33
—Me marcho a casa.
Eso era lo que Nathaniel había dicho. Y eso era exactamente lo que yo deseaba hacer en esos momentos. Quería regresar con mi amada Katherine, a mi casa, donde todo cobraría sentido. Sin embargo, sabía que, aunque recogiera todas mis cosas y subiera al primer correo disponible, tardaría no menos de dos días en llegar.
No podía soportar la idea de volver a mi habitación en el León Rojo, donde el horror de mi experimento fallido seguía presente junto al olor corporal de Simmins. En lugar de eso, casi a ciegas, recorrí las oscuras calles de Londres hasta el número cuatro de Bow Street. En ningún momento desvié la mirada a derecha o izquierda, sólo miré hacia la única dirección posible: hacia delante.
Llegué a casa de los Fielding sin aliento y cubierto de lodo, desde los zapatos al dobladillo del sobretodo. Subí los escalones de la entrada rápidamente y golpeé la puerta con fuerza. Para mi gran sorpresa, se abrió casi de inmediato. Aparté de mi paso a Martha y fui directo hacia una silla del vestíbulo, en la que me dejé caer con las manos temblorosas.
—¡Señor Hart! —exclamó Martha—. ¡Señora Fielding! ¡Oh, señora, venga rápido!
—No estoy herido —dije enseguida, para evitar malentendidos—. Ni me han robado, Martha. No se alarme, no es necesario.
Tomé aire y poco a poco conseguí relajarme un poco sentado en casa de los Fielding, cada vez más consciente del apoyo que mi columna encontraba en el respaldo alto de aquella silla cuyas robustas patas transmitían mi peso hasta el suelo.
¿Por qué he venido aquí?, pensé. A los Fielding no podía contarles nada acerca del incidente que acababa de tener lugar. No podrían responderme nada que pudiera ayudarme a volver a ser yo mismo o a devolverle la sensibilidad a mi pobre Isaac. ¡Ay! ¿Qué he hecho? Lo he sacrificado en el altar de mi propia ambición y, total, ¿para qué?
No había pasado mucho tiempo allí sentado solo cuando Mary Fielding salió de la cocina, quitándose el delantal. Me llevó hasta el salón en el que previamente nos habíamos reunido con su marido y su cuñado. Esa noche, no obstante, la habitación estaba vacía.
—¿Dónde está su esposo, señora Fielding? —pregunté, sorprendido.
—Lo han requerido para resolver un asunto y el señor John lo ha acompañado —respondió Mary.
—¿Algún asunto relacionado con las fuerzas policiales de las que es responsable?
—Supongo —respondió la señora Fielding—. No suele contarme gran cosa, como ya puede imaginar. Pero, si quiere verlo, estoy segura de que no tardará en regresar, ya es muy tarde. ¿Le apetece tomar algo, señor Hart? Si no le importa que se lo diga, parece que haya visto un fantasma.
No rechacé la invitación, por lo que Mary me sirvió una copa de vino y, dándome unas palmadas en el hombro, insistió en que me sentara en un sillón cerca de la chimenea. El fuego estaba a punto de consumirse y ella atizó las brasas para reavivarlo.
Tal vez, pensé, estaba esperando el regreso de los hermanos, pero los esperaba con una inquietud desesperada, puesto que no sabría qué decirles en caso de que alguno de ellos me preguntara qué había sucedido.
¿Qué voy a hacer?, pensé. No quería abandonar a mi pequeño Simmins, puesto que con el corazón afligido me di cuenta de que era eso lo que había hecho con mi pobre Katherine: abandonarla. Sin embargo, era incapaz de aguantar un solo minuto más en el Sabueso, o de permanecer en Londres a sabiendas de que continuar allí sería vano. La razón, el sentido del deber, la vergüenza y una necesidad imperiosa que sentí de repente, todo me instaba a regresar con mi esposa y ocuparme de ella. De hecho, jamás debería haberla dejado sola. No me había comportado como un bruto, pero mi arrogancia intelectual y aquella vana ambición me habían convertido en algo que se le parecía mucho. Y la situación en la que me encontraba en esos momentos era la consecuencia de ello. Había ignorado de forma obstinada las súplicas y protestas de mi esposa. Y ella había demostrado tener razón.
—Mary —dije—. He tomado una decisión. Regresaré a Berkshire por la mañana.
Mary Fielding se dio la vuelta, el atizador que tenía en la mano parecía un pliegue negro, con el vestido de hilo azul floreado de fondo.
—¡Oh, señor Hart! —exclamó—. ¡Me sorprende, pero debo confesarle que me alegro de oírlo!
—¿Qué? —pregunté—. ¿Por qué?
Mary soltó una leve carcajada.
—Le hablo sólo como mujer, señor. Sé lo duro que debe de ser para la señora Hart que la haya dejado sola en un momento como éste e imagino que se alegrará muchísimo de tenerlo de nuevo en casa. Por mi parte, me sabe mal verlo partir, pero la pena que yo pueda sentir es una minucia comparada con la alegría que tendrá su esposa. Eso es todo.
—Qué buena es usted, señora Fielding —dije—. Sin duda, es usted muy buena.
La señora Fielding se sonrojó.
—Me confunde usted con mi esposo, señor Hart —dijo—. No soy buena, aunque lo intento. Para ser realmente bueno es necesario tener un carácter fuerte y yo soy débil e ignorante y cometo demasiados errores. Le hago pasar vergüenza al señor Fielding y él no debería haberse sentido obligado a casarse conmigo.
—¿De dónde saca todo eso? —exclamé asombrado.
La señora Fielding suspiró con tristeza y devolvió el atizador a su caja.
—Mary —dije mientras me levantaba y cruzaba la habitación para agarrar a la señora Fielding por los hombros—. Sin duda alguna es usted una de las mejores mujeres que he conocido en mi vida. ¿Qué ama de casa habría aceptado cuidar durante un día entero a una niña gitana monstruosa a cambio de nada, sólo por su corazón bondadoso? Más aún teniendo hijos propios a los que cuidar, con los preparativos de Navidad de por medio y un marido con un carácter cáustico, por mucho que sea uno de los hombres más brillantes en cualquier otro aspecto. No permitiré que se rebaje de ese modo.
A pesar de haberle hablado con cariño, la señora Fielding se quedó con los ojos abiertos como platos, como si la hubiera reprendido con la máxima severidad, y retrocedió un paso antes de decir, con un tono cuidadoso y mesurado:
—Señor Hart, no sé de qué me habla.
—Pardiez —exclamé—. ¿Qué quiere decir con eso? Sin duda tiene que recordar usted al bebé, ¿no?
—Señor, no recuerdo haber recibido a ninguna gitana, ni en Navidad ni en ningún otro momento del año. Estoy segura que el señor Fielding habría tenido algo que decir al respecto, si lo hubiera hecho.
—¿Qué? —exclamé de nuevo.
—No comparto ese recuerdo, señor Hart —repitió Mary con paciencia, como si hablara con un niño. O con un lunático.
—Señora —respondí en cuanto recuperé el habla—. O su memoria es tan voluble como la arena de la playa o está mintiendo, puesto que el incidente fue extraordinario y difícil de olvidar. Lo recuerdo tan claramente como lo que acaba de decirme hace cinco minutos. Y me sorprendería que a usted no le ocurriera lo mismo.
—Pues no, señor Hart.
Estudié su rostro con un atisbo de pánico en las entrañas. A partir de su expresión no supe determinar si estaba mintiendo o si realmente no recordaba a mi pequeña murciélaga. Entonces me vino a la memoria el esbozo que siempre llevaba en el bolsillo del chaleco y lo saqué enseguida.
—Señora Fielding —dije—. Mary, este retrato es del bebé, lo dibujó usted misma la noche en la que lo acogió aquí. ¿No lo ve? ¿No lo recuerda ahora?
Mary se apartó de mí de forma bastante violenta y salió corriendo en dirección a la puerta del salón.
—Mírela —le supliqué agarrándola de la mano y sosteniendo el papel frente a sus ojos—. Mary, mire esto.
—Oh, señor Hart —exclamó Mary—. ¡Por favor, no insista!
—Sí que insisto —dije—. No desistiré hasta que me haya contado exactamente lo que ve en este papel.
Mary intentó zafarse de mí una vez más y luego, para mi gran alivio, se volvió para echarle un vistazo al dibujo.
—Lo veo a usted, señor —admitió a regañadientes—. Con un bebé en brazos.
—El bebé, sí. El bebé gitano, la murciélaga —agité el papel con la mano—. ¿No le ve las alas? Se ven claramente.
—No, señor —respondió Mary con un tono de voz neutro antes de volver la mirada de nuevo—. No veo ninguna ala.
—¿Qué? Pero si están ahí… ¡mire!
—No son más que los extremos de la manta —dijo Mary.
—Es bastante evidente —dije, cada vez más furioso por su negativa— que no es así. Al menos deberá admitir que la imagen muestra al bebé gitano, ¿no?
—Veo a un bebé —dijo la señora Fielding—. Pero, ay, señor Hart, estoy segura de que es uno de mis hijos.
Se llevó la mano a la boca. Reprimiendo un sollozo, me apartó de un empujón y huyó de la estancia.
Regresé a Shirelands Hall con el correo de Oxford cuarenta horas más tarde. No volví a ver a la señora Fielding antes de partir, como tampoco tuve la oportunidad de despedirme de los hermanos. Les dejé mi tarjeta. Eso me pareció suficiente y estoy seguro de que así fue.
El mozo de la posada le hizo llegar al capitán Simmins un mensaje de mi parte, en el que le contaba que mis circunstancias habían cambiado como consecuencia del rechazo del doctor Hunter. Le decía también que por ese motivo no me parecía apropiado prolongar mi estancia en Londres. Concluí la misiva con una muestra de cariño y lo invité a visitarme a casa en cuanto pudiera. Sin embargo, aunque no podía negar que seguía sintiendo una gran atracción por aquella tierna juventud, la repulsión que despertaba entonces en mí pasó a ser todavía más fuerte y albergué la esperanza de que no aceptara mi invitación. La posibilidad de haberlo lisiado de por vida me resultaba insoportable, pero la idea de haber perdido toda forma de poder respecto a él me hacía sufrir tanto que ni siquiera me permití pensar en ello. Me convencí a mí mismo de que su parálisis era ciertamente de naturaleza trivial y, sin duda alguna, temporal y de que tenía asuntos más urgentes que atender en casa. Había dejado sola a Katherine. La había traicionado cuando más me necesitaba.
Y sin embargo, pensé, no la he abandonado ni la abandonaría. Mis dedos encontraron de nuevo las esquinas arrugadas del dibujo de Mary Fielding. Tal vez Mary estuviera perdiendo la memoria, pero yo no la perdería jamás.
El correo de Oxford era incómodo. El viaje fue largo y la compañía ingrata, pero nada de eso me importó. Intenté evitar con la vista a la mujer con cuello de ganso que me miraba con altivez y que, sin duda alguna, no era más que una sirvienta de alto rango, del mismo modo que no atendí al sermón del párroco que iba sentado enfrente de mí. Tal vez era un hombre honesto y compasivo, pero aparentaba todo lo contrario.
Únicamente me permití mirar y escuchar a mi propio corazón, que latía dentro de mi pecho como un tambor militar y me parecía tan oscuro y vacío como una cueva.
Dejé mi equipaje en Oxford para que lo mandaran a casa o para recogerlo más tarde y, para viajar más rápido, adquirí una yegua gris para cabalgar solo por la campiña hasta Faringdon, puesto que esa ciudad estaba, a mi juicio, en los límites de la influencia de Viviane. Tenía previsto mandar una carta desde allí a Shirelands para pedir que mandaran un carruaje a buscarme y continuar de ese modo. Con mi dinero, mis papeles y mis instrumentos quirúrgicos como único equipaje, todo guardado en la alforja de la silla de montar, abandoné la ciudad a medio galope por el camino principal, que afortunadamente no había quedado muy cenagoso a pesar de los seis meses de lluvias persistentes, puesto que en tal caso no habrían permitido más que viajar al paso. Por consiguiente, una hora después de haber llegado a Oxford volvía a encontrarme entre los campos, bajo un cielo nuboso de mediados de verano.
Cuando después de mucho rato hube llegado a Faringdon, alquilé una habitación en la mejor posada de la ciudad y, tras dejar la yegua en el establo, me instalé en el salón, donde gozaba de buena luz, para escribir la carta. La sala estaba bastante concurrida para la hora que era y tal vez debería haberme retirado a mi habitación para lo que me proponía hacer, pero el fuego crepitante me atrajo como al parecer le había ocurrido a Nathaniel en la posada del Toro. Así pues, me senté en silencio junto a la chimenea con el papel sobre las rodillas y escribí la carta mientras a mi alrededor iban y venían las conversaciones.
De ese modo me enteré de que el marido de mi hermana, Barnaby, seguía decidido a alterar el curso del río Coller a pesar de lo empapada que estaba la tierra caliza y de lo mucho que había crecido el caudal. Me enteré también de que sus acciones no gozaban de mayor aceptación entre sus vecinos más inmediatos y sus arrendatarios que la que me inspiraban a mí. Había el temor generalizado de que la supuesta mejora de Barnaby, que había tenido como consecuencia que la corriente del río fuera más rápida, causara grandes daños en los cultivos del otro lado del río y en el curso más bajo y, puesto que esas tierras se habían cercado recientemente, fuera imposible que sus habitantes siguieran viviendo de la agricultura. Enseguida descubrí que los hombres que trabajaban para Barnaby habían sido reclutados en lugares tan lejanos como Wiltshire, con la excepción de un par de ellos que, viviendo en Grange Land, no tenían a otro terrateniente al que servir y sobrevivían aceptando tareas puntuales como ésa. Sobre uno de esos hombres, que respondía al nombre de Matt Harris, yo no sabía nada en absoluto. El otro era Joseph Cox.
Me enteré de que Cox se había casado con Rebecca Clifton, la que había dado a luz a un bastardo con cara de pan cuyo padre, decían, era Nathaniel Ravenscroft. La pareja no se llevaba bien. Oí muchos comentarios acerca de las frecuentes borracheras de Joe y de las broncas que solía echarle a Rebecca. Todo eso no me sorprendió, puesto que siempre había creído a Cox capaz de cometer cualquier maldad, pero me disgustó confirmarlo, de todos modos.
Terminé mi carta y, después de escribir la dirección de mi esposa, se la di al dueño de la posada para que la hiciera llegar cuanto antes a su destino. Acto seguido, con los oídos hartos de oír chismorreos, me retiré a mi cuarto.
Me senté tras la ventana abierta y escuché el sonido de los insectos en la hiedra mientras el sol se ponía por el oeste a lo lejos, tras unas furiosas nubes de tormenta, y pensé que al día siguiente probablemente no sería necesario cepillar al caballo antes de partir.
Allí sentado, poco a poco empecé a oír a través de la ventana, o tal vez sólo dentro de mi cabeza, el sonido de un único tambor distante retumbando de forma regular como un puño contra una puerta pesada, con golpes dobles: pom-pom, pom-pom, pom-pom. Me tapé los oídos con las manos, pero el sonido no desapareció. Por ese motivo comprendí que debía de ser producto de mi mente, que era una alucinación como las que tantas otras veces me habían atormentado. Sin embargo, por extraño que pueda parecer, no sentía miedo alguno.
Sonó un cuerno de caza, muy fuerte, aunque muy lejano también, en el valle que se extendía por debajo del caballo de caliza. Aquella fanfarria triunfal se enroscó en mis oídos como la serpiente del Edén en el manzano, como el muérdago se aferra al fresno. Olvidé todo lo que había estado pensando y me puse de pie. Aquella atmósfera súbitamente tempestuosa me asfixiaba. Tengo que marcharme, pensé, enseguida, y no me pareció extraño en absoluto haber pensado eso. Necesitaba alejarme, encontrar un lugar en el que mis doloridos pulmones pudieran refrescarse con un poco de aire frío.
Estaba oscureciendo. Y sin embargo —sin embargo— miré por la ventana. El cielo era de un gris plomizo, más oscuro hacia el suroeste, por encima de las calizas altas, pero la vista era extraordinariamente clara y, a través del velo difuminado de la luz del crepúsculo que le daba a todo un aspecto tan difuso e inseguro, en lo más alto de la lejana cresta montañosa percibí una línea parpadeante de luces brillantes y claras como estrellas. Me quedé sin aliento. Los gitanos habían vuelto.
Miré al otro lado del valle. ¡Nathaniel!, pensé. Al fin. Y en ese instante cegador, como durante mucho tiempo después, no pude pensar más que en la posibilidad de ver de nuevo a mi amigo: vivo, presente, sólido, cálido. Pensé en poder oír su risa de urraca y contemplar el brillo de sus ojos verdes, que parecían esmeraldas a la luz de los faroles; en poder estar de nuevo hombro con hombro con él y sentir su mano sobre mi codo, el tacto de su piel sobre la mía, como el fuego sobre la yesca. Miré al otro lado del valle, hacia donde había salido volando la lechuza, y olvidé a Viviane. Olvidé a Leonora, a Raw Head y a Bloody Bones. Olvidé todo lo que debería haber recordado sin saber que lo había olvidado.
Sin detenerme, sin pensarlo ni un momento ni demorarme un solo instante, cogí las alforjas y salí corriendo tan rápido como pude hacia los establos, donde encontré al mozo que, por suerte, todavía estaba trabajando. Le ordené que embridara la yegua y que la ensillara. Como un genio encantado, salté sobre ella y clavé los talones en sus flancos. La yegua gris salió disparada hacia delante y tuve la impresión de que sabía por sí misma hacia dónde nos dirigíamos, que su mente animal lo habría sabido aunque yo lo hubiera ignorado. Sus zapatos metálicos hicieron crujir las losas de granito del patio.
Yo tenía la vaga intención de cruzar el valle en dirección al camino de la cresta para interceptar, o al menos seguir, a la caravana de gitanos. Sin embargo, cuando por fin llegué a divisar las calizas altas, la procesión estrellada había desaparecido y no fui capaz de adivinar la dirección que los gitanos habían tomado. Detuve mi sudorosa montura y examiné en la medida de lo posible aquel paisaje cada vez más oscuro. Con cada segundo que pasaba, el crepúsculo dificultaba más la visión del Valle del Caballo y no tardé en darme cuenta, con un atisbo de pánico en las tripas, de que incluso el camino que tenía frente a mí quedaría completamente a oscuras. ¿Podría ver algo mi yegua, en medio de tanta oscuridad? Sabía que al menos yo no podría.
Debería volver atrás, pensé, y sin embargo no lo hice. Mi corazón latía con tanta furia contra la pared membranosa de mi caja torácica que no era capaz de mantener las riendas entre mis manos. Los oídos me dolían por culpa de los tambores que resonaban en mi cabeza. Pom-pom, pom-pom. No era ni un tambor ni un fantasma, sino los latidos de mi propio corazón. Y estaba ahí fuera, en medio de las tierras cada vez más oscuras de Viviane, solo y expuesto, defendido tan sólo por esa única servidora que era mi yegua gris, a la que conocía tan poco y que tan bien me estaba sirviendo.
No debo desmontar, pensé. Ésa es la respuesta. Mientras no toque la tierra, Viviane no podrá hacerme daño. Esa idea, que me consoló un poco, de inmediato dio paso a otra: que, de hecho, el amor de mi querida Katherine podría servirme de muralla y protección contra Viviane y sus duendes y que a esa bruja, que nada sabía acerca del amor, le resultaría arduo atravesar ese obstáculo. Mientras Katherine me ame, pensé, tal vez pueda sentirme seguro. Esa idea, pese a no ser más que una conjetura, me infundió ánimos. Pensé que quizás sobreviviría a esa noche. Que incluso podría reunirme de nuevo con Nathaniel.
—¡Maldita seas! —le grité a la noche—. ¡No conseguirás hacerme nada! ¡Nada!
Ceñí con las rodillas los flancos de mi yegua gris y de ese modo la insté a avanzar nuevamente, pero esta vez con más cuidado, puesto que tenía que elegir el camino por los dos en medio de la oscuridad que se cernía bajo la tormenta.
Seguí cabalgando durante horas, creo. No tenía ni idea de hacia dónde me dirigía, pero tras un buen rato me di cuenta de que había llegado hasta el cruce de caminos junto al que se encontraba la posada en la que Nathaniel había celebrado su juerga de despedida: la posada del Toro, donde yo había visto por primera vez a Viviane y había sido vilmente insultado por Cox, el porquero. Una débil luz de sebo brillaba desde los faroles que estaban colgados, supuestamente para iluminar la entrada, a ambos lados de la puerta de roble. En una noche clara, como lo fue aquella víspera del uno de mayo, apenas eran necesarios. Sin embargo, en la profunda oscuridad que reinaba esa noche brillaban como almenaras y prometían ofrecer refugio a cualquier alma humana que necesitara algo de luz y compañía.
No obstante, yo sabía que no encontraría a Nathaniel en un lugar cualquiera como ése. Se sentiría tan extraño ante las comodidades que ofrecía como cualquier otro hombre se sentiría en la luna. Además, pensé, el dueño, Haynes, jamás permitiría que esos vagabundos entraran en su establecimiento por segunda vez. Los había admitido la primera sólo porque le debía un favor a Nathaniel y temía demasiado las consecuencias de no devolvérselo.
Seguí adelante. Desde la distancia, por el sur, llegó hasta mis oídos un rugido grave y vibrante. No me había equivocado: eran truenos.
Parecía que debía dirigirme hacia el camino de la cresta y el caballo de caliza, por lo que guié a mi yegua por el camino que llevaba hasta allí pasando por Withy Grange. No obstante, no habíamos recorrido más de siete pasos cuando mi montura, que hasta entonces se había mostrado tranquila, se asustó por algo, un movimiento entre los setos o nuestra propia sombra proyectada sobre las piedras del camino. El caso es que se encabritó en medio de la oscuridad, tropezó y cayó de rodillas. A mí me cogió por sorpresa y, tenso como estaba sobre la silla de montar, perdí el equilibrio y caí de cabeza sobre su hombro izquierdo. Por fortuna, la yegua cayó conmigo y, puesto que el suelo estaba mullido debido a las continuas lluvias, aterricé de forma bastante suave. Sin embargo, había caído y además había perdido las riendas. La yegua, quién sabe si atemorizada por la súbita interrupción de nuestra conexión o por el monstruo que acechaba en la oscuridad, volvió a ponerse de pie con paso vacilante y empezó a alejarse con cautela.
Temblando, me puse de pie como pude e intenté alcanzarla, pero se asustó al notar mi mano y no pude más que sostenerla por la alforja. Me agarré con fuerza a ella y le hablé con calma. Al notar ese contacto tan inusual, sin embargo, a la yegua le entró el pánico, retrocedió y enseguida noté cómo se partía la correa de cuero de la alforja. El animal soltó un sonoro relincho, se alzó sobre los cuartos traseros y, lanzándose al galope por el camino que llevaba a Faringdon, me dejó solo, con la alforja arrancada todavía en la mano y el trasero plantado una vez más en pleno territorio de Viviane.
Llamé a mi yegua para que regresara, pero no lo hizo. Temblando, me levanté como pude. Tenía la ropa pegada al cuerpo y los zapatos de hebilla —puesto que con las prisas no había pensado en cambiármelos— me pesaban debido al barro que llevaban pegado. Temí quedar a merced de los cazadores de Viviane si llegaban a reconocerme, pero tras unos segundos de vigorosa inquietud me liberé del suelo y me di cuenta de que, a pesar de haberlos arruinado, no había perdido los zapatos, lo que teniendo en cuenta las circunstancias era toda una victoria.
Sin embargo, estaba solo y bastante lejos de casa, aunque hubiera sido de día. Además, no estaba cerca del lugar en el que imaginaba que habrían acampado los gitanos. Volví la vista hacia la posada del Toro, cuyos débiles faroles brillaban en la penumbra y se me ocurrió que debía buscar socorro en ella como ya había hecho una vez. No obstante, no podía tolerar la humillación que habría supuesto admitir ante el posadero Haynes que había perdido mi montura. Además, sabía que tan pronto como entrara, debería abandonar cualquier esperanza de encontrar a Nathaniel. En lugar de eso, decidí continuar andando hacia el sur, con la esperanza de proseguir el camino hasta Withy Grange y tomar allí una montura nueva, si era necesario.
Pensé que por el borde del camino, donde crecía la hierba, podría andar mejor, por lo que me puse la alforja bajo el brazo y salí a trompicones del fango. Poco a poco, me pareció que iba acercándome a Withy Grange. No tenía manera de calcular el tiempo, puesto que la luna, en caso de que hubiera salido, era totalmente invisible tras las nubes y no tenía reloj alguno aparte de mi inconmensurable corazón, que seguía latiendo con fuerza en medio de aquella calma nocturna tan húmeda e inquietante. Llevaría ya varias horas andando cuando tropecé con algo indeterminado y caí por segunda vez al suelo. Al caer, me raspé la espinilla con el objeto con el que había tropezado: era algún tipo de utensilio metálico, tal vez una guadaña rota, o la punta de un arado. El caso es que el tiempo lo había oxidado pero no había arromado su filo lo suficiente para que no me separara la carne del hueso. Solté un grito de sorpresa y alarma y, con un gesto automático, me cubrí la pierna herida con las dos manos. De repente comprendí que la herida era extremadamente desagradable. Me manché las manos con mi propia sangre y, cuando exploré la herida con las puntas de los dedos, noté la inconfundible textura del hueso vivo expuesta al aire. Me había rebanado la piel que cubría la espinilla desde debajo de la rodilla hasta el tobillo.
En cuanto me di cuenta de ello, la cabeza me dio vueltas durante unos momentos. Entonces, se despertó de repente mi otro instinto, el de cirujano. Con la mano derecha me deshice el nudo de la corbata de seda y, agachado en la oscuridad, me vendé la espinilla tan bien como pude antes de sentarme sobre mis posaderas cuando me sobrevino la oleada de dolor.
Dolor. No comprendía por qué era tan intenso. Me agarré la pierna, la presioné contra mi pecho y gemí mientras las lágrimas de angustia que derramaba me escaldaban la mandíbula. Por algún motivo, no sabría decir cuál, pensé en el capitán Simmins.
Del mismo modo que no sé cuánto tiempo pasé andando, tampoco sabría decir cuánto tiempo permanecí sentado lamentándome, sangrando poco a poco a través del vendaje de mi pierna herida, como un río a través del cieno húmedo. Sin embargo, un rato después, la impresión inicial empezó a remitir y abrí los ojos. Los había mantenido cerrados durante un buen rato, anegados por las lágrimas, pero los abrí de nuevo para escrutar la oscuridad.
Ésta ya no era uniforme. Las nubes se habían desplazado. A través de ellas, hacia el este, pude discernir un débil halo plateado en el cielo. La luna había salido. Además, a cierta distancia por detrás de mí, parpadeando como un fuego fatuo, percibí el brillo de un pequeño farol. El agitado retumbar de mi corazón me reveló que no era la luz de un viajero cualquiera.
—¡Nathaniel! —grité—. ¡Nathaniel Ravenscroft!
Mi voz desapareció en la noche. Me di la vuelta e intenté ponerme de pie.
—¿Qué queréis de Nathaniel Ravenscroft? —respondió la voz de repente. Me pareció que estaba justo delante de mí. La voz era aguda y agradable, inocente como la de un niño pequeño y, sin embargo, me parecía oír algo más: el leve siseo de un resuello, el de una criatura que se acercaba al fin de sus días.
—¿Qué? —Volví la cabeza de repente, aunque no conseguí ver nada.
—Te he preguntado qué quieres de él.
—Quiero… —Me detuve de repente, confuso—. No lo sé —confesé—. ¿Quién eres? Déjate ver.
—Soy yo —respondió la voz—. Mi madre me dio un nombre, aunque me llaman de otro modo. Pero soy yo, mi propio yo.
Empecé a notar la misma sensación de encogimiento en las tripas, igual que me había ocurrido cuando había conocido a aquella vieja bruja en la cocina de Mary Fielding. Es una de las criaturas de Viviane, pensé. No pude evitar preguntárselo, a pesar de lo mucho que temía la respuesta.
—¿Por qué nombre —dije, temblando— se te conoce?
La noche cambió entonces muy levemente. Fue un cambio rápido y fugaz; más que verlo, lo noté. La criatura estaba justo delante de mí. Extendí mis manos ensangrentadas y anduve a tientas por encima de la hierba. Si es un duende, pensé, lo estrangularé.
—Murciélaga —respondió la vocecilla—. Me llaman murciélaga.
El corazón me dio un vuelco de repente.
—¡Murciélaga! —exclamé—. ¿Qué? ¿La murciélaga? ¿Mi murciélaga?
—No —replicó la triste voz—. No soy tu murciélaga, Tristan Hart.
—¿Me conoces?
—Claro, he oído pronunciar tantas veces tu nombre que no creo que jamás llegue a olvidarlo. Por eso te conozco y puedo encontrarte en cualquier lugar. Pero jamás lo utilizaría en tu contra, puesto que tú deberías ser mi padre y te habrías portado bien conmigo, me habrías criado como si de tu propia hija se tratara. He acudido a ayudarte antes de que tú, con tus chillidos de ratón, llames a mi reina madre dentro de tu cabeza. Ha salido de caza esta noche. ¿Buscas a Nathaniel Ravenscroft?
—Sí —respondí—. Pero también llevo mucho tiempo buscándote a ti. Me gustaría que vinieras a mi casa, murciélaga, que seas hija mía, seamos o no parientes de sangre.
La única respuesta a mis palabras fue una rápida ráfaga de lluvia. Se había desatado la tormenta.
El agua caía sobre mi frente como si me estuvieran bautizando de nuevo. Me llevé la mano a los ojos para protegerlos. Aunque no veía nada a un palmo de mis narices por culpa de la oscuridad, tampoco podía soportar la idea de ser ciego.
—¿Murciélaga? —dije—. ¿Estás ahí?
—Pobre Tristan Hart —dijo la murciélaga—. No ves nada.
Una vez más, alargué la mano hacia delante, hacia el espacio del que procedía su voz.
—No —admití—. No veo nada, murciélaga. Acércate para que pueda reconocerte con las manos.
Me pareció que llevaba una eternidad allí arrodillado, lleno de lodo, empapado y sangrando, con la mano extendida. Era un Adán pagano en medio de la oscuridad. De repente noté cómo sus dedos me agarraban con fuerza, pequeñas garras que se me clavaron como escalpelos en la palma de mi mano desnuda. Solté un grito e intenté retirarla como acto reflejo, pero ella hundió sus diminutas zarpas todavía más en mi muñeca y me levantó la mano para que pudiera explorar su rostro. Su piel infantil estaba tensa y pude notar el tacto del terciopelo bajo las yemas de los dedos.
—He perdido a mi madre —dijo la murciélaga—. Si yo te traigo a Nathaniel Ravenscroft, tú deberás devolverme a casa, con ella.
La oscuridad se retiró frente a mis ojos como un velo. Pero delante de mí, tan claro como en un escenario, no vi a ninguna murciélaga, tan sólo me vi a mí mismo, a plena luz frente a la puerta de la casa de Mary Fielding, leyendo la carta de Katherine.
El cuento de Raw Head y el sauce llorón.
—¡Katherine! —grité. Mi voz sonó más fuerte que el tamborileo de la lluvia—. ¡Katherine Montague!
—Ahora ya ves —dijo la murciélaga—. Y yo debo irme.
Noté un revoloteo en el aire y, luego, un vacío.