20
La respuesta de Katherine acabó llegando el lunes por la mañana, a las seis en punto, para ser más exactos. Tuve suerte y el chico me la dio directamente a mí cuando me disponía a salir de casa. Al ver la caligrafía de mi amada, el corazón me dio un vuelco. Estaba viva. Mis peores temores se esfumaron de repente a la luz del sol de principios de verano.
Ya con la preciada carta en mis manos, no pude resistirme a leerla, aunque eso me retrasara. Frente al umbral de la casa, con la puerta cerrada a mis espaldas y el bullicio de la calle a pocos centímetros de mi rostro, rompí el sello y desplegué el papel de color crema. Para mi sorpresa, vi que no había más que una sola hoja de papel de gran tamaño que Katherine había llenado hasta los bordes, tal como Jane solía hacer, a pesar de que Katherine no tenía esa costumbre. Mis ojos recorrieron sus palabras con avidez.
Mi más querido y estimado señor:
Te aseguro de todo corazón que me gustaría poder aceptar tu oferta con toda libertad. Sin embargo, no es así, puesto que nuestro matrimonio sería una mentira… No puedo continuar, amor mío, si no es con otro relato de Leonora que tal vez sea más elocuente que yo. Sin lugar a dudas debe de pesar sobre mí una maldición, ya que cada vez que intento hablar de ello enmudezco sin remedio y empiezo a pensar que mi madre tenía razón y todas esas cosas en realidad no ocurren más que en las pesadillas.
¡Oh, Bloody Bones, querido mío, si está en tus manos hacerlo, perdona a la pobre Leonora! Si tras haber leído el relato sigues pensando en convertir a la pobre Katherine en tu esposa, que así sea. Pero en caso de que te veas incapaz de ello, cargaré con la pena de Leonora, desapareceré para siempre y no volverás a verme jamás.
No puede ser, pensé. Debe haber habido un error. Bajé los ojos y leí el título del relato:
El cuento de Raw Head y el sauce llorón
Érase una vez, antes de que Bloody Bones salvara de los malvados trasgos a su amada Leonora, ésta tuvo una extraña pesadilla…
Empecé a verlo todo borroso. Respiré hondo y me obligué a concentrarme y a continuar leyendo. Sin embargo, cuando llegué al final estaba tan trastornado que de repente me di cuenta de que no había comprendido lo que acababa de leer. Volví a empezar desde el principio, por lo último que era capaz de recordar, pero no pude encontrar el lugar en el que me había abandonado la capacidad de comprensión.
«En el jardín de la casa crecía un sauce llorón…»
«… y ese sauce llorón era Leonora…»
Sentí que el temor me había revuelto el estómago de mala manera, como si me encontrara en un bote a la deriva en un mar enfurecido. Intenté seguir leyendo:
«… una noche de verano, acudió a sentarse bajo sus cansinas ramas un delicado joven, oscuro y maravilloso como el cielo nocturno, y Leonora en forma de sauce quedó irremediablemente enamorada de él. Pero, por más que temblaba y se agitaba, él ni siquiera reparó en ella…»
«… en Nochebuena, un malvado hechicero, que no era sino Raw Head disfrazado, se acercó y…»
«… y le dijo al sauce…»
La cabeza me daba vueltas. Mis ojos no hacían más que recorrer frenéticamente la hoja, de arriba abajo.
«… Te convertiré en una mujer…»
—No —dije—. No puede ser. No, no…
Volví a dirigir la mirada hacia el relato, pero la página parecía cubierta de un embrollo indescifrable de símbolos y runas que me resultaban tan incomprensibles como la escritura hebrea.
Empecé a sudar por todos los poros de mi piel y, sin embargo, tenía tanto frío como si el año estuviera próximo a su medianoche. La transitada calle estaba silenciosa como una cripta y mi visión se había oscurecido. Temblaba de forma violenta y, puesto que temí que pudieran fallarme las piernas, me apoyé en la pesada puerta de la casa de los Fielding.
Levanté el puño y golpeé con fuerza la madera. Tras lo que me pareció una eternidad, Liza abrió la puerta.
—¡Dios! —exclamó—. Señor Hart, ¿se encuentra bien? ¡Está pálido como un espectro!
No pude responder, pero me abrí paso hasta el vestíbulo y dirigí mis temblorosas extremidades hacia mi habitación.
Entré tambaleándome en mi cuarto y me arrastré hasta la chimenea, donde vomité violentamente, aunque sólo bilis, puesto que no tenía nada más en el estómago. En la chimenea estaban aún las cenizas del día anterior.
Me limpié la boca con la manga y volví a lo que me ocupaba. Si pensaba escribir a Katherine necesitaría papel, tinta y una pluma y, aunque las dos últimas cosas las tenía encima del escritorio, no pude encontrar papel para escribir por ninguna parte, a pesar de lo convencido que estaba de poseer un buen fajo de hojas.
Me quedé perplejo. Lo recordaba perfectamente, sin lugar a dudas había visto una gran cantidad de hojas de papel sobre mi escritorio antes de acostarme a las dos y media de la noche anterior. Sabía que no las había guardado en el cajón de siempre, como también sabía que ni Mary ni Liza habrían entrado en mi habitación mientras dormía, puesto que tenía el sueño lo suficientemente ligero para oír la caída de una pluma.
Pasé las manos por encima del escritorio mientras comprobaba la posición de mis posesiones, pero no faltaba nada. Mi pluma y el tintero estaban exactamente donde los había dejado, igual que mis libros. Pero el papel había desaparecido.
El corazón empezó a retumbarme dentro del pecho. ¡Dios mío!, pensé. ¿Quién o qué ha estado en mi habitación? ¿Y por qué? ¿Por qué se habría tenido que llevar alguien mi papel y dejar todo lo demás?
Se me revolvieron las tripas. A pesar de que parecía que mis posesiones estaban intactas, tuve la sensación de que en realidad alguien había toqueteado todo lo que yo amaba para luego dejarlo en el mismo sitio, para que no descubriera que había tenido lugar intromisión alguna. Pero el ladrón, fuera quien fuese, había cometido un grave error al olvidar restituir mis papeles. Aunque tal vez sólo había tenido tiempo de cambiarlos de sitio durante el breve espacio de tiempo que había pasado desde que salí hacia el hospital y hasta que regresé para escribir a mi Katherine. La criatura podía encontrarse en ese preciso momento en la habitación.
Al darme cuenta de ello, una furia química y profunda empezó a arder dentro de mis entrañas. La insolencia de haber entrado en mi habitación, la molestia que me había causado al mover mis papeles de sitio cuando mi necesidad era tan imperiosa, mi temor ante esa pretensión malévola, la profanación que eso suponía, una profanación tras otra, la traición y la pérdida insoportable.
—¡No lo permitiré! —grité. Estaba decidido a hacerle entender a aquello que se ocultaba, fuera lo que fuera, la gravedad del error que había cometido; quería ver cómo se encogía de miedo al ver mi reacción—. Si te muestras abiertamente —dije— tal vez tenga piedad de ti. Escóndete y te juro por Dios que cuando te encuentre te arrancaré la cabeza de cuajo.
Me quedé inmóvil en el centro de la habitación, con la cabeza ladeada, el oído aguzado y los ojos atentos al más mínimo indicio de movimiento. Pero no percibí ninguno.
Decidido a no quedar como un estúpido, me acerqué a mi lecho y arrojé el cubrecama al suelo. No encontré nada ni nadie, por lo que agarré el colchón y lo lancé a un lado. Nada. Fui corriendo hacia mi armario. Mis camisas y bombachos estaban aparentemente intactos, bien apilados en los estantes, pero sabía que no debía fiarme de las apariencias. Agarrándolo por la parte trasera, tumbé el armario entero de manera que todo su contenido quedó esparcido de cualquier manera a mis pies.
Nada de nada. Me llevé las manos a la cabeza y me tiré del pelo. ¿Qué debía de estar buscando ese trasgo? Un ladrón tan sutil debía de actuar obedeciendo órdenes de arrebatarle a su víctima algo especial y preciado, algún tesoro insustituible, pero ¿qué poseía yo que pudiera cumplir con esos criterios?
Lo único que echaba en falta eran las hojas de papel de carta. Por consiguiente, pensé, el objetivo del trasgo debía de tener forma de papel. Podía ser un diagrama, un conjunto de notas, una carta.
¡Oh, Dios!, pensé de repente. Había acudido a buscar las cartas de mi amada.
De un salto me planté frente al arcón de viaje que tenía a los pies de la cama y que había llegado a Bow Street lleno de instrumentos y que en esos momentos contenía todos mis dibujos anatómicos, las anotaciones que había tomado durante las clases del doctor Hunter y, debajo de todo eso, creía haber puesto a buen recaudo las cartas de Katherine.
Las manos me temblaban mientras giraba la llave y abría la tapa para examinar el interior. El corazón me latía más rápido que el de un venado a la carrera.
Mis anotaciones de las clases estaban intactas. Las aparté hacia un lado. Debajo de ellas, las preciadas cartas de Katherine seguían dentro del pañuelo de muselina con el que las había envuelto. Acto seguido deshice la cinta y me dediqué a examinarlas una por una, para asegurarme de que no había tenido lugar ninguna intrusión. Las extendí de manera que quedaron formando un círculo a mi alrededor. Había tantas páginas que el círculo daba tres vueltas sobre sí mismo. No me pareció que ninguna de ellas hubiera sido profanada, por lo que intenté devolverlas a su nicho secreto. Sin embargo, cuando levanté las primeras páginas me sorprendió el temor a que ese trasgo secreto hubiera estado observándome. Dejé caer la primera carta como si de un trozo de carbón ardiendo se tratara. Mientras formaran parte del círculo estarían a salvo de aquella criatura malvada, igual que yo, que estaba sentado en el centro. Pero en ese momento me di cuenta de que ni las cartas ni yo mismo estaríamos seguros si volvía a meterlas dentro de mi arcón. Dejé la carta de nuevo dentro del círculo con mucho cuidado, a pesar de lo mucho que me temblaban las manos, justo como había hecho anteriormente. A continuación, me fijé una vez más en el interior del arcón, en el objeto sobre el que habían estado guardadas. Era el dibujo que Mary había hecho para mí un año y medio antes, el del bebé murciélago sobre mis rodillas.
Lo saqué del arcón, lo examiné con atención y por un momento fui casi incapaz de comprender lo que era. Bloody Bones me miraba desde la hoja de papel con el murciélago, su murciélago, descansando entre sus manos. Era la inocencia alada, la vida, no la muerte esquelética, protegida por el mismísimo diablo.
La cría de Viviane, fruto de una violación.
Al fin lo comprendí. Realmente yo era el padre del murciélago y la aritmética que creí que había demostrado mi inocencia dejó de tener significado alguno. La suma era errónea. Las brujas y las hadas no estaban sujetas al tiempo terrenal, no tenían corazón para marcarlo.
En ese momento supe, con una determinación infatigable, que era eso y no las cartas de mi amada lo que el trasgo había estado buscando. Doblé el retrato y me lo guardé en el bolsillo del chaleco.
Haber encontrado el retrato me calmó. Mientras lo llevara encima, pensé, el control lo tendría yo y todo iría bien. Agazapado sobre los talones en medio del suelo de la habitación me acordé de que debían de estar esperándome en el hospital y de que ya llegaba tarde. Esa idea estimuló mi mente de nuevo. Me puse de pie, abrí el cajón inferior de mi escritorio y, tras encontrar ahí dentro papel en grandes cantidades, agarré la pluma, regresé a mi círculo y empecé a escribir de inmediato.
«Queridísima señorita Montague», empecé a escribir.
Me detuve. No me acordaba del relato. No me arriesgué a intentar leerlo de nuevo, temía esos jeroglíficos infernales y, cada vez que intentaba recordar lo que había intentado contarme, mi mente retrocedía como si se encontrara frente a un precipicio.
Tras unos largos e infructuosos minutos intentándolo, durante los que permanecí sentado y con la mirada clavada en el dorso de mi mano inmóvil sobre el blanco de la página, simplemente escribí:
Seguiré siendo como siempre tu amigo,
Tristan Hart
Sellé la carta, escribí en el sobre la dirección de Katherine y me la guardé en el bolsillo, junto con el dibujo en el que aparecíamos yo y el murciélago.
Me disponía a salir por la puerta de mi habitación cuando oí un leve sonido, medio apagado, parecido a un rasgueo, por lo que giré sobre mis talones y fui corriendo hacia la chimenea. A pesar del hedor que emanaban las cenizas húmedas, me arrodillé y acerqué el oído a la repisa. Contuve el aliento.
Oía cómo algo escarbaba, parecía una rata atrapada. El sonido resonó por la abertura de la chimenea.
¡Así que se trata de un gnomo!, pensé. ¡Había un gnomo en mi chimenea!
Una furia atroz se apoderó de mí cuando me di cuenta de que mis efectos personales los había estado tocando una criatura tan mezquina como un gnomo ordinario. Avergonzado por el temor idiota que había sentido, rebusqué entre la ropa de cama que había arrojado al suelo y cogí una almohada de plumas. De nuevo frente a la chimenea, embutí la almohada con todas mis fuerzas en la abertura llena de hollín y retrocedí unos pasos. La almohada parecía tapar perfectamente el orificio. Así no habrá la posibilidad, pensé, de que ningún gnomo de mierda pueda volver a entrar en mi habitación por ahí.
—Muere —dije.
Me puse el sombrero, aparté a Liza, que estaba mirándome como una idiota desde el umbral, y salí de casa en dirección a la oficina de correos, corriendo como si el diablo me estuviera pisando los talones. Y, sin embargo, no iba suficientemente rápido. Las calles estaban llenas de gente que avanzaba a paso de tortuga. En los lugares en los que me vi obligado a detenerme, me abrí paso a bastonazos mientras soltaba maldiciones. El corazón me latía a un ritmo frenético debido al esfuerzo y al sentimiento de culpa. Corría hacia la oficina de correos cuando el hospital de St Thomas se encontraba en otra dirección y era consciente de que me necesitaban allí.
Ya en la oficina, había tanta gente que tuve que esperar. Sentía unas dolorosas palpitaciones en el pecho, parecía una cámara de combustión. Las extremidades, por su parte, me temblaban tanto que creí que las fuerzas me abandonarían en cualquier momento y acabaría cayendo desplomado al suelo. Un sonoro zumbido, agudo y afilado como un alfiler plateado, había empezado a sonar dentro de mis oídos. Sacudí la cabeza para librarme de él, pero fue en vano.
Acto seguido, entre el zumbido y el sonido recortado de mi respiración, oí una voz a mi espalda. La reconocí al instante.
«El caballero trasgo estaba junto a la cama
rasgó las cortinas y uno murió.
El trasgo arrancó el sauce llorón de raíz
y acabó con la flor que florecía en mí».
Me di la vuelta bruscamente, pero no la vi. ¿Quién lo había dicho? ¿Eran las palabras de Leonora?
«Raw Head, Raw Head, en las tinieblas
mientras toda la familia sigue durmiendo».
—¿Dónde estás? —me volví a uno y otro lado para intentar verla.
—Me sorprendes, Calígula —dijo Viviane.
—¿Dónde demonios estás? —grité—. ¡Quédate quieta y deja que te vea, maldita bruja!
—¿De quién es la culpa, Calígula?
Volví el cuello. La busqué por todas partes. Tal vez se había convertido en un gorrión, o en un mirlo, o en un tordo. Sabía que no se me había escapado. Esa vez no, aunque tampoco podía verla. No lo negaría, no. Ya había reconocido mi culpabilidad y estaba preparado para responder por ella. La llamé una y otra vez como debió de hacer Nathaniel aquel uno de mayo. Pero no acudió a mi encuentro.
Poco a poco, empecé a percibir la presencia de una mano que me agarraba por el codo y un rostro, que no era el de Viviane, flotando ante mis ojos como si de una nube se tratara. Desistí de mi frenética búsqueda y parpadeé unos instantes para enfocar aquella cara informe, que fue adoptando las proporciones y la identidad del doctor Oliver.
—Por el amor de Dios —decía—. Cálmese.
—¡Doctor Oliver! —exclamé—. ¿Por dónde se ha marchado? No he conseguido verla. ¿Sabe por dónde se ha ido?
—¿Si he visto por dónde se ha marchado quién, señor Hart? —preguntó a su vez el doctor Oliver.
Retrocedí. Sabía que me habría visto con Viviane y aquella idea me alarmó. No quería que nadie más aparte de Nathaniel y de mí mismo supiera de mi relación con ella.
—Nadie —respondí.
—¿A quién está buscando? —preguntó el doctor Oliver.
—¡A nadie! —exclamé—. ¡Créame! ¡A nadie!
—Le creo —dijo el doctor Oliver—. Pero por el momento será mejor que me acompañe antes de que lleguen los agentes.
—¿Los agentes? —dije.
—Mi querido y joven amigo, ha estado provocando altercados.
—No veo cómo —dije yo.
—No —dijo el doctor Oliver—. Ya lo veo, señor Hart. Sin embargo, será mejor que nos marchemos, cuanto antes. Venga conmigo, permítame que lo acompañe a su casa.
Salí de la oficina de correos en compañía del doctor Oliver y me encontré con el bullicio de la soleada calle. El sol estaba ya muy alto y las sombras que tan alargadas había visto al entrar en la oficina se habían encogido hasta alcanzar su mínima expresión.
Me di la vuelta, sorprendido y consternado, para mirar al doctor Oliver.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Casi las doce —fue su asombrosa respuesta.
—¡No! —dije—. ¡He perdido toda la mañana cuando debería haberla dedicado a estudiar y trabajar! Tengo que llegar cuanto antes a St Thomas.
El doctor Oliver no me soltó el brazo.
—No, señor Hart —dijo—. Creo que hoy no debería ir a los hospitales. Parece como si acabara de salir de una batalla, señor.
Fruncí el ceño.
—¿Eso cree, Harry? Debería verme recién salido de una amputación —dije con una carcajada.
—Sin duda olvida —replicó el doctor Oliver— que lo he visto en esas circunstancias en muchas ocasiones.
—No crea que estoy loco —le advertí—, no lo estoy. Estoy tan cuerdo como usted.
—Nunca he pensado que estuviera usted loco —dijo el doctor Oliver—. Pero no cabe duda de que está usted agotado. ¿Cuánto tiempo hace que no duerme, señor? ¿O que no come?
—Estoy bien —dije.
—Querido señor —dijo el doctor Oliver—, incluso el médico más brillante podría equivocarse al diagnosticar su propio caso. Permítame que le diga que usted no está bien, que debe volver a casa y que no debe ir a los hospitales hasta que se haya recuperado tanto física como mentalmente. Informaré al doctor Hunter de su enfermedad.
Me aparté de él. Hubo algo en su tono de voz que me recordó a mi padre.
—Suélteme el brazo, doctor Oliver —dije—, o le juro por Dios que le obligaré yo mismo a hacerlo. No le acompañaré a ninguna parte, señor. No estoy enfermo. Me necesitan en el St Thomas y cuanto más tarde en llegar, peores serán las consecuencias.
—Señor, no me amenace —dijo el doctor Oliver—. Le hablo como médico y como amigo.
—Si me considera su amigo —dije—, entonces no siga diciendo que estoy enfermo y suélteme.
—Como desee —dijo el doctor Oliver, y acto seguido me soltó el codo por el que me había tenido agarrado. Estudié su expresión. Parecía realmente preocupado por la posibilidad de que yo hubiera perdido el juicio, estaba clarísimo. De repente me pareció más claro que el agua que tenía que huir de él. Aunque fuera él de verdad, sin duda era un agente al servicio de mi padre, cuya misión consistía en alejarme de mi trabajo y de mis responsabilidades respecto a Viviane. Me incliné con una leve reverencia y retrocedí hasta sumergirme en el bullicio de la muchedumbre antes de emprender la huida. La calle estaba llena de caballos y otras formas de tráfico, pero por suerte conseguí cruzarla enseguida.
Sin embargo, después de que el doctor Oliver me hubiera dicho que pensaba informar al doctor Hunter del estado en el que en su opinión me encontraba, no me atrevía a acercarme al hospital, como tampoco creí prudente regresar a Bow Street. Con el corazón apesadumbrado, dirigí mis pasos hacia el río.
Cuando llegué a la orilla norte del Támesis me senté en un desvencijado embarcadero de madera, lejos de todo, y contemplé el progreso de las aguas.
—Aquí me tiene, señora —dije. Mi propia voz me sonó extraña, como si estuviera llorando—. ¿Ha venido con una orden judicial para arrestarme? La acompañaré con mucho gusto. Quiero que se haga justicia, por usted y por mi hija. Si tiene que costarme la cabeza, que así sea. Soy culpable.
Una fría brisa racheada se levantó poco después. Me heló el rostro, pero no bastó para ahuyentar el hedor agrio del lodo verdoso del río. Sentí que el frío y la humedad calaban en mis muslos rápidamente a través de la fina tela de lino de mis bombachos y que la espalda empezaba a dolerme, pero no me moví. No me importaba. Al cabo de un rato, los ruidos de la ciudad se acallaron.