15
No llegué a saber si Lady B. acabó curándose o no del cáncer que la aquejaba. Tampoco volví a pensar en ello durante el tiempo que permanecí en Londres. Pero la experiencia me había inquietado y molestado más de lo que estaba dispuesto a admitir. El análisis del señor Fielding acerca de mis motivaciones me intrigó y asustó por igual. Durante el resto del mes de abril y los quince días siguientes casi no pude pensar en otra cosa. Mi instinto fue el de repudiar la idea, incluso ridiculizarla. Pero temía que, igual que en el caso del cáncer, no hubiera podido deshacerme de él completamente. Me sumergí en el trabajo, pero por más ocupadas que tuviera las manos o por más agotado que estuviera mi cuerpo, las preguntas que me acechaban no cesaban de acudir a mi mente.
Me di cuenta, muy a mi pesar, de que el señor Fielding tenía razón. Su argumento implicaba al menos dos hilos sangrientos de extensión lógica e investigación filosófica, cada uno de los cuales conducía a una conclusión tan temible como sorprendente.
Si mi madre había muerto víctima de esa enfermedad, entonces aquella sensación próxima al pánico que sentía cuando pensaba en la probable muerte de Lady B. parecía casi comprensible, excepto por el hecho de que yo no había conocido y no recordaba ninguna de las circunstancias de la muerte de mi madre. Si el análisis del señor Fielding era correcto, entonces mi motivación para dedicarme a alguna de las ramas de la medicina tenía su origen en esa pérdida infantil. Pero eso implicaba suponer que yo recordaba un acontecimiento que en realidad no recordaba en absoluto; algo que ignoraba y a la vez conocía a la perfección. ¿Cómo, me preguntaba, era posible una paradoja de ese tipo? Es absolutamente imposible, pensaba, que pueda ser inconscientemente consciente.
Sin embargo, la idea seguía inquietándome. Sabía por experiencia que mis sentidos no siempre eran de fiar. ¿Era posible que me ocurriera lo mismo con la memoria? No podía saberlo. De haberlo sabido, debería estar recordando algo que no recordaba y toda aquella rueda volvería a ponerse en movimiento. Lo que sí sabía, con toda seguridad además, era que había deseado causarle dolor a Lady B. También había querido sanarla, pero de todos modos había deseado oírla chillar. Por aquel entonces no sabía que mi madre había muerto de la misma enfermedad que estaba intentando curarle a esa dama. Pero supongamos… supongamos que algún tipo de fuerza oculta en mi imaginación la hubiera transformado, sin ser yo consciente de ello, en un sucedáneo de mi madre. En tal caso la implicación sería que yo quería, o habría querido, oír —o haber oído— chillar a mi madre, también. Pensar en eso, pensar en su dolor, me aterrorizó por completo. Esa idea desencadenaba una química del horror, innata e inmediata. El miedo, el pánico, el amor y la ira, todo mezclado al vacío en un crisol, girando y mezclándose sin llegar a inflamarse.
Y, sin embargo, sin embargo… de haber oído ese chillido, mi madre tal vez habría sobrevivido.
La idea era que quizás recordaba —y no obstante no recordaba— la muerte de mi madre; que tal vez deseé hacerle daño, aunque el simple hecho de pensar en ello me hiciera rehuir ese pensamiento, puesto que me resultaba casi demasiado horrible considerarlo. Cuando vi que Viviane se transformaba de mujer en lechuza, culpé a mis sentidos; cuando temí haberla violado, pude atribuirlo a lo mismo, puesto que recordaba tan sólo lo que mis trastornados sentidos me habían mostrado. Pero eso era otro tipo de demencia. Si mi memoria y mi imaginación estaban tan confusas como parecía, entonces mi aparente cordura era tan ilusoria como las sombras en las paredes del café Bedford’s.
Y, una vez más —y éste es el segundo hilo sangriento—, no podía evitar pensar en lo que podía significar que el señor Fielding estuviera en lo cierto y mi memoria fuera y no fuera a la vez; que estuviera loco y cuerdo a la vez. ¿Era posible que las mentes de todos los hombres funcionaran de ese modo? ¿Un embrollo de paradójicas contradicciones y aparentes imposibilidades que de algún modo, casi mágico, eran ciertas? Tal vez, pensé, haya partes oscuras en la mente a las que el ojo de la conciencia no tenga acceso. ¿Dónde se encuentra cualquier recuerdo corriente cuando no se está recordando? Ese recuerdo no dejaba de existir. No obstante, ni se encontraba en la conciencia humana ni el humano era consciente de esa ausencia.
No podía prever hacia dónde me llevaría esa serie de preguntas y, de hecho, tampoco logré siquiera empezar a dirimir la incógnita de cómo podía llegar a recordar algo que no recordaba. Pero no podía detenerme. Mis ideas daban vueltas en forma de remolino, como un mar cada vez más oscuro. Ese movimiento continuo me mareaba.
Al término de la primera semana de junio regresé a casa para las nupcias de mi hermana. Estaba contrariado, puesto que para ello tuve que tomarme unos días libres en el hospital, pero el Valle del Caballo me pareció precioso: los bosques estaban en su máximo esplendor, con vibrantes follajes y los gorjeos de los incontables pinzones; los campos, chispeantes, llenos de mariposas. Hacía tanto tiempo que no me regalaba los ojos con una vegetación tan exuberante que no tardé en sentirme más que saciado, por lo que me vi obligado a cerrar las cortinas del carruaje.
Si bien al partir de Shirelands el valle me había hecho sentir un profundo temor debido al episodio violento en el que había importunado a Viviane, mientras regresaba a casa tuve la extraña sensación de llegar de incógnito, como si nadie se diera cuenta de mi presencia. Mientras pensaba en eso, se me ocurrió que tal vez el genius loci tardaría en reconocerme y me sentí seguro, al menos de momento. Lo que ni siquiera me pasó por la cabeza era la posibilidad de que el tiempo que había pasado me hubiera proporcionado el indulto.
El carruaje se detuvo frente a la puerta principal de Shirelands Hall poco antes de mediodía en nuestro segundo día de viaje. Jane debía de estar esperándome, porque tan pronto como cesó el movimiento oí unos rápidos pasos femeninos que se acercaban por el suelo de grava y la voz afectuosa de mi hermana gritando mi nombre con impaciencia. El postillón abrió la puerta del carruaje y bajó los escalones, y yo salí enseguida para estirar las piernas y la espalda. Mis zapatos apenas habían tomado contacto con el suelo cuando mi hermana se lanzó sobre mí.
—¡Querido Tristan! —exclamó—. ¡Cómo me alegro de que hayas vuelto!
Me condujo directamente a la casa sin dejar de hablar ni un momento. Tomamos el té envueltos por el frescor turquesa del salón delantero con las persianas a media altura. El té sabía a té.
Muy pocas cosas habían cambiado en Shirelands Hall en mi ausencia. Mi padre seguía siendo un recluso inabordable, si bien tras numerosas reprimendas de mi tía Barnaby había consentido en cambiar su vestimenta negra a favor del gris con motivo de la boda de su hija. Jane veía aquella pequeña concesión como un gran triunfo, puesto que creía que en cuanto se despojara del luto no volvería a recuperarlo. Yo creía que sus esperanzas eran más que improbables, pero me abstuve de decírselo.
Aparte de eso, las nupcias y el traslado a Withy Grange ocupaban toda la atención de Jane. Poco a poco me di cuenta de que, al parecer, se alegraba mucho más ante la perspectiva de convertirse en la señora de su propia casa que ante la de casarse con Barnaby, lo que no dejaba de parecerme gracioso.
—Después de Navidad —dijo— intentaré que venga tanta gente como sea posible. Celebraremos un baile el día de San Esteban y todos nuestros amigos podrán quedarse hasta febrero, si lo desean.
—Ajá, veo que tendrás tu propia corte.
Jane arrugó la nariz, indignada por mi pobre sarcasmo.
—Estoy harta de comer en silencio —dijo.
—Claro —respondí, inmediatamente arrepentido de mi pulla—. Confío en que a partir de ahora las comidas serán más animadas.
Jane me perdonó enseguida, puesto que no era propio de ella mantener las rencillas. Insistió en que visitara Grange tan pronto como fuera posible y en que me quedara al menos un mes. No le dije lo intolerable que me parecía esa posibilidad. ¡Pasar un mes entero en compañía de James Barnaby!
Al final, cuando vi la oportunidad de hacerlo de manera sutil, le pregunté por los Ravenscroft, es decir, por Nathaniel.
—¡Ah! —exclamó mi hermana con el gesto torcido—. Están muy bien, sobre todo ahora que ya no tienen a los Montague en casa. Aparte de Kate la Maldita, claro.
—¿Kate la qué?
—¡Oh, no! ¡No es que yo la llame de ese modo! Kate la Maldita es el apodo que Sophy le ha puesto a su prima Katherine. No es que sea muy amable ni caritativo por su parte, pero es que realmente, por lo que se cuenta, es una chica terrible. No tiene más que doce años y ya le gusta coquetear desvergonzadamente como a la que más. Y no sólo eso, sino que se entrega a violentas pasiones y arrebatos de furia. Sophy me contó que había recibido un golpe suyo en la oreja y que incluso llegó a sangrarle.
—¿Qué prima es ésa? —pregunté—. No recuerdo a ninguna que tuviera tan mal carácter.
—Claro que no, es que solía ser muy dulce. Ahora vive en la rectoría porque su madre se siente incapaz de seguir controlándola. ¿Te lo imaginas? Sólo espero que no venga a mi boda. Podría arruinarlo todo.
—Ninguna fierecilla de doce años te arruinará la boda, Jane —dije—. Me encargaré personalmente de encerrarla en un armario o de lanzarla al río si amenaza con montarte una escena.
Lo dije en broma, pero por un instante me pareció que Jane estaba verdaderamente preocupada.
—Tristan, por favor, no lo hagas —dijo.
El ocho de junio el cielo amaneció azul como un huevo de gorrión, salpicado de nubes blancas y grises. El aire estaba en calma y ligeramente frío, los saúcos estaban espléndidos y la hierba, alta y colmada de flores.
No tenía gran cosa que hacer antes de ir a la iglesia, por lo que poco después de las ocho salí a los jardines para terminar algunas anotaciones acerca de un conjunto de dibujos anatómicos que había tomado prestados del doctor Hunter. Acababa de hacer mis observaciones sobre los ligamentos de la sínfisis del pubis cuando la señora H. cruzó el césped corriendo para contarme que el cochero llevaba ya un rato preparado y que si no acudía enseguida mi hermana llegaría tarde a la boda.
Supuse que Jane tendría un aspecto encantador con la corona y el vestido de novia, que era de seda azul, confeccionado especialmente para la ocasión. Sin embargo, no conseguí desviar la mirada de mi padre, al que apenas podía reconocer. Jamás lo había visto ataviado con un color que no fuera negro. Y, no obstante, allí estaba, sorprendentemente atractivo con una casaca y bombachos de color gris perla, aferrado a un bastón de ébano y con los tirabuzones inmaculadamente blancos de la peluca por debajo de los hombros. Los Ravenscroft tienen razón, pensé. No tiene más que cuarenta y ocho años, debería volver a casarse.
Mi padre ayudó a mi hermana a subir al coche y yo subí tras él. Jane estuvo de lo más animada al principio, camino de la iglesia, y no dejó de hablar acerca del tiempo, del desayuno y de la casa de Withy Grange. Al final, me vi obligado a seguir el ejemplo de mi padre y me limité a mirar por la ventana para intentar que se callara, aunque continuó hablando de todos modos.
El carruaje tuvo que aminorar la marcha en cuanto entramos en el pueblo. Oí el murmullo de voces de campesinos por el camino, a cuál más ansioso por ver a Jane vestida de novia y a mi padre despojado del luto. Pobre Jane, pensé. Debería haber dejado que su padre fuera vestido de negro para no perder protagonismo.
La iglesia de St Peter estaba en el centro del pueblo, en lo alto de una loma cubierta de hierba. Era un edificio decrépito cuya construcción se remontaba más o menos a la Guerra de los Cien Años, rodeada de gárgolas en la parte superior y de las tumbas de mis ancestros en el suelo. Yo no había podido acercarme jamás a ese lugar sin sentir cierta inquietud en las tripas, como si me encontrara expuesto a la mirada atenta de esa multitud de difuntos. Ese día, sin embargo, los muros grises de la iglesia brillaban con la luz del estío, las campanas repicaban con claridad y alegría y los grajos del cementerio nos acechaban con sus vivaces brincos.
El cochero se detuvo ante las puertas de la iglesia. Bajé del carruaje con elegancia y me aparté para que pudieran bajar primero mi padre y luego Jane. La gran multitud de vecinos que se habían congregado allí se abrió ante mí como el mar Rojo ante Moisés y mantuvo una distancia respetuosa para admirar el maravilloso espectáculo que era para ellos mi familia.
Una flor se había soltado de la corona nupcial de Jane durante el trayecto, de manera que mi hermana estaba al borde de un ataque de histeria, a pesar de que no había deficiencias aparentes en la guirnalda. Después de intentar explicarle que no se notaba y de haber recibido un violento desaire, decidí que lo más seguro sería entrar enseguida en la iglesia y ocupar mi lugar mientras Jane recobraba la compostura. Supuse también que mi padre querría hablar a solas con ella en ese momento, aunque no se me ocurría qué consuelo podría darle.
Así pues, los dejé allí, en la puerta, y entré en el vetusto edificio. Una vez dentro de la mohosa nave me dirigí de la forma más discreta posible al banco reservado a la familia, desde donde me dediqué a observar a los congregados.
Los Barnaby habían traído a todos sus parientes, o al menos a tantos como podía albergar la iglesia de St Peter. Al otro lado del pasillo estaba sentada mi tía, hablando animadamente junto a James Barnaby. Éste, en cambio, parecía tan sereno como si estuviera a punto de escuchar una aburrida pieza de música de cámara. Si le hace algo malo a mi hermana, pensé, le romperé todos los huesos. Esa determinación me dejó complacido.
En los bancos que quedaban por detrás del mío estaban sentadas la esposa del rector y Sophia, que se había convertido ya en una muchacha atractiva y llevaba un vestido de seda de color azul marino y una peluca con tirabuzones. Nada más verme, me dedicó una sonrisa. A continuación estaba el resto de los Ravenscroft, que ya sumaban catorce, y otra chica que supuse que debía de ser Kate la Maldita.
A juzgar por lo que Jane me había contado, esperaba encontrar a Kate vestida con tonos oscuros, aunque resultó que iba vestida de blanco. Ya estaba bastante desarrollada para tener doce años, si es que realmente tenía esa edad, y sentada era tan alta como Sophy, aunque considerablemente más esbelta. Tenía la mirada fija en la parte posterior del banco que tenía delante con una expresión que habría podido cuajar la leche. Una lástima, puesto que de lo contrario habría poseído una belleza curiosa. La tristeza de su aspecto no parecía adecuarse a la descripción que me había dado Jane; no me pareció una coqueta desvergonzada. En todo caso parecía más bien retraída, encerrada en un purgatorio privado más allá del alcance humano y del que mostraba poca inclinación a salir.
Me interesó tanto que estuve observándola demasiado tiempo y cuando Katherine me sorprendió con los ojos clavados en ella levantó la cabeza y me devolvió la mirada con unos ojos de color gris claro tan extraordinarios como la luna.
De repente su rostro se transfiguró, como si la luz lo hubiera alterado por completo. Abrió más los ojos y separó los labios ligeramente, con una expresión de sorpresa. A continuación, esbozó una sonrisa. No como si coqueteara, sino como si sintiera cierta nostalgia, como si no fuera consciente de estar sonriendo. Se sonrojó y desvió la mirada.
Eres tú, pensé.
En ese momento Jane entró en la iglesia con nuestro padre y la corona arreglada y al fin empezó la ceremonia. Yo me di la vuelta y disimulé mi confusión fingiendo que se me había caído el libro de plegarias. El mismísimo san Juan no habría podido asombrarse tanto. Todos y cada uno de los nervios de mi cuerpo se habían inflamado de repente.
No tiene más que doce años, me dije a mí mismo mientras Jane y Barnaby unían sus manos frente al altar. En cualquier caso, es demasiado joven y demasiado guapa para interesarme.
—El matrimonio —recitó el rector Ravenscroft frente a Barnaby y Jane— no es un estado que se adquiere a la ligera para la gratificación del deseo carnal, sino una alianza sagrada como la que existe entre Dios y la humanidad.
¿Cuánto se le acelerarían los latidos del corazón entre mis manos?
Miraba hacia delante, pero no percibía nada de lo que tenía frente a mí. En lugar de eso, me parecía ver los rasgos de Katherine Montague, tallados en alto relieve en la piedra: los ojos de color gris claro, mirando sesgadamente hacia arriba, con grandes pestañas, algo más destacadas de lo que deberían, pero sólo lo suficiente para realzar todavía más su belleza; los pómulos altos; la delicada mandíbula, que terminaba en una barbilla ligeramente demasiado afilada; los dientes pequeños e irregulares. Me maravillaba su piel translúcida de color marfil, sus pálidos labios, todo sin el menor toque de blanco de plomo, y ese aire de tristeza inquebrantable a través del cual de algún modo había conseguido abrirme paso, aunque hubiera sido sin intención, sin deseo.
La conozco, pensé.
¿Cómo deben de sonar sus gritos? Seguro que deben de ser potentes y claros, el gorjeo de un zarapito ante la fría luz inmediatamente posterior al alba. Quiero llevármela, tenerla entre mis brazos y alejar así cualquier agonía.
La ceremonia se acercaba al final y por fin pude volverme, pero para mi gran decepción ni la señora Ravenscroft ni Katherine estaban ya dentro de la iglesia. A la única que pude ver fue a Sophia. Llegué a la conclusión de que las otras dos habían salido de la iglesia en algún momento durante un himno y empecé a imaginar que los temores de Jane respecto a Kate demostraban estar bien fundados.
Podría controlarla, pensé. Y luego: ¡Controlarla! ¿Yo? ¡Que me aspen si puedo! Si ni siquiera puedo controlar mis propios pensamientos. Ni siquiera en la iglesia. Tenía que marcharme de Berkshire cuanto antes.
Una vez que se hubo dispersado un poco la multitud, al fin tuve la libertad de abandonar mi banco sin que resultara embarazoso. Recompuse mi cuerpo y, con la esperanza de poder hacer lo mismo con la mente, seguí a algunos de los incontables parientes de los Barnaby hacia la cálida luz del sol matinal. El aire fresco me animó, aunque sólo por un momento. La señora Ravenscroft y Katherine Montague esperaban de pie entre las tumbas, en el césped que descendía hasta las praderas en las que rumiaban las ovejas.
Katherine me miró de arriba abajo con una leve sonrisa, ligeramente distinta en naturaleza e insinuación a la expresión con la que me había sonreído previamente, sólo con la comisura de los labios. Volvió la cabeza y siguió echándome miradas pícaras para ver cómo me lo había tomado y qué pensaba hacer al respecto.
Demostré algo de sentido común y me abstuve de ignorar a mi hermana en su momento triunfal, por lo que besé primero a Jane y le deseé que tuviera un matrimonio feliz. Acto seguido, felicité también a Barnaby. Decidí que le daría el consejo que le tenía preparado más adelante, para no hacerlo delante de la feliz novia. No obstante, le di un abrazo más que fraternal del que le costó zafarse y que, estoy seguro, debió de dolerle en ese cuello que siempre llevaba tan ridículamente tieso.
A continuación, me acerqué a la señora Ravenscroft y a Katherine Montague. Katherine llevaba un vestido primaveral de color amarillo pálido y un aro en la cabeza. Sus pequeños pies, enfundados en zapatos de seda, apenas se hundían en el suelo cubierto de musgo que pisaba a la sombra de un sauce blanco. Poco a poco, dejé que mi mirada subiera de nuevo hasta la seda brillante de su falda y me detuve en su cintura. Un lazo ajustado la hacía minúscula, hasta el punto de que podría haberla rodeado sólo con las manos. Llevaba los hombros cubiertos con un delicado pañuelo de muselina blanca, atado con un nudo descuidado a la altura del pecho. El sol de junio, filtrado a través de las hojas del sauce, lamía la piel expuesta de su cuello y allí donde entraba en contacto con ella el pálido marfil refulgía fosforescente.
Le deseé buenos días a la señora Ravenscroft y ella respondió con la cortesía de rigor.
—Señor Hart —dijo Katherine mientras me dedicaba una media reverencia insolente. Parecía una respuesta a la condescendencia que había demostrado yo al acercarme a saludar a la señora como excusa para hablar con ella.
—Discúlpeme —dijo la señora Ravenscroft, aparentemente horrorizada—. Lo siento, pero es una malcriada. Su madre es una viuda sin muchos medios y la niña no está acostumbrada a comportarse en la alta sociedad. Esperábamos que cambiara de conducta mientras estuviera aquí, pero no parece que esté sirviendo de mucho.
Katherine enderezó la espalda, me miró fijamente a los ojos con una expresión tan desafiante que a punto estuvo de detenerme el corazón y tendió una mano desnuda para que se la besara. Yo la acepté. Tenía la piel más suave que el terciopelo y el tacto me pareció extrañamente familiar. Los ligamentos de las falanges se tensaron por un breve momento bajo la base de mi pulgar. Los delicados huesos de los dedos se contrajeron para luego extenderse ligeramente y presionar la palma de mi mano. Deslicé el pulgar poco a poco hasta la articulación de los dedos entre el índice y el anular y apliqué cierta presión sobre el dorso de las falanges proximales. La piel aterciopelada se extendió y los pequeños huesos se separaron bajo la mínima presión que ejercí, hasta que la solté de nuevo y pude sentir cómo se retraían hasta quedar de nuevo en su sitio con un leve clic.
Katherine bajó la mirada, aunque no fue un gesto de timidez, y los dos centramos nuestra atención en el punto en que nuestras manos se habían unido en una catarata de luz solar líquida.
—Qué oscura es su piel al lado de la mía —manifestó Katherine. Levantó la mirada hacia mí y sonrió.
Esa afirmación me obligó a volver en mí. Solté su mano enseguida, di un paso atrás y la saludé con la lacónica reverencia que debería haberle dedicado al principio.
—Señora Ravenscroft, señorita Montague —dije mientras me disponía a marcharme. A decir verdad, no me veía capaz de mantener una conversación durante mucho tiempo. Mi imaginación empezaba a galopar por su habitual senda frenética. Aquello había sido suficiente, lo mejor sería refrenarse.
—Señor —dijo Katherine Montague.
Me volví de repente.
—¿Sí?
—¿Le veremos durante el desayuno?
—Por supuesto. Buenos días.
Regresé al camino y busqué a mi padre, que estaba esperando junto a mi tía Barnaby y parecía tan desconcertado como yo mismo. Pensé que mientras me mantuviera alejado de Katherine Montague, en la medida de lo posible, y reprimiera mi sucia mente, no tendría que temer nada. Sin embargo, ya era la segunda vez que deseaba regresar a Londres cuanto antes. El cuerpo de Polly Smith habría apagado esa llama en cuestión de minutos.
El desayuno nupcial se celebraba tradicionalmente en la taberna del pueblo, aunque mi tía había intentado que se celebrara en Shirelands para poder gozar de más intimidad. Mi hermana, que a partir de entonces pasaba a ser la señora Barnaby, y el novio acudieron al banquete en el carruaje de la familia de él. Yo los seguí junto a mi tía y mi padre en nuestro propio carruaje.
—Bueno —dijo tía Barnaby en un tono de intensa satisfacción mientras extendía su falda por todo el asiento—. Jane ya está bien casada, ahora sólo nos queda casar al señorito Hart.
Esas palabras me dejaron estupefacto. No sabía si tomármela en serio y alarmarme o todo lo contrario, por lo que opté por reírme.
—Tristan aún no ha cumplido los veintiuno —dijo mi padre sin apartar la mirada del camino.
—Vamos, hermano —replicó mi tía—. Tú te casaste más o menos a esa edad. Claro que tú ya tenías tu fortuna, pero hasta el más necio puede ver que Tristan ya es un hombre de mundo, más de lo que lo fuiste tú jamás.
—Entonces no creo que necesite tu ayuda —murmuró mi padre.
—Hermano, una ciudad como Londres está colmada de riesgos, incluso para un joven inteligente, moderno y acaudalado como tu hijo. Y estoy seguro de que el señor Henry Fielding no es precisamente un buen ejemplo para él. ¿No está casado con su ama de llaves?
Me di cuenta de que mi tía hablaba completamente en serio. No me resultaba difícil adivinar lo que venía a continuación: un largo sermón acerca de las terribles consecuencias que tenía sucumbir a la tentación de contraer matrimonio con una criada joven y bien parecida —e incluso sin ser bien parecida— que no tuviera más que su rostro como carta de recomendación.
Pardiez, pensé. Si mi tía supiera algo acerca de mí, sin duda intentaría proteger a las criadas de mí y no al revés.
Levanté el bastón y golpeé tres veces el techo del carruaje, que se detuvo de repente.
—Déjame aquí. Iré andando —grité.
Mi tía soltó una exclamación irritada.
—Tristan —dijo—, llegarás tarde al banquete.
—No es necesaria mi presencia para que empiece, no soy tan importante —dije al tiempo que bajaba de un salto a la pradera. Me pareció que mi padre se lo tomó con buen humor, aunque tampoco estoy seguro de ello.
El carruaje siguió sin mí y yo me quedé quieto como una estatua junto al camino, escuchando el dulce gorjeo de un tordo entre los zarzales, pensando con cierto placer en lo imprevista que había sido mi huida. Por unos momentos presté una atención especial al tordo con cierto recelo, pero en sus alegres notas no detecté ni el más mínimo atisbo de acusación. Pensé que tal vez podría encontrar un rincón tranquilo desde el que continuar con mis anotaciones de las láminas del doctor Hunter y luego unirme de nuevo a la fiesta nupcial cuando no hubiera tanta gente. Sin embargo, en ese momento me di cuenta de que Jane no me agradecería el gesto precisamente. Decidí, pues, dirigir mis pasos hacia la taberna, que se encontraba apenas a menos de medio kilómetro de donde me había apeado. Intenté caminar con la mayor calma posible, mientras observaba las abejas que zumbaban entre los tréboles.
De hecho, caminaba tan despacio que no había llegado mucho más allá de las granjas y la forja cuando me adelantaron los Ravenscroft andando a buen paso en columna de a dos. Sophia iba delante con su madre y, tras lanzarme una sonrisa encantadora, se volvió hacia la señora Ravenscroft y le suplicó que le permitieran seguir conmigo. A pesar de la belleza de Sophia, no me apetecía en absoluto que me acompañara y rogué para que mis pasos de tortuga la disuadieran de ello. Sin embargo, no debería haberme preocupado tanto, pues la señora Ravenscroft, que tal vez pensó en algo similar a lo que tanto había alborotado a mi tía, agarró a Sophy por el codo con brusquedad y la obligó a continuar, alegando que ya nos encontraríamos en la taberna.
¿Acaso estaba fuera del alcance de Sophy? Hasta entonces no había pensado en ella de ese modo ni una sola vez, pero la idea me impactó. Durante los largos años que había compartido con Nathaniel me había acostumbrado a considerar a los Ravenscroft como a mis iguales y en muchos aspectos debía de ser cierto, aunque no en lo tocante al matrimonio. Para casarse hacía falta dinero y eso era algo que los Ravenscroft no tenían. Sin embargo, pensé, habría preferido que mi hermana se hubiera casado con Nathaniel en lugar de con Barnaby.
Es posible que la señora Ravenscroft hubiera creído que, ante la disyuntiva de elegir entre conservar la reputación de Sophy o la de Katherine, debía mantenerse fiel a su hija y dejar a la sobrina a su propia merced. En todo caso, resultó que la columna la cerraba Katherine Montague, que iba sola, y cuando alzó sus increíbles ojos grises y me miró fijamente, no pude resistir la tentación de acabar andando a su lado.
Durante unos momentos, ninguno de los dos dijo nada. A continuación decidí que ésa podía ser mi oportunidad de descubrir qué diablos le había ocurrido a Nathaniel, por lo que me aclaré la garganta y, del modo más despreocupado posible, dije:
—Señorita Montague, ¿sabe cómo le van las cosas a su primo mayor?
—¿Se refiere a… Nathaniel Ravenscroft? No. Es decir, nada nuevo, no.
Mi pregunta parecía haberla puesto nerviosa. Había pronunciado el nombre de Nathaniel casi con inquietud. Me volví hacia ella y la observé de cerca. El poco color que tenía en el rostro había desaparecido de sus mejillas de repente. Como si hubiera visto un fantasma, pensé. En ese momento me di cuenta con claridad de que había sucedido algo con Nat, algo que ni su familia ni la mía querían que yo supiese. Una pequeña alarma empezó a sonar en el fondo de mi corazón.
—Confío en que Nathaniel esté bien —dije.
—Que yo sepa, está bien —dijo mientras se mordía el labio.
—¿Lo echa de menos? —pregunté.
—No —respondió—. No lo echo de menos en absoluto.
—Ya veo —dije, aunque en realidad lo único que veía era cómo a Katherine le temblaba el labio inferior, ese labio que deseaba besar imperiosamente. Eso me dejó asombrado. La última mujer a quien había besado en los labios había sido Margaret Haynes. A mi lado, Katherine Montague parecía tan menuda que podría haberla recogido completamente entre mis brazos. En invierno podría protegerla con los faldones de mi sobretodo.
—¿Nathaniel se portó mal con usted? —pregunté.
—No. Sí. ¡Sí! Me tomaba el pelo.
—A mí también me tomaba el pelo —dije, mientras recordaba los acontecimientos de aquella noche de brujas en la que Nathaniel me había llamado gallina.
—¿Lo odiaba? —preguntó Katherine.
—No, no —dije—. Lo quiero mucho. Es mi mejor amigo.
—Oh —exclamó Katherine antes de quedarse en silencio.
Seguimos caminando juntos poco a poco, sin intentar proseguir la conversación. No me sentía más próximo a conocer la respuesta a mi pregunta y eso me molestaba, pero decidí no presionarla. Parecía haberse retraído de nuevo a su oscuridad insondable. Y sin embargo no había huido sola, puesto que podía notar cómo esa oscuridad nos rodeaba a los dos, como un remolino en una charca aparentemente plácida. Y tal vez por eso, porque ese silencio que ella guardaba con el objetivo de ahuyentar al mundo entero también me incluía a mí, supe que si alguien terminaría por contarme lo que le había ocurrido a Nathaniel sería Katherine Montague.
Ya casi habíamos llegado a la taberna cuando Katherine se detuvo, me miró a los ojos y dijo:
—¿Quiere besarme? Puede hacerlo, si le apetece. No me importará.
Yo me quedé de piedra, como si me hubiera caído encima un rayo azul procedente de un cielo despejado. Lo primero que pensé fue que no la había oído bien.
—¿Cómo dice?
—Puede besarme —repitió Katherine—. ¿No le gusto?
Los Ravenscroft que iban en cabeza ya habían entrado en la taberna y fueron desapareciendo rápidamente junto con el resto de la gente. Katherine y yo, que cerrábamos la comitiva, nos habíamos quedado bastante atrás, lo cual estuvo bien, puesto que eso significaba que no la había oído nadie más que yo. La miré fijamente durante unos diez segundos sin ocultar mi asombro, incapaz de articular una respuesta. Sí, quería besarla y sin duda ella había sabido leer el deseo que debía de llevar grabado en el rostro. Sin embargo, no tenía ninguna intención de hacerlo. Por primera vez desde que nuestras miradas se habían encontrado en la iglesia de St Peter, la expresión de Katherine reflejaba inseguridad.
—Sí —dije—. Me gusta usted muchísimo, pero no debería ofrecerme algo así. Ni a mí ni, ¡Dios no lo quiera!, a nadie más. Lo atribuiré a su falta de experiencia pero… señorita Montague, lo que yo veo como un acto de inocencia otros podrían verlo como un atrevimiento. Ese tipo de conducta puede perjudicarla.
—¿Por qué tendría que preocuparme? —dijo ella—. ¡Como si pudiera aspirar a algo! No conseguiré casarme como lo ha hecho la señorita Hart, moriré cuidando de mi madre.
—¡Por Dios! —exclamé—. No diga usted esas cosas —dudé un poco y a continuación decidí dejar a un lado la discreción e ir al grano—. Es usted la chica más bonita que he conocido jamás y todavía no tiene más que doce años. Su falta de fortuna no tiene por qué empañar sus posibilidades.
—La fortuna me odia. No soy bonita y no tengo doce años. Cumplí los catorce hace dos semanas. ¿Quién le ha dicho que tengo doce años?
—Mi hermana.
—Debe de habérselo dicho Sophy. ¡Esa perra mentirosa! Sólo tiene rencor y celos, en el corazón.
Eso me quitó el aliento.
—Señorita Montague —dije unos segundos después, durante los que no sabía si reírme o reprenderla—. No debe ir llamándole perra a la señorita Ravenscroft.
Katherine echó la cabeza hacia atrás y mostró su blanca garganta expuesta a la luz del sol.
—¿No? Eso no la convierte en alguien peor de lo que es, ni más mentirosa; me limito a describirla tal como es. Es una perra. ¿Qué más le ha contado su hermana acerca de mí?
Me volví hacia ella.
—Que es una vergüenza cómo coquetea usted, lo que no me parece precisamente mentira. Y que le golpeó en una oreja.
—Bueno, sí, lo hice. Se estaba portando de un modo horrible conmigo y recibió su merecido. Pero el resto son mentiras, mentiras asquerosas.
Clavé la mirada en la garganta de Katherine, observando cómo la arteria aorta se hinchaba y se contraía bajo su piel y permitía así que su vida fluyera.
—¿Está segura? ¿Después de lo que acaba de ofrecerme?
—Eso ha sido porque usted es usted. Y respecto a su «¡Dios no lo quiera!», señor Hart, Dios quiera que no crea usted que voy ofreciéndole besos a cualquier hijo de vecino. Pero no volveré a ofrecérselo a usted tampoco, si así lo desea.
—¿Jamás? Puede que lleguemos a encontrarnos en un momento y lugar adecuados para una oferta como ésa. Aquí y ahora, señorita Montague, así lo deseo, puesto que le interesa mantener el decoro, por alejada que pueda estar esa corrección de la realidad.
Katherine avanzó hasta quedar muy cerca de mí, mostrándome los dientes como si estuviera gruñendo y con los ojos grises echando chispas por un sentimiento que no acerté a interpretar, aunque sí sentí su fuerza e involuntariamente di medio paso atrás para apartarme de ella. La parte superior de su pelo rubio, tocado con una cofia blanca, apenas me llegaba a la altura del pecho. Las manos empezaron a dolerme.
—¿Decoro? —dijo ella—. ¿Se atreve a utilizar usted esa palabra conmigo, cuando veo claramente escrito en su rostro que sus pensamientos son de los más indecorosos?
Tuve que doblar el cuello para mirarla. Estaba tan cerca de mí que nuestros cuerpos casi se tocaban.
—De lo más indecorosos —la corregí—. Así se forma el superlativo: indecorosos, muy indecorosos, de lo más indecorosos.
—Mejor de los más indecorosos —susurró Katherine Montague.
Me habría gustado besarla en ese momento, pero antes de que pudiera intentarlo ella se apartó súbitamente y me dejó solo en el camino, con el corazón como el martillo de un herrero y el bajo vientre tan excitado que no me atreví a seguirla hasta el interior de la taberna. En lugar de eso, esperé con incomodidad junto a unos arbustos hasta que conseguí recuperar un aspecto mínimamente aceptable. Desde las ramas que me quedaban a la altura del hombro me llegó el inconfundible gorjeo de un acentor. Agucé el oído, pero una vez más no era necesario y se me ocurrió que tal vez las aves del pueblo eran tan amables conmigo como las de los jardines de Shirelands. Son mías, pensé. Y no de Viviane. Esa idea me dio muchos ánimos, ya no estaba completamente solo.
Pero ¿qué hago, pensé, con la señorita Montague? Estaba seguro de que podría contarme algo acerca de Nathaniel. Además, quedaba la cuestión no resuelta del beso. Es imprescindible, pensé, que hable a solas con ella. Antes incluso de terminar de pensarlo, se me ocurrió cómo conseguirlo. Mi padre, según la tradición, tenía que invitar al rector y a la señora Ravenscroft a cenar con nosotros esa noche en Shirelands Hall. Por cortesía, me encargaría de hacer extensiva la invitación a Sophia para que no tuviera que quedarse sola y, una vez aceptado eso, insistiría en nombre de la caridad para que asistiera también la señorita Montague, dada la necesidad que tenía de relacionarse con la alta sociedad.
El acentor que había estado trinando desde un arbusto de acebo alzó el vuelo y pasó aleteando junto a mi cabeza. El aire que me daba en el rostro era suave y las margaritas brillaban a mis pies. Al otro lado del camino, sobre la rama superior de un serbal, un petirrojo henchía su diminuto pecho antes de iniciar un aria.