23
Me desperté, como cada mañana durante las últimas semanas, antes de las siete. Nada más abrir los ojos pensé en Katherine y lo primero que temí fue que todo lo que había sucedido entre nosotros no hubiera sido más que un sueño. Luego noté el peso de su cráneo sobre mi brazo, las cosquillas que me hacía en el pecho su pelo revuelto y la palma de su mano sobre mi estómago. Me di cuenta de que era real y de que nuestra conexión extática también lo había sido. Mi corazón se hinchió maravillado hasta que apenas dejó espacio para que mis pulmones pudieran seguir respirando.
Tenía la necesidad imperiosa de hacer aguas menores, pero no me atrevía a moverme, no fuera a despertarse durante mi ausencia y se angustiara al ver que no estaba a su lado. Sin embargo, no tenía elección. Con mucho cuidado, retiré el brazo que tenía debajo de ella y salí de la cama.
Allí de pie, temblando frente al orinal de mi vestidor e intentando pensar en algo que no fuera Katherine, me di cuenta de que mis percepciones eran tan claras como el cristal recién tallado. El frío que sentía en la piel parecía más agudo; el alivio de mi cuerpo, más completo; incluso la oscuridad en la habitación con los postigos cerrados me parecía más tangible de lo que había experimentado en cualquier momento desde mi retorno a Shirelands. El fuerte olor a orina se me metió en la garganta y me hizo toser. Me tapé la boca con la mano y me sorprendió el tacto áspero de mi barbilla. No me había afeitado desde el día anterior por la mañana.
Crucé la estancia y abrí los postigos. La luz de la mañana se derramó como vino rosado sobre mis manos y mis ojos. Medio cegado por la claridad, contemplé con temor y asombro el hermoso rostro del alba.
Sin embargo, aquella belleza estaba exenta de calidez. Las piernas me flaqueaban y el frío me encogió el estómago. Temblando, me arrastré hasta mi cama y me pegué tanto como pude a Katherine, hundiendo la cara en el hueco de su axila y entrelazando las piernas por encima y por debajo de las suyas del mismo modo que la hiedra crece alrededor de un árbol. Un extraño anhelo se apoderó de mí: deseaba láudano. Por un momento, anhelé aquella droga y la ansié más que el aire, la comida o el dulce sonido de un chillido. El deseo era tan potente que me vi obligado a salir de nuevo de mi santuario e ir en busca de Erasmus. Pero apenas hube empezado a apartarme, Katherine se despertó y me rodeó el cuello con sus brazos. Saqué la cabeza de debajo de la colcha y vi que había abierto los ojos y que me sonreía con una expresión maravillada que sin duda había copiado de la mía. De repente, mi estómago se calmó, aunque mis extremidades seguían temblando como las hojas de un álamo. Una calidez estimulante se extendió por mi pecho.
Nos abrazamos con un deleite tan intenso como inocente y, mientras conversábamos, sentí que volvía a ser yo mismo. Comprendí entonces que lo más probable era que mi súbita enfermedad estuviera relacionada con la aparición de aquel deseo vehemente de paregórico. La idea de que pudiera ser esclavo de alguna sustancia poco natural me pareció repugnante. No tenía nada contra Erasmus, pero me prometí a mí mismo que, por muy convincentes que fueran los argumentos que pudiera presentarme, no volvería a tomar lo que me recetara, puesto que sus efectos iban en detrimento de mi persona.
Me vestí bastante rápido y, tras encerrar bajo llave a Katherine en mi habitación, fui con cuidado al piso de abajo en busca de algo de comida para los dos. Todavía no había bajado un tramo de escaleras, pensando en aquel descubrimiento farmacológico, cuando me encontré precisamente con Erasmus. Su expresión era severa e iba acompañado de la señora H., que parloteaba efusivamente. Al encontrarnos, nos detuvimos frente a frente y nos miramos, pensé, como dos generales de ejércitos rivales se mirarían para valorar por su aspecto el poder de su oponente.
—Tristan —dijo Erasmus de un modo extrañamente cauteloso—. ¿Te encuentras bien, amigo mío?
—Erasmus —respondí—, no podría encontrarme mejor, aunque la cabeza me duele muchísimo. Me gustaría pedirte algo en privado. Señora H., no sé qué tenía que hacer ahora, pero deberá posponerlo. Necesito que me suban un buen desayuno a la habitación.
Me acerqué a Erasmus y lo agarré por un codo. Erasmus frunció el ceño y escrutó mi rostro con curiosidad.
—Ven conmigo al estudio —dije, puesto que estábamos frente a la puerta—. Lo que quiero contarte no puede oírlo nadie más.
Abrí la puerta de mi laboratorio e hice entrar a Erasmus rápidamente.
Erasmus dejó la puerta entreabierta. Lentamente, negué con la cabeza y la cerré del todo de un modo bastante violento que hizo vibrar la madera.
Vi claramente que nadie había estado allí desde la noche anterior y es que, a pesar de que ya habían retirado los restos de la cena de Katherine, nadie había retirado las telas que cubrían las jaulas y mis especímenes seguían languideciendo a oscuras. Erasmus abrió los postigos de las ventanas y yo maldije el descuido de los sirvientes de la casa, puesto que mientras siguieran vivas mis criaturas necesitarían luz y aire, aunque estuvieran condenadas a no ver de nuevo el mundo exterior. Mascullando obscenidades furiosas me apresuré a destapar las jaulas una a una y me tomé mi tiempo para asegurarme de que todos y cada uno de los prisioneros, peludos o plumíferos, tenían suficiente agua y comida.
—Tristan —dijo Erasmus—, me alegro de verte. Quería disculparme por mi ausencia anoche. La señora H. me ha dicho que te disgustó mucho.
—¿Tu ausencia? Bah, no importa. ¿Por qué tendría que haberme disgustado que acompañaras a mi hermana a su casa? Tal vez me habría enfadado si no lo hubieras hecho con el mal tiempo que hacía. Es culpa de Barnaby, debería haber venido con ella, pero a ése no le importan lo más mínimo los demás.
Crucé la estancia hasta la mesa larga y retiré la tela que cubría la jaula del jilguero.
—Parece ser que estás de buen humor esta mañana —dijo Erasmus, sorprendido.
—¡Así es! —exclamé mientras abría la puerta de la jaula para sacar los dos cuencos—. Hay dos motivos para ello y quiero que los oigas. Sin embargo, debo pedirte que seas discreto al respecto, no quiero que se lo cuentes a nadie. En primer lugar, he decidido que no volveré a beber tu deplorable opio, puesto que lo único que consigue es embotar mi mente y paralizar mi vientre. Lo segundo es más importante: he pasado la noche entera y esta mañana entre los brazos de Katherine Montague.
La reacción de Erasmus ante esa sorprendente noticia no fue la que yo había previsto.
—¿De verdad? —dijo lentamente—. ¿Qué te hace pensar eso, Tristan?
—¿Te burlas de mí? ¡No lo he soñado! Llegó anoche, mientras tú cenabas en casa de los Barnaby. —Abrí la ventana lo justo para arrojar el agua sucia y volví a llenar el cuenco. Mi jilguero empezó a arreglarse las plumas de la cola con el pico.
—¿Que llegó anoche? ¿Sola?
—Como lo oyes. Se escapó de su malvado tío, sin dinero ni equipaje. De eso precisamente quería que te ocuparas, Erasmus: tendrías que conseguirle la ropa adecuada sin que nadie se entere de ello. Es muy delgada y dudo que la ropa vieja de Jane le sirva, a menos que sea la ropa que llevaba de niña y con eso no bastará.
—¿Dónde está ahora?
—La he dejado en la seguridad de mi cámara, para que nadie sepa que está allí, todavía. Ya conoces mis temores, Erasmus.
—Y, sin embargo —dijo Erasmus—, a mí me lo has contado.
Mi jilguero dejó de acicalarse, sacudió las alas y empezó a gorjear. El sonido de su canto me sobresaltó y cerré la ventana.
—Confío en ti —le respondí a Erasmus con una sonrisa, mientras me acercaba al armario en el que guardaba la muselina y las hilas con las que pretendía vendar adecuadamente el brazo de Katherine—. Pero no me apetece contrariar ni a mi tía ni a mi hermana. ¡Ojalá fuéramos de la misma condición social! Pero ya es suficiente. Lo que quería decirte, Erasmus, es esto: tengo intención de permanecer en mi habitación hasta mañana, ya puedes imaginar por qué, o sea que no esperes que baje a cenar. En caso de que alguien pregunte por mí, busca alguna excusa para explicar mi ausencia. ¿Mentirás por mí?
Erasmus me miró fijamente, con el ceño fruncido.
—¡Pardiez, hombre! —exclamé mientras me ocultaba varios rollos de vendas en la casaca—. ¡No es más que una mentirijilla! ¡No te estoy pidiendo que declares bajo juramento!
Erasmus dejó de escrutarme y sonrió. Había algo extraño en la expresión de sus ojos.
—No se lo diré a nadie —dijo. Alzó la mirada hacia mí con una perplejidad que me hizo sentir de lo más incómodo. No le pregunté por qué le había extrañado tanto que Katherine hubiera llegado de forma tan inesperada, puesto que incluso a mí me costaba creerlo, pero tampoco comprendía por qué Erasmus parecía, además de asombrado, tan triste.
—¡Maldita sea! —exclamé—. ¡Mirándote a la cara, cualquiera diría que estoy herido! No pienso dejar que las dificultades me inquieten.
—Tristan —dijo Erasmus en voz baja mientras me tocaba suavemente un brazo—. Tal vez una pequeña dosis de láudano te calmaría el dolor de cabeza y los nervios.
—No tomaré tus medicinas, amigo mío —aparté el brazo y, sin más tiempo que perder, salí apresuradamente al rellano para interceptar a la señora H. antes de que pudiera empezar a subir las escaleras.
—Un momento, Tristan. Cuéntame algo más acerca de la señorita Montague.
—¿Qué más necesitas que te cuente? Sea lo que sea, tendrá que esperar, Erasmus —respondí.
Cuando volví a mi habitación, encontré a Katherine junto a la ventana. Se había puesto mi camisón rojo y llevaba los pies enfundados en unas zapatillas. Todo le quedaba tan exageradamente grande que no parecía más que una niña jugando a vestirse con la ropa del armario de sus padres.
Dejé la bandeja sobre la mesa y crucé la estancia para situarme detrás de ella. Se apoyó en mí, puso sus manos sobre las mías y me las posó sobre su pecho izquierdo. El dolor de cabeza que tantos mareos me provocaba empezó a remitir de inmediato.
—Tristan —dijo Katherine—. Me dejaste la ropa hecha harapos. ¿Qué voy a ponerme?
—Nada —respondí.
—No puedo ir sin nada.
—Claro que sí —le dije—. No llevar nada te queda mejor que el satén más fino y siempre será preferible a ese vestuario degradante, ese mugriento y repulsivo vestido de mendiga. Ese paño de cocina nunca fue adecuado para tus pies siquiera, ya no digamos para envolver tu cuerpo. Apártate de la ventana.
Ella no hizo ademán de moverse. Besé el satén de su cuello y, después de liberar mis manos de las suyas, la levanté en volandas con tanta facilidad como si hubiera estado hecha de telarañas. La llevé hasta la cama e impedí que moviera siquiera un músculo o que pudiera mirar mientras yo inspeccionaba mi obra y sustituía la venda de su muñeca. Las incisiones eran claras, precisas y estaban cubiertas por una costra oscura, aunque también tierna y de olor dulzón, sin rastro alguno de infección u otros problemas. Complacido, deseché el vendaje provisional y lo reemplacé por una tela de muselina limpia, y, a continuación, nos dispusimos a desayunar juntos. Mi dolor de cabeza había desaparecido por completo.
Cuando ya estaba terminando de comer, Katherine se incorporó.
—Si alguna mujer se atreve a mirarte —dijo con vehemencia—, le sacaré los ojos.
—Eso sería de lo más inapropiado, ¿qué pasa con las criadas? ¿Y con la señora H.? Por muy anciana que sea, es una mujer, creo. Me limpié las manos con la servilleta de hilo y dejé la bandeja vacía en el suelo.
—Mientras sean criadas y no mujerzuelas, no tienen nada que temer —replicó Katherine.
Una profunda felicidad latió dentro de mis venas durante esa conversación, como si la presencia angelical que había acudido a mi encuentro durante los placeres de la noche anterior siguiera viva dentro de mi corazón. Pero, mientras la sentía, me di cuenta de que esa felicidad, a pesar de lo poderosa que era, tampoco era inmaculada, puesto que, a medida que crecía, aumentaba también en mí —con el mismo carácter parásito del muérdago en un sauce, medio invisible— un terror incipiente que se retorcía, que cambiaba de color y proporciones hasta que, al fin y con una claridad atroz, adoptó una forma que pude percibir. Era la lechuza blanca.
De forma inconsciente debí de abrazar con más fuerza a Katherine, ya que ésta exclamó que se ahogaba y ofreció resistencia con una vehemencia que nada tenía que ver con la pasión, sino más bien con la falta de aire. De repente la solté y ella se volvió hacia mí con una expresión preocupada en el rostro.
—Oh, cariño —dijo con las manos sobre mis mejillas—. ¿Qué te ocurre?
Fingí no haberme dado cuenta.
Más o menos a las diez, la señora H. mandó a Molly Jakes para que vaciara la bañera y encendiera el fuego. Escondí a Katherine tras las cortinas del dosel de mi cama y no llegó a sospechar nada. Al final, cuando el sol desapareció tras el horizonte y la oscuridad se apoderó una vez más de la estancia, me di cuenta de que había llegado la hora de mi ronda habitual. Estaba echado junto a Katherine y aproveché que se había quedado levemente dormida para intentar salir sin molestarla. Sin embargo, nada más moverme se despertó y se incorporó hasta quedar sentada en la cama.
—No te preocupes —le dije mientras encendía las velas y cerraba los postigos—. Tengo que asegurarme de que la casa está segura. Regresaré tan pronto como pueda.
—Tristan…
—Ten cuidado con la chimenea, puede que haya gnomos al acecho, aunque no nos molestarán mientras el fuego siga encendido.
Le besé la frente y salí a regañadientes.
Me sorprendió mucho encontrar a Erasmus esperándome en el pasillo, justo delante de mi puerta.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. Hoy no has parado de subir y bajar las escaleras. Y, sin embargo, no veo para qué. No me has traído lo que te pedí.
Tomándolo del brazo como tantas veces había hecho Nathaniel conmigo, mantuve la vela en alto y empezamos la minuciosa circunnavegación por la casa.
Ya habíamos inspeccionado los pisos superiores cuando Erasmus, que en esas ocasiones solía insistir en el tema de los duendes en general y de Raw Head en particular, dijo:
—Tristan, ¿recuerdas la obra de Locke?
—La conozco bien —contesté.
—Entonces recordarás sus palabras acerca de las asociaciones de ideas erróneas, ¿no? Más concretamente éstas: «Las ideas de duendes y espíritus no guardan en realidad más relación con la oscuridad que con la luz; pero es suficiente con que una descuidada nodriza —o la señora H., tal vez— inculque con frecuencia esas ideas en la mente de un niño y las cultive allí para que el niño no pueda separarlas ya mientras viva: en adelante, la oscuridad siempre traerá consigo aquellas ideas espantosas, y no podrá soportar más la una que las otras».
—¿Estás sugiriendo —dije mientras empezábamos a bajar desde el piso superior— que me equivoco en mis ideas y que la culpa es de la señora H.?
—Sí, Tristan. Eso mismo.
—¡Ojalá tuvieras razón, Erasmus! —repliqué—. Pero no es así, amigo mío. Y puedo demostrarlo.
—¿De verdad? ¿Cómo? ¿Tienes pruebas que podamos confirmar juntos mediante la mera observación?
—No puedo mostrártelo —respondí.
—¿Qué conclusión deberíamos extraer de esa omisión?
—Si no pudiera mostrarte pruebas por falta de ellas, tu escepticismo estaría justificado. Pero no es el caso. No puedo mostrártelo porque… —me detuve.
—Continúa, por favor, te lo ruego —dijo Erasmus.
—Es un asunto privado.
Llegamos al descansillo. Me di la vuelta hacia mi estudio e hice entrar a Erasmus por segunda vez ese día, exactamente la mitad de las veces que él había estado entre esas paredes desde que habíamos llegado a Shirelands. No es que no lo considerara bienvenido, pero tenía la sensación de que Erasmus se había acostumbrado rápidamente a la casa y había adoptado también la tendencia de mi familia a la separación y el confinamiento. La biblioteca que durante tantos años había sido territorio indiscutible y privado de mi padre había quedado vulnerable a sus incursiones, dada la incapacidad de mi progenitor. Así pues, Erasmus se había instalado temporalmente en ella, casi como si fuera mi hermano mayor. La consecuencia más extraña que eso conllevó, desde mi punto de vista, fue que durante las últimas semanas un extraño más que cercano a mí había pasado más tiempo leyendo los volúmenes de mi padre que el que yo hubiera podido invertir en ello a lo largo de los últimos años.
Erasmus tuvo el detalle de ayudarme con mis criaturas mientras yo me encargaba de cerrar los postigos y de atizar el fuego.
—¿Por qué no me cuentas otra vez lo de Raw Head y Bloody Bones? —me preguntó de nuevo Erasmus mientras cubría la jaula de las ardillas.
Me puse de pie y dejé el atizador en su soporte, tal vez con algo más de vigor del estrictamente necesario.
—¡Pardiez, Erasmus! —exclamé—. ¿Qué quieres que te diga? Ya te he contado todo lo que sé. Raw Head es el príncipe de los duendes, el violador de doncellas, mientras que Bloody Bones es el guardián de los muertos. Son dos y, aunque parezcan gemelos, en realidad no podría separarlos una enemistad mayor.
—¿Te sorprendería —dijo Erasmus— si te contara que crecí aterrorizado por un monstruo exactamente igual a tu Raw Head y Bloody Bones? Mi madre me convenció de que, si no obedecía, el sacamantecas se me llevaría y me despellejaría vivo. Hay muchos personajes infantiles malignos, Tristan, pero ninguno de ellos es real y a medida que crecemos los hombres racionales debemos dejar de creer en ellos.
—En verdad te equivocas —dije con una amarga carcajada—. Nuestros casos no se asemejan en absoluto. Raw Head y Bloody Bones no son uno, sino dos. Y no son meros personajes concebidos para asustar a los niños que no quieren dormir. Raw Head es el caballero trasgo.
—El caballero trasgo es un personaje de una balada. Y no recuerdo ninguna canción en la que también se mencione a Raw Head y Bloody Bones.
—¡Bah! Esos trovadores también se equivocan. Pero yo sé la verdad.
—Los trovadores —dijo Erasmus— se limitan a cantar historias sin poder en este mundo, no tiene sentido afirmar que se equivocan o que están en lo cierto. Nuestro raciocinio, sin embargo, tiene la capacidad de discernir la verdad de la ficción y de alejarnos de las supersticiones. Los duendes no existen, Tristan.
Eso me molestó sobremanera, pero, como no quería perder los estribos ante mi amigo, eché un vistazo a mi alrededor para encontrar algo con lo que distraerme. Las llamas se alzaban dentro de la chimenea y a medida que el calor empezó a apoderarse de la estancia se me ocurrió que era un buen momento para quemar las zapatillas de Katherine, puesto que habían quedado hechas unos zorros. Busqué cerca del hogar, que es donde habían ido a parar la noche anterior, pero para mi gran sorpresa no conseguí encontrarlas.
Me enderecé y busqué con la mirada por toda la habitación, por si habían ido a parar encima de mi mesa o en cualquier otro lugar inapropiado, pero tampoco llegué a verlas. Entonces me di cuenta de que la capa de lana de Katherine también había desaparecido. El corazón se me heló bajo el esternón.
Sabía que lo más probable era que Molly Jakes o cualquier otra de las criadas se hubiera llevado la capa y las zapatillas al lavadero. Sin embargo, de un modo tan súbito como terrible, como si estuviera recordando una pesadilla, me acordé de cómo un gnomo me había robado los papeles en casa de Henry Fielding.
—¡La he dejado sola! —exclamé—. ¡La he dejado sola y no debería haberlo hecho!
—Tristan —dijo Erasmus mientras dejaba caer la tela roja que tenía en las manos y se acercaba rápidamente a mí—. Cálmate, querido amigo. No hay nada que temer.
—Te equivocas —dije—. No hay nada que no merezca ser temido. —Lo aparté del paso—. He dejado sola a la señorita Montague. Los monstruos podrían entrar mientras esté sin protección. No encuentro su ropa. Ni la capa, ni los zapatos. Raw Head puede que ya sepa que la tengo aquí.
—Tristan, Tristan —dijo Erasmus mientras me agarraba por el brazo—. ¿No crees que puede haber otra explicación para eso?
—¿Qué otra cosa podría explicarlo? Suéltame, Erasmus. Debo ir con ella.
—¿Y no es posible —dijo Erasmus— que su ropa no esté aquí porque jamás llegara a estarlo? ¿Porque la señorita Montague en realidad siga estando segura en Dorset con su tío Whitcross?
—¿Qué? —Me di la vuelta para mirarlo a los ojos.
—¿Qué es más probable que sea verdad? —preguntó Erasmus—. ¿Que la señorita Montague, que no tiene más que quince años, haya cruzado la campiña sola y haya entrado en Shirelands Hall sin que nadie lo sepa más que tú, o que, una vez más, tus facultades perceptivas te hayan engañado de forma cruel? ¿Que estuvieras medio sumergido en un sueño cuando percibiste el acontecimiento que tanto ansías o que, contra toda probabilidad, sucediera?
Aparté el brazo para zafarme de él.
—No está aquí, Tristan —dijo Erasmus.