22
Considero que lo más extraño de los recuerdos es la facilidad con la que un hombre —incluso un hombre cuerdo— puede olvidar durante años algo que ha visto u oído. Es la misma facilidad con la que, más adelante y ante un estímulo apropiado, puede volver a recuperarlo en su conciencia con tanta intensidad que puede llegar a parecer más real el recuerdo que la verdadera vivencia. Durante casi cinco años había olvidado por completo la balada del caballero trasgo que Nathaniel me había cantado bajo el sol de agosto. En esos momentos, ese recuerdo revivió. Al principio, fue de un modo tan leve que apenas me di cuenta, pero gradualmente ganó más y más intensidad hasta que, durante la primera noche que pasé de nuevo bajo el techo de mis antepasados, retumbó en mi cabeza con más fuerza que el toque de un cuerno de caza. Y, mientras sonaba, con una gran y súbita claridad me di cuenta de que ese caballero trasgo que tanto daño deseaba hacerle a mi familia era Raw Head, el que quería arrebatarme a mi amada y merodeaba de noche con su ejército de duendes por los jardines, al acecho. Sospechaba que debía de identificarse con algún desconocido que todavía no tenía ni nombre ni rostro, pero, aunque mi mente intentaba establecer una conexión y proporcionarme ambas cosas, no lo conseguía. Era Raw Head, Raw Head en la oscuridad. De lo que no estaba seguro era de si tenía o no algo que ver con Viviane. Pero, pensaba yo, ¿qué podría parecérsele más que una bruja gitana compinchada con un hada maligna? ¿Tal vez al ver frustrada su venganza había delegado esa tarea en él?
Contra esa amenaza, me acostumbré a merodear a oscuras de habitación en habitación exigiendo que todas las puertas, todas las ventanas, hasta la última rendija por la que pudiera colarse un ratón, quedaran herméticamente cerradas ante esa legión de monstruos que habitaban en la oscuridad que reinaba fuera. Cuando no estaba cuidando de mi padre, la señora H. me acompañaba. Erasmus al principio no participaba en ello, pero unas semanas más tarde empezó a aceptar también la importancia de ese ritual y me seguía a cierta distancia con una vela mientras yo me aseguraba de que la casa quedara cerrada por todas partes. Intenté explicarle la gravedad de la amenaza que sin duda suponía Raw Head, pero por desgracia no parecía comprenderla. Aparentemente le preocupaba más mi cautela que el peligro en sí y, como temía, según decía, que me estuviera exigiendo demasiado, me administraba elixir paregórico en grandes dosis. Eso me frustraba, puesto que lo que aplacaba mi inquietud era que todo estuviera cerrado a cal y canto. Tampoco me acercaba a las ventanas para que no pudieran verme desde fuera.
Me dediqué a escribirle a Katherine acerca de todas esas cosas. Ella no me respondía y yo no comprendía el motivo. Erasmus me aseguraba que Katherine se encontraba bien, que seguía amándome y que el teniente Simmins le había hecho llegar mi carta de respuesta, la última que había escrito en Londres. Me dijo que se había marchado a casa de su tío materno y que no tenía que temer por ella. Sin embargo, me parecía muy impropio de mi amada Katherine que no respondiera, por lo que no podía más que temer lo peor. De hecho, de no haber sido por Erasmus, que se dedicó a tranquilizarme una y otra vez, tal vez habría intentado acabar con mi vida. En ocasiones, pensaba —y esperaba, ya que la esperanza hacía que la posibilidad pareciera real— que si no había respondido era porque yo tal vez no había redactado mis cartas todavía y, por consiguiente, lo que recordaba fueran acciones futuras. El tiempo se había convertido en un misterio para mí, y su maquinaria interna, en un secreto insondable. Lo único que sabía al respecto era que el reloj marcaba las ocho después de las siete. Decidí abandonar la seguridad de Shirelands Hall y emprender el camino hacia Dorset para verla, pero a la hora de la verdad no me atreví a cruzar el umbral de la casa. Esa impotencia me encolerizaba y me ponía a romper cosas llevado por la ira. Otros días, desesperado, creía con toda certeza que me había respondido, corría a abrir mi arcón para leer de nuevo las cartas que me había mandado a Londres y me parecían todas tan recientes como si me las hubiera mandado el día anterior.
Había algo que mantenía a pesar de todo: mis estudios. Y es que, a pesar de la insistencia de Erasmus en que debía cuidar mis nervios, descarté la posibilidad de abandonar del todo mis tareas. Le pedí al guardabosque de mi padre que me trajera sujetos vivos para experimentar con ellos y estudiarlos y quince días después de mi llegada ya había llenado las jaulas de mi laboratorio. No obstante, pese a lo que me había propuesto, me sentí incapaz de diseccionar a un solo animal, porque el mero esfuerzo que suponía preparar la mesa y los instrumentos me parecía inalcanzable. Como no les hice daño alguno, poco a poco y contra toda lógica mis cautivos fueron convirtiéndose en mis compañeros y amigos, y varias semanas más tarde no podía soportar la idea de matar a ninguno de ellos, del mismo modo que me veía incapaz de matar a Erasmus o a Katherine. Al fin, pues, decidí guardar mis herramientas y sumergirme en tratados médicos y obras sobre la teoría del conocimiento y pasé largas horas en mi sofá, bajo las miradas vacías y lastimeras de las calaveras y los silenciosos esqueletos detenidos en plena carrera, donde encontraba un ligero y fugaz consuelo.
Una tarde, hacia el final del verano, por desgracia descubrí que Erasmus consideraba muy grave el estado de salud de mi padre. No solía comentar abiertamente el caso conmigo con demasiada frecuencia, pero cuando lo había hecho me había parecido bastante optimista, puesto que había expresado la firme convicción de que el tiempo acabaría sanando muchas de las dolencias actuales de mi padre. Sin embargo, tras la luna llena de agosto, lo oí hablar en voz baja con mi hermana. Fue en un día de lluvia y viento, tan deprimente como solían serlo los de finales de verano, nada adecuados para viajar. Mi hermana, que había permanecido unida a mi padre a pesar de su matrimonio, había acudido en el carruaje de los Barnaby a despecho de las inclemencias del tiempo para tomar el té con Erasmus a solas en el salón y poder así conocer su opinión al respecto.
—No la engañaré, señora Barnaby —dijo Erasmus mientras entraban. Yo me quedé sin hacer ruido tras la puerta, que quedó entreabierta—. Ha progresado mucho. El sedante lo mantiene tranquilo y mientras siga así existe la posibilidad de que su lado racional recupere el control de nuevo. Pero lo que temo es que, a partir de ahora, tardemos meses en ver cómo se recupera. Si es que llega a recuperarse. Tengo que pedirle que se prepare para la posibilidad de que continúe de forma indefinida en su estado actual.
—Pero se le ve tranquilo —dijo Jane. Arrastraba las palabras al hablar, como si hubiera estado sollozando—. Nunca fue un hombre tranquilo, siempre ha estado inquieto y acosado por muchos miedos.
—Sí —dijo Erasmus con tono afable—. Creo que no sufre. Sin embargo, por lo que me ha contado, tampoco había estado sujeto a un régimen basado en los principios de la sugestión racional y de una medicación adecuada.
La lluvia de agosto caía con fuerza sobre la casa.
—Tiene que ser una buena señal —dijo Jane—, no pienso abandonarlo, señor Glass.
Me puse furioso. ¡Pobre Jane!, pensé. En el estado avanzado de embarazo en el que se encuentra no debería cargar con esos cuidados, del mismo modo que Erasmus no debería ser tan desalentador con sus expectativas. La prognosis no era tan triste, si bien era cierto que mi padre se estaba recuperando muy lentamente, aunque había que tener en cuenta que el ataque había sido grave. Me habría gustado poder irrumpir en la conversación y mi primer impulso fue ése, pero me preocupó el efecto que eso pudiera tener sobre Jane, por lo que decidí contenerme.
Yo tenía varias ideas respecto a la enfermedad de mi padre que todavía no había compartido con Erasmus y para evitarle disgustos a Jane me retiré a mi cálido estudio. Me senté ante mi escritorio e intenté escribir esas ideas para dar forma a una teoría coherente que, pensaba, podría surtir efecto tanto en su tratamiento como en el de otras personas. Sabía que la causa más probable de una apoplejía era un aneurisma en el cerebro. De ser así, mi padre habría sobrevivido a una crisis. Recordé que Thomas Willis, en su Cerebri anatome, había sostenido que las lesiones cerebrales podían producir hemiplejía. ¿Esas lesiones cerebrales podían producirse como consecuencia de una hemorragia cerebral? ¿Podían ser la causa de la incapacidad de mi padre? Mientras reflexionaba al respecto, tomé la calavera del convicto y le di la vuelta para examinar la cavidad craneal. En ese caso, pensé, tal vez un meticuloso sistema de estimulación activa de los nervios podría hacer que las fibras dañadas volvieran a crecer, que las lesiones sanaran y se recuperara la sensibilidad. Tenía una imagen en la cabeza de la mano de Dios, extendida hacia abajo desde el cielo para agarrar la mano del hombre, pero mis palabras no conseguían encontrarle sentido. La tinta no conseguía posarse en la página.
A las siete y media llamé a Erasmus, puesto que quería que me acompañara en mi ronda, pero la señora H. me informó de que había salido con mi hermana para asegurarse de que llegaba sana y salva a Withy Grange, donde seguramente se quedaría a cenar. Le dejé claro a la señora H. que lo consideraba una gran desconsideración y me negué a tomar el paliativo que me había dejado preparado. Cuando intentó obligarme a ello, le arrebaté el vaso de las manos y lo arrojé con todas mis fuerzas a la chimenea del salón. Fue lo suficientemente sensata como para no seguir intentándolo, pero de todos modos rechacé la cena que se ofreció a servirme en una bandeja, encendí todas las velas de mi estudio y me quedé allí, estudiando las anotaciones de las clases del doctor Hunter acerca del sistema nervioso.
Al cabo de un rato la lluvia se desplazó en dirección norte y la noche se volvió más tranquila y más fría. Yo había cubierto las jaulas de mis criaturas y la calma reinaba en mi estudio entre la luz cálida de las brasas y el sueño. De repente, alguien llamó a la puerta principal de Shirelands Hall y más o menos medio minuto después oí el sonido de unas voces enojadas que, procedentes de la entrada, resonaban por las oscuras escaleras. Mi corazón se detuvo un momento. Desvié mi atención de la página y contuve el aliento mientras aguzaba el oído para intentar oír lo que sucedía en el piso de abajo.
Me pareció que había dos interlocutores. Uno era el señor Green, el mayordomo, que gritaba exasperado que ya era la tercera vez en tres semanas, que los mendigos no debían llamar a la puerta principal, que las limosnas se pedían en la cocina. Instó también a quien había llamado a que se largara. La otra voz no pude distinguirla, puesto que me llegaba muy apagada, como si aquella persona se hubiera quedado en el porche y no hubiera llegado a la puerta principal, aunque su tono era de desesperación. La bulla continuó airada durante un minuto, hasta que se oyó un fuerte portazo y un débil grito, seguido de los pasos del señor Green que resonaron sobre el suelo de mármol, y luego, silencio.
Pensé que no había sido ningún mendigo, que habían venido a por mí, que estaban en la puerta.
Temblando, me levanté sin hacer ruido y a punto estuve de bajar las escaleras de puntillas para registrar la biblioteca de mi padre en busca de la pistola que allí escondía, cuando de repente oí un fuerte chasquido en mi ventana.
Me quedé helado. Ni siquiera me atrevía a respirar. Se oyó un segundo golpe en la ventana. De inmediato, caí de rodillas. Las piernas me temblaban con tanta violencia como si me hubiera sorprendido un terremoto.
Es Viviane, pensé.
Un tercer chasquido y, procedente de abajo, llegó a mis oídos una maldición furibunda y sorprendente.
Conocía esa voz y no era la de Viviane. Poco a poco, mi corazón recuperó sus latidos y recobré el valor. Tal vez, pensé con una súbita esperanza y a pesar de que me había parecido una voz femenina, no sea un demonio. ¡Tal vez sea Nathaniel! ¿Quién más podría atreverse a lanzar piedras contra mi ventana?
Me arrastré por debajo de la mesa hasta llegar a la ventana y me arrodillé junto a ella para quedar fuera del alcance de la vista, por si en realidad no era Nathaniel. Por entre los postigos, miré hacia fuera, hacia el patio de grava iluminado por la luna.
Fue entonces cuando de verdad se detuvo mi corazón, puesto que la persona que aguardaba abajo no era ni Nathaniel ni Viviane, sino Katherine.
Estaba sola en medio del patio de grava, mirando hacia arriba con expresión desesperada. El pelo rubio, suelto y expuesto al viento, formaba un halo radiante alrededor de su cabeza y la piel le brillaba como el alabastro a la luz plateada de la luna. Por encima de sus delicados hombros llevaba una capa de fieltro gris verdosa, como las que solían llevar las damas para salir de viaje. Bajo la capa, un vestido oscuro de tejido escocés o de lana de Linsey que le caía pesadamente por la humedad y que parecía completamente embarrado desde las rodillas hasta el dobladillo. Llevaba los pequeños zapatos y las medias tan mugrientos que parecían irrecuperables.
En mi vida había visto nada más hermoso.
En una de sus blancas manos tenía una cuarta piedra. Demasiado sorprendido por el momento para reaccionar, me la quedé mirando mientras ella echaba hacia atrás el brazo y lanzaba la piedra hacia mi ventana con la fuerza suficiente para haber roto el cristal en caso de haber acertado, aunque el proyectil acabó rebotando de forma inofensiva contra la hiedra.
Me puse de pie de un brinco, me apresuré a abrir los postigos antes de que volviera a lanzar otra piedra y abrí la ventana de guillotina. La fría brisa me dio de lleno en el rostro.
—¡Katherine! —grité—. ¿Eres tú o estoy soñando?
—¡Oh, Tristan! ¡Tristan! ¡Sí, soy yo, Bloody Bones, soy yo de verdad! ¡Diles que me dejen entrar antes de que me congele aquí fuera! ¡Creo que tu mayordomo me ha tomado por una mendiga!
—Acércate a la puerta —le dije—. Bajaré yo mismo a abrirte.
Bajé la ventana y cerré los postigos de nuevo. No habría tenido mucho sentido dejar entrar a Katherine para que estuviera a salvo de Raw Head y sus duendes sin asegurarme de que éstos no pudieran entrar también. Habríamos quedado como ratones encerrados en una trampa. Hecho esto, bajé las escaleras rápidamente y en silencio hasta la puerta principal y descorrí los cerrojos de hierro para abrir la puerta.
Katherine acudió corriendo hasta los escalones de la entrada. Si todavía había albergado alguna duda de que fuera realmente ella, se desvaneció por completo en cuanto la tuve en mis brazos. Era ella de verdad y estaba viva. Su pelo rubio olía a aceite y a lluvia, tenía una hoja pegada en el hombro y pude sentir sus cálidos labios contra los míos a pesar de lo frías que tenía las manos y la cara y de lo mojada y salpicada de lodo que llevaba la ropa. La hice entrar enseguida y cerré la puerta de nuevo. A continuación, tomé su menudo cuerpo entre mis brazos una vez más.
—¡Pardiez! —exclamé en cuanto conseguí recuperar el habla—. ¿Desde dónde vienes andando?
—Sólo desde Highworth —respondió, sin aliento, mientras me besaba varias veces en la barbilla—. Llegué allí con el correo desde Weymouth. ¡Oh, has perdido tanto peso, amor mío! El señor Simmins me dijo que no te encontrabas bien, pero no he podido venir antes. Me habría gustado, pero…
—¿Sola? —pregunté.
—¡Sí, sí, sola! Me he escapado. Mamá no tiene ni la menor idea de dónde estoy. ¡Y tampoco creo que le importe! Cuando el señor Simmins llegó con tu respuesta a mi carta le conté a mi madre tu oferta, puesto que, como sabes, no le había dicho nada al respecto, pero no me creyó, no creyó que me lo hubieras propuesto sinceramente. Me dijo que era una zorra, y cosas peores aun, y me expulsó. Me quedé unas cuantas semanas con mi tío Whitcross, pero él sólo me quería como criada, por lo que, tan pronto como pude, me cobré de su monedero el sueldo que él no me habría pagado jamás y subí al carro de un granjero hasta Weymouth. El último trecho lo he recorrido a pie. Dime la verdad, ¿has leído todo mi relato y de verdad sigues deseando casarte conmigo?
El corazón me latía veloz y con fuerza dentro del pecho.
—Sí —dije—. No deseo otra cosa desde entonces.
—Si es así, casémonos, ¡casémonos! Te amo —dijo Katherine.
La levanté en volandas. El fardo mojado que era su vestido tenía un tacto basto y, aunque ella era ligera como una mariposa, sus faldas quedaron colgando como pesadas cortinas, pegadas a mis muslos. Mi bajo vientre empezó a reaccionar por primera vez desde que había dejado Londres.
—Sin duda debes de estar agotada —dije—. Y hambrienta.
—¡Tengo hambre! Pero no siento tanto el cansancio ahora que estoy contigo.
Lo único que yo notaba eran sus finos brazos alrededor de mi cuello, la presión de su cráneo contra mi hombro, el agrio perfume de su cuero cabelludo, la húmeda calidez de su aliento en mi cuello. La llevé arriba, a mi estudio, y la dejé con cuidado en mi sofá, donde todavía tenía abierto y a la vista el tratado médico que había estado leyendo. Lo guardé rápidamente y me di la vuelta para avivar el fuego. Las brasas rojas emitían un calor extremo, pero Katherine seguía temblando de todos modos.
—Cariño —dije mientras me arrodillaba frente a ella sobre la alfombra y le envolvía las manos heladas con las mías—. Tienes que comer algo enseguida. Y tomar un baño. Silencio, quédate aquí.
Me levanté de un salto, cogí la campana y salí corriendo de la habitación hasta el rellano de las escaleras. Llamé con urgencia a la señora H. y no dejé de hacer sonar la campana hasta que la vi subir poco a poco las escaleras con una vela en la mano.
—¡Señora Henderson, tráigame esa bandeja que me ha ofrecido antes! —exclamé—. Y tráigame también vino tinto y chocolate. ¡Y confites, tráigame ciruelas confitadas! ¡Y haga que preparen un baño en mi vestidor!
La señora H. suspiró.
—Le diré al señor Stevens que lo requiere, señor Tristan —dijo.
—¿Stevens? No, no, no. Señora H., le he pedido un baño, no un ayudante de cámara. Deje a Stevens donde pueda prestar un mejor servicio, es decir, con mi padre. ¿Acaso cree que no soy capaz de bañarme solo?
La señora H. abrió la boca dispuesta a responder, pero decidió cerrarla de nuevo y callar.
—Por el amor de Dios, mujer —dije—. No creerá que voy a ahogarme, ¿no?
Una vez que la señora H. se hubo marchado, volví con Katherine. Se había quitado la capa embarrada y los zapatos húmedos y se había acomodado tan cerca del fuego como pudo. Del dobladillo empapado de su falda salían leves volutas de vapor y sus pálidas facciones se sonrojaron un poco gracias al calor.
Me mordí el labio. Estaba tan resplandeciente que casi me dolían los ojos al contemplarla. Era tan vívida, tan presente, tan intensamente viva. Estaba allí, conmigo. Recordé cómo había soñado con su presencia a mi lado, cómo la había imaginado en tantas ocasiones, con el tacto aterciopelado de su piel bajo mis manos, el trinar de zarapito de sus chillidos.
¿Estaré soñando ahora?, pensé. Si es un sueño, no quiero despertar.
—¿Estás bien, amor mío? —susurré mientras me instalaba a su lado sobre la alfombra. Ella sonrió, sin mediar palabra, y apoyó su grácil cuerpo en mi pecho. La rodeé con mis brazos y hundí el rostro en su pelo sedoso y mojado. Era más real que cualquier otra cosa en mi existencia.
—¿Por qué no debo hacer ruido? —dijo.
—Porque te quiero para mí solo —contesté—. No te haré daño.
—Ah —musitó. Un atisbo de excitación brillaba en su voz—. Tampoco me desagradaría eso, Bloody Bones.
Rocé su garganta desnuda con la punta de los dedos.
—¿Por qué no me escribiste? —pregunté.
—Oh, Tristan, no pude —respondió enojada, aunque no conmigo—. Mamá no me dejaba y mi tío guarda el papel bajo llave para que nadie se lo quite. Pero que los zurzan a los dos. Ahora estoy contigo y no volverás a perderme.
Pensé en preguntarle sobre la intención que tenía cuando me escribió el relato y qué había querido que comprendiera con él, pero me faltó el coraje para hacerlo: fui incapaz de articular palabra.
Katherine se retorció dentro del arco que formaban mis brazos hasta que sus labios quedaron apenas a un centímetro de los míos, pero nos interrumpieron unos ligeros golpes en la puerta. Solté una maldición y, a regañadientes, me puse de pie para responder, puesto que me di cuenta de que debía de ser la bandeja de comida que había pedido. Resultó que no la traía la señora H. en persona, sino una de las muchachas de servicio; llevaba tan poco tiempo en el empleo que yo ni siquiera conocía su nombre. Abrí la puerta lo justo para quitarle de las manos la bandeja, llena hasta los topes, y retirarme de nuevo a mi santuario a toda prisa, tras lo que cerré con llave la puerta.
Katherine se incorporó y el hambre le recorrió todos los huesos del rostro. Le llevé la bandeja y la dejé en el suelo, delante de ella.
—Come —dije—. Y bebe.
Estaba hambrienta, demasiado hambrienta incluso para mantener unos modales correctos. Comió como una salvaje, o como un niño pequeño: arrancando grandes pedazos de pan y mojándolos en el vino, cogiendo las frutas almibaradas y cubiertas de azúcar a puñados y llenando su boca con ellas hasta que incluso le costaba masticarlas. Yo me recosté y me dediqué a contemplar cómo hincaba sus dientes torcidos y blancos en el pollo frío y el jamón cocido, cómo apuraba los huesos. Al final, cuando su voracidad empezó a quedar saciada, disminuyó un poco el ritmo y me uní al festín. Bebí vino tinto de su copa y le di confites con mis propias manos. Ella apoyó la cabeza en mi dolorido regazo y sonrió.
Me incliné sobre ella. Sus labios se separaron y, al sentir cómo crecía el apetito de los míos, poco a poco deslicé mi lengua en el interior de su boca. Sabía a azúcar y a vino.
Por segunda vez, nos interrumpieron. En esa ocasión la voz de la doncella a través de la puerta de mi estudio me informó de que el baño que le había pedido estaba listo en mi vestidor. Solté un gruñido de frustración. Katherine se incorporó y me rodeó la cabeza con las manos para masajearme el pelo de la nuca con las puntas de los dedos e intentar acercarme a ella de nuevo. Pero yo ya había recuperado mi propósito inicial. Me puse de pie y tendí la mano abierta.
—Tienes el baño preparado —le dije.
Las llamas de las candelas ardían en sus ojos. De repente, como si hasta ese preciso momento no hubiera estado del todo segura de lo que debía hacer, me cogió la mano.
Deteniéndonos sólo un momento para abrir las puertas y cerrarlas otra vez a nuestras espaldas, no fuera a colarse un gnomo o cualquier otro intruso, acompañé a Katherine por la casa hasta mi habitación y de ahí a mi vestidor adyacente, donde el baño caliente esperaba envuelto en vapor plateado a pesar del fuego recién encendido.
La invité a tumbarse en el suelo y, arrodillado junto a ella, saqué del bolsillo de mi chaleco mi pequeño estuche. Un súbito suspiro escapó de los labios de ella y luego tragó saliva. Noté cómo le vibraba el esternón bajo mi mano.
—Shhh —susurré.
Katherine abrió mucho los ojos, que brillaban como el mercurio ante el fuego de la chimenea. Me incliné sobre ella para inmovilizarla con la mano, aunque tampoco tenía la necesidad de hacerlo, y aspiré el rico aroma de su carne. La fragancia viajó por mi sangre como un vapor alcohólico.
Katherine gimoteó. Entrelacé mis dedos en la maraña de su pelo. ¿Le practico otra sangría?, pensé. Le giré el brazo con la mano mientras buscaba con las puntas de los dedos las cicatrices arrugadas que cruzaban la seda fina que era la piel del interior de su codo. No me costó encontrarlas. Muchas eran recientes. Las costras tenían un tacto duro, como zurcidos de hilo áspero.
—Lo siento —suspiró.
Me senté de nuevo y saqué la lanceta del estuche. La luz amarillenta brilló en la hoja.
A continuación, con un movimiento, extendí el brazo y le corté los cordones del corpiño. Los tensos aros del tontillo se abrieron y los velos que los cubrían cayeron al suelo. Katherine soltó una leve exclamación que me encargué de acallar con mis labios. Cuando volvió a tranquilizarse, me senté de nuevo. A horcajadas sobre ella, fui diseccionando ágilmente el vestido que se interponía entre su cuerpo y el mío y lancé los harapos tras el cubo del carbón.
Por fin, quedó tendida en el suelo, claramente destacada respecto a éste, con su piel perfecta y translúcida resplandeciente ante la luz que emanaba de la chimenea. Pronto, me dije a mí mismo con una punzada de culpabilidad: oh, pronto, ese hermoso tejido recibirá las marcas de mi diseño y creación, con proporción y con gracia; una obra de arte.
Volví a guardar la lanceta en el estuche y con cuidado le quité las mugrientas medias que le cubrían las piernas desde el muslo hasta los dedos de los pies. Bajo los estambres azules, demasiado delgados para servir de protección, tenía los pies magullados y llenos de ampollas tiernas al tacto. Le besé los dos.
Quedé tan maravillado ante la idea de que ese júbilo, esa maravilla, pudiera ser mía, que me quedé sin respiración. Había anticipado que el impulso animal de fornicar con ella habría quedado acallado en mi interior, pero al verla y notar su aroma me sorprendió la sospecha de que, tal vez, ese instinto sólo había quedado adormecido. ¿Es posible?, pensé. ¿Lo haré?
La miré a los ojos y ella hizo lo mismo conmigo, sin miedo.
—Te amo —dijo Katherine—, desde que tenía nueve años.
De repente recordé a aquella chiquilla rubia a la que había visto sentada tan quieta, con aquella mirada inquebrantable, tan desconcertante, bajo el sauce llorón.
«¡Esfúmate, Kitty!», le había gritado Nathaniel.
—Estabas ahí sentada, mirándome —dije.
—Yo siempre te estaba mirando —susurró—. Te amaba.
Cogí su cuerpo desnudo entre mis brazos y la levanté con cuidado para meterla en el agua cálida y vaporosa del baño. A continuación, me quité la chaqueta y el chaleco para que no se me mojaran y para salvaguardar también mi preciado dibujo y, tras arremangarme la camisa hasta los codos, hundí las manos en el agua y la libré de la suciedad acumulada durante el largo viaje, así como durante la servitud que había sufrido en casa de su tío. Vertí agua de lavanda por encima de su cabeza y le lavé esos cabellos tan maravillosos y que tan apagados habían quedado, hasta que volvieron a refulgir como hilos de oro. Por fin, la ayudé a levantarse como si de Venus se tratara y envolví su dulce cuerpo con una toalla turca bordada que había dejado frente al fuego para que se calentara. Me la llevé en brazos desde el vestidor a mi cámara y la tendí en mi cama.
—Quédate quieta.
Con cuidado, le sequé la piel, blanca como la leche, los gráciles brazos, los pechos y los pequeños pies colmados de ampollas. Caté la sal linfática de sus talones, le besé las rodillas, los muslos, el montículo dorado que tenía debajo del vientre, donde crecía un vello suave y húmedo como el borreguillo. Recorrí con los dedos aquellos aterciopelados rizos que durante tanto tiempo había ansiado acariciar y no me detuve allí, seguí explorando.
Ella abrió la boca y yo, llevado por un impulso, se la tapé con la otra mano y la miré. Tenía los ojos muy abiertos. Levanté la mano, ella me la agarró y la presionó entre las suyas, que levantó como si estuviera orando.
—Hazme daño —susurró, sin aliento—. Por favor, hazme daño, Tristan.
La energía de todo mi cuerpo se concentró en mi bajo vientre con tanta violencia que, por un instante, tuve la seguridad de que mi pasión se desbordaría en cualquier momento. Le rodeé la garganta con mis manos.
—No me has obedecido —dije—. Te has practicado cortes.
Sentía revolotear su pulso bajo mis dedos.
—Sí.
Recordé cómo la había visto fuera de la iglesia de Collerton el día que la había conocido, cuando en vano había intentado reprimir en mi mente el deseo de golpear ese grácil cuerpo hasta que acabara sangrando. A continuación, con un terrible sentimiento de culpa, recordé también a Annie y el corazón me tembló dentro del pecho. Pero ésa era Katherine, mi Katherine, mi Leonora. Y no podía seguir renunciando a ella, del mismo modo que no podía renunciar a respirar.
Gloria in excelsis Deo: permíteme expiar mis pecados. Deo: empieza el ataque. Deo: apenas puede respirar. Deo: forcejea, desesperada como un zarapito bajo una red. Deo: y grita. ¡Oh, Oh, Oh!
Acto seguido, la memoria me mostró de nuevo lo perfecta que me había parecido tendida y sumida en la calma, en el sofá de mi laboratorio. Tan hermosa, maravillosa.
Me di cuenta de que, ante Dios, no puede haber mal ni en nuestros deseos ni en nuestros actos. No había lujurias antinaturales, ni insultos a su creación terrenal. Era un acto de belleza.
Retiré las manos de su cuello.
—No te muevas —dije.
Me levanté como pude de la cama y saqué el estuche del bolsillo de mi chaqueta. Lo abrí y busqué en su interior la hoja que había usado tantos meses atrás. La saqué, la dejé preparada sobre la mesita de noche y volví con Katherine. Estaba temblando como una flor ante una leve brisa. Eso no hizo sino aumentar todavía más mi excitación y tuve que respirar hondo para intentar contenerla.
—Dame la mano —dije—. ¿Por qué volviste a cortarte? Dime la verdad.
Los ojos de Katherine titilaban como estrellas.
—Tenía miedo —dijo—. Pensaba que… que no podría tenerte jamás, Bloody Bones.
—Escúchame bien —le dije en un tono grave mientras mecía su articulación carpal con la palma de mi mano—. Eres mía, Leonora. Katherine, me perteneces y, puesto que me has jurado que jamás te perderé, yo también te pertenezco a ti. Jamás permitiré que te sientas perdida. Te amo.
—¡Oh! —dijo, mientras su grácil muñeca empezaba a temblar—. ¿Estás enfadado conmigo?
—No. Pero no debes dudar de mí.
—En verdad, no es de ti de quien dudo —exclamó ella—. Lo que temo es estar soñando, despertarme y darme cuenta de que todavía estoy en casa y no nos hemos encontrado. ¡Y temo ser malvada!
Le separé las piernas, la inmovilicé del todo y le levanté los dos brazos a la altura de los hombros, como el hombre de Vitruvio. A la luz del fuego, su cuerpo parecía refulgir como el mármol. Hermosa eres tú, oh amiga mía, como Tirsa. Levanté el escalpelo. Me dolía el bajo vientre. No podía esperar más.
¿Qué es esto? Amor: la amo, la amo. Cada palabra, cada nota quedaba abreviada por un beso. Cogí la lanceta.
—No cierres los ojos —le ordené—. Y observa.
Le di la vuelta a la muñeca de Katherine, de manera que el dorso de la mano quedó hacia arriba y le sujeté firmemente el brazo flexionado con la rodilla. Una excitación blanca se apoderó de mi cabeza y me anuló casi por completo. Me tranquilicé, respiré hondo y apliqué la hoja a la epidermis de marfil de su antebrazo. Ella soltó un grito ahogado. Una incisión hacia arriba y luego otra perpendicular. T. Tenía una piel frágil.
Le levanté el brazo para mostrárselo.
—¿Quieres que pare?
—No. —Sus ojos estaban radiantes—. No.
Me detuve, sin aliento, esperando a que el corte se coagulara y, a continuación, centré mi atención en lo que estaba haciendo, le limpié la sangre y bajé el escalpelo una vez más para introducirlo en su delicada piel de terciopelo. Mi mundo entero se había clarificado, todo el tiempo y todas las sensaciones, con el ángulo recto que su cuerpo describía respecto a mi cuchilla.
Una fuerza renovada procedente del cielo o de ella se apoderó de mí y me libró de toda ansiedad. En ese momento comprendí que poseer un poder como aquél significaba estar irreduciblemente vivo, absolutamente presente, de un modo esencial. Y esa presencia angelical, esa conciencia, recorrió veloz todos los átomos de mi cuerpo y me tensó los nervios y los músculos, hasta el punto de que noté el cuerpo más despierto que nunca. Pasó rápidamente por el acero del escalpelo en retirada, hacia Katherine. A continuación tuve la sensación de que ella y yo, en una sutil quintaesencia, nos convertíamos en un mismo ser, de que su mente era la mía, igual que sus sensaciones y su dolor.
El acero contra la carne. Y, como si yo ya hubiera sabido que no lucharía por escapar, la solté y ella se quedó quieta, con la respiración acelerada y lloriqueando levemente, no sé si de placer o de dolor, pero tampoco me importaba, hasta que con el corte final su cuerpo entero se puso a temblar y con él, mis dedos. Volví a guardar el escalpelo en el estuche y flexioné la mano. Ella tenía el antebrazo empapado de sangre, por lo que, con cuidado, le presioné la herida con la toalla para absorber el flujo sanguíneo hasta que los suntuosos bordados quedaron teñidos de rojo y la sangre casi hubo dejado de brotar. Acto seguido, aparté la toalla y contemplé mi obra.
Sobre el pergamino virgen de su muñeca había inscrito dos letras: «T. H»..
—Mira —le dije—. Mira, mira.
Era hermosa, maravillosa y mía, sólo mía. Presioné mis labios contra su brazo.
—No dudes jamás de mí —repetí enunciando cada palabra con claridad, como si estuviera tañendo una campana.
Bañé la herida con brandy. A continuación, me rasgué la camisa para obtener una tira de hilo y la utilicé como venda.
Me tendí encima de ella, todavía vestido, con las manos a ambos lados de su cabeza y los dedos enredados en su pelo, y, tan pronto como me hube colocado de ese modo, me sorprendió ese misterioso éxtasis que tanto había buscado y luego había repelido. Un escalofrío recorrió mis extremidades y me derrumbé, impotente, encima de ella.
Las lágrimas me cegaron y no acertaba a comprender por qué. Acostado como estaba, agotado, llorando en silencio, ella volvió la cabeza y noté cómo sus labios suaves como plumas me acariciaban las yemas de los dedos. Me recompuse de nuevo una última vez y reuní las fuerzas necesarias para levantar mi cuerpo, aún encima de Katherine, y rodar hacia una posición desde la que pudiera verle la cara.
Tenía los ojos muy abiertos, maravillosos. La acerqué a mí y nuestros labios se unieron en un largo y mantenido beso, como si intentáramos convencernos el uno al otro de quién éramos.
—No soy ninguna zorra —susurró Katherine.
—No —respondí—. Claro que no.