17
El tercer día tras la boda de Jane, a primera hora de la mañana me despertó un extraño sonido que entró en mi habitación a través de la ventana abierta: el toque estridente de un cuerno de caza. De repente quedé sentado en la cama como si hubiera oído una alarma y agucé el oído para ver si se repetía, aunque no pude percibir más que el trinar de las aves matutinas y el parloteo de una urraca más allá de los setos. Debía de haberlo soñado. No era temporada de caza y era poco probable, pensé, que fuera obra de algún bromista. Me eché de nuevo, aunque con el corazón acelerado como el de una liebre a la carrera.
No conseguí volver a dormirme, por lo que decidí levantarme, vestirme e ir a mi estudio a leer un rato antes de la hora del desayuno. El sonido del cuerno me hizo pensar una vez más en Nathaniel.
Durante el desayuno, llegó a mis manos una invitación urgente de mi hermana, que me convocaba en Withy Grange esa misma tarde. Al parecer le preocupaba que yo no acudiera y decidiera, en cambio, regresar a Londres sin pasar a verla en su nueva propiedad, como también temía que no volviera a Berkshire antes de Navidad. Con la impresión de que lo más probable era que Jane tuviera razón en sus cálculos, por el momento decidí salir del estudio y dirigirme hacia los establos. Habían pasado meses desde la última vez que había montado mi alazán y estaba ansioso por ver si había mejorado durante mi ausencia. En caso de que haya empeorado, pensé, tendré que hablar seriamente con los mozos de cuadra, puesto que no era un caballo del que me apeteciera desprenderme. Era un animal hermoso y de paso elegante y, además, era veloz. Eso era lo que más me gustaba de él, pues a pesar de que me encantaba pasear entre los prados y los alegres bosques no podía evitar pensar en Viviane y en el hecho de que el Valle del Caballo se encontrara bajo su dominio. No creía que fuera seguro para mí pasar demasiado tiempo en mi tierra. Tras algo más de cuatro kilómetros, el camino se volvía más pedregoso, por lo que decidí abandonarlo y seguir, en cambio, la ribera serpenteante del río, por la que podría llegar al galope hasta Withy Grange.
La casa apareció de repente después de una curva, por encima de una larga cuesta cubierta de hierba que bajaba en dirección al agua. De repente me di cuenta de las amplias posibilidades de las que Jane me había hablado con tanto entusiasmo: era una extensión de hierba de casi un kilómetro que descendía de forma suave, continua y sin interrupciones hasta la orilla del río en una parte en la que, según me había contado, abundaban las truchas. Tan sólo había un obstáculo entre el río y Grange: una arboleda, un grupo enmarañado de sauces y otros árboles que se extendía a lo largo de trescientos metros o más, muy cerca de la orilla colmada de juncos. Jane me había hablado mucho de las mejoras que Barnaby había planeado: el estilo moderno requería sustituir lo que habían sido complejos jardines por grandes y anodinas extensiones de césped y obtener así un reflejo mediocre de la naturaleza sin estorbos. Supuse que eran los sauces lo que Barnaby pretendía arrancar de raíz, de manera que la vista desde el salón no encontrara interrupciones.
Cuando volví a ver el lugar, sentí una súbita ira ante lo que me pareció un acto brutal por parte de Barnaby. Pensé que en verdad no había necesidad de destrozar un bosquecillo de sauces, que tal vez incluso había estado allí antes de que construyeran la casa, simplemente para que Barnaby pudiera disfrutar de una vista libre de obstáculos. No sólo no tenía sentido, sino que además era un gesto mezquino que no presagiaba nada bueno respecto a Jane.
Tiré de las riendas de mi caballo hasta detenerlo y me quedé quieto un momento junto al agua en calma. A mi alrededor pude notar el aleteo silencioso de las mariposas y el grave zumbido de las abejas. Desde su nido oculto entre los juncos, una curruca henchía el pecho para entonar un trinar alborotador. Inspiré lentamente para embeber el aire de estío como si de un vino dulce se tratara y cerré los ojos para sentir la calidez del sol dorado de la mañana en el rostro.
La curruca que cantaba junto al arroyo me pareció casi simpática, aunque no quise ponerme a pensar en si habría trinado en caso de saber quién era yo. Hundí los talones en los flancos de mi alazán y me acerqué a los sauces a medio galope. Recordé cómo había visto a Katherine en el cementerio, cómo la luz del sol me había mostrado la piel de la chica moteada por el efecto de las hojas de los árboles.
El bosque era más extenso de lo que me había parecido en primera instancia y a medida que me acercaba a él me di cuenta de que estaba compuesto por varios centenares de árboles. Tal como era de prever, cerca del agua los sauces eran más numerosos y extendían sus dedos hacia el arroyo, pero más lejos crecían también densas matas de espino blanco. Seguí cabalgando por el borde del bosque durante un rato antes de guiar a mi alazán por el largo ascenso que llevaba hasta la casa de Grange. Fue entonces cuando, para mi sorpresa, vi a Katherine Montague.
Bajaba corriendo a gran velocidad por la cuesta en dirección a mí, envuelta por el pálido percal de su falda hinchada como una nube mecida por el viento y con la cofia blanca a punto de caerle de la cabeza. Detuve mi caballo y, sin dudarlo ni un segundo, salté sobre la hierba.
—¿Eres tú? —exclamé sin saber muy bien si mis sentidos me estaban gastando la más cruel de las bromas.
—¡Sí! —gritó ella, casi sin aliento de tanto correr—. ¡Sí!
Me enrollé las riendas del caballo alrededor del brazo y subí apresuradamente la cuesta para encontrarme con ella. Temía y deseaba por igual que acabara lanzándose a mis brazos, puesto que habría tenido que reprenderla por ello. Sin embargo, cuando nos separaban tan sólo unos dos metros se detuvo para guardar la distancia de cortesía. Respiraba agitadamente debido al esfuerzo, aunque al mismo tiempo le brillaban los ojos de satisfacción. El pelo, ya liberado de cualquier atadura, le caía formando tirabuzones dorados alrededor de su delicado cuello. Una vez más, maldije la panorámica abierta que se divisaba desde Withy Grange y que permitía que con toda seguridad nos estuvieran observando desde la casa. De no haber sido así, me habría gustado poder subirla a mi caballo y llevármela a la arboleda de sauces.
—Te he visto llegar desde la casa —jadeó—. Y he venido corriendo desde allí.
—Parecía que volaras —dije.
—¡Ésa era justo la sensación que tenía! Pensaba que iba a caerme, pero algo lo ha evitado. Tengo prohibido correr por si se me sale algún hueso de sitio, ¡pero no me importa!
Dispuse el alazán de manera que no pudieran verme desde la casa y extendí una mano hacia Katherine.
—Ven —dije—. Quiero cerciorarme de que no eres una visión. ¿Qué estás haciendo aquí?
Katherine se puso a mi lado y yo tomé sus manos menudas entre las mías. Noté el calor y la solidez del tacto, estaba viva, era real y olía ligeramente a sudor y a hierba recién cortada.
—Jane… bueno, la señora Barnaby, le mandó una invitación a Sophy y supuse, esperanzada, que a mí también me traería si hacía algo al respecto.
—No hables más hasta que hayas recuperado el aliento —dije—. Por lo que dices ha sido una mezcla de fortuna y designio. No te preguntaré qué viles medios has utilizado con la señora Ravenscroft para que te haya traído hasta mí. Es lo último que habría esperado y nada podría haberme hecho más feliz.
—Oh —respondió ella quitándole importancia al asunto—, no he hecho nada cruel ni impropio. Le dije a Sophy que quería agradecerle a la señora Barnaby que me hubiera invitado a su boda y tía Ravenscroft pensó que era un acto tan prometedor que obligó a Sophy a aceptar mi ruego.
—Entonces, ¿tu tía también está aquí?
—No, no. Sólo hemos venido yo y Sophy.
—Sophy y yo —la corregí.
—Estoy segura de que la señora Barnaby está haciendo de casamentera, aunque no creo que se salga con la suya.
—Yo tampoco —dije. Le besé las manos y luego, a regañadientes, la solté—. Mi hermana nos estará mirando desde la casa.
Nos volvimos hacia la larga cuesta e iniciamos el tedioso camino de vuelta que llevaba desde el valle hasta la casa.
Mientras caminábamos, recordé de nuevo a Nathaniel. Me detuve porque no quería que nadie pudiera oír mis palabras desde el jardín de la casa, a pesar de que era poco probable que mi voz pudiera llegar tan lejos.
—¿Vas a contarme —dije— lo que ha sucedido con Nathaniel? Estoy seguro de que ha ocurrido algo malo, pero nadie quiere hablar de ello.
Katherine se detuvo y sus rasgos se ensombrecieron por un momento. Bajó la mirada hacia la hierba colmada de margaritas que tenía bajo los pies y, dándole la espalda a la casa, levantó de nuevo la mirada y contempló la extensión del valle.
—Nathaniel… —una vez más, aparecía aquel titubeo cuando se pronunciaba el nombre de mi amigo— huyó —dijo ella.
—¿Qué? ¡Imposible!
—No es imposible. Su padre va diciendo por ahí que se alistó en el ejército.
—Nathaniel jamás haría algo parecido —dije yo—. ¿Qué quieres decir con que huyó? ¿Que se ha marchado para siempre? ¿No ha mandado ninguna carta?
—Ninguna.
—¡Pardiez! —exclamé—. ¿Cuándo sucedió? ¿Y por qué nadie me lo ha dicho?
—No lo sé. Mi tío dice que desapareció el año pasado, en mayo.
—¡Pero si yo estuve con él el uno de mayo! Yo… —la voz me abandonó de repente.
Me di cuenta de que el extraño comportamiento de Nathaniel en la posada del Toro y más tarde, cuando nos separamos, cobraba sentido de repente. Había planeado escapar esa noche, pero no se había alistado en el ejército, sino que se había unido a sus queridos gitanos.
—Oh, Dios —dije, lentamente—. Ahora lo entiendo. Quería que me marchara con él, pero yo… —una vez más, me detuve. Supongamos que me hubiera acostado con Viviane, tal como ella y Nathaniel querían. ¿Habría ido con ellos, los habría seguido hasta las montañas y más allá? Tal vez. En verdad, seguramente habría sido así.
—¿Y no lo han buscado? —pregunté.
Al parecer, Katherine no lo sabía.
—Mi tío se puso tan furioso —dijo ella— que creo que ni siquiera lo intentó. Él quería que Nathaniel ingresara en la Iglesia.
—Cierto, lo recuerdo —empecé a reírme, a pesar de las ganas de llorar que me sobrevinieron—. ¿Te imaginas a Nat vestido de negro como un párroco?
Katherine consiguió dibujar en su rostro un simulacro de sonrisa, pero sus ojos expresaban algo distinto.
—En cualquier caso, estoy seguro —le dije mientras le ofrecí mi brazo para intentar consolarla antes de proseguir el camino hacia Withy Grange— de que Nat regresará algún día, cuando menos lo esperemos. No temas por tu primo, Katherine. Lo conozco muy bien y sé que no se mete en problemas fácilmente.
—No —dijo ella—. Eso es cierto. Se le daba mejor meter en problemas a los demás.
De este modo seguimos trepando por la cuesta del valle. A pesar de que había intentado tranquilizar a Katherine, la verdad es que, a raíz de aquella nueva información, tenía la cabeza y el corazón llenos de un sinfín de pensamientos y sentimientos temerosos. Quedaba claro que yo había sido la última persona que había visto a Nathaniel Ravenscroft, a excepción, quizás, del mozo de cuadra… y de Viviane.
De repente, me sobrevino una idea terrible: tal vez Nathaniel había muerto. Quizás los gitanos lo habían asesinado. Quizás, mientras yo volvía apresuradamente a la posada del Toro, los hermanos de Viviane le cortaron la yugular en alguna pradera cercana.
Ahuyenté ese pensamiento, puesto que además de asustarme mucho me di cuenta de que no era lo suficientemente racional ni probable. Fuera cual fuese la venganza que Viviane tuviera prevista para mí, jamás se la habría cobrado con la vida de Nathaniel. En toda su vida, Nat no había sido castigado jamás por sus fechorías, no digamos ya por las mías. Las cosas solían suceder más bien al revés.
No, no, Nathaniel y Viviane están juntos, estén donde estén, pensé; tal vez incluso habían estado en Londres durante las pasadas Navidades.
¿Había sido Nathaniel quien me había mandado el murciélago? Me había dicho que yo podría mandarle mensajes por medio de lechuzas, gatos o liebres. Pero un murciélago también era una criatura salvaje, ¿no?
Katherine Montague, a mi lado, me agarró la mano con sus finos dedos, que demostraron una fuerza inesperada.
—¿Tristan Hart?
Temí haber estado reflexionando en voz alta. Me detuve y bajé la mirada para encontrarme con los ojos grises de Katherine. Poco a poco, aquellos terribles temores fueron desapareciendo como la tierra absorbe las crecidas de los ríos.
Era una criatura humana, pensé.
—¿Sí? ¿Qué ocurre? —pregunté.
—En realidad no creo que tu hermana esté haciendo de casamentera. Lo he dicho en broma. Decir que Sophy se moriría de miedo contigo sería quedarse corta.
Seguimos andando unos metros más acompañados de aquella sensación de intimidad y nos separamos cuando casi hubimos llegado a la casa.
Withy Grange era un edificio alto que, en mi opinión, parecía más bien un medio de soporte para techos elevados y tejados exageradamente inclinados que una casa destinada a albergar a seres humanos. Las paredes eran de piedra blanca, interrumpidas por ventanas emplomadas y artesonados de madera oscura que se entrelazaban en la fachada para formar un verdadero entramado. Estimé que no debía de tener más de doscientos años de antigüedad, por lo que era infinitamente más reciente que el bosque de sauces. Empecé a preguntarme si Jane se habría dejado convencer por Barnaby acerca de aquella panorámica descubierta, si habría intentado luchar para conservar los sauces. Era una pena que fuera una chica tan dócil.
Entre la larga cuesta y los jardines había un muro de piedra que formaba un bancal y que resultaba invisible desde la casa, aunque era lo suficientemente alto para evitar que los animales camparan libres por el jardín. Un buen bancal, pensé, no como el de Shirelands, que en realidad no era más que una zanja bordeada por setos. Llamé en voz alta a un mozo para que se encargara de mi alazán y, a continuación, en cuanto se lo hubo llevado, Katherine y yo entramos por la verja forjada que daba acceso a Withy Grange.
La hierba del recinto estaba recién cortada y algo húmeda. Katherine se señaló el dobladillo de las enaguas, que se le había manchado de verde a causa del jugo que desprendía la hierba, y se rió. Fue una carcajada chispeante. Me habría gustado poder capturarla en un frasco. Cruzamos juntos los extensos jardines hasta llegar a la puerta de la casa, donde vino a nuestro encuentro el lacayo de los Barnaby, quien nos condujo hasta el salón en el que se encontraba Sophia.
—Permíteme que te devuelva algo que has perdido —le dije a Jane mientras entraba en la estancia, para disipar sus recelos—: he encontrado a la señorita Montague paseando por la propiedad. Querida hermana, Withy Grange realmente tiene unas vistas encantadoras.
Katherine se sentó junto a la ventana y, con fingido desinterés, tomó un fino volumen del Astrófilo de Sidney y concentró toda su atención en él. Es una maestra del disimulo, pensé.
Los muebles del salón de Jane eran tan claros y delicados como ella. Las paredes estaban pintadas de un tono lechoso a juego con la tapicería de las sillas y los sofás. Pero el color principal lo marcaba la alfombra colorada que teñía de rosa intenso el brasero plateado y sonrojaba con su reflejo los rostros blanqueados de las damas. Imaginé que Jane, en el momento de encargar la alfombra, no había tenido en cuenta el tipo de luz que entraría por las ventanas por las mañanas. Sin embargo, la estancia me pareció bastante agradable y sonreí al ver que Jane se había erigido en señora de la casa.
—¡Oh, estoy tan contenta de que te guste Withy Grange! —dijo Jane—. Así nos visitarás más a menudo. Y gracias por traer de vuelta a la señorita Montague, ya que la señorita Ravenscroft está a punto de marcharse y eso la habría retrasado.
En ese momento se me presentó la oportunidad de soltarle un cumplido a Sophia y eso fue precisamente lo que hice, aunque su respuesta fue más bien fría. Temí que tal vez hubiera visto demasiadas cosas cuando Katherine y yo nos habíamos encontrado. Supuse que tenía motivos para sentirse utilizada.
—¿Cómo está el señor Barnaby? —le pregunté a mi hermana después de dedicarle una leve reverencia a Sophia.
—Muy bien. En estos momentos está inspeccionando los trabajos que nos están haciendo en el huerto viejo.
¿Y también se encargará de cavar?, pensé. No obstante, me limité a decir:
—No me mencionaste nada acerca de esos huertos.
Jane reaccionó aparentemente desconcertada.
—Sí, hermano. Cuando te escribí por Navidad te lo conté. ¿No te acuerdas de los problemas que tuvo el pobre señor Barnaby para desahuciar a los vagabundos que se habían instalado allí?
—¿Qué? No, no me acuerdo —dije.
—¿No te leíste mi carta, Tristan? —dijo Jane.
—Sí la leí, madam —respondí, aunque era otra mentira, puesto que era consciente de que no era cierto.
—Entonces debes de saber —prosiguió Jane, algo enojada— que el señor Barnaby se vio obligado a llamar a las autoridades para que éstas amenazaran a la tribu con arrestarlos por vagancia y que al final sólo consiguieron persuadirlos cuando los amenazaron con ahorcarlos si no obedecían.
De repente comprendí lo que quería decir. Más que comprenderla, en realidad, en la mirada sincera de mi hermana pude distinguir que sus palabras no ocultaban ningún secreto. Y, sin embargo, el incidente me parecía claro como el agua. Barnaby, con sus esfuerzos por mejorar Withy Grange, había desahuciado a Nathaniel Ravenscroft.
—¿Todo esto sucedió durante el verano pasado? —pregunté.
—No leíste mi carta, ¿verdad?
—Sí la leí —dije—. De verdad que sí. Aunque puede que no la leyera toda.
Jane suspiró.
—Ya va siendo hora de que nos marchemos —dijo Sophia tras ponerse de pie de forma abrupta—. Señora Barnaby, le agradezco muchísimo que me haya mostrado su bonita casa.
Me di cuenta de que eso significaba que Katherine también se marcharía y el mundo se me cayó encima. No sabía cuándo volvería a verla y, aunque habían pasado sólo dos noches desde la última vez, aquella separación me pareció más dolorosa tras haber reafirmado la intimidad de nuestra relación.
Katherine alzó la mirada y cerró el libro de poemas.
—¡Vaya! He perdido un guante —dijo Sophia.
Los minutos siguientes fueron de desconcierto, puesto que Sophia quería marcharse pero no encontraba ni su guante ni un libro que había dejado en alguna parte. Katherine permaneció quieta todo el rato, con la mirada entrelazada con la mía y el labio inferior blanco bajo la presión de sus dientes torcidos. Ninguno de los dos hizo el más mínimo ademán de ayudar a Sophia.
No podía hacer nada. Nada. Lo que más me apetecía era llevarme a Katherine Montague de la casa y regresar a Londres con ella, pero ni siquiera podía plantearme cogerla de la mano. ¡No está bien, pensé, que tengamos que separarnos de este modo! ¡Ojalá yo fuera ya mayor de edad! ¡Ojalá tuviera mis propios ingresos!
—Le deseo un buen viaje de vuelta, señorita Montague —dije.
—Gracias, señor —dijo Katherine.
Una vez recuperadas sus pertenencias, Sophy se despidió de Jane y me dijo que esperaba verme de nuevo antes de Navidad. Yo también me despedí de ella educadamente y a continuación salió de la habitación llevándose a mi amada con ella.
Su ausencia se dejó sentir en el aire como un latigazo.
Me marché de Grange más o menos a las cuatro, antes de que Barnaby regresara para cenar, y por curiosidad en el camino de vuelta pasé por el viejo huerto, puesto que estaba seguro de que ya no se hallaría ahí. No podía quitarme a Katherine de la cabeza, aunque también pensaba un poco en Nathaniel. Sin duda alguna, había pasado en ese huerto las últimas semanas que había vivido en el distrito. Deseaba ver la hierba sobre la que había dormido, los árboles bajo los que se había cobijado y, sin embargo, también estaba angustiado, ya que supuse que Viviane también habría acampado allí.
Rodeé el perímetro de los huertos, que se encontraban a unos cincuenta metros de Grange y estaban cercados por un muro, aunque desde lo alto de mi alazán no supuso una barrera visual. Efectivamente, el huerto parecía muy antiguo, más que la casa, más incluso que los sauces. Los árboles crecían torcidos y eran demasiado altos para poder trepar por ellos, aunque muy pocos parecían seguir dando frutos. En las ramas más altas de uno de los árboles más viejos se veía el muérdago entrelazado como una telaraña.
El suelo, sobre el que Nathaniel debía de haber dormido, estaba tupido por la hierba y el musgo, aunque la habían segado muy cerca del suelo las tres cabras blancas que el jardinero dejaba pastar allí con ese propósito. De haber tenido esperanzas de encontrar rastro alguno de Nat, habría llegado con demasiados meses de retraso.
Intenté ver en qué consistían las obras que Barnaby había estado supervisando. Pronto descubrí que el muro del fondo del huerto había quedado medio derrumbado por efecto de las lluvias, de manera que se abría en él una brecha de unos cuatro metros de ancho que dejaba el recinto abierto a los campos que lo rodeaban. Sin duda alguna, aquello debió de preocupar a Barnaby, pero la brecha había quedado casi cerrada de nuevo y los hombres que habían estado trabajando en ello durante el día estaban recogiendo las herramientas y se estaban preparando para marcharse. Me pregunté por qué había tenido que dedicar tanto tiempo a supervisar una tarea que no le correspondía ni por rango ni por capacidad e imaginé que debió de resultar una verdadera molestia para los mamposteros.
Mientras me acercaba al trote y me preparaba para interrogar al obrero más cercano, que estaba de espaldas a mí, éste se volvió de repente y escupió deliberadamente sobre la hierba.
Para mi gran consternación, me di cuenta de que se trataba de Joseph Cox, el sirviente de la posada del Toro. Lo han echado, pensé con desdén, y se ha visto obligado a trabajar de jornalero donde quisieran emplearlo.
Inmediatamente, se me encogieron las tripas como ya me había ocurrido aquella mañana en la taberna. Cox supuraba maldad en forma de miasmas, incluso mi alazán pareció notarlo, puesto que se puso tenso y empezó a brincar sobre los cuartos traseros con las orejas echadas hacia delante en actitud de alarma mientras inspeccionaba al trasgo moreno que estaba plantado con aire arrogante frente a nosotros.
Cox me miró de arriba abajo con los labios fruncidos.
—Buenas tardes —dijo—, señó.
—¿Qué haces aquí, Cox? —pregunté.
—Subir una paré, señó —respondió Cox. Hizo una pausa y, en el tono más hosco posible, añadió—: Si no le paece a usté mal, señó.
—Pues si ya habéis terminado, márchate —dije—. No te quiero holgazaneando por aquí, ¿de acuerdo?
—Ah, sí. De acuerdo, señó —dijo Joe Cox, con expresión desdeñosa.
Instintivamente, espoleé al alazán, me planté justo al lado del tipo y levanté la fusta para golpearlo. Mi brazo iluminado por el sol se alzó hasta formar una luna creciente sobre su sombra.
Joe Cox cayó de espaldas sobre el muro y levantó los dos brazos para defenderse de mi azote, aunque no llegué a bajar el brazo.
—Crúzate en mi camino de nuevo, Cox, y te arrepentirás —le dije—. Recoge tus herramientas y lárgate.
Yo estaba dispuesto a dejar las cosas de ese modo. Tenía las riendas asidas cortas y preparaba los talones para alejarme a medio galope, cuando de repente Cox se puso de pie.
—¿Que recoja mis herramientas? —gruñó—. Eso haré, y si me s’acerca de nuevo, las usaré p’abrirle la cabeza, señorito. Listo va, si cree que me pué dar órdenes a mí, usté.
La respuesta me dejó sin aliento.
—¿Cómo te atreves a amenazarme? ¡Estás trabajando para mi cuñado, Cox! Me encargaré de que esa insolencia tuya te cueste el lugar de trabajo —hice avanzar de nuevo a mi alazán y golpeé al tipo en la cara con la fusta, con toda la fuerza de la que fui capaz.
Para mi gran asombro, Cox ni siquiera se quejó por el golpe. Se limitó a pasarse el dorso de la mano por la boca como si no hubiera sentido nada en absoluto y levantó de nuevo la mirada hacia mí, con su cara de bruto crispada en una mueca de desdén.
—Sí, señó —dijo—. Hágalo y verá qué le responden. Son pocos los que quie’n trabajá pal señó Barnaby y muncho el trabajo por hacé.
Enfurecido por ese desafío, me dispuse a descargar la fusta de nuevo sobre él, pero, al recordar de repente mi condición, decidí contenerme. Discutir sobre ello con una criatura de tan baja estofa como Joseph Cox habría sido rebajarse. En lugar de eso, hice lo que ya debería haber hecho antes, espoleé a mi alazán y sin mediar palabra lo dejé allí plantado.
Los pulmones me dolían como si hubiera estado respirando veneno. Tuve que galopar durante casi dos kilómetros antes de que el aire puro me librara de esas punzadas.
Al final, mi exaltación empezó a remitir. Aminoré la marcha y le acaricié el cuello a mi caballo. ¿Realmente él también se había dado cuenta, igual que me había pasado a mí, de lo malvado que era Cox? Los filósofos cuyas obras había estudiado en general parecían estar de acuerdo con Descartes en que los animales, como meros autómatas, no percibían nada, ni siquiera el dolor. El reverendo Hales había practicado sus vivisecciones hemostáticas en caballos.
Sin embargo, el doctor Hunter había insistido en que debía dar prioridad a mis observaciones y, una y otra vez, éstas parecían contradecir directamente esa afirmación. Los animales con los que había llevado a cabo mis experimentos a menudo habían mostrado signos inequívocos de sufrimiento extremo y yo no tenía tendencia a considerar mis observaciones como meras fantasías. Levanté la fusta con espíritu empírico y golpeé con ella el flanco de mi caballo. De repente, salió al trote. ¿Por qué?, pensé. Sin duda, para intentar escapar al dolor. ¿Qué ocurriría si siguiera golpeándolo hasta que alcanzara el límite de su velocidad y siguiera sufriendo? ¿Qué le sucede a la capacidad perceptiva de un animal cuando siente dolor? ¿Se asemeja de algún modo a lo que experimenta un ser humano? En verdad, es capaz de ver y de sentir, y, a su manera, también es inteligente.
Si es posible que sienta algo tan sutil como el dolor, pensé, entonces sin duda alguna debe de poder percibir el mal cuya existencia sea objetiva.
Lo había percibido. Los dos, los dos lo habíamos percibido.
La idea del dolor me hizo pensar de nuevo en mi estudio, en Katherine y en aquella dulce sangre, fluida y pura, cuya visión tanto me había exaltado. De repente, tuve una revelación: esa cadena sutil, pura percepción, la comunicación íntima de una mente con otra mediante el impulso, la sensación física, el dolor, no requería ni lenguaje ni razón. Cruzaba cualquier frontera: entre el hombre y la bestia, entre monstruos y ángeles, incluso entre los pecadores y Dios. ¿Acaso Cristo Nuestro Señor no sufrió la agonía más terrible en la cruz?
Es una forma de amor, pensé.
Al llegar a casa, después de cenar me retiré a mi estudio y, tras desechar la idea indigna de escribir a mi hermana para contarle la absurda conducta de Joseph Cox, de allí fui directamente a la cama, donde Katherine apareció en mis sueños para deleitarme, mientras que Nathaniel y Viviane surgieron en mis pesadillas para atormentarme en igual medida, hasta que la breve noche de mediados de verano llegó a su fin.