24

Podría suponerse que la afirmación de Erasmus Glass de que Katherine no estaba allí y de que todo lo que había vivido con ella en las horas previas había sido obra de mi imaginación me había resultado odiosa. Sin embargo, en realidad no fue así. Mi corazón, así como mi mente y mi bajo vientre, sabía que Katherine era tan real y estaba tan presente como mi propio cuerpo, y que el hecho de que un hombre, por respetado que fuera, hubiera intentado sugerir que no la había visto no podía hacer que se tambaleara mi certeza. Tampoco estaba enfadado por haber oído cómo expresaba aquella afirmación, ya que me parecía que Erasmus no hablaba ni en broma ni por deseo alguno de alarmarme. Realmente creía lo que decía, por absurda que pudiera parecerme su historia frente a mi realidad. Además, me parecía de lo más divertido que se equivocara en aquello y que pudiera llegar a sentirse ridículo cuando descubriera su error. Todos esos pensamientos me pasaron por la cabeza en menos de medio segundo y acto seguido desaparecieron de mi conciencia, desplazados por el temor sobrecogedor que me asaltó por haber dejado en peligro a Katherine.

Tras separarme de Erasmus, salí de mi estudio y subí apresuradamente las escaleras hasta mi habitación. Tuve la lejana conciencia de oír cómo Erasmus gritaba mi nombre y me suplicaba que me calmara y que no sucumbiera al pánico, pero no le hice caso. Cuando llegué a la puerta, busqué a tientas la llave y tuve verdaderas dificultades para introducirla en la cerradura, puesto que las manos me temblaban y la vela se me había apagado mientras subía a la carrera. Al fin, conseguí darle la vuelta. Abrí la puerta de par en par y entré a toda prisa en la habitación.

Katherine apareció ante mí, sentada en la cama, bañada por la luz dorada que emitía la chimenea. Corrí hacia ella y envolví su dulce figura de marfil entre mis brazos.

—¿Estás bien? —le pregunté—. ¿Ha habido algún contratiempo? Creí que Raw Head habría conseguido entrar… temía por tu seguridad.

—Estoy bien, amor mío —dijo ella antes de intentar aplacar mi terror con un beso. Mi estado de agitación empezó a amainar poco a poco. La besé de nuevo en la coronilla y luego, al oír a Erasmus en las escaleras, le pedí a Katherine que esperara un poco más y abandoné la sala tan precipitadamente como había entrado, con lo que a punto estuve de derribar a mi querido colega, que ya había llegado hasta la puerta.

—¡Tranquilo, Tristan, tranquilo! —exclamó Erasmus mientras me agarraba del brazo nada más hube salido al pasillo—. Por el amor de Dios, no hay ningún peligro. Tranquilízate.

—En verdad, Erasmus, tienes razón —dije con la voz inundada por el alivio—. La señorita Montague se encuentra bien. No ha habido ninguna incursión. Sigamos por el piso de abajo.

—La señorita Montague no está aquí —insistió Erasmus—. ¿No es así, Tristan? ¿No es así? Respóndeme, dime la verdad.

Negué con la cabeza, aunque no lo hice como respuesta a su pregunta, como él supuso. A continuación, continué con la circunnavegación por la casa, que, tras haber cerrado minuciosamente todos los pisos inferiores, al fin me llevó hasta la biblioteca de mi padre. Una vez allí, me detuve un momento y miré a Erasmus. No podía concluir mi inspección sin atreverme a entrar allí y él lo sabía. Tras un momento en el que temí que pudiera negarse a dejarme entrar, Erasmus abrió la puerta a regañadientes.

La biblioteca de mi padre estaba en el segundo piso de la casa, casi justo debajo de mi estudio. De repente recordé cómo en los viejos tiempos, cuando hacía aún poco tiempo que poseía mi pequeño universo particular, me complacía imaginar que estaba sentado en la copa de un árbol, con las raíces en ese piso inferior. No me había permitido aquella pequeña fantasía desde hacía años y el hecho de revivirla me impactó. La decoración era cálida, de un rojo reconfortante. Los paños de rico damasco rojo cubrían los fríos cristales de la ventana y las oscuras paredes reflejaban la danza de las llamas de la chimenea. El aire estaba impregnado de las fragancias de papel viejo y encuadernaciones de piel.

A toda prisa me acordé de lo que había pensado acerca del tratamiento de mi padre y, aunque por algún vago motivo había sido incapaz de ponerlo por escrito, me di cuenta de que recordaba las ideas con la misma claridad con la que recordaba el tacto de la piel sedosa de Katherine bajo mis dedos.

—He estado redactando un tratado —anuncié de repente— acerca de la posible causa y el tratamiento adecuado del desafortunado estado de mi padre, lo que comúnmente denominamos derrame, a pesar de que entre todas las causas posibles creo que la más improbable es que recibiera el impacto de una flecha de elfo.

Erasmus dejó su vela sobre el escritorio de mi padre y me miró arqueando las cejas.

—Claro —respondió con voz calma—. Coincido en que no hay una buena denominación para su estado. Sin embargo, nuestros supersticiosos antepasados no tenían los medios necesarios para saber que no era obra de malvados elfos que, escondidos tras los árboles, disparaban a los incautos. Así pues, ¿qué ideas son ésas?

—Creo —dije— que la súbita aparición de la parálisis implica una causa repentina. Sin embargo, el hecho de que la dolencia de mi padre haya continuado patente sugiere una ruptura permanente de la conexión nerviosa entre el cerebro y las partes del cuerpo afectadas, sean cuales sean. Porque, ¿acaso la red nerviosa no se extiende por todo el cuerpo humano con el propósito de garantizar que tenga lugar esa comunicación?

—Cierto —dijo Erasmus, lentamente—, eso creo. Pero, si se tratara de un simple caso de fibras rotas entre, digamos, las extremidades y la espina dorsal, ¿qué explicaría la incapacidad de hablar y moverse que afecta a tu padre?

—No he terminado —dije—. Mi hipótesis es que el daño se encuentra en el cerebro, lo que explicaría que el efecto sea más bien general que específico. ¿Recuerdas la exploración que hicimos del cerebro y la médula espinal durante la disección que llevamos a cabo con el doctor Hunter? ¿Recuerdas que el cerebro parecía compuesto en su mayor parte de tejido nervioso, envuelto en grasa y bien irrigado?

Erasmus hizo una pausa y me pareció ver en sus ojos un atisbo de duda, tal vez acerca de la intención que me había llevado a sacar ese tema, aunque no habría sabido decirlo. Sin embargo, al cabo de pocos segundos, su instinto de cirujano se impuso y dijo:

—¿Insinúas que tu padre recibió un golpe en la cabeza que le ha dañado el cerebro? No hay signos de un trauma como ése.

—Lo que insinúo —respondí— es que tiene el cerebro dañado. Si recibió o no un golpe no sabría decirlo, puesto que, a pesar de que me parece razonable suponerlo, sospecho que la causa más probable sea un aneurisma cerebral, que a su vez podría ser el resultado de algún tipo de insuficiencia en la regulación del propio cuerpo.

—Desde luego, es posible —convino Erasmus.

—No es más que una hipótesis —respondí.

Erasmus empezó a pasear por la estancia frente al fuego mientras yo lo contemplaba con atención y esperaba su respuesta, algo preocupado por la posibilidad de que hubiera encontrado algún error grave en mi razonamiento que pudiera refutar automáticamente mi teoría. Por fin, alzó la cabeza y, con una sonrisa ansiosa, como la que dedicas a alguien a quien tienes que dar malas noticias, dijo:

—Tristan, no sé si es prudente que te hable de esto, pero creo que vale la pena probarlo. Siéntate. Siéntate y escucha, si puedes. ¿Sigues queriendo regresar a Londres y estudiar con el doctor Hunter en los hospitales?

Incapaz de pensar en una respuesta negativa y a pesar de la perplejidad que me producía el aspecto de Erasmus, me senté en una de las sillas que estaban junto a la chimenea de la biblioteca de mi padre.

—Claro que sí —respondí—. ¿Por qué tendría que haber cambiado de idea? Tengo que trabajar, sobre todo si pretendo casarme.

—Respecto a esa boda —dijo Erasmus en voz baja—, ni tu familia te permitiría casarte, ni tu matrimonio se consideraría válido.

Me quedé boquiabierto.

—¿Por qué no? —pregunté.

—No estás bien —dijo Erasmus con un tono de voz tranquilizador—. Si te casaras ahora, tu familia pensaría que lo haces porque no estás en tu sano juicio y sólo Dios sabe la confusión que podría derivarse de ello.

—¡Qué! —exclamé sin dejar de mirarlo.

—Te lo ruego, no te exaltes —dijo Erasmus. Se detuvo, me escrutó un momento y a continuación prosiguió hablando sin abandonar la prudencia, aunque bastante más rápido, como si quisiera terminar con las palabras tan pronto como fuera posible—. Ya hemos hablado de esto más de una vez, pero me temo que no lo recuerdas. Tu familia, Tristan Hart, pensaría que estás loco, porque durante muchas semanas has estado tan desquiciado que si no te han ingresado en un manicomio privado ha sido sólo porque yo he intervenido una y otra vez.

Aquello era demasiado. Me puse de pie de un respingo que hizo caer la silla que había estado ocupando.

—¿Qué?

—¡Siéntate! —me ordenó Erasmus. Para mi asombro, él también se levantó y me agarró por los dos brazos mientras me miraba fijamente a los ojos—. ¡Siéntate, Tristan! Es la verdad, por mucho que te duela oírla. No obstante, debo contártela y te la contaré mientras sigas cuerdo. Y es que en este preciso momento pareces el de siempre y demuestras una racionalidad que llevaba días oculta tras tu preocupación constante por Raw Head. Has estado muy enfermo, amigo mío, más de lo que te parece. Y todavía no estás bien, a pesar de tu convicción al respecto —me dio un breve y vigoroso apretón cerca de los hombros—. Pero lo estarás. Lo estarás, Tristan. Siéntate, por el amor de Dios. Por favor, siéntate.

Apartó las manos de mis brazos y me dio unas palmaditas, como una lechera hace con la mantequilla. Acto seguido, se inclinó, volvió a poner de pie mi silla y, agarrándome por los brazos de nuevo, ejerció una presión firme y suave a la vez para obligarme a que me sentara. Yo estaba tan profundamente sorprendido por todo aquello que, poco a poco, fui obedeciendo. Fascinado por ese nuevo Erasmus, capaz de ponerse de pie de un salto o de gritar de repente, empecé a observarlo con mucha atención.

Estaba claro que yo no ponía en duda la afirmación de Erasmus acerca de que había estado enfermo. Pero ¿de verdad mi familia creía que estaba loco?

—Si quieres recuperar la salud —dijo Erasmus— y volver al trabajo, tienes que convencerte a ti mismo de que ni las hadas ni Raw Head existen en realidad. Es preciso que aceptes la verdad respecto a Katherine Montague. La señorita Montague no puede estar aquí, Tristan, porque le hice saber que habías sufrido un grave colapso nervioso y le rogué que no viniera.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Que hiciste qué?

—Lo hice sólo por tu bien y creo que actué correctamente. Siempre he velado por tus intereses y sigo haciéndolo.

—¿Cómo puedes decir esto si le has contado a la señorita Montague que estoy loco?

—Jamás le he dicho a nadie que estuvieras loco —respondió Erasmus—. Estoy convencido de que tu enfermedad tiene que ver con tus sentidos, no con tu razón. Se lo he explicado una y otra vez al señor y a la señora Barnaby, así como a ti mismo cada vez que te has encontrado lo suficientemente bien para escucharme. Por favor, Tristan, intenta guardar la calma. No tengo ni los conocimientos del doctor Oliver ni una décima parte de tu talento. Sin embargo, lo he intentado todo y no se le puede pedir más a un hombre.

—Si eres mi médico, debes dictaminar mi cordura —dije—. Es lo menos que puedes hacer.

—Me gustaría poder hacerlo —dijo Erasmus—. Pero todavía no puedo.

Respiré hondo y crucé los brazos frente al pecho.

—Si no fueras mi amigo, te rompería la cabeza —exclamé entre dientes.

—Creo —prosiguió Erasmus un momento después, cuando se dio cuenta de que me estaba conteniendo— que sería beneficioso que visitaras a tu padre. Has estado enfermo, pero te aseguro que tu instinto médico sigue siendo tan agudo como siempre. Aunque no puedas demostrar nada respecto a las causas de la apoplejía, tal vez puedas mejorar la eficacia de nuestros métodos a la hora de tratarla. Además, si mediante el uso de la razón no pierdes de vista el mundo real, te declararé tan cuerdo como yo mismo. Si me das tu palabra de que lo intentarás, haré todo cuanto esté en mis manos para procurar que tus familiares vean con buenos ojos el afecto que sientes por la señorita Montague y, si consigo que cooperen, la sacarán de Weymouth y estarás formalmente prometido. Si estás de acuerdo, escribiré a tu tía esta misma noche.

Ante esa idea tuve ganas de reír, pero también de llorar, puesto que sabía perfectamente que Katherine ya estaba en mi dormitorio, a salvo de Raw Head y de mi familia, al menos por el momento, por lo que si alguien estaba delirando era el pobre Erasmus. Sin embargo, no hice ni una cosa ni la otra y decidí, en cambio, conceder a sus deseos y aparentar que estaba dispuesto a seguirle el juego.

—Gracias, amigo mío —dije—. Pero no escribas a mi tía. Ya ha demostrado interés en que me case y no le gustará nada la idea de que quiera hacerlo con la señorita Montague. Montaría un gran escándalo.

—En ese asunto —comentó Erasmus— tu enfermedad te beneficia, ya que, si tu tía había pretendido elegir a tu futura esposa, lo cierto es que no ha vuelto a expresar esa expectativa. Supongo que aceptará la noticia sin rechistar. Sin embargo, si así lo prefieres, lo que haré será escribir a tu hermana.

No supe qué contestar a eso. Como es natural, lo que prefería era que no escribiera a ninguna de las dos. No obstante, había decidido participar en la fantasía de Erasmus y al parecer había varias cosas en juego que dependían de mi cooperación… ¡Pardiez! ¡Mi cordura! ¡Mi capacidad para casarme y poner en orden mis asuntos, como debía ser! Me puse de pie, dispuesto a marcharme.

—Si escribir a Jane es lo que te permitirá considerarme cuerdo, hazlo —dije con la máxima renuencia—. Pero asegúrate de explicarle que no conseguirán hacerme cambiar de opinión, me da igual lo que Sophy Ravenscroft o cualquier otra persona pueda haberle contado acerca de la señorita Montague. La amo y siempre la amaré.

Me di la vuelta dispuesto a salir de la biblioteca solo, pero me sorprendió e incluso me irritó comprobar que Erasmus insistía en perseguirme hasta mi habitación mientras intentaba dirigir la conversación hacia mi hipótesis, aunque no se salió con la suya. Me di cuenta con claridad de que temía que mi aparente racionalidad desapareciera como el humo entre la neblina en cuanto dejara de tenerlo a mi lado. Ese afán me pareció censurable, por lo que decidí no abrir la boca para exponer lo que pensaba, por más que me urgiera a hacerlo.

Tan pronto como hube cerrado la puerta de mi habitación, Katherine se lanzó a mis brazos.

—Si quedo encinta —dijo—, ¿me juras que no me obligarás a malparir?

—¿Qué estás diciendo? —exclamé asombrado a la vez que me libraba de su abrazo y la separaba un poco de mí para poder observar la expresión de su rostro—. No hemos hecho nada para que tengas que concebir. En cualquier caso, no haría eso. Nos casaríamos enseguida.

El corazón se me encogió a pesar de la bravuconada que acababa de soltar. Si estaba enfermo —no, peor: si estaba loco, por mucho que Erasmus se hubiera negado a utilizar esa palabra—, no sólo no podríamos casarnos, sino que además no podría trabajar. Confiaba en que Erasmus no faltaría a su palabra y declararía su confianza en mi cordura tan pronto como lo hubiera convencido de que ésta se mantendría inalterable en el tiempo. Pero, más allá de eso, ¿qué hospital emplearía a un cirujano al que hubieran considerado demente? Tendría que seguir dependiendo de mi padre. Además, no coincidía con Erasmus respecto a la opinión de tía Barnaby y deseé haberle prohibido contárselo a nadie. Tan sólo me quedaba la leve esperanza de que Jane no revelara la noticia a su suegra y me costaba demasiado creer que mi tía hubiera abandonado el deseo de verme relacionado con una mujer de buena familia de su elección. Si llegaba a casarme con Katherine, tía Barnaby le exigiría a mi padre que me desheredara y no podía confiar en que él tuviera fuerzas para resistirse, especialmente en su estado. ¿Adónde podíamos huir? A ninguna parte.

Esa noche, pasé varias horas sentado en la cama pensando en ello, aunque no encontré respuesta. Poco después de que amaneciera decidí dejarlo y, para distraerme, cogí pluma, tinta y papel para intentar empezar de nuevo ese tratado acerca de la apoplejía que tan lejos había demostrado estar de mis capacidades. El caso es que no sé cómo ni por qué, puesto que no estaba en condiciones de pensar con claridad y ya no digamos de escribir, a pesar de la pobreza de la luz y lo difícil que era escribir en la cama me las arreglé para hacerlo de forma coherente.

Tras pasar algo más de una hora escribiendo, oí un ruido fuera de mi habitación: un gruñido obsceno y glotón como el que haría un cerdo en el lodo. Extremadamente desconcertado y alarmado, me levanté y me puse los bombachos y una camisa. Cogí el bastón que tenía tras la puerta y con la vela encendida en la otra mano salí descalzo de mi dormitorio.

Volvió a oírse aquel sonido ordinario. Me di cuenta de que estaba cerca, pero no dentro de la casa. Está en la puerta principal, pensé, y no es Viviane. Recorrí mi casa solariega a grandes zancadas con la mayor entereza posible. Mi sombra se extendía detrás de mí, alargada, estrecha e inconmensurablemente oscura, y, mientras andaba, iba notando cada vez con mayor claridad, aunque al extremo de mi percepción, una turba de terrores retorcidos: gnomos, duendecillos y demonios que surgían de los rincones más oscuros de la casa y emprendían rápidas incursiones por lugares donde daba la luz para esconderse de nuevo. Me estremecí de asco, pero ese intento de asustarme fue en vano. Continué buscando la fuente del ruido, decidido a perseguir y atacar a quien lo estuviera haciendo.

Sin embargo, cuando llegué al vestíbulo la luz de la vela llameó de repente con un brillo sobrenatural. Levanté los brazos para protegerme el rostro, pero fue en vano: la claridad era cegadora. Penetró en mi cabeza, en mi corazón, en mis tripas, palpitó y retumbó en mis globos oculares y me provocó un dolor de un fulgor expiativo.

Eran los latidos de mi corazón, el tambor de Nathaniel. Era un sonido de cascos bajo la superficie de la tierra.

Tras el largo minuto que tardó en desvanecerse la agonía, bajé los brazos que había mantenido cruzados frente a los ojos y miré a mi alrededor. Los innumerables duendes de Raw Head estaban en el centro del vestíbulo, cotorreando a la luz de la vela. Pude verlos a todos con la misma claridad que si hubiera sido de día. Los miré fijamente, impactado y asombrado por igual. Eran monstruos verdes como sapos, rojos como hígados y negros como el agua de las zanjas. Muchos tenían la forma de cerdos erguidos sobre dos patas, con pezuñas y con el cuerpo cubierto por un pelo hirsuto. Algunos tenían dos cabezas, como el viejo Raw Head y Bloody Bones que solía mencionar Nathaniel en sus bromas. Empecé a retroceder obligado por el asco que sentía cuando recordé que tenía el bastón en la mano.

No soy de los que se dejan amedrentar por la oscuridad, pensé de repente. Soy Bloody Bones.

En ese preciso momento, por fin me di cuenta de que Raw Head, el caballero trasgo, había cometido un grave error mandándome a ese ejército nauseabundo para atormentarme. Me lancé hacia delante blandiendo el bastón con toda mi rabia, como si de una espada se tratara. Una tras otra, las grotescas cabezas fueron cayendo sobre el suelo sangriento, escarlata sobre blanco y negro, hasta que por fin, antes de que pudiera darme cuenta, los monstruos empezaron a huir en dirección a la puerta, que atravesaron con la misma facilidad que si hubiera estado abierta.

No estaba dispuesto a dejar que el asunto terminara de ese modo, por lo que los perseguí hasta el portal y lo abrí de par en par. La fría luz de las estrellas iluminó el escalón de la entrada con un tinte azulado que me permitió determinar las formas retorcidas de los duendes que huían al galope por las oscuras tierras de Shirelands Hall. Sin pensar en ello ni un solo segundo, salí descalzo sobre el suelo de gravilla, aunque para mi gran sorpresa no me resultó incómoda. Crucé el patio velozmente y llegué hasta la hierba aterciopelada. El aire frío me escocía en la garganta, el cielo vibraba. No tenía miedo, como tampoco estaba enfadado por nada.

Poco después llegué a la verja cerrada de Shirelands y allí me detuve y empecé a preguntarme por la batalla que acababa de librar y por aquella persecución infructuosa, hasta que, asombrado, comprobé que había medio olvidado las dos cosas y había empezado a considerar la posibilidad de regresar a casa. Fue entonces cuando empecé a percibir, al límite de lo audible, una canción:

Tom era de provincias y dejó su pueblo natal

para marcharse a Londres, para ver la capital.

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

A una bella muchacha en el centro conoció

y la tomó de la mano y de besos la colmó.

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

Ella preguntó si a casa la podía acompañar

y cuando hubieron llegado, ella lo hizo entrar.

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

Allí comieron y bebieron y se fueron a acostar

cuando ella dijo que una joya no conseguía encontrar.

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

Tom se ofreció para ayudarla a la sortija buscar

y ella le propuso que empezara debajo del delantal.

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

«Bella Polly, no veo nada, muy oscuro está aquí abajo».

«Oh, Tommy, mira a ver si puedes encontrarla palpando».

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

Y Tommy, con mucho tesón, se puso a buscarla a tientas

«¡Oh, qué dedos tan fríos! ¿Por qué no te los calientas?»

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

Tom metió la mano donde más calor pudo notar

pero una vez la tuvo dentro ya no la podía sacar.

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

«Oh, Polly, ¿por qué tienes que ponerte a gemir y llorar?

¿Por qué pones los ojos en blanco sin dejar de suspirar?»

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

«Creo haber encontrado tu joya, encima te habías sentado

pero no puedo mover la mano, atascada se ha quedado».

¡De golpe y porrazo! ¡Tralariro lirolaro!

No daba crédito a mis oídos. Tanto la voz como la canción me resultaban extraordinariamente familiares. Una, tan perfecta como la de un ruiseñor; la otra, tan indecente como una alcantarilla londinense.

Al final, lleno de excitación, miré a través de la verja de hierro y vi que por el camino se acercaba a buen paso nada más y nada menos que Nathaniel Ravenscroft.

Me pareció que Nathaniel tenía exactamente el mismo aspecto que cuando lo había visto aparecer el día de su partida, como si mi corazón no hubiera latido ni una sola vez desde aquella mañana. Su pelo refulgía plateado a la luz del alba y su piel suave era tan blanca como la crema de leche. Sin embargo, su ropa había cambiado. De su cintura colgaba una elaborada funda que permitía ver tan sólo la empuñadura de la espada, mientras que llevaba un arco a la espalda que por algún motivo me pareció fabricado con el mejor tejo inglés, con flechas de madera de olmo. Iba ataviado con casaca y bombachos de satén verde, adornados con trenzas doradas en las mangas y los dobladillos. El chaleco, también de color verde, estaba decorado con intrincados bordados que representaban a una jauría de perros blancos persiguiendo a un venado igualmente níveo. Cuando pude verlo más de cerca me di cuenta de que el diseño no era una simple bordadura, sino que tanto el venado como los perros realmente estaban corriendo, batiendo pezuñas y zarpas en un frenético entramado de patas lanzadas al aire, ijadas levantadas y espuma arrojada por la boca. Sin embargo, puesto que ni los perseguidores ni el perseguido podían recortar o dilatar la distancia, ambas partes estaban condenadas a ese acoso eterno que excluía toda posibilidad de captura o de huida.

—¡Nat! —grité—. ¡Nathaniel Ravenscroft!

Me lancé sobre la verja y extendí los brazos a través del hierro forjado hasta donde me fue posible alcanzar, pero no intenté abrirla. Nathaniel se acercó y pude abrazarle los hombros y besarlo en la mejilla.

—Bueno —dijo Nathaniel después de dar un paso atrás y estudiarme con ojo crítico, como una urraca evalúa una baratija brillante—. Tristan Hart. ¿A qué se debe que las últimas veces que nos hemos visto te encuentre siempre medio desnudo y cubierto con la sangre de alguien?

—He estado masacrando duendes, Nat —le conté.

—Sí —dijo Nathaniel con un tono reposado y una curiosa sonrisa felina dibujada en los labios—, ya lo sé.

—Tenías razón —dije, lleno de agitación—. El día que me hablaste de las hadas y yo te tomé por loco decías la verdad.

—Por supuesto —replicó Nathaniel—. Yo siempre digo la verdad, aunque tampoco es que haya una única verdad. No es culpa mía si entre los que me escuchan hay sordos o necios.

—¿Cuál de las dos cosas fui yo ese día, Nat?

—¿Tú? —Nathaniel entrecerró los ojos—. Fuiste testarudo, puesto que me oíste y me comprendiste, pero no quisiste darte cuenta, igual que te está ocurriendo ahora.

—¡Pardiez, Nat! —exclamé—. ¡Te he echado de menos!

—Deberías haber venido conmigo —dijo Nathaniel. Yo negué con la cabeza—. No intentes hacerme creer que no te arrepientes —insistió Nathaniel.

—Lo que lamento es haber perdido a mi más preciado amigo. ¿No quieres volver con nosotros, Nat?

—No. Por más que te aprecie, no. Me he librado de los grilletes que me encadenaban, Tris. No voy a ponérmelos de nuevo.

—No supone grillete alguno —protesté— vivir una buena vida entre los que te queremos. ¿Qué pueden ofrecerte esos malditos gitanos que no podamos darte nosotros?

—Tristan —dijo Nathaniel. Antes de proseguir me agarró por los brazos con una fuerza que no habría avergonzado a Saunders Welch y me miró fijamente a los ojos con un fulgor resplandeciente—. Ven conmigo ahora. Abre la verja y crúzala.

—¡Oh, Nat! No puedo —dije.

—Supongo que hay una amada. —Nathaniel dejó de mirarme y dirigió los ojos al cielo. No pude evitar sonreír ante su desprecio—. No hay duda de que tienes a una amada. ¿Quién es, Tris? ¿Una moza con culo de caballo, las mamas como alforjas de viaje y el coño como una media de lana, ajado por el uso diario? ¿O una furcia londinense, tan diestra en las artes eróticas manuales que ya es incapaz incluso de extender los dedos? Sea quien sea, no te merece y deberías dejarla sin el menor escrúpulo. Te romperá el corazón como si de un huevo se tratara, te atravesará los testículos con una horqueta tostadera y ni siquiera así se sentirá satisfecha.

—Hay una mujer —dije—. Pero no es como la describes en absoluto.

—Todas las mujeres son tal como las describo —replicó Nathaniel—, a menos que sean ejemplos poco comunes de su especie y su género. Y, en cualquier caso, ninguna sería digna de ti, al fin y al cabo.

—¿Quién lo dice?

—Lo digo yo… Yo y, lamentablemente, también la mayoría de los hombres de esta tierra infestada de furcias.

—Pues yo no soy uno de ésos —afirmé.

—Así pues —dijo Nathaniel al fin, tras soltarme los brazos—, no vendrás. ¿Quién es esa dama que tan bien agarrado te tiene por la verga y el corazón?

—No te diré su nombre —respondí.

—¡Qué astuto eres, Tris! ¡Ah! ¡Hecho de menos tu locura, y tu ingenio excepcional! Pero… —suspiró. A continuación, se apartó de la verja y me miró con una tristeza afectuosa— no olvides —prosiguió— que si alguna vez me necesitas, sólo tienes que avisarme y daré la vuelta al mundo en cuarenta minutos.

Dicho esto, Nathaniel se volvió y, silbando como un jilguero en primavera, se alejó despreocupadamente por el camino. Su espada de empuñadura plateada brillaba en su cintura y su pelo adoptó un tono albar tan deslumbrante bajo el sol del amanecer que parecía de seda blanqueada.

—¡Nat! —grité—. ¡Quédate! ¡Oh, por favor, Nathaniel, quédate!

Al oír mis gritos, Nathaniel se detuvo y se volvió para mirarme con cierta compasión, alegre y exasperada a la vez.

—No puedo quedarme —dijo con el tono paciente que se utiliza para tratar con los idiotas o los niños pequeños—. Y veo que tú tampoco estás dispuesto a venir, por lo que debo irme. Es la ley.

—¡Me importan un comino tus malditas leyes! —grité.

—No son mías —dijo Nathaniel—. Debo irme y tú… tú debes despertar, Tris.

—¿Por qué tienes que tomarme el pelo siempre? ¡Vamos! ¡Estoy despierto!

Nathaniel negó con la cabeza.

—Mucho estudiar, pero sigues siendo el mismo bobo que cuando tenías seis años. Despierta, Tristan Hart.

Se dio la vuelta de nuevo por última vez y, al hacerlo, el sol amarillo que le daba en la cara me pareció que le confería el aspecto desnudo y blanco de una vieja calavera. Empezaban a fallarme los sentidos y noté que mi entorno se me escapaba, como el agua entre los dedos.