28

Una vez casado, dejé de percibir la fuerza de cualquier argumento que Erasmus pudiera esgrimir para suplicarme moderación en mis investigaciones filosóficas y científicas. Y es que, por lo que pude discernir, mi equilibrio mental era completamente adecuado para seguir profundizando en mis estudios. Fue también en vano su sugerencia de que intentara cerrar la brecha que se había abierto entre mi hogar familiar y el de mi tía. En mi opinión, esa alienación sólo podía beneficiarme, puesto que se traduciría en menos interrupciones durante el trabajo y la luna de miel.

La mañana posterior al día de mi boda regresé con renovado interés y vigor a mi tratado acerca del derrame y, con Katherine sentada a mi lado en el sofá de mi estudio, lo leí un buen número de veces con la máxima claridad mental y espíritu crítico. Estaba convencido de la verosimilitud de mi afirmación principal, compartida con Willis, acerca de que la parálisis hemipléjica asociada a los derrames es el resultado de una lesión del tejido nervioso del cerebro. Por lo que pude determinar, lo único que tenía que hacer, al menos en la parte teórica, era demostrar un vínculo causa-efecto entre un aneurisma cerebral y las lesiones que sufría el cerebro y que eran las responsables de la parálisis. A medida que crecía mi entusiasmo, empecé a ver la posibilidad de reescribir mi tratado como artículo científico para presentarlo ante la Royal Society y recibir su aprobación.

Sin embargo, de inmediato percibí una dificultad y es que ese artículo científico tendría que basarse en unas pruebas prácticas de las que yo carecía. Pensé en ello una y otra vez y, cuanto más ahondaba en ello, más esencial me parecía poder contar con la ayuda del doctor Hunter, puesto que no se me ocurría nadie más capaz de garantizarme los cadáveres que necesitaría: a saber, los de personas que hubieran muerto tras superar una apoplejía y no justo después de sufrirla. Una vez tomada la decisión, me levanté del sofá que compartía con Katherine.

—Nos marchamos a Londres —dije.

—¿Qué? —exclamó Katherine enseguida. Acto seguido, me agarró por la casaca para intentar retenerme—. Oh, Tristan —dijo—. ¡No iría a Londres por nada del mundo! ¡No me gustaría!

Le aparté la mano con delicadeza y me senté frente al escritorio. Extendí una hoja de papel y mojé la pluma en el tintero cuando, de repente, me di cuenta de que, de hecho, mis investigaciones todavía no estaban lo suficientemente avanzadas para que el doctor Hunter las tomara en serio. Esa revelación, así como la idea del ridículo al que había estado a punto de exponerme, me sorprendió tanto que solté la pluma de repente como si me hubiera quemado la mano. Antes siquiera de soñar con acudir al doctor Hunter, tendría que haber adquirido las pruebas necesarias con las que poder demostrar que Willis tenía razón y que el daño sobre el tejido cerebral era la causa de la parálisis. Más aún, de las dificultades para hablar y tal vez también para pensar que habían incapacitado a mi padre.

Alcé la mirada y mis ojos encontraron los variopintos especímenes alados y peludos que había elegido para poblar mi santuario. Al fin, pensé, su presencia tendrá un propósito concreto, puesto que cualquier criatura viva es capaz de experimentar el dolor igual que un ser humano, de manera que debían poseer también una red nerviosa y un cerebro que en ese sentido serían análogos a los de un hombre.

Me quedé de pie unos momentos mientras pensaba.

—No —le dije a Katherine—. De momento nos quedaremos.

Empecé con mis experimentos esa misma tarde. Dejé que Katherine se ocupara con lo que le pareciera y regresé a mi estudio para pasar las horas que faltaban hasta la cena examinando concienzudamente el cerebro ileso de una rata macho recién muerta: intenté tomarlo como patrón para poder compararlo posteriormente con los especímenes a los que esperaba poder crear lesiones. La criatura chilló mientras le daba muerte, pero creo que no sintió dolor alguno, puesto que le apliqué el cuchillo con presteza. Diseccioné el cerebro y, después de lavarlo, lo dejé en un plato de porcelana y realicé un gran número de anotaciones acerca de su forma y estado. A continuación me propuse tomar otra rata y causarle una hemorragia bajo el cráneo, con la esperanza de que eso provocara la formación de lesiones en el tejido. Recordé la operación del doctor Oliver al paciente demente y decidí que el mejor método sería practicar un pequeño orificio que atravesara el cráneo e inhibir la hemorragia con la intención de que se redirigiera hacia dentro. Elegí una segunda rata, parecida en tamaño y proporciones a la primera, e intenté inmovilizarla para viviseccionarla, pero la criatura escapó mientras tensaba las cintas de sujeción y me vi obligado a perseguirla por todo el estudio. Cuando, al fin, tras muchas maldiciones, confusión y demora conseguí mi objetivo, el animal murió de inmediato.

Esa segunda frustración me llevó a plantearme si no estaría precipitando el ritmo de mis investigaciones y si acaso no sería más conveniente perfeccionar primero el arte de provocar la parálisis mediante lesiones infligidas en nervios concretos. Ese procedimiento, aunque no me serviría para explicar los derrames, revelaría muchas cosas acerca de la comunicación entre el cerebro y las extremidades y, al mismo tiempo, me permitiría adquirir algo más de destreza. Eso me devolvió a la desconcertante intuición que había tenido, según la cual el pensamiento en sí mismo tenía que ser algo material, pero decidí descartarla. Da igual, me dije a mí mismo, si el mensaje que transportan los nervios es material o mental. No me importaba si el dolor era algo corpóreo o si se basaba más bien en su significado aparente. No, lo importante de mi tesis era que subsistía por encima de la materia y que la naturaleza del cerebro se revelaría en ello.

Tiré los dos cadáveres ensangrentados, me lavé las manos y acudí a cenar con Katherine.

Esa gran cantidad de trabajo absorbió tanto mi interés durante las semanas posteriores que perdí la noción del tiempo y ni siquiera me di cuenta de lo mucho que me había crecido el pelo, hasta que una mañana me desperté y me percaté de que ya era Nochebuena y de que habían pasado ya dos años desde que Mary Fielding había acogido a mi murciélaga. Ese triste aniversario me hizo pensar de nuevo en Londres y en la necesidad de regresar a la gran ciudad. Sin embargo, no me parecía conveniente volver a alojarme en casa de los Fielding, tanto si iba con Katherine como, en caso de que la fortuna lo impidiera, si iba sin ella.

Mi matrimonio era justo como yo había deseado excepto en un aspecto: aún no lo había consumado. Aunque me había sentido completamente capaz de eyacular mientras torturaba a mi amada hasta la agonía, cuando pensaba en mantener las relaciones más naturales con ella Nathaniel aparecía en mi mente y toda excitación terminaba marchitándose en la viña como las uvas estropeadas que no vale la pena recoger. Me había negado a permitir que aquello me inquietara. Al fin y al cabo, Katherine y yo teníamos nuestra propia idea de lo que eran las relaciones íntimas.

La Nochebuena la pasamos precisamente de una manera bastante pícara. Até a Katherine al poste izquierdo de los pies de la cama sirviéndome de varios rollos de cinta de seda y, poco a poco, grabé un hermoso diseño euclidiano en la carne blanca de la parte superior de su trasero con mi lanceta de mango de marfil.

Para mí era una delicia tratarla de ese modo, tenerla inmovilizada de esa guisa, porque cuando la ataba en posición vertical la sangre que derramaba le chorreaba por los muslos, como si de cera fundida se tratara, y adoptaba bellas formas en sus piernas. Ése era nuestro único placer, nunca llegué a azotarla. Todavía me faltaba oír ese sonido mágico, ese grito a plena voz, sin moderación ni vergüenza alguna, que me indicaría que la había llevado al límite. En ocasiones lamentaba no haberlo hecho ya, pero no deseaba precipitarme, igual que respecto a mis investigaciones. Y sin embargo el recuerdo de Annie seguía candente. Quería oír chillar a Katherine, no ver cómo se desmayaba.

Ya había completado el contorno de mi grabado y, al ver en la expresión de Katherine que se había sumergido ya en ese estado que tanto preciaba, limpié la sangre de la hoja con mis labios y me preparé para empezar con el largo y prolongado proceso de iluminación.

De repente se oyó un leve golpe raspado en la puerta de la habitación. Tardé tal vez un minuto en darme cuenta de que había oído algo. Katherine no parecía haber advertido nada en absoluto. Me di la vuelta, como inmerso en un sueño, y me quedé mirando la puerta fijamente, dudando si realmente mis oídos habían percibido algo. El sonido raspado se repitió, suave y titubeante, como si su autor temiera mi respuesta.

Apoyé la mano sobre la espalda menuda de Katherine.

—¿Qué sucede? —pregunté en voz baja.

—Señor Hart —respondió una voz apagada que reconocí como la de Molly Jakes—. Su hermana, la señora Barnaby, ha venido, señor.

Acaricié la piel aterciopelada de Katherine, tan suave y flexible bajo mis dedos. Un leve gemido suspirado escapó de sus labios. Monstruo u hombre, habría sido antinatural marcharme en ese momento. Además, yo seguía enojado con Jane.

—Dile a la señora Barnaby que tendrá que esperar —le dije a Molly—. Tardaremos aún una hora.

—Sí, señor Hart —oí como los pasos se alejaban de la puerta y, luego, silencio.

Cuando Katherine y yo hubimos terminado nuestro juego de un modo satisfactorio, le expliqué la naturaleza e índole de aquella interrupción, de la que, por lo que pude apreciar, se había mantenido ajena en todo momento. Nos vestimos y bajamos para reunirnos con mi hermana.

Jane nos esperaba en el salón en el que Katherine y yo nos habíamos casado. Ya había caído la noche, pero con las cortinas corridas y los postigos cerrados la estancia se mantenía cálida, aunque la chimenea no tenía buen tiraje y el aire estaba impregnado del olor a ceniza y humo. Katherine, desafiando la tradición de Shirelands, había convencido a la señora H. para que rociara la casa entera, desde el suelo hasta las cornisas, con agua de pino fresco y la llenara de zarcillos de hiedra largos como riendas de carruaje, todo recién recolectado de la tierra con su fragancia de salvia y trementina. En los dos salones había desencadenado una verdadera explosión de hojas y ramas en las paredes, de manera que la vegetación invernal recorría el perímetro del friso en un despliegue saturnino. Las hojas en forma de aguja de los pinos caían cerca de la chimenea.

Cuando entramos en la estancia, Jane, que había permanecido sentada algo alejada del fuego, se puso de pie y se detuvo impotente, retorciéndose las manos y con el semblante atormentado.

No me pareció que Jane estuviera muy bien. Iba estupendamente vestida, aunque me habría sorprendido lo contrario, pero había perdido mucho peso y sus rasgos cubiertos de blanco de plomo parecían demacrados y ojerosos. Pensé que tal vez se debía a la tensión del embarazo y del reciente confinamiento, o quizás estaba preocupada por la enfermedad de nuestro padre… y por la mía. En cualquier caso, fuera cual fuese la causa, el efecto era alarmante. De repente, recordé la advertencia que le había hecho en privado a Barnaby el día de su boda con Jane. Si maltrataba a mi hermana, le había dicho, me encargaría personalmente de romperle hasta el último de los huesos, empezando por las falanges más pequeñas y los metacarpos y siguiendo, por supuesto, por las vértebras críticas de la base del cráneo, donde la médula espinal empieza su éxodo.

Me sorprendió que ésa fuera la primera vez que mi hermana y yo nos veíamos como es debido desde que había regresado de Londres, pocos días después de su boda. Darme cuenta de ello fue tan extraño, junto con el hecho de encontrarnos, que me detuve con un respingo, como un venado sorprendido por la súbita aparición de un faisán que hasta entonces hubiera permanecido oculto. No había estado con Jane a solas desde hacía un año y medio.

Me ha hecho daño, pensé. Pero no puedo odiarla por ello.

—Hermana —dije con los brazos abiertos.

La señora Barnaby soltó un gemido abatido y abandonó su inmovilidad para lanzarse a mis brazos.

Cuando Jane hubo cesado de lloriquear, le pedí a Katherine que fuera a buscar a la señora H. para que nos sirviera un trago caliente que nos ayudara a calmar los nervios. A continuación nos sentamos apiñados junto al fuego hasta que Jane fue capaz de contarme, poco a poco y sin parar de sollozar, los detalles de su vida en Withy Grange, así como lo arrepentida que estaba por no haber asistido a mi boda y haber prestado, en cambio, demasiada atención a las opiniones de su suegra.

—Fue todo un impacto, Tristan —dijo—. No sabía nada de tu relación, nada de nada. Y Sophia me había contado con tanta seguridad que la señorita Montague era una… una desvergonzada… —mi hermana ocultó el rostro entre sus temblorosas manos—. ¡Oh! —exclamó de repente después de levantar el rostro de nuevo para revelar su mirada desesperada y suplicante—. ¿Podréis perdonarme algún día? Tuve que contarle al señor Barnaby las noticias que me dio el señor Glass. Es mi marido y tenía la sensación de que no estaba bien ocultárselo. Sabía que acabaría contándoselo todo a nuestra tía, pero no imaginé que… que ésta se comportara de un modo tan horrible. Quedó muy sorprendida cuando él le escribió a primera hora de la mañana. Ahora está bastante consternada por el distanciamiento que provocó entre nuestras familias, pero es una mujer tan orgullosa que no sabe cómo disculparse. ¡Oh, Tristan! ¡No quería perder a mi hermano, ni a mi padre! ¡Os quiero más que a mi vida o que a la del señor Barnaby!

Se llevó las manos a la boca de nuevo, como si temiera lo que pudiera decir a continuación.

—Querida hermana —dije mientras le cogía las manos y se las apartaba del rostro—. Te perdono sin reservas. Te conozco lo suficiente como para no haber sospechado en ningún momento que pudiera existir crueldad alguna en tus actos. Respecto a mi tía, no le perdonaré nada hasta que se haya disculpado de rodillas ante mi esposa. Aunque incluso así debe recordar que fue mi padre quien la obligó a marcharse, y no me aventuraría a adivinar cómo podría obtener su perdón.

Ante esa última afirmación, que en mi opinión no era más que la constatación de un hecho evidente, Jane empezó a llorar de nuevo con vehemencia y no paró hasta que Katherine la rodeó con sus brazos, como Mary Fielding había hecho conmigo a la hora de irme a dormir, y le secó las lágrimas con su propio pañuelo. Sentí un extraño desasosiego al presenciar esa escena y, sin saber hacia dónde mirar, decidí centrarme en la chimenea crepitante.

—¡Ni siquiera soy la dueña de mi propia casa! —sollozó Jane—. Anulan todas mis decisiones. Convencí al señor Barnaby para que conservara el bosque de sauces, pero la señora Ann dijo que el paisaje quedaba desaliñado, que no era como el de Warwick, y no lo aceptó. El señor Barnaby tendrá una bonita vista si el río llega a desbordarse y sé de buena fuente que eso sucederá si arrancan los sauces. Y no me permiten contratar ni despedir yo misma a mis sirvientes, ni siquiera si se muestran descuidados, holgazanes o maleducados. Eso por no mencionar que no harán nada por mí sin el consentimiento previo de la señora Ann. No me han permitido venir a hacer las paces contigo hasta ahora y, de hecho, no sé por qué hoy han accedido. Intento ser una buena esposa, señorita Mont… señora Hart. No pretendo oponerme a la voluntad de mi marido, ¡pero es cruel que él sólo obedezca a su madre y que yo no le importe un comino!

—Puede usted llamarme Katherine, señora Barnaby —dijo mi esposa. De repente me puse a pensar hasta qué punto Katherine tenía que soportar lo mismo que Jane. ¿Hasta qué punto mis exigencias eran poco razonables, extremadas, comparadas con las del señor Barnaby? Sin embargo, Katherine no las despreciaba de esa manera, ésa era la diferencia entre las dos casas, pensé. Cuando James Barnaby se había casado con Jane, mi hermana había comprendido, o había creído comprender, las condiciones de su contrato. O bien la habían engañado o desde entonces había visto cómo su marido alteraba aquellas condiciones de forma arbitraria. Yo jamás haría algo así y Katherine lo sabe perfectamente. Mi hermana sabe distinguir una injusticia.

Por unos momentos consideré la posibilidad de que esa manipulación de mi hermana constituyera un motivo suficiente para romperle las costillas a Barnaby, pero a regañadientes terminé por decidir que no. Sin embargo, pensé que era necesario mantener una conversación privada con mi cuñado próximamente, cuando tuviéramos de nuevo una relación amistosa. También me molestaba que la causa inmediata de la aflicción de Jane fuera la destrucción de ese bosquecillo que se encontraba al fondo de su propiedad —o de la de su marido— y que tanto me había fascinado el día que había ido hasta allí desde Shirelands, el día que Katherine había bajado la colina corriendo a mi encuentro, como un ángel manchado por la hierba.

—¿Cuándo tiene previsto arrancar los árboles el señor Barnaby? —pregunté.

—Según dice, en verano. Cuando el caudal del río esté en el nivel más bajo.

El señor Barnaby me había tomado por demente.

—¿Y cree que no volverá a crecer? —exclamé—. Pardiez, Jane, tu marido es un idiota. Un gallina escandaloso que todavía no ha soltado las faldas de su madre y que está acostumbrado a lloriquear siempre que se pone en tela de juicio su voluntad. Hablaré con él acerca de los sauces y de tus legítimas esperanzas de convertirte en la dueña de tu morada. No está bien que la palabra de nuestra tía valga más que la tuya. Eres la esposa de Barnaby y la madre de su hijo. O te escucha, o tendrá que responder ante mí.

Jane recibió esa afirmación con una mirada en la que se mezclaban el escepticismo, el deseo y el temor, pero no dijo nada.

—Por favor, ¿puedo ver su bebé, señora Barnaby? —dijo Katherine con una timidez insólita, para romper el silencio.

Jane se animó casi de inmediato, sonrió y le respondió a Katherine que por supuesto, que al fin y al cabo era la tía del bebé y que, incluso de no haber sido así, le gustaba tanto mostrar a su adorada Amelia que le habría permitido verla de todos modos, por lo que ordenaría que la trajeran enseguida.

Las dos mujeres me miraron con aire inquisidor, como si yo fuera a poner alguna objeción a la presentación propuesta del bebé. Sin embargo, yo no tuve inconveniente y me limité a encogerme de hombros.

—Por supuesto, que traigan a la niña —dije—. Al fin y al cabo también es mi sobrina. Jane, espero que no la tengas envuelta. En mi opinión, envolver a los niños es perjudicial para el desarrollo de su esqueleto.

Jane pareció sorprendida.

—La verdad, hermano —dijo ella—, es que no esperaba que fueras un entendido al respecto.

—Los huesos de los niños me interesan, sí —dije.

—¡Oh! —exclamó Katherine. Una ávida aprensión resonó en las cavernas de su voz.

Por consiguiente, ordenaron traer a la pequeña Amelia y en menos de cinco minutos pasó de estar en los brazos de su nodriza a encontrarse en los de su madre y yo pude atisbar por primera vez y con claridad ese primer fragmento de mi tejido familiar.

Era un bebé pelón, de piel clara y cara redonda que tenía los ojos del mismo color avellana que los de su madre. Tenía la boca pequeña, con unos labios que parecían un capullito de rosa y una lengua diminuta que aparecía continuamente entre ellos como si estuviera succionando un seno imaginario. No lloriqueaba, ni gritaba ni resollaba. Tampoco lanzaba patadas ni se retorcía, no hacía nada que dificultara tenerla en brazos. No la habían envuelto, sólo iba racionalmente vestida con unas enaguas y un vestido de muselina verde. Tuve la esperanza de que al menos el vestido lo hubiera elegido mi hermana y no su suegra.

—¿Tiene dientes? —pregunté.

Mi hermana soltó una carcajada.

—No —dijo—. ¡Los bebés no tienen dientes tan pronto!

El tronco de acebo que ardía en la chimenea soltó un destello y cayó apartado de las brasas. No vi la necesidad de molestar a James por eso y decidí coger yo mismo el atizador. En casa del señor Fielding rara vez me había molestado en llamar al servicio para ese tipo de menesteres.

Era un bebé bonito, pero absolutamente normal.

—Es preciosa, señora Barnaby —dijo Katherine mientras yo hurgaba entre las brasas para reavivarlas.

—Por favor, llámame Jane —dijo mi hermana con una calidez especial y cierto afecto fraternal en la voz.

Elegí dos troncos de la caja de leña y los coloqué cuidadosamente sobre las brasas candentes. Al cabo de un momento, una pequeña llama color citrina empezó a enroscarse por el cuerpo cilíndrico del tronco más cercano y enseguida se encendió una segunda columna ondulada de fuego dorado entre ellos que se alzó sorprendentemente erecta e inquebrantable.

—¿Quieres cogerla en brazos? —dijo Jane—. Es muy tranquila.

—¿Puedo? —exclamó Katherine.

Jane se puso de pie y se las arregló para darle la vuelta al bebé y poder transferírselo con facilidad. Katherine también se levantó y recogió al bebé con una facilidad y seguridad que me dejaron desconcertado, aunque yo sabía que ella tenía hermanos menores y que sin duda alguna había tenido que encargarse de ellos. Cuando recordé lo torpe que me había sentido con mi murciélaga en brazos, se me encogió el estómago. ¿Dónde debe de estar ahora?, pensé. Mi pobre y hermoso monstruo, Viviane lo había recuperado y debía de estar recorriendo el país con un grupo de gitanos y con Nathaniel Ravenscroft.

Nathaniel Ravenscroft, pensé. Una punzada de ira, sobrecogedora, incomprensible y salvaje, me dejó sin aliento. Nathaniel Ravenscroft. ¿Adónde había ido?

Katherine le acarició la cabeza a la pequeña Amelia y, acto seguido, para agravar todavía más mi confusión, se inclinó sobre el bebé y le olió la coronilla como lo haría una perra con sus cachorros para identificarlos.

—Oh, sí —dijo Jane, encantada—. ¿No es deliciosa?

—¿De qué va todo esto? —pregunté—. ¿Es algún tipo de misterio femenino o sencillamente es que habéis perdido el juicio?

Jane rió de nuevo y, a pesar de lo turbado que estaba, me alegré de oír sus carcajadas de nuevo.

—Es el aroma de los bebés, Tristan —dijo Jane—. Los recién nacidos huelen de un modo especial. Es difícil describirlo… pero la fragancia es más dulce que la de las prímulas.

—¿De veras? —Volví a pensar en mi murciélaga, pero el único olor que pude recordar era el de la salsa de ostras y de especias navideñas. Si la murciélaga olía a algo, pensé, olería a polvo del camino, a muérdago y a esa vieja bruja gitana.

Contemplé la expresión embelesada de Katherine mientras sostenía al bebé y, al ver que no podía pensar más que en Nathaniel, el corazón me dio un vuelco.

Bastante más tarde, cuando mi hermana ya se hubo marchado, me llevé a Katherine directamente a mi habitación y la ayudé a desnudarse. No esperaba que las cosas pudieran cambiar entre nosotros de un modo tan importante, pero cuando el corsé cedió, como si de una caja torácica se tratara, la falda del vestido cayó temblando a sus pies y se llevó por delante la venda de hilas con la que le había tapado los cortes. Me incliné para recogerla y cuando lo hice Katherine se movió levemente. La dorada luz de las velas titiló por las cicatrices lívidas y pálidas que le adornaban el trasero.

Estaba preciosa.

—Pon las manos a la espalda —le dije. Ella rió ligeramente, con inocencia, y dobló los brazos hacia atrás. Las venas azuladas latían en sus muñecas desnudas. Le agarré el brazo izquierdo y se lo retorcí de manera que quedara visible justo por encima del surco con el que había escrito mi nombre como quien firma una obra de arte: T. H.

Me pertenece, pensé. Es mía y en verdad nadie más ha podido disponer de su cuerpo y su corazón.

Y yo tampoco, pensé, puesto que según la letra de la ley todavía no era mi esposa.

T. H.

—Me perteneces —dije— a mí y no a Nathaniel Ravenscroft.

—¿Qué? —exclamó Katherine con una mueca de asco—. ¡Nunca he sido suya! —replicó—. ¡Nunca! ¿Cómo te atreves a sugerirlo? ¡Dios sabe que sólo he sido tuya, de todo corazón, incluso cuando tú aún te negabas a reconocer mi existencia!

—¿De verdad? —Noté cómo su ligamento carpiano se deslizaba bajo mi pulgar—. Eso es lo que tú dices. ¿Cómo puedo saber si es la verdad?

—¡Créeme! Una vez te llené los bolsillos del sobretodo con flores silvestres. Tenía ocho años. ¿Te acuerdas? No sabías quién lo había hecho y montaste en cólera. Le dijiste a Nathaniel que había sido Sophy. Él fingió creerte y se burló tanto de Sophy que ésta pasó una semana entera sin salir de su habitación. ¡Pero no me hacías ni caso, nunca! ¡Nunca!

La inscripción de mi nombre me quedaba bajo las yemas de los dedos. Mis manos empezaron a relajarse y dejé de agarrarla con tanta fuerza.

—Realmente creí que había sido Sophy —dije mientras iba recordándolo todo poco a poco—. Y no me gustó encontrar esas flores.

—Debería haberte metido huesos en lugar de flores —susurró Katherine.

Sin dejar entrever lo que me proponía hacer, me quité los bombachos que tanto me oprimían y, con la mirada fija en las letras, le agarré las dos muñecas con una sola mano, la base del cráneo con la otra y la obligué bruscamente a tenderse bocabajo sobre la cama.

Ya había sometido a Polly y a otras mujeres de ese modo. Había dominado y violado a todas las chicas con la misma facilidad con la que se recogen las ciruelas maduras. Lo había hecho, en verdad, y seguro que lo haría de nuevo.

Katherine soltó una exclamación asombrada. Yo no me paré a pensar, no me atreví a pensar. Con la rodilla, le separé las piernas. Los huesos carpianos de Katherine, plásticos hasta el límite de la luxación, se movieron un poco bajo las yemas de mis dedos.

Mi bajo vientre empezó a reaccionar. Mantuve la mirada fija sobre mi nombre. Katherine, pensé, eres mía. Mía.

Me vi obligado a soltarle el cuello, pero ella no se movió. Se limitó a temblar violentamente cuando me abrí paso. No encontré impedimentos. Una gasa roja me enturbió la mirada. Mi excitación fue en aumento, en mi pecho se desencadenó un torbellino frenético, en espiral. ¡Al fin!, pensé. Empecé a moverme con lujuria. La embestí una y otra vez de forma cada vez más rápida y violenta. Con cada movimiento salvaje, Katherine gritaba, lo que no sé es si eran chillidos de placer o de dolor, pero la verdad es que tampoco me importaba. Noté cómo me temblaba el torso, hasta que caí en la suave y apacible oscuridad de la inconsciencia.

Había expulsado a Nathaniel de mi cabeza y lo había mandado al carajo.