5

El mes de abril de mil setecientos cincuenta fue especialmente sombrío, con un cielo encapotado y continuos chubascos torrenciales. No obstante, a pesar de la humedad, no fue un mes particularmente frío. El termómetro que tenía en el alféizar de la ventana del dormitorio me decía cada mañana que por fin las temperaturas iban en aumento. El largo y cruel invierno que había detenido los relojes y había congelado el río había terminado. Los efectos de esas temperaturas de nuevo templadas eran cada vez más visibles en la floración de los setos y en la proliferación de aves por los campos de Shirelands Hall. Durante todo el mes mantuve un buen fuego en la chimenea del estudio y me quedé entre esas cuatro paredes viendo cómo la lluvia inundaba el Valle del Caballo Blanco.

Mi laboratorio había cambiado bastante desde que me había instalado en él. La mesa más larga seguía frente a la ventana sur, pero estaba flanqueada por dos grandes jaulas en las que guardaba a los especímenes vivos hasta que podía disponer de ellos. Cada una de esas jaulas tenía varias subdivisiones que utilizaba para alojar a unos cuarenta animales de pequeño tamaño, por lo que la estancia solía desprender un olor parecido al de la pajarera de un guardabosque. Todo eso ocupaba la extensión completa de uno de los muros y me había obligado a desplazar el escritorio hasta el centro de la habitación, puesto que había tenido que instalar más librerías y armarios, del suelo hasta el techo, en las otras paredes y no disponía ni de un centímetro de espacio libre. Tras las puertas acristaladas, me miraban los cráneos de zorros, nutrias, tejones y de un corzo, mientras que los esqueletos montados de gatos y ratones bailaban por los estantes entre los tarros que mantenían en conserva las respectivas vísceras. Para poder leer con comodidad, había instalado frente a la chimenea un pequeño sofá, en el que pasé buena parte de los meses precedentes envuelto en una manta.

Había cumplido los diecinueve años en enero y pretendía ingresar en la Universidad de Oxford, pero me resultó imposible. Cada vez que le preguntaba a mi padre acerca de esa posibilidad me salía con la pobre excusa de que mi mente seguía siendo frágil. Me pareció injusto: hacía tres años y medio que había tomado posesión de mi laboratorio y no había recaído más que un par de veces en el mar de la melancolía. La obsesión que había causado la dimisión del último de mis tutores parecía poco más que una pesadilla medio olvidada. Mi infelicidad se basaba en el hecho de que, en Nochebuena, Nathaniel había venido a visitarme completamente beodo y me había contado que a partir de septiembre asistiría a la universidad de Teología para convertirse en sacerdote y cumplir así el deseo de su padre. Al ver hasta qué punto me había afectado esa noticia, me había suplicado que regresara con él a la rectoría para recuperar el buen humor en compañía de varias de las criadas, alegando que una de ellas se había fijado especialmente en mí. Sin embargo, rechacé su oferta sin revelarle lo mucho que lo echaría de menos.

El trece de abril a las nueve en punto, me encontraba inmerso en la concienzuda disección de una rata preñada de gran tamaño cuando alguien llamó inesperadamente a la puerta de mi estudio. A causa del sobresalto, atravesé con el escalpelo una de las delicadas bolsas amnióticas que me había propuesto conservar intactas y de un solo golpe le corté el cuello y la extremidad anterior derecha al feto.

—¡Maldición! —Todavía con el escalpelo en la mano, crucé la estancia, le di una vuelta a la llave y abrí la puerta de par en par—. ¿Qué demonios sucede?

—¿Ésas son maneras de saludar a tu mejor amigo? —dijo Nathaniel.

—¡Ah, eres tú! Creí que sería un lacayo.

—Quería venir él a avisarte —dijo Nathaniel—, pero lo he convencido para que me dejara llamar a mí directamente. ¿Ya sabes que llevas las manos llenas de sangre? He venido a buscarte para salir de parranda esta noche.

—¿De parranda? ¿Qué…? La sangre es de la rata que me mandaste, un espécimen muy bello, Nat. Pero me estoy quedando sin vinagre para encurtir.

—No entiendo lo que me dices.

—No puedo conservar la rata entera; es demasiado grande. Por eso he decidido extirparle sólo el útero y los embriones. Y la operación estaba saliendo muy bien antes de que tú me interrumpieras llamando a la puerta con ese estruendo de mil demonios. Ven y verás lo que me has hecho hacer.

Volví a cruzar la estancia hasta la mesa y dejé el escalpelo con cuidado sobre la tabla de disecciones, dispuesta justo en el centro de un círculo formado por velas al que sólo le faltaba un cuarto, donde había prendido con alfileres el cuerpo de la rata. Nathaniel contempló el cadáver con una expresión de perplejidad.

—Aquí, Nat, por el amor de Dios —dije.

—¿Qué es el útero? —preguntó Nathaniel.

—Eso —presioné levemente el órgano con la yema del dedo meñique.

—Me parece que ya lo veo. Ni que decir tiene que de haber sabido que estaba preñada no te la habría ofrecido.

—No es más que una rata —dije yo—. Con algo tengo que practicar. No sabes el sufrimiento humano que podría llegar a aliviarse gracias a las tres horas que le he dedicado a esta rata. Aunque hubiera preferido que hubiera sido un mono.

—No tenía ningún mono. Y respecto a lo de aliviar el sufrimiento humano, debo decir que no sé si merece la pena tanto esfuerzo. Si le reduces a un hombre el dolor que siente a la mitad, sólo conseguirás que se enoje por no habérselo remediado del todo. Y ahora lávate las manos y la cara, tienes una buena mancha de sangre de rata sobre la ceja izquierda. Cámbiate de ropa y ven conmigo. Le he pedido al dueño de la posada del Toro que nos reserve el piso superior para poder celebrar un festejo privado.

Esa información me cogió por sorpresa, hasta el punto de que no pude evitar apartar los ojos de mi obra para mirar a Nathaniel. Entonces vi por primera vez el delicado bordado que decoraba su levita verde y el elegante corte de sus bombachos de seda. Los tirabuzones perfectos que formaba su pelo caían alrededor de su esbelto cuello y llevaba un sombrero nuevo. En lugar de bastón llevaba, asida a la cintura, una pequeña espada plateada. La empuñadura, decorada con intrincados motivos, refulgía como si la hubieran labrado con la mismísima luz del sol en lugar de con metal y remataba una vaina trabajada con delicadeza. En el muslo opuesto, tras los pliegues del abrigo, parecía llevar algo parecido a un cuerno de caza. Bajo el brazo izquierdo llevaba también el pequeño tambor que les había comprado a los gitanos.

—¿Qué demonios…? —dije—. ¿Un festejo, dices? —Empezaba a sentirme intrigado, a pesar de no estar dispuesto a dejarme llevar—. ¿El dueño no te cobrará por ello? Imagino que no debe de gustarle especialmente la idea.

—Así es, mira que llega a ser pesado. Pero en cierto modo también ha sido un alivio para él.

—¿Y eso?

—Porque me debía un favor, querido Tris, y accedió a debérmelo sin primero estipular de qué tipo sería.

Yo fruncí el ceño.

—¿Un favor? ¿Por qué debería preocuparle eso?

—Porque podría haberle pedido cualquier cosa, Tristan. Cualquier cosa.

—Y él podría haberse negado, si le hubiera parecido poco razonable. ¿Qué has hecho para conseguir que ese bobalicón se sintiera tan en deuda contigo?

—Jamás se habría atrevido a negarse —dijo Nathaniel con una carcajada—. Pero lo que hice por él es un secreto entre nosotros, contravendría las reglas si te lo contara.

—Entonces, si te muestras tan hermético —dije yo—, es que lo que estás contando no son más que sandeces. Dime, ¿por qué debería reunirme contigo en lugar de quedarme aquí diseccionando esta rata?

—Porque Margaret Haynes también vendrá.

Margaret Haynes era la hija mayor del dueño de la posada. De pelo oscuro, ojos claros y una belleza tal que la convertía en la envidia de las chicas más guapas de la región. Al mismo tiempo, era la mujer que me había iniciado, dos meses antes, en el misterio de las relaciones íntimas, así como también me había instruido en las maneras de proceder. «No basta con saber foyarme —me había dicho—. Hasta’l más tonto sabe foyar. Ties c’aprender a hacer que m’arda’l conejo».

Por supuesto, no estaba enamorado de Margaret y era incapaz de imaginar que pudiera llegar a estarlo. Sin embargo, apreciaba el afecto que la chica demostraba por mí cuando su padre no estaba cerca y me esforzaba al máximo en corresponderla en la medida que el decoro y la falta de seguridad en mí mismo me lo permitían. Del mismo modo, sabía perfectamente que ella no estaba enamorada de mí. Yo era el hijo de un terrateniente y un novato, y Margaret Haynes era demasiado lista como para perder demasiado tiempo con cualquiera de esas dos tipologías de hombre.

Cuando Nathaniel me dijo que ella también asistiría a ese festejo privado, por supuesto, no se refería a que hubiera sido invitada. Margaret estaría allí en calidad de sirvienta, sería la moza que se aseguraría de que el vino y la diversión no faltaran en ningún momento.

—Podrás llevártela a un reservado en algún momento durante la celebración —dijo Nathaniel—. ¿Qué te parecería rellenarle el pavo a Margaret Haynes en la noche de brujas, en las narices del histérico de su papaíto?

Era una imagen sugerente y, no obstante, tampoco consiguió persuadirme por completo, aunque no habría sabido explicar el porqué. Lo que sí sabía, en el fondo, era que por mucho que me gustara Margaret Haynes sentía que me faltaba algo cuando manteníamos relaciones. Del mismo modo silencioso, sospechaba que por mucho que lograra abrasarle el conejo, yo no llegaría a sentirme satisfecho. No acertaba a comprender qué era lo que me faltaba. Era algo distante, informe, algo para lo que no encontraba un nombre.

Sin embargo, pensé que me estaría convirtiendo en un hombre bien extraño si realmente prefería meter doce fetos de rata en conserva antes que tirarme a Margaret Haynes.

—Voy a cambiarme de ropa —dije.

La posada del Toro estaba en un cruce de caminos, a unos tres kilómetros al oeste del pueblo, a una distancia ligeramente menor que la que separaba la aldea de Shirelands. Gozaba de cierta popularidad entre nuestros arrendatarios, así como entre los habitantes de los caseríos circundantes que no estaban dispuestos a emprender, borrachos y tambaleándose, un camino de vuelta a casa de casi tres kilómetros. Era una edificación oscura e inquietante, construida con piedra foránea y roble negro en algún momento del siglo catorce. Junto a la pesada puerta había colgado un farol de latón que arrojaba una luz mortecina sobre el pestillo. Diminutas ventanas emplomadas daban a la calle desde las habitaciones del primer piso, sobre la taberna, mientras que en la parte posterior estaba la cocina y, encima de ésta, la sala de mayor tamaño que Nathaniel había reservado para la noche. Los establos quedaban en la parte trasera, más allá de un patio enlosado y resbaladizo.

Descendí con cuidado del carruaje del rector, que Nathaniel solía utilizar ya con frecuencia por aquel entonces, y me dirigí de puntillas, esquivando heces y charcos, hacia la puerta trasera. Nathaniel le pasó las riendas del poni al mozo de cuadra y le prometió una moneda extra a cambio de que cepillara al animal y le diera avena de calidad para comer.

—Más tarde tendré que volver a tirar del carro —dijo Nathaniel—. Al menos que el pobre descanse mientras pueda —añadió mientras le acariciaba el hocico blanco. La bestia alzó las orejas, como si hubiera comprendido sus palabras.

Nathaniel dejó el poni y cruzó el patio con tanta seguridad que parecía que estuviera volando.

—No —dijo mientras me agarraba del brazo—. Hoy no hace falta que entremos a hurtadillas por la puerta de atrás.

Rodeando el lodo, me llevó hasta la puerta principal de la posada del Toro. Las nubes que encapotaban el cielo se dispersaron por unos momentos y un extraño instinto me impelió a mirar a mi alrededor, aunque no oí nada de nada. Los caminos que se extendían en todas direcciones parecían anchas y oscuras cintas entre los campos refulgentes de un color casi gris bajo la débil luz de la luna, que acababa de entrar en el cuarto menguante. Al otro lado del cruce, solamente podía divisar el arco blanco de la roca grabada que señalizaba el camino, de un color levemente amarillento a la luz de la linterna y cuya inscripción no llegaba a distinguirse. Volví la mirada hacia Nathaniel. Por un segundo, no más, los ojos de mi amigo encontraron los míos y el mundo que nos rodeaba en ese instante se sumió en el mismo silencio que la luz de las estrellas. El frío me helaba la piel.

Nathaniel parecía un resorte de relojería demasiado tensado. Todos los músculos de su bello rostro pedían a gritos una liberación desesperada. Creí reconocer aquella expresión en mi propio rostro tres años atrás. A través del silencio, pude oír el frenético latido de su corazón, el tictac de los segundos que pasaban como una caballería en plena huida.

—La única solución es romper el reloj —dije.

—Lo sé —replicó Nathaniel.

A continuación el silencio se rompió de nuevo y pudimos oír la jarana de los borrachos de la taberna y el ulular de un búho en algún lugar del camino. Nathaniel abrió la pesada puerta de roble y, antes de sumergirse en la oleada de luz, humo y barullo del interior, se volvió hacia mí con una sonrisa y una expresión socarrona en los ojos.

—Vamos, Tristan —dijo—. Estos zopencos no olvidarán jamás nuestra llegada, en cien años que vivieran.

Nathaniel cruzó el umbral de la posada y yo lo seguí, agachando la cabeza para pasar bajo el dintel medieval. La estancia apestaba a sudor, cerveza negra y carbón ardiendo. El humo de pipa impregnaba el aire y lo llenaba de volutas parduscas que se acumulaban en el techo bajo y se adherían a él como melaza. Tosí mientras con las manos intentaba en vano alejar aquella niebla de mi nariz.

—Amigos, aldeanos y compatriotas —empezó a decir Nathaniel mientras se dirigía con paso solemne al centro de la estancia como si de un gran actor se tratara, con marcada grandilocuencia y ampulosidad. Se detuvo entre la barra y la chimenea esperando con aire ceremonioso a que se hiciera el silencio.

Para mi gran sorpresa, consiguió acallar las voces. Al instante, todos los rostros de la taberna se volvieron hacia él con gran expectación.

—Esta noche —dijo Nathaniel— no he venido en condición de señor, sino como un simple individuo, tan mortal y perpetuo como vosotros. Esta noche, a los ojos de Dios, del diablo y de la Reina Hada, todos somos iguales tanto en la forma como en el fondo. Esta noche, el velo es más leve que de costumbre, hombres y espíritus se encuentran a un mismo nivel. ¿Quién se atreverá a romper esa unidad? ¿Quién trazará la línea que separa el ángel de la bestia?

No se movió ni un alma. En la planta baja de la posada del Toro todo el mundo se quedó mirando a Nathaniel con expresión de asombro, boquiabierto. Tuve que esforzarme para mantener la compostura.

—Si nadie está dispuesto a hablar —prosiguió Nathaniel—, ¡que reine la alegría en esta casa! ¡Señor Haynes! ¡Pago una ronda de lo que quieran a todos los presentes!

Esas palabras sí las comprendieron.

—¡Pardiez, Nat! —exclamé yo, súbitamente alarmado.

Nathaniel metió la mano en un bolsillo del chaleco y sacó un pequeño monedero de seda atado con un cordel dorado. Se lo lanzó despreocupadamente a la muchacha que se encargaba de servir —por cierto, no era Margaret— y que estaba tan sorprendida que tuvo dificultades para cazar la bolsa al vuelo.

—¡Bebed y sed felices! —exclamó Nathaniel—. Quién sabe si mañana estaremos todos muertos. Lo único que os pido a cambio es que cuando alguien os pregunte: «¿Qué puedes contarme de Nathaniel Ravenscroft?» le habléis bien de mí.

La joven Betty se quedó mirando fijamente el monedero de seda que tenía en la mano y empezó a deshacer con torpeza el nudo dorado. Su expresión de asombro inicial se convirtió de repente en codicia. Alzó la mirada hacia Nathaniel con una sonrisa, como lo haría un gatito ante un plato de crema de leche, y un murmullo de aclamación recorrió la taberna.

Me acerqué a Nathaniel y lo miré con incredulidad.

—¿Qué diablos estás haciendo, Nat?

—Saldar mis deudas. Ahora ya no le debo nada a nadie.

El alboroto recomenzó con renovado júbilo cuando la moza empezó a recorrer las mesas con su jarra marrón para rellenar enseguida los vasos de los que se lo reclamaban. Nathaniel volvió a agarrarme y nos abrimos paso entre la multitud hasta la puerta que llevaba a la cocina y a las escaleras.

—Ese bastardo de allí —dijo Nathaniel mientras abría la puerta— cree que dejé preñada a su hija, a pesar de que ni siquiera la conozco. Ignoro quién la preñó en realidad, pero te aseguro que yo no fui. ¡Ja! ¡Menuda ironía! Ese bravucón que está junto a la columna me culpa de las muertes de varias de sus mejores cabezas de ganado, mientras que ese cagón de allí asegura que soy capaz de atraer las tormentas.

—Bromeas, ¿verdad? —repliqué yo.

—No, Tris. La mente del campesino inglés es de lo más curiosa.

—Pues no le están haciendo ascos a la cerveza que les has pagado.

—Ya te he dicho que es algo curioso. Y no siempre demuestra inteligencia.

—¿Y qué dicen acerca de mí? —le pregunté antes de subir por las escaleras.

El piso superior de la posada del Toro no se utilizaba más que para celebrar las sesiones del tribunal local. La posada quedaba demasiado alejada de las poblaciones para alojar las asambleas públicas y el aspecto de la sala era casi tan rústico como el de la planta baja. Las paredes estaban encaladas, pero aparte de eso no había nada más que las diferenciara. Cuando Nathaniel abrió esa última puerta, no obstante, de repente me vi bañado por una luz que ya no era mortecina, sino brillante y limpia, debido al gran número de candelas de cera que la alimentaban. El aroma de jacintos y narcisos se mezclaba con el dulce perfume del humo de manzano y otras fragancias más intensas que no supe reconocer. Los estrechos armarios que había en tres de las paredes de aquella habitación de techo bajo estaban adornados con flores. Tulipanes de color carmesí, narcisos amarillos y lirios dorados asomaban en macetas de porcelana azul que se encontraban en los dos extremos de una cinta entrelazada de endrino, manzano y espino en flor que formaba un arco sobre la mesa, donde estaban la ponchera y los vasos. Había más pétalos cerca del hogar, en el que ardía un enorme tronco de manzano. Por encima de todo eso se oía la voz cristalina de una chica cantando con la pureza y la nostalgia de un zorzal.

Entré en la estancia maravillado por lo que veía a mi alrededor.

—No preguntes —dijo Nathaniel.

Los bancos de la sala ya estaban ocupados por sus amigos. A muchos de ellos no los conocía de nada, Nathaniel tenía tantos conocidos como conejos podían encontrarse en el monte. No me sorprendió comprobar que ninguno de los presentes debía de superar los veinticinco años de edad. Seguro que admiran a Nat, pensé. Todos los jóvenes de nuestra condición querían ser Nathaniel Ravenscroft. Cuando cambiaba el color de su abrigo, los jóvenes de la región lo imitaban. Las mujeres, o al menos las que acerté a reconocer, eran las jóvenes esposas y hermanas de los jocosos amigos de Nathaniel. También las había solteras y seguro que algunas de ellas habían salido sin permiso ni carabina. Yo jamás habría sido capaz de congregar a tanta gente.

Junto a la chimenea había un pequeño grupo de músicos, y enseguida me di cuenta de que la chica a la que había oído cantar era con mucho la más destacable. No eran de la región, ni procedían de Faringdon ni de ninguna otra parte que yo hubiera podido conocer. Eran gitanos.

—Esto es demasiado. ¿Dónde los has encontrado? —pregunté yo.

—Camino de la cordillera.

—¿Y han aceptado tocar para ti? Ah, debes de haber acordado un precio por sus servicios, ¿verdad? No habrás dado el poni a cambio, ¿no?

Nathaniel soltó una carcajada.

—Lo único que ha traído a esta buena gente hasta aquí es el afecto que sienten por mí. En los últimos tres años hemos trabado cierta amistad, tal vez más que eso, incluso.

—Pero ¡qué diablos, Nat! —dije—. Nunca harían nada a cambio de nada.

—A cambio de mi amistad, Tris.

—Eres más amigo mío que de ningún maldito gitano —de repente me sentí airado, aunque a la vez era incapaz de comprender de dónde procedía tanto enojo.

—Te considero más hermano que mis propios hermanos —dijo Nathaniel a la vez que me miraba fijamente a los ojos—. Pero no sabes tocar el violín ni la flauta. Olvídate de tus temores, Tristan. Aquí no nos ocurrirá nada malo. Mira, ahí está tu querida Margaret, tan guapa como siempre. Y encima te está mirando. No hay ninguna duda de que te adora.

—Simplemente juega conmigo, nada más.

—Entonces hace lo mismo que tú. Es la noche de las brujas, Tris, la noche de Walpurgis. Vamos.

Nathaniel no pensaba dar su brazo a torcer, por lo que acabé por vencer mis recelos, sobre todo porque lo vi unirse a los músicos con su tambor, aunque no por ello dejó de encontrar el tiempo para cautivar a todos y cada uno de sus invitados con sus exquisitos modales y su aspecto deslumbrante. Yo tuve que recurrir a mi encanto. Me mostré educado, agudo, divertido, bebí más ponche de la cuenta y mantuve conversaciones sin sentido con los que formaban el séquito de Nathaniel. Dancé al son de las tonadas con varias de las esposas y hermanas, incluso con aquellas a las que nadie más había sacado a bailar. Margaret se me llevó a rastras hasta una habitación vacía, más o menos media hora después de medianoche, y me dejó rendido antes de permitirme regresar a la reunión a las dos menos cuarto.

Yo era consciente de mi vergonzoso aspecto, llevaba la camisa arrugada y los bombachos mal abrochados, pero para mi sorpresa comprendí que no era ni mucho menos el único hombre de la sala que se encontraba en ese estado. Los músicos gitanos habían dejado de tocar. Las velas de cera, que Margaret había dejado desatendidas, casi se habían consumido del todo y arrojaban una luz más atenuada que en algunos rincones de la estancia habían dado paso a una oscuridad absoluta. Inmerso en esa penumbra podía discernir formas humanas contorsionándose unas sobre otras como si de serpientes se tratara.

No había visitado jamás una casa de baños, pero la escena que estaba contemplando me hizo pensar en esos establecimientos.

—Menuda perversión —dije en voz alta, entre maravillado y exquisitamente horrorizado. A continuación pensé: ¿Dónde está Nathaniel?, y, antes de caer en la cuenta de que con toda seguridad estaría ocupado en el rincón más oscuro con la chica más bonita, grité su nombre—: ¡Nat!

Unos segundos después, puede que incluso pasara medio minuto, Nathaniel se materializó a mi lado como surgido de la nada.

—¿Qué es tanto desenfreno, Nat? —pregunté—. Esto es una orgía.

—En absoluto, no lo es —respondió Nathaniel.

—¿Me estás diciendo que no debería creer lo que ven mis ojos?

—Mira de nuevo a tu alrededor.

Así lo hice y en cuanto mis ojos se acostumbraron a la cálida penumbra empezaron a percibir mejor aquellas figuras humanas que tan retorcidas e inciertas me habían parecido en primera instancia. Una pareja, cuyas piernas me habían parecido entrelazadas en un abrazo cerca de la pared opuesta, seguía conversando inocentemente. Otra, que me había parecido igualmente librada al desenfreno en uno de los bancos que flanqueaban la mesa, estaba sentada en silencio mientras escuchaba las opiniones de una tercera persona, cuya presencia me había pasado absolutamente desapercibida.

—Me había parecido verlos en plena jodienda —reconocí.

Nathaniel me miró fijamente.

—Creo que debería regresar a casa, Nat —dije.

—Entonces será mejor que te acompañe —dijo Nathaniel—. Y además nos llevaremos la diversión. La fiesta ha terminado de todos modos. Ya me he dedicado lo suficiente a estos pobres ingratos esta noche. Ocuparemos la bodega de tu padre y veremos salir el sol desde los escalones de Shirelands Hall.

—Con mucho gusto —respondí—. ¿Dónde están tus gitanos? ¿Se han adelantado para esperarnos en el camino y robarnos cuando pasemos?

—No, Tristan. Eres demasiado desconfiado. Los hermanos se han retirado al establo y la hermana sigue aquí. ¿No la ves?

Nathaniel señaló el asiento más próximo al fuego de la chimenea, que empezaba a extinguirse ya. De repente —o eso me pareció, puesto que tuvo que mostrarme hacia dónde debía mirar—, la chica apareció ante mis ojos.

No había podido verla con claridad hasta ese momento, tan sólo había oído su canto. Enajenado por el alboroto general de la reunión, había percibido la fugaz impresión de haber vislumbrado fugazmente un cuerpo menudo, oscuro y no especialmente bello. Sin embargo, en ese momento tuve la oportunidad de examinarla más de cerca y pude comprobar que, en realidad, era preciosa. Tenía el pelo tan oscuro como el mío, pero ante la luz de las brasas desprendía un brillo comparable al del cielo poco después del anochecer, con reflejos de un color índigo profundo. En las orejas, puntiagudas casi como las de un gato, llevaba siete aros dorados que tintinearon y emitieron destellos en cuanto giró su esbelto cuello para mirarme. Tenía la piel clara como el marfil indio y enseguida pude ver sus ojos del color del espino, enmarcados por unas largas pestañas. Durante un segundo, me miró fijamente. El rojo de sus labios era intenso como la sangre y cuando los separó pude ver unos dientes perfectamente blancos y afilados como los de Nathaniel.

Llevaba los hombros cubiertos por un mantón de lana negra, bordeado con flecos de color escarlata y dorado, y un vestido del color de la tierra caliza bordado con una intrincada tracería de hojas y flores.

—¿Cómo se llama, Nathaniel? —le pregunté.

—Debes preguntárselo tú mismo. No se me permite decírtelo. Pero debo advertirte una cosa: no le reveles tu nombre.

—Tampoco es que tenga por costumbre ir diciendo mi nombre a las fulanas gitanas —dije, aunque en realidad no acertaba a comprender exactamente lo que Nathaniel me había querido decir—. Pero su belleza es algo fuera de lo común.

—Seguro que querrá venir a Shirelands con nosotros.

—¡Pardiez, sí! —dije al instante, sin pararme a pensar—. Pero ¿qué pasa con sus hermanos, Nat? No se lo permitirán.

—Es ella la que pone las reglas. Si ella decide hacer algo, ellos nunca se opondrán.

La gitana se volvió de nuevo hacia mí. Sin duda, pensé, es con mucho la chica más bella de todo Berkshire, no sólo de la reunión. Me pregunté si Nathaniel habría estado sentado junto a ella frente a la chimenea. Una pequeña chispa de envidia me revolvió las tripas. La miré a los ojos y la chispa se convirtió en llama.

Recordé el arco celeste de su canción, extendiéndose sinuosamente por encima del galimatías mortal de la multitud. Unas notas puras, visceralmente emocionantes, tan dolorosas como bellas.

—Sí, Nat —dije—. La llevaremos a casa.

Nathaniel hizo traer el carruaje del patio, y, mientras lo conducía, la gitana iba sentada en mi regazo. En esos momentos, por la distendida familiaridad con la que hablaban, comprendí que eran algo más que parientes. De hecho, no tenía ninguna duda de que aquella chica gitana era la amante de Nathaniel y de que su relación debía de ser duradera y estable. Que habían estado murmurando en la penumbra infernal del piso superior de la taberna era algo más que una simple conjetura, estaba seguro de ello. La expresión facial de uno, cada movimiento, encontraba su reflejo en el otro. Y, sin embargo, si lo que los unía era amor, era un tipo de amor que yo todavía no había conocido, puesto que la gitana había dejado claro con mínimos gestos que el objetivo de su afecto en esos momentos no era Nathaniel, sino yo. Por su parte, Nathaniel demostraba abiertamente que sabía y aprobaba esa idea. No se mostraba ni celoso ni posesivo, ni tampoco intentó poner freno al comportamiento de aquella chica, fuera su amante o una simple fulana.

La agarré con las manos por el torso para sujetarla y evitar que se cayera mientras el carruaje avanzaba dando bandazos y entre sacudidas en la oscuridad de la noche. Durante un rato no conseguí detectar los latidos de su corazón, hasta que, al fin, creí encontrar el rítmico palpitar sordo de su energía vital. Cerré los ojos e imaginé las convulsiones del órgano entre la sexta y la séptima costilla, resonando una y otra vez.

Nathaniel no estaba celoso, pero yo sí.

Empecé a comprender que quería poseer aquella criatura indomable, quería controlarla y someterla por completo a mi voluntad, a mis deseos, a mis reglas. Noté que empezaban a sudarme las palmas de las manos.

La idea me vino a la mente de improviso: ¿Me gustaría violarla? ¿Qué sentiría si le hiciera daño, si la obligara a gritar?

—Monstruoso —exclamé en voz alta.

La chica gitana rió ante un comentario de Nathaniel y aplaudió. Yo la así con más fuerza.

Un frenesí de imágenes empezó a acuciar desordenadamente mi imaginación. Me fijé en la chica gitana y la vi desnuda, atada a una rueda vertical. Tenía los brazos y las piernas extendidos y, junto con la cabeza, formaban una estrella de cinco puntas. La pureza de su piel estaba mancillada por la sangre de cien latigazos. Luego la fantasmagoría cambió: la tenía sujeta con alfileres a mi mesa de disecciones, con las vísceras expuestas al aire. Acto seguido, volvía a ser ella misma en mis manos, llorando y suplicándome que por el amor de Dios la dejara tranquila.

Le haré daño, pensé.

—¡Para el carruaje! —grité—. ¡La dejaremos aquí!

—¿Estás loco? ¿Por qué demonios tendría que hacerlo? Ya casi hemos llegado.

Porque quiero hacerle daño, pensé.