes de llegar al Valle del Caballo?
Era un hombre sin oficio, pensé, sin nombre ni familia porque en verdad no tenía humanidad. Recordé el sueño que había tenido durante mi noche de bodas y me pareció que había sido una advertencia. Porquero, pensé, eres un monstruo, un trasgo, un demonio. No esperabas que te reconociera por tu aspecto.
Al fin, en medio de la oscuridad, aparecieron las siluetas de las casitas del río, como un cerco de piedras azules. Avancé a trompicones por el portalón vacío y me abrí paso por el terreno colmado de malas hierbas hasta la primera entrada y, al ver que la puerta estaba medio descolgada de los goznes, le pegué una buena patada que la hizo caer hacia dentro. El polvo y la humedad se levantaron como fantasmas en el interior y volvieron a posarse en la penumbra.
Tosiendo, entré rápidamente a Raw Head y bajé al trasgo con sumo cuidado para dejarlo sobre el suelo de tierra, puesto que no quería que muriera todavía. Dejé el farol sobre la mesa podrida y me dispuse a encender de nuevo la candela. No tenía nada con lo que encender la mecha, pero supuse que un hombre de campo como el que Cox había aparentado ser llevaría encima un eslabón y una piedra de pedernal. Efectivamente, así era. Tras un buen número de intentos fallidos, conseguí encenderla y el oscuro interior de la casita empezó a aparecer ante mis ojos a medida que la luz amarillenta avanzaba, retrocedía y volvía a avanzar a través de las sombras.
La criatura soltó un sonido grave e incompleto y puso los ojos en blanco. Me arrodillé a su lado sobre la fría tierra y, tras dejar la alforja de cuero en el suelo, de manera que me permitiera acceder a su contenido, extendí el cuerpo para poder examinarlo. Decidí sin demasiados preámbulos por dónde cortaría y saqué del estuche el escalpelo más grande que tenía, le rasgué la chaqueta y la camisa y descubrí el pecho del trasgo.
—Al menos servirás para algo, monstruo —dije—. Harás algo bueno en este mundo, a pesar de tu inclinación para todo lo contrario. Con tu abyecta brujería has adoptado la forma de un hombre. Por consiguiente, en ti descubriré esa forma y me ayudarás a avanzar en la causa médica, que es noble y humana. De tu oscuridad, Raw Head, acabará surgiendo luz.
Supuse que la criatura podía oírme y comprenderme, puesto que soltó otro gemido al oír mis palabras, y los ojos que había mantenido en blanco me miraron fijamente a los míos. Le caía la baba por la comisura de la boca abierta.
Está aterrorizado, pensé. Como debe ser. Ha perdido la batalla y sabe que Bloody Bones lo descuartizará.
Había decidido que en primer lugar le arrancaría el corazón, en caso de que lo tuviera. A continuación practicaría una disección más general del cadáver antes de llegar, por fin, al cerebro, cuyas heridas pensé que sería mejor examinar a plena luz del día y no bajo la débil luz de la candela. Tras haber eliminado todos los impedimentos, volví a coger el cuchillo y, lentamente y con cuidado, practiqué una incisión en el espacio abierto entre las costillas inferiores. La sangre brotó a chorro hacia arriba y me salpicó la cara. Me la limpié y rodeé la incisión con la camisa de la misma criatura para absorber el exceso de sangre, aunque la rapidez con que se derramaba superaba la capacidad de absorción de la prenda. Debería cauterizar las arterias, recordé, aunque ya era demasiado tarde y, de todos modos, no había ninguna necesidad de hacerlo. No pretendía que el paciente sobreviviera. Esperé un rato hasta que cesó de sangrar y continué con el procedimiento. La hoja que sostenía no era ni tan gruesa ni tan fuerte como las herramientas que solían utilizarse para practicar autopsias y no resultaba precisamente fácil llevar a cabo la vivisección a oscuras, aunque con paciencia y determinación conseguí abrir una entrada en la cavidad del cuerpo.
Como es natural, el espécimen se encontraba en condiciones mucho mejores que las que ofrecía el que había diseccionado bajo la tutela del doctor Hunter. Para empezar, todavía no estaba muerto, pero es que, además, Cox, o Raw Head, había vivido en el campo y presentaba unos tejidos corporales tersos y fuertes. Con la sensación de estar actuando más bien como un carnicero que como un anatomista, atravesé las costillas y le desgarré el pecho. Metí las manos en la resbaladiza abertura que acababa de hacerle.
Mis dedos buscaron a tientas y encontraron la membrana del pericardio. El pecho de la criatura sufrió una brusca sacudida y pude notar cómo el pulmón izquierdo se hinchaba contra mi puño. En un acto reflejo, retiré la mano e, inmediatamente, volví a meterla con vacilación. Una vez más, las puntas de los dedos me revelaron la presencia de esa suave piel interna aún por perforar, sangrienta y cálida, que seguía palpitando débilmente. Mi largo escalpelo era demasiado voluminoso para introducirlo por la cavidad pericárdica, especialmente a oscuras. A pesar de que posteriormente tenía la intención de diseccionar la membrana, la empujé con la mano, no con la esperanza de desgarrarla, sino para palpar, si me era posible, si había algún órgano debajo.
Raw Head tenía corazón.
Solté un grito, aunque no sabría decir a quién iba dirigido. El músculo era inconfundible y su presencia levemente palpitante no dejaba lugar a dudas.
Y justo entonces se detuvo.
Retiré la mano y cogí el escalpelo más pequeño.
Sin embargo, en ese momento, mientras estaba sentado encima del cuerpo, rodeado por una luz tenue, mi mirada vagó por el rostro de Cox, por sus flácidos rasgos, por sus ojos todavía abiertos aunque sin vida, ensanchados por un horror incomparable. De repente lo comprendí, en un instante tan lúcido que la cabeza empezó a darme vueltas. Los duendes no tienen corazón.
Ése no era Raw Head.
Había asesinado a un hombre.