30

Tres mañanas después de la visita del teniente Simmins, estaba ocupado trabajando en mi estudio cuando Katherine vino inesperadamente a hablar conmigo. Yo había decidido que era una buena hora para redactar la epístola al doctor Hunter en la que le pediría su apoyo, si bien mis esfuerzos para reproducir los efectos de un derrame en un animal vivo no habían sido fructíferos, ese fracaso había motivado, al mismo tiempo, ese requerimiento de ayuda. No se me ocurría la manera de continuar con mi empeño a menos que realizara las disecciones humanas en las que ya había pensado previamente, para poder demostrar así que una lesión severa del tejido nervioso del cerebro estaba, cuando menos, sistemáticamente presente en esos casos.

Ya había empezado a escribirle la carta al doctor, contándole al detalle mis pequeños avances cuando Katherine llamó a mi puerta con suavidad, la abrió y al entrar se tapó la nariz con un pañuelo aromatizado con lavanda.

Al instante, sintió náuseas. Mi estudio estaba impregnado por el hedor que desprendía un cachorro de zorro al que le había estado diseccionando la médula espinal la noche anterior por simple curiosidad. Lo había atrapado el guardabosque de mi padre y llevaba una semana entera muerto. Sin embargo, el cadáver seguía en buenas condiciones a pesar de que había empezado ya el proceso de putrefacción y yo estaba seguro de que podría exhibir su esqueleto en mi vitrina cuando hubiera terminado mi investigación, como era mi costumbre. Al fin y al cabo era Bloody Bones, el coleccionista de muertos. Mi estudio estaba en silencio, el fuego ardía muy bajo en la chimenea, el aire de primavera seguía frío y reinaba la calma. De mis criaturas, la única que seguía viva era el jilguero y, puesto que no tenía intenciones de experimentar con él, revoloteaba suelto por mi estudio. En ocasiones se posaba en mi hombro mientras trabajaba, gorjeándome sus melodías al oído. Eso me molestaba un poco, pero no lo suficiente como para enjaularlo con el objetivo de evitarlo.

Lo que me sorprendió era que Katherine no tenía la costumbre de interrumpirme durante mis investigaciones, puesto que la visión y el olor de una vivisección o una anatomía le parecían angustiantes y, en la única ocasión en la que me había sorprendido de esa guisa, de repente tuvo que salir corriendo a vomitar.

—Tristan —dijo con la voz de quien está a punto de revelar un gran secreto—. Traigo noticias.

—¿No pueden esperar? —pregunté mientras me apartaba el pelo de la frente.

Ella negó con la cabeza.

—No —respondió—. Ya han esperado lo suficiente.

Al parecer, su determinación era mayor que la mía. Lleno de curiosidad, dejé la pluma sobre el escritorio. Su expresión no era grave en absoluto, por lo que deduje que las noticias serían profundas, pero no terribles.

Por respeto a la sensibilidad de mi esposa, cubrí la mesa de disecciones con una mortaja blanca que guardaba únicamente para ese propósito y me aparté de la mesa para poder atenderla adecuadamente. Ella me miró en silencio durante tal vez diez segundos, mordiéndose el labio, con un brillo especial en los ojos. A continuación, sonrió y empezó a verter las palabras.

—Tristan —dijo Katherine—. ¡Estoy encinta!

¿Que no eran terribles? ¿Que no? ¡Me había equivocado!

Había estado esperando esa noticia. Había deseado oírla. Sin embargo, para mi gran consternación, en ese momento, cuando ya era demasiado tarde, me di cuenta de que no estaba preparado para oírla. El mundo empezó a dar vueltas a mi alrededor y tuve que agarrarme a la esquina de la mesa para apoyarme. Mi jilguero, alarmado, soltó un fuerte pitido y revoloteó hasta lo más alto de mi librería. Los pensamientos acudían a mi mente en tropel y de forma incoherente. Estaba horrorizado.

—¡Ay! —exclamé—. ¡Es demasiado pronto! ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? ¡Ay! ¿Cuándo lo concebimos? ¿En Navidad?

—¿Qué? —exclamó Katherine. Se quedó boquiabierta y empezó a temblar. Cruzó la estancia y rodeó mi pecho con sus brazos mientras presionaba la mejilla contra mi esternón—. No, no. No lo creo, no.

Su respuesta no tenía importancia. Yo sabía que no había habido ni el tiempo ni las ocasiones suficientes para concebir al bebé, ni para que Katherine pudiera haber confirmado su existencia, a menos que hubiera sido durante aquella semana tan frenética. Y, aun así, ¿acaso no era eso lo que yo había deseado? No lo sabía, de verdad que no. Temblando todavía un poco, conseguí que mis brazos se relajaran y abracé a Katherine. Al menos, pensé, el bebé nacería sano. Mi vigor había sido tan singular en su propósito y tan implacable en su fuerza que no podía haber tenido lugar una disipación de los espíritus animales implicados en la concepción y, en cualquier caso, nacería bajo el augurio de un astro afortunado.

¿Afortunado? ¿Afortunado? Noté el corazón vacío. ¿Cómo podía pensar que un hijo mío podía llegar a ser afortunado? La misma violencia, pensé, de la pasión que se desencadenó en nosotros durante aquella semana seguramente engendraría un monstruo. Al fin y al cabo, eso es lo que era mi pobre murciélaga.

—¡Será de piel oscura! —exclamé.

—Tú también lo eres y te amo por eso.

—¡Pero el mundo no! ¡El mundo no lo querrá!

Katherine me rodeó la cara con las manos y con una violencia algo sorprendente me agarró de la barbilla para obligarme a mirarla a los ojos.

—Entonces —dijo con rabia—, si el mundo no te quiere, el mundo no me importa nada, Bloody Bones, amor mío. Y si nuestro hijo acaba siendo tan negro como un oso, no lo amaré menos que si fuera tan blanco como un cisne. No, lo amaré todavía más. No elegí a un hombre blanco y rubio. Te elegí a ti, Tristan. A ti. Estoy contenta de que vayamos a tener un hijo y quiero que tú también lo estés.

Pero yo sólo podía pensar en una cosa: en que el mundo entero lo llamaría judío.

Escribí al doctor Hunter esa misma tarde y puse un empeño especial en exponerle los detalles del caso: mis hipótesis, mis experimentos, mis hallazgos y la frustración a la que me enfrentaba. En un tono apropiadamente respetuoso y a la vez cauto ante las implicaciones que pudiera tener una negativa, le supliqué que me prestara su ayuda: necesitaba cadáveres adecuados y tiempo en sus salas de anatomía. Le sugerí que si creía conveniente ayudarme en la investigación, podríamos identificar y aislar juntos la causa fisiológica del derrame. También le sugerí que ya tenía ideas respecto al tratamiento que tal vez podría abrir las puertas a la posibilidad de obtener la cura.

En cuanto hube concluido la epístola de manera satisfactoria y la hube mandado, regresé a mi larga mesa para terminar la disección del cachorro de zorro.

Esperé con avidez una respuesta a mi carta, pero, para mi sorpresa y gran decepción, no llegó ninguna. Me costaba creer que el doctor Hunter hubiera juzgado que mi hipótesis tenía tan poco valor científico como para no ser siquiera digna de la más mínima consideración. Además, pensé que era de lo más improbable que, en caso de que así hubiera sido, no me hubiera escrito al menos una carta para comunicármelo. Pero, después de un húmedo mes de marzo, vino abril y éste transcurrió sin que yo recibiera carta alguna de él.

A raíz de la ansiedad que eso me provocaba empecé a tener dificultades para dormir y, por compasión por Katherine —o al menos me convencí a mí mismo de que eso era—, que tampoco podía dormir por mi culpa, empecé a pasar las noches solo en mi estudio, en el sofá. Tuve la sensación de que eso tampoco era un inconveniente para ella, puesto que desde que me había revelado su estado no me había atrevido a intimar con ella de nuevo, por miedo a causarle heridas a ella o al bebé que llevaba dentro. En ocasiones me pareció ver en su rostro una súplica desgarrada, como si me pidiera volver a sentir aquel dolor tan dulce y, si bien durante los primeros días me habría lanzado enseguida a por mi cuchillo, me limitaba a no responder y ella tampoco me provocaba. Cada vez que cerraba los ojos, me parecía ver ante mí la serie de dibujos que el doctor Hunter había hecho para representar el feto acurrucado dentro de la matriz embarazada: el músculo del útero en expansión, los ligamentos estirados, las venas más gruesas. Uteri humani gravidi. Cualquier duda quedaba descartada de inmediato.

Por ese motivo, fue un tremendo alivio para mí recibir, al fin, cuando menos me lo esperaba, una carta que parecía volver a dejar la iniciativa en mis manos. El remitente era el recién nombrado capitán Simmins, que me informaba de cuál era su dirección en Londres y me invitaba a visitarlo cuando yo lo creyera conveniente. Al cabo de una semana ya le había escrito para aceptar la invitación y, a pesar de mis recelos ante la idea de dejar sola a Katherine y los que expresaron los varios miembros de la casa al respecto, inicié los preparativos del viaje.

—¡Ojalá no fueras a Londres, Tristan! —me soltó de sopetón Katherine una noche, mientras cenábamos los dos solos en el comedor, bajo la presencia del tictac del reloj de la repisa de la chimenea.

—No será necesario que me quede durante mucho tiempo, pero de algún modo tengo que hablar con el doctor Hunter. Tal vez no haya recibido mi carta.

No deseaba separarme de ella, pero tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo.

No obstante, quien opuso más resistencia a mi partida, para mi gran sorpresa, fue mi padre. Eso me sorprendió muchísimo, puesto que, aunque seguía teniendo la intención de ocuparme de sus cuidados en cuanto hubiera desarrollado una cura para su estado, últimamente no me había prodigado mucho en su compañía.

—¿Acaso piensa que voy a fracasar? —le pregunté a Erasmus nada más salir de la habitación de mi padre—. Si a mi vuelta he identificado el método que le permita recuperarse, agradecerá que me haya marchado.

—Incluso en ese caso… —dijo Erasmus—. Ten en cuenta, Tristan, que no has recibido noticias del doctor Hunter. No puedes descartar la posibilidad de que no te ayude. Es un hombre muy ocupado, tiene su propia consulta, la escuela y, por mucho que desee ayudarte, tal vez no pueda hacerlo. Me preocupa cómo podría llegar a afectar a tus nervios esa circunstancia.

—Erasmus —dije mientras lo miraba fijamente a los ojos—, me tienes en buena consideración, ¿no? Porque si es cierto lo que me dijiste, que realmente me he recuperado de mi ataque nervioso, puede que sufra esos contratiempos y los supere con la misma capacidad que cualquier otro hombre, ¿no crees?

—Estás lo suficientemente cuerdo —dijo Erasmus— para saber que no tengo autoridad alguna para obligarte a nada, aunque sería sabio por tu parte escuchar mi consejo. Te lo ofrezco como amigo, no como médico.

—Gracias —dije—. No lo seguiré, pero se agradece la intención.

Hubo una larga pausa. Recorrimos el pasillo juntos; él hacia la biblioteca y yo hacia mi estudio, ante cuya puerta Erasmus se detuvo y se volvió hacia mí.

—Puesto que estás decidido a regresar a Londres —dijo—, tal vez yo haga lo mismo, quizás la oferta que me hizo el doctor Oliver para trabajar con él en St Luke siga en pie. No puedo continuar viviendo ociosamente a expensas de tu hospitalidad.

—Pardiez —exclamé—. ¡Preferiría que te quedaras! ¿No se suponía que tenías que ocuparte de mi padre?

—Tristan —dijo Erasmus con amabilidad—, tengo que trabajar, amigo mío. Yo no soy un terrateniente.

En ese momento recordé, como nunca había hecho antes, que Erasmus se había ocupado de mí, aunque en su momento yo creyera que se ocupaba de mi padre, y que por el afecto que me tenía había expresado el deseo ferviente de mantenerme alejado de St Luke. Me di cuenta también de que nunca había recibido un pago acorde con sus servicios debido al apego que los Barnaby sentían por su dinero.

—Erasmus —dije—, si te quedas como médico para mi familia, te ofreceré la paga que estimes apropiada y nadie se opondrá a que pasen por tu consulta nuestros vecinos, si lo deseas. El médico local no es un hombre de ciencia y estoy seguro de que sus tratamientos matan al mismo número de gente que curan. Porque, mi hermana…

—Basta —dijo Erasmus—. La señora Barnaby no me aprecia.

—¡Claro que sí, eso no es cierto! —exclamé—. Tiene un alto concepto de ti y así lo ha expresado en numerosas ocasiones.

—Nunca delante de mí —replicó Erasmus—. En cualquier caso, se las ha arreglado para demostrar una singular aversión por mi compañía.

—Su marido, eso te lo aseguro, es un petimetre hipócrita —dije—. Pero mi hermana es la mujer más dulce de carácter que puedas encontrar y si se ha mostrado arisca debe de ser porque intenta ocultar la medida de su afecto.

Erasmus me miró completamente desconcertado.

—¿Qué quieres decir con eso, Tristan?

—Pardiez —dije mientras encogía un hombro—. Ya te he presentado mi oferta, Erasmus. Haz lo que quieras, pero a nosotros nos gustaría que te quedaras.

—Bueno, Tristan —dijo Erasmus con una mirada extraña—. Lo pensaré. Pero me gustaría que tú también consideraras el consejo que te he dado, así como el que te han dado tu padre y tu esposa.

Poco antes del día previsto para mi partida, durante la semana en la que esa primavera tan húmeda hizo que los espinos empezaran a florecer, le dije a mi hermana que Katherine estaba encinta. La noticia tuvo una consecuencia inesperada: el señor Barnaby, que sin duda se enteró por terceros y no por su esposa, puesto que ésta pasaba ya tantas noches en Shirelands que era difícil pensar en un momento adecuado para que se lo hubiera podido explicar, a regañadientes invitó a Katherine a visitar Withy Grange el sábado siguiente. Yo no esperaba que la visita fuera especialmente animada, pero la curiosidad y el deseo de ver cómo Barnaby se moría de vergüenza me llevó a garabatear una breve nota de aceptación en el dorso de la propia invitación y se la hice llegar de inmediato por medio del mismo mensajero que me la había entregado a mí.

En cuanto hube tomado esa decisión, sin embargo, me di cuenta de una dificultad inesperada. Cuando había decidido regresar a Londres no había pensado que de ese modo abandonaría mi propiedad y cruzaría territorio enemigo. Aunque sabía que había expulsado a los duendes de Raw Head de Shirelands, Viviane gobernaba el valle y estaba seguro de que su odio por mí no había disminuido ni un ápice. Incluso ese breve viaje a Withy Grange, pensé, puede brindarle la oportunidad de atacar. Pensé en escribir a Barnaby para retractarme, pero luego me pareció que eso podría transmitir a mi familia una falsa impresión de demencia. En caso de que mi cordura dependiera de algo parecido, aquello podía llegar a causar la suficiente confusión para amenazar mis proyectos. Descarté, pues, aquella idea.

En lugar de eso, la mañana de la visita, Katherine y yo nos vestimos con ropa de colores apagados para pasar desapercibidos. Además, le ordené al cochero de mi padre, que no vestía de forma llamativa, que no le contara a nadie que teníamos previsto emprender ese viaje ni a qué pasajeros llevaría. También le prohibí que se detuviera, incluso en caso de robo. Le había sugerido a Erasmus que nos acompañara en nuestra visita, pero, para mi gran decepción, mi sugerencia fue recibida con un contundente rechazo. Viajamos con los postigos cerrados e hice caso omiso de las quejas de Katherine, que protestó por la falta de luz y de aire. Éramos como dos urogallos con el plumaje a juego y teníamos que llevar la jaula cubierta en todo momento.

Llegamos a Withy Grange tras más o menos una hora de viaje. Cuando oímos que las ruedas del carruaje se detenían con un chirrido sobre la grava de la casa de Barnaby, me puse de pie y abrí la puerta. El interior carmesí del carruaje se iluminó de repente con una luz liviana y aquel ambiente tan cargado pareció revivir de nuevo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Katherine enseguida.

—Puesto que Dios no existe —me apresuré a responder—, más vale que me lo agradezcas a mí. Al fin y al cabo he sido yo quien ha abierto la puerta.

—En ese caso —replicó Katherine con tono mordaz—, os lo agradezco a vos, gran Tristan, cuya clemente misericordia no conoce límites y cae sobre nosotros como la lluvia en invierno —tras lo que me mostró los dientes con una expresión que no fue, ni mucho menos, cariñosa.

—Es suficiente —dije mientras bajaba del carruaje—. Cierra el pico. Una sonrisa tan dulce como ésa no podría comprarse ni con todo el oro de África y yo ni siquiera poseo la fortuna de mi familia. Dame la mano y te ayudaré a levantarte.

—Más te vale, Bloody Bones. Tú me has metido en esto —respondió Katherine con un gruñido.

Posó la palma de la mano sobre la mía y descendió con cuidado los tres escalones que nos dividían. Por un momento, mientras la tenía delante, mirándome fijamente, fue como si nunca hubiera habido distancia alguna entre nosotros. Todo cuanto teníamos, en realidad todo cuanto éramos, estaba contenido en el espacio existente entre su cuerpo y el mío: Katherine y yo, yo y Katherine. Entonces le rodeé la cintura con las manos y me sorprendió notar lo mucho que había aumentado su volumen.

—Ven —dije mientras apartaba los dedos de ella como si me hubiera quemado. Volví sobre mis talones y quedé frente a aquella casa de magnífico techado cuya puerta principal, de color claro y flanqueada por dos atentos lacayos, permanecía abierta en lo que parecía un gesto de bienvenida.

—No debemos quedarnos aquí, por muy bien que estemos. Vayamos a ver qué quiere decirnos el señor Barnaby.

—¡Oh! —exclamó Katherine—. Claro, Tristan. Entremos enseguida.

En lugar de esperar a que le ofreciera mi brazo, se levantó las faldas por encima de los tobillos y empezó a avanzar casi a la carrera, de manera que me pisó con contundencia el pie derecho. La llamé algo alarmado, pero ella me ignoró y desapareció, como Eurídice, bajo el arco gris del pórtico.

Barnaby nos recibió con educación, con Jane a su lado, en el largo salón de Withy Grange, que gozaba, igual que el salón de mi hermana, de una vista del valle hacia el río. La sala era clara y estaba bien iluminada, pero no era nada acogedora. Desde los sofás de Chippendale a las sillas pegadas a las paredes, pasando por la alfombra italiana central y las parejas de jarrones griegos que flanqueaban el mármol veteado de la chimenea, me dio la impresión de que todo había pasado mucho tiempo tapado con sábanas hasta hacía poco, mientras que el aire fresco del interior transmitía cierta sensación de vacío.

Barnaby sin duda sabía que yo estaba al corriente del estado en el que se hallaba su matrimonio. No obstante, era evidente que le había ordenado a Jane que colaborara para fingir cierta unidad conyugal, puesto que los dos se levantaron a la vez y acudieron a darnos la bienvenida que ni uno ni el otro sentían con sinceridad. Jane llevaba un vestido volante de satén de color pardo y un peto blanco con valiosos encajes flamencos. Ocultaba su fisonomía bajo una gruesa capa de blanco de plomo y llevaba una peluca especialmente alta. Su aspecto era tan distinto del acostumbrado que de haberla encontrado por la calle tal vez no la habría reconocido.

Barnaby, por su parte, iba vestido con la sobriedad propia de un párroco. Su casaca de lana ajustada era de color azul ultramar, abotonada hasta esa barbilla buitrera que le hacía parecer desnutrido a pesar de ser un hombre acaudalado. Me miró con desdén y con una aprensión mal disimulada, como un señor de rango menor miraría a un héroe del boxeo. Recordé con irritación cómo había consentido que me trasladaran a casa en lugar de permitir que me confinaran en St Luke. No me gustaba la idea de que Barnaby hubiera sido testigo de mi manía nerviosa, y eso me habría llevado a apreciarlo todavía menos, en caso de que eso fuera posible. Tal vez era, pues, una suerte ese desprecio desmesurado que me provocaba, puesto que de ese modo sería necesario un milagro para que pudiera llegar a sentir menos estima por él.

Nos sentamos y jugamos a cartas hasta que Katherine y yo hubimos distraído lo suficiente a los Barnaby y a mí se me hubo terminado la paciencia para continuar con aquella tediosa pantomima. Antes de que Jane pudiera sugerir la posibilidad de jugar otra mano, viré el tema de la conversación hacia el bosque de sauces de Barnaby y expresé que compartía la opinión que Jane tenía respecto a su eliminación.

—Ese bosque —dije— probablemente lleva allí varios siglos y, si nadie lo impide, podría durar varios más. Además, es hermoso y a Jane le encanta. Señor Barnaby, ¿por qué no reconsidera su decisión por deferencia a su esposa?

—¡Ah, Tristan, a mí no me importa! —intervino Jane de repente, antes de que su esposo pudiera siquiera respirar—. ¡Es la moda! Además, el señor Barnaby puede hacer las mejoras que le plazcan.

Esa respuesta fue tan inesperada, tan completamente distinta de las quejas que me había expresado Jane en privado, que por un momento me quedé atónito.

—Hermana —tartamudeé en cuanto me hube recompuesto—, ¿no habíamos convenido en que la destrucción de los sauces podía suponer un peligro en caso de que el río crezca más allá de su cauce habitual?

—El señor Barnaby —dijo Jane en tono pacífico— afirma que ese argumento es una solemne tontería, que ni nuestros campos ni las granjas de la zona corren peligro de inundación.

—La única tontería —respondí— es la que estás diciendo tú cuando…

Me detuve de repente. Katherine me había propinado un severo puntapié en la espinilla. Barnaby hinchó las narinas.

—El señor Barnaby se lo ha encargado a unos jornaleros —dijo Jane— y éstos ya han empezado a trabajar en ello. Son de lo más eficientes. El señor Barnaby está muy complacido con la reparación del muro del viejo huerto que llevaron a cabo.

¿Debe de pegarla?, pensé de repente.

Hundí los nudillos de mi puño derecho en la palma de la otra mano hasta que crujieron. El ruido sonó sorprendentemente claro y fuerte en la quietud de la sala, como una descarga de pequeños disparos.