35

No recuerdo qué es lo que hice a continuación. El siguiente recuerdo del que soy consciente es que percibí que el cielo se aclaraba débilmente por el este, cerca del horizonte, y que oí el sonido de aguas bravas bajo mis pies. Había abandonado la casita y estaba en la orilla del río Coller. Llevaba algo pesado a hombros. Lo dejé caer.

Para mi horror, vi que lo que había llevado a cuestas era el cadáver diseccionado de Joseph Cox y a la luz del amanecer me pareció inconcebible haber creído que ese cuerpo pudiera ser el de algo que no fuera un hombre real.

Era Joe Cox. O, mejor dicho, había sido Cox, el apestoso y borrachuzo porquero. Y, aunque sabía de buena tinta que no había sido ni bueno ni inocente, en ese momento me di cuenta de que tampoco había sido jamás el caballero trasgo. Lo que sí había sido, y eso había acabado costándole la vida, era un beodo, un zopenco, un bestia y un abusón. No debería haber intentado atacarme, no debería haber insultado de forma tan soez a la raza de mi madre y sin duda alguna no debería haber hablado de forma tan insolente acerca de mi esposa.

¿O había sido de Margaret Haynes, de quien había estado hablando?

—Tristan —dijo una voz a mi espalda—, ¿qué diablos te propones?

Me di la vuelta enseguida.

Recortada contra el verde oscuro de la cresta de la montaña, agitando la cabeza y soltando coces de protesta ante la orden que el jinete le había dado de detenerse, había una yegua blanca.

Me quedé sin aliento. El animal era inmenso. Con la colina de fondo, su cuerpo pálido brillaba como la mismísima luna en el cielo nocturno. Sus pies desherrados estaban emplumados hasta las rodillas y, mientras lo contemplaba, levantó una de las patas y golpeó la hierba del suelo con la misma fuerza con la que un martillo golpearía un yunque imponente. Llevaba las crines trenzadas y llenas de cintas de todos los colores del cielo del amanecer, mientras que con la cola, tan larga como la de cualquier caballo salvaje, se golpeaba a modo de azote los anchos cuartos traseros. Llevaba unas riendas de cuero de color escarlata, trenzadas y con unas hebillas que, para mi gran asombro, parecían de plata pura. Bajo la silla, de un cuero parecido, llevaba una manta de montar bordada con un dibujo tan intrincado que apenas pude distinguir lo que representaba. Creí ver flores, mariposas, abejas y las hojas y ramas de más árboles de los que era capaz de nombrar. Pero no estaba muy seguro de ello.

Mientras observaba la yegua me pareció estar contemplando el tiempo en una criatura que podría haber nacido en la época de los antiguos reyes de Britania.

Luego alcé la mirada hacia el jinete.

Era Nathaniel Ravenscroft.

Durante un minuto entero, me quedé demasiado sorprendido para hablar. Nathaniel desmontó y quedó de pie justo delante de mí con la agilidad de una marta. Iba vestido exactamente igual que en mi sueño, con una chaqueta de caza y unos bombachos de un color verde radiante, aunque esta vez, sobre la frente blanca como los lirios, llevaba una diadema del muérdago más esplendoroso, con las bayas verdes propias de la primavera, una corona tan intrincada como si hubiera sido de plata de ley. Me sonrió y le cedió las pesadas riendas a una pequeña figura encapuchada en la que yo no había reparado hasta entonces y que estaba a cuatro patas muy cerca de uno de los enormes cascos de la yegua, aunque la diminuta silueta negra apenas le llegaba a la rodilla. Sin embargo, tomó las riendas de Nathaniel sin temor aparente y guardó silencio.

Es la murciélaga, pensé, y una oleada de fluido eléctrico me recorrió la columna vertebral.

—¡Oh, Nat! —exclamé cuando hube recuperado el control de mi lengua—. ¡He cometido un asesinato! ¡He matado a un hombre!

Nathaniel soltó una carcajada.

—Oh, vamos, Tris —dijo. Se acercó perezosamente hasta donde yacía el cuerpo, que seguía sangrando sobre la verde hierba, y lo meneó un poco con la bota—. ¿No estarás lamentando la muerte de este saco de mierda? Sabes perfectamente lo que era. No puedo creer que pienses que el mundo no es un sitio mejor sin él. Un asesino… ¡y una mierda! Este tipo había pegado a su esposa hasta dejarla medio idiota… y a su hijo también, que, dicho sea de paso, es mío aunque no lo haya tenido conmigo jamás. Te insultó y por pura maldad habría intentado partirte el cuello. Además, ha medio destruido aquel hermoso bosquecillo de sauces que tanto nos gusta. Era un patán, un fanfarrón y un bribón que hizo más daño por voluntad propia y por la de sus señores que el que tú llegarás a hacer jamás.

—Pero no era Raw Head —dije.

—No —respondió Nathaniel con una extraña sonrisa—. No era Raw Head.

Así fue como el sauce llorón en forma de Leonora huyó de ese lugar y regresó a casa corriendo, amedrentada y angustiada. Su madre la dejó entrar y la ocultó allí hasta que llegó el momento. Y el sauce en forma de Leonora dio a luz a una niña preciosa, con los ojos grises y la piel suave como la de un melocotón y, puesto que era una niña encantada, tenía también unas grandes alas flexibles que algún día le permitirían volar.

Bajé la mirada hacia la pequeña figura negra que seguía cubierta, agachada y en silencio, junto a Nathaniel, y me pregunté si el amor que yo había sentido por la niña alada no se debería a lo mucho que se parecía a él. Y si no habría amado tanto a Katherine Montague por lo mucho que se parecía al bebé.

El sauce en forma de Leonora quería a su hija con locura a pesar del deshonor que suponía para ella. Y a menudo le hablaba del hermoso joven al que tanto amaba y que debería haber sido su padre en caso de no haber sido Raw Head, como había querido que fuera la mala fortuna. Pero la madre de Leonora no lo soportó más y una noche acabó entregando el bebé a una anciana gitana que había llamado a su puerta para venderle pinzas para tender la ropa.

El sauce en forma de Leonora se desesperó y lloró y lloró hasta que, de tanto llorar, se convirtió de nuevo en árbol y nada más que madera. De manera que enterraron en el jardín a ese sauce llorón.

Eran los ojos de Katherine, grandes, grises y ligeramente prominentes, colocados en una copia más pequeña y más fina del rostro de Nathaniel.

Pero cuando Raw Head descubrió la existencia del bebé…

—Bueno —me interrumpió Nathaniel—, ¡por fin utilizas tus ojos y tu inteligencia a la vez, Tris! ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Matarme como has matado al pobre infeliz de Joseph Cox? No lo creo.

—Raw Head eres tú —dije—. Raw Head eres tú.

—No soy yo, pero así es como me han llamado.

—No tienes corazón —dije.

—Es cierto. Vamos, dime por qué. Dímelo si lo sabes.

—Se lo cambiaste a Viviane —dije con los ojos llenos de lágrimas a punto de derramarse—. Por un tambor de piel.

—Sí —dijo Nathaniel—. Así es.

Me fallaron las rodillas y caí sobre la ribera.

—Me equivoqué —exclamé—. Pensaba que el mal no podía ocultarse bajo un rostro bello. No quise creer que el monstruo que le había arruinado la vida a Katherine Montague en realidad eras tú.

—¿Que le he arruinado la vida? ¡Eso no es cierto! —exclamó Nathaniel, con gran asombro—. Se ha convertido en una dama respetable, se ha casado contigo, que la amas más de lo que jamás ha merecido. Ahora tiene apellido, tiene honor y su felicidad está intacta. Ni siquiera tiene que sufrir el deshonor de criar a una hija bastarda, puesto que le hice el gran favor de quitársela. Por todos los dioses paganos, ¿cómo puedes decir que le he arruinado la vida a Katherine Montague?

—¡La deshonraste! —grité.

—Si es cierto lo que dices, tú lo reparaste. Aunque ahora la has hundido de nuevo. Yo no le he hecho daño a nadie. En cambio tú, como ya has admitido por si no fuera lo suficientemente evidente, eres un asesino.

—Prefiero ser un asesino, Nat —tartamudeé entre las lágrimas que recorrían mis mejillas veloces como liebres—, que ser un monstruo de la misma calaña que tú, un monstruo capaz de violar a una doncella de doce años y seguir creyendo que no le ha hecho daño a nadie.

—Tú no estabas ahí, Tristan —dijo Nathaniel con tono cortante—. Si hubieras estado presente, ¿quién sabe qué habría sucedido? No puedes juzgarme de ese modo. ¿Crees que no sé nada acerca de tus alocadas aventuras en la ciudad? Sé lo que le hiciste a Annie Moon y a Lady B., lo sé todo. No te atrevas a creerte mejor que yo. Abre los ojos. Sólo actúo de acuerdo con mi naturaleza.

—¡Naturaleza! —exclamé—. ¿Y qué me dices del libre albedrío?

Nathaniel rió de nuevo y sus ojos brillaron como esmeraldas a la luz plateada del amanecer.

—Es por mi libre albedrío —dijo— por lo que elegí actuar de acuerdo con mi naturaleza, igual que el labrador en los campos, la urraca en el bosque o la hoja en el espino. Y tú haces lo mismo.

—¡Yo soy un hombre racional! —grité—. ¡Y obro en consecuencia!

—¿De verdad?

Esa pregunta me dejó helado. No tenía respuesta, ninguna. Tan sólo se me ocurrió volver a afirmar a gritos que era un hombre racional. Pero sabía que era mentira. En ese momento me di cuenta realmente de que ya no seguía confiando en mi razón o en su bondad del mismo modo que no confiaba en el Todopoderoso. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo.

Se me encogió el estómago. Me di cuenta de lo que me ocurría, de repente me aparté desesperadamente de los restos mortales de Joseph Cox y retrocedí arrastrándome por la pradera. Cualesquiera que fueran los insultos que le había dedicado a Cox, sentía demasiado respeto por los difuntos como para vomitar encima de él.

Cuando hube superado aquel arrebato, me senté temblando de frío. El aire del amanecer me golpeó en el rostro. Me llevé una mano a la frente y la encontré caliente y sudorosa.

—¿Qué me ocurre? —exclamé.

Nathaniel se agachó a mi lado. Me di cuenta de que su chaqueta debía de ser exactamente del mismo color y tonalidad que la hierba, puesto que se mezclaba con las matas sin que fuera posible distinguir entre una cosa y la otra. Los tallos de celidonia y hierba doncella empezaron a trepar por la tela como si ésta fuera a convertirse en tierra de nuevo. Me rodeó con el brazo de un modo afectuoso, como tantas veces había hecho cuando éramos amigos. A pesar del horror que había sentido al comprobar que Raw Head en realidad era él y al darme cuenta de lo que acababa de hacer, no intenté zafarme de él.

—Virtud —dijo—. Virtud y vicio, bien y mal, cordura y demencia, vida y muerte. Eso nos enseñan, por imperativo de esta deplorable sociedad, tanto en la iglesia como en la escuela, en el lecho conyugal o en la tumba que nos aguarda. Nos inducen a pensar que son contrarios. ¿Qué pensarías, Tristan Hart, si te dijera que hay otra verdad?

Una sombra se cernió sobre la hierba.

—¿Qué?

—¿No recuerdas lo que te conté acerca de los gnomos, que no saben la facilidad con la que podrían trepar y salir por las chimeneas?

Lo agarré por el brazo.

—¿Qué me estás contando, Nat?

—¡Ay! —chilló la voz aguda y estridente de la murciélaga—. ¡Mi reina madre se acerca! ¡Ya está aquí!

La lechuza blanca descendió del cielo multicolor y, con un ruido sordo de plumas, se posó en la hierba empapada por la lluvia. Abrió el pico sin emitir sonido alguno, sólo una vez, como si estuviera recuperando el aliento, y a continuación empezó a transformarse frente a mis ojos: aquella cabeza abombada ya no era de lechuza, sino que empezaron a surgir de ella largos mechones negros y un largo y esbelto cuello blanco, grácil y femenino, sobre unos hombros que ya no tenían alas, sino que estaban cubiertos por un vestido que al principio fue translúcido y luego opaco, como si se tratara de un velo a través del que mi pobre vista sólo podía penetrar parcialmente. En cambio, su rostro… ah, eso sí pude verlo con claridad, puesto que era el rostro que me había atormentado desde aquella mañana bajo el espino blanco: con los pómulos altos y la piel de marfil, era hermosa, maravillosa y, sin embargo, temible como la peor de las desesperaciones, ya que, pese a ser el rostro de Viviane, era también el de Annie Moon, el de Lady B., el de Polly y el de la señora Haywood o Margaret Haynes. Era el rostro de mi madre y el de Katherine Montague. Y luego pasó a ser el de Viviane de nuevo, sólo el de Viviane, con un aspecto glorioso bajo los rayos del sol naciente del amanecer. Me ardía la frente. El dolor en la espinilla era insoportable.

¿Cómo es posible?, pensé. ¿Cómo es posible que todo esto sea real? Me puse a temblar.

Nathaniel se levantó al instante de mi lado y dio un paso adelante antes de hincar la rodilla en el suelo, a los pies de la reina de las hadas, mientras de los bolsillos le caían flores silvestres.

—Mi señora Viviane —dijo él.

Viviane bajó su espléndida mirada y sonrió. Tenía una expresión delicada. Pero sus dientes siguen siendo afilados, pensé.

—Ah —dijo ella. La pureza de su voz era más clara que el canto del carrizo—. Mi caballero trasgo. ¿Cómo va la caza? ¿Ya tienes a Hart?

—No, mi señora.

—Vaya —dijo Viviane.

No le digas cómo te llamas, me había dicho Nathaniel. Me quedé en silencio.

Viviane se me acercó. Mientras andaba, una franja brillante empezó a trepar por el horizonte, hacia el este, y el cielo a sus espaldas se convirtió en la cuna del día, con bandas de un color azafrán bruñido y el más pálido de los azules. Y, a pesar de ello, la hierba bajo sus pies podría haber reflejado el sol más reluciente, puesto que por donde pisaba todo eran chispas e incandescencias, como el corazón blanco del fuego de una herrería.

—Calígula —dijo Viviane.

—Viviane —respondí inclinando la cabeza.

—Estás en deuda conmigo, Calígula. ¿Estás preparado para pagarla?

—Yo no te violé, Viviane —dije mientras me ponía de pie con dificultad. Tuve la impresión de que crecía todavía más a medida que yo me levantaba, de manera que cuando me hube erguido del todo frente a ella fue como si me encontrara frente a una diosa o un titán de la antigua Grecia, o tal vez frente a un espino blanco—. Sé que no lo hice, esa culpa recae erróneamente en mí cuando yo no hice nada.

—No —dijo Viviane. Negó con la cabeza y sus numerosos pendientes repicaron y brillaron con ese gesto—. No lo hiciste. Y tuviste suerte de no hacerlo, ya que sin duda alguna eso te habría costado la vida. Pero quisiste imponerme tu voluntad sin tener en cuenta la mía. Tú, un simple hombre, un hombre mortal, además. No me parece que sea muy distinto.

—¡No soy esa clase de monstruo! —grité.

—¿Qué clase de monstruo eres, pues? —preguntó Viviane—. ¿Pagarás? Te exijo que repares tu insulto y lo harás. Si no accedes a pagarlo por voluntad propia, mi maldición caerá sobre los herederos varones de las siete generaciones siguientes de tu hogar. La miseria caerá sobre ti, tus esposas morirán y tus hijos se marchitarán antes de salir del vientre. Responde.

Yo sabía que era verdad, tenía la certeza de que así sucedería.

—¿Qué quieres de mí? —susurré—. ¡No estoy preparado para morir!

Viviane levantó la cabeza y me miró con desprecio. Empezaron a temblarme las rodillas.

—¿Acaso crees —dijo— que este idiota que yace a tus pies sí estaba preparado? No lo estaba. Pero la muerte le ha llegado de todos modos. Llegaste tú. Ahora ha quedado libre de toda obligación. Pero yo no tengo intención de liberarte, Calígula. Quiero que me sirvas.

—¿Que te sirva?

—Te quiero durante siete generaciones a mi servicio, Calígula.

Por segunda vez me fallaron las rodillas y caí al suelo, sobre la hierba plateada.

—¡No! —exclamé—. ¡No! ¡Oh, te lo ruego, Viviane, si es que hay algo de clemencia en tu corazón! ¡No puedo pagarte de ese modo! ¡No puedo! ¡Tengo una esposa y está encinta! ¡No puedo abandonarla!

—Maldito seas, pues.

En mi mente imaginé a Katherine, hermosa y perdida, pasando verdaderos apuros, y supe que si me marchaba se quedaría sola, exiliada en su propio caparazón de cristal, aquel que yo había penetrado con tanta facilidad que incluso había olvidado su existencia. A menudo había pensado si sería capaz de vivir sin ella, pero… ¿sería capaz ella, pensé, de vivir sin mí? ¿Quién le diría lo que debe hacer? Entonces recordé de nuevo a mi pobre e inocente hijo nonato y en mi pecho cuajó el temor a que fuera varón, puesto que caería sobre él la maldición de Viviane, con tanta mayor dureza cuanto que no la merecería, y me pregunté cómo podía pensar siquiera en dejar que algo semejante ocurriera sin más.

En ese momento Nathaniel se levantó y se acercó a mí de nuevo, me puso las manos sobre los hombros y me miró fijamente a los ojos.

—Ven con nosotros —dijo—. Ven con nosotros, Tristan Hart, y cazaremos juntos, como hermanos, año tras año, hasta que el sol se enfríe y las estrellas no vuelvan a aparecer en el firmamento. No hay nada que temer. Servir a mi señora no es ni arduo ni desagradable. ¡Será como una gran broma! ¡Una gran travesura! ¡Qué maravillas nos aguardan! ¡Cuántas alegrías! ¡Cuántos deleites! ¡Cuántos placeres innombrables, incalculables!

De haber sido un héroe, un Hércules o un Teseo, de haber sido protagonista de alguna de las baladas de Nathaniel, Jack el Cazagigantes o el hermano de la esposa de Barbazul, en ese mismo instante le habría arrebatado a Nathaniel la daga con empuñadura de plata que llevaba en el cinto y se la habría hundido en el corazón para vengarnos a todos, a mi amada Katherine y a mí mismo. Sin embargo, mientras lo pensaba sabía que no me veía con fuerzas para asesinar a mi mejor amigo. No podía hacerlo. No podía. Lo amaba.

Quería decir que sí. Aunque habría preferido arrancarme la lengua antes de reconocerlo, comprendí que quería decir que sí, no sólo porque quería salvar a mi hijo, sino también porque deseaba marcharme con Nathaniel y unirme a sus gitanos —o a sus hadas, puesto que era eso lo que eran en realidad— por mí mismo. Para no tener que pensar de nuevo en Viviane, en Joe Cox, en Annie, en Lady B., en mi pobre padre, en Erasmus, en el pequeño Simmins, en mi hermana, en su matrimonio moribundo, su suegra, Barnaby y el bosque de sauces medio arruinado. Recordé aquellos bucólicos años en los que paseaba con Nathaniel por los alrededores de Collerton y Shirelands Hall y deseé, más de lo que nunca había deseado nada en el mundo, que volvieran esos tiempos en los que era libre y no conocía el vicio ni ese pesar tan grande y tan presente que en esos momentos daba vueltas en mi corazón como una rueda de molino. Contemplé el brillo verdeante de los ojos de Nathaniel y quise olvidar que él, Nathaniel Ravenscroft, quien había sido para mí más que un hermano, era Raw Head. Era Raw Head y había violado a Katherine, a mi amada Katherine. Era el padre de la murciélaga. Sin embargo —y eso lo oí más que pensarlo—, sin embargo… había ocurrido entre vino y risas, tal vez no había tenido la intención de hacerle daño. Tal vez, al tratarse de Nathaniel Ravenscroft, no había pretendido nada y se había limitado a dejarse llevar por un arrebato, de un modo caprichoso, sin reflexionar, sin razonar, sin pensar.

Yo también me había comportado de un modo impetuoso. Pensé en la precipitación de mi matrimonio, en el hijo que estaba en camino y en lo poco preparado que estaba para criarlo y de repente me pareció que tanto él como mi amada Katherine estarían mucho mejor sin mí. Mi hijo tenía a un asesino como padre. ¿Qué ocurriría si el asunto llegaba a los tribunales? Había asesinado a un hombre inocente. Inocente, al menos, del crimen por el que yo lo había condenado. Tal vez no me colgarían, puesto que podía aducir que había actuado en defensa propia, pero de todos modos sería algo terrible para Katherine que me procesaran. Y la vergüenza que supondría acabaría matando a mi padre.

Tal vez Nathaniel había sido mejor padre para el bebé de Katherine de lo que podría llegar a serlo yo jamás.

—Pero es que yo amo a Katherine —dije—. Y ella a mí.

—Entonces —dijo Nathaniel—, será mejor que vengas con nosotros ahora y le ahorres la terrible experiencia de ver cómo te juzgan por el asesinato de este patán piojoso —dijo mientras posaba una mano sobre la empuñadura de la daga.

La yegua blanca volvió a lanzar una coz contra el suelo con impaciencia y la brida resonó en el alba violeta. La murciélaga le acarició con ternura la pata que le quedaba más cerca y le pidió con suavidad que se estuviera quieta y tuviera paciencia durante un rato más. Luego volvió su atención, como una lanza de acero, sobre mí y por primera vez sus ojos grises se encontraron con los míos bajo la capucha negra de su capa. La fuerza de su mirada destrozó mis fantasías como si hubieran sido de cristal.

Tienen sus propias leyes, me había dicho Katherine. Leyes que no pueden romperse. Le había prometido a la murciélaga que me la llevaría a casa si me traía a Nathaniel. Puesto que ella había cumplido con su parte del trato, la conclusión de que yo cumpliría con la mía era tan inevitable como el fin del amanecer. Debo llevarme a la murciélaga a casa. No por una cuestión de honor, ni siquiera de amor, sino porque en caso de no hacerlo jamás habría sido posible que ella hubiera cumplido con su parte. El tiempo se había invertido: la consecuencia había sido previa a la causa y, por consiguiente, aunque debería haber sido imposible, no sólo era posible sino que era un hecho. Me pregunté qué más podía ocurrir por esa misma lógica.

Me estremecí.

—Tengo que volver a casa, Nat —dije—. Tengo que volver a casa y llevarme a la hija de mi esposa. Le di mi palabra.

El sol blanco quedó inmóvil en el lejano horizonte. Nos quedamos en silencio hasta que Viviane dijo:

—¿Qué? —El aire tembló—. ¿Qué? —repitió—. ¡Murciélaga, ven aquí!

La pequeña murciélaga avanzó titubeante por el suelo mojado.

En ese momento pude verle claramente el rostro y la figura por primera vez desde aquella ocasión en la cocina de Mary Fielding, cuando la había tenido en brazos. Por mucho amor que pudiera sentir por ella, el estómago se me revolvió. Tenía los ojos de Katherine y el rostro de Nathaniel. Sin embargo, el pelo que le caía alrededor de sus afilados pómulos estaba lleno de nudos y era de un color amarillo sucio, mientras que sus largas orejas puntiagudas se movían bruscamente ante el más mínimo susurro entre la hierba o en el aire. No era una niña humana. No, no lo era, a pesar de todo lo que yo le había dicho a Mary, a pesar de todo lo que yo había creído. Tenía las manos de color avellana, igual que los pies, que llevaba desnudos, y de la punta de cada dedo salía una afilada garra de color negro de una longitud asombrosa. Pero lo más inquietante era su manera de desplazarse, puesto que no andaba ni gateaba como un niño pequeño, sino que avanzaba a cuatro patas, como un verdadero murciélago sobre la parhilera de un tejado, arrastrando por los lados tanto la capa negra como las alas membranosas que escondía debajo. Mientras se acercaba a Viviane, vi cómo abría la boca y retraía los labios con una expresión temerosa de apaciguamiento, lo que me permitió verle los dientes, tan afilados y numerosos como lo habían sido durante su primera infancia. Come insectos, pensé.

Un horror obsceno me recorrió por dentro. ¿Podría llevármela a casa? Realmente, ¿cómo podría hacerlo? ¿Cómo podía devolver ese monstruo a Katherine cuando era el fruto de la violación que había sufrido? Y especialmente cuando ella —Nathaniel tenía razón— no vivía sumida en la vergüenza, sino de forma respetable y feliz. ¿Cómo podía esperar que se encargara de cuidarla? La murciélaga era horrible, monstruosa, una arpía de tamaño infantil, un esperpento, la parodia de una doncella y de la humanidad en sí misma.

Viviane miró con dureza a la murciélaga. Una máscara de furia violeta se extendió lentamente por su hermoso semblante. Sus ojos negros brillaban como el azabache.

—Murciélaga ingrata —dijo—. Ya son tres las veces que has intentado huir. No lo intentarás de nuevo —dijo antes de levantar la mano.

Y me pareció que no era la pequeña murciélaga la que se encogió de miedo, temblando ante Viviane sobre la hierba manchada de sangre, sino mi amada Katherine. Me pareció que era Leonora convirtiéndose de nuevo en árbol.

Una ira amarillenta me ardía en las vísceras y mis pensamientos empezaron a arremolinarse y expandirse como volutas de humo.

¿Cómo se atreve? Ravenscroft, Raw Head, ¡sea quien sea! ¿Cómo se atreve? ¡No me importa que sea mi mejor amigo! Lo que había hecho, y lo que estaba haciendo en esos momentos, era deleznable. ¿Cuántos trasgos me quedan por matar? ¿Cuántos monstruos? Arranqué la rodilla izquierda del suelo y me obligué a posar la planta del pie plana, como había estado antes. La pierna me temblaba.

Te equivocaste, Nat, pensé. Te equivocaste y mucho cuando dijiste que no sabías lo que habría ocurrido si hubiera estado contigo en Nochebuena. Fuiste perverso… por muy monstruoso que sea, yo no le habría hecho daño a una doncella de su edad y tierna virtud. De haber estado yo contigo, Katherine habría estado segura y la murciélaga, mi pequeña murciélaga, no habría llegado a nacer. Pero no estuve allí y era hija de Katherine y, por consiguiente, también era mía. Si la murciélaga era un monstruo, entonces yo también lo era. Y si soy un mal padre, mejor será eso que un padre cuyo único derecho es la fuerza. Tú no sientes nada por la murciélaga. Le diste tu corazón a Viviane a cambio de un tambor y ahora el único latido que oyes es el de su música cruel. No te llevaste a la murciélaga lejos de Katherine porque sintieras que era tu deber o porque te uniera a ella un parentesco, por mucho que quieras hacerme creer que así fue, puesto que tampoco aceptaste el hijo de Rebecca Clifton. No, te la llevaste porque Viviane, la reina de las hadas, tu reina, la quería como juguete. Viviane no tenía intención de dejar que se marchara, pero tampoco tenía el poder necesario para impedirlo. El ladrón no posee el botín robado. Malditos seáis los dos, caballero trasgo y reina de las hadas.

Me puse de pie.

—¡No le pegues, Viviane! —dije—. No tienes derecho a hacerle daño. Se la robaste a su madre y esa madre la ama, la echa de menos y desea que se la devuelvan. No le pegues.

Viviane no había mandado a la murciélaga para torturarme. De hecho, ni siquiera me la había mandado. Todo lo contrario, la orden de Viviane había consistido en recuperarla, pero la niña murciélaga había venido por voluntad propia y sus encantamientos de hada buscaban al hombre mortal cuyo nombre no había olvidado, ese Bloody Bones a quien su madre tanto amaba y que debería haber sido su padre: Tristan Hart.

¿Por qué había pensado que las cosas habían sido de otro modo? La murciélaga no era una niña humana. Tanto en su espíritu como en su mente era un ser ancestral, pero su cuerpo seguía siendo el de un bebé y necesitaba amor. Una clase de amor, pensé, tan ajeno e incomprensible para Nathaniel y Viviane como el de ellos lo era para mí.

Viviane me miró de nuevo y su rostro era tan blanco como el caballo de caliza o la lechuza que había sido hasta poco antes.

Tienen sus propias leyes, había dicho Katherine.

—Tú no sabes cómo se llama en realidad —dije con la esperanza de que fuera cierto—. No sabes su nombre, como tampoco conoces el mío. ¡No puedes maldecirme, Viviane! ¡No tienes ningún poder sobre nosotros dos! La murciélaga no es tuya. Debes renunciar a ella y dejar que se marche.

—¿Qué? —exclamó Viviane—. ¡Ja!

Por un instante pareció —y realmente llegué a pensarlo— que convertiría su vestido en un plumaje y alzaría el vuelo de nuevo, furiosa. Sus ojos negros parecían a punto de salírsele de las cuencas, y mostraba una expresión absolutamente furiosa, mientras que sus labios se afinaron como alambres de plata.

Nathaniel levantó una mano. Le lanzó una mirada inquisitiva a su reina y, a continuación, al apreciar tal vez cierta aprobación, intervino:

—Un momento —dijo—. Cuidado, es cierto que la maldición de mi señora nada puede contra tu persona. Pero ten en cuenta lo que eso significa para ti, para los tuyos y para las tierras que acabarán siendo tuyas si provocas una enemistad entre siete generaciones de tu familia y mi gente. Ten en cuenta, además, que la murciélaga no es, ni en conducta ni en apariencia, una niña humana. Si te la llevas a casa, tus sirvientes entrarán en pánico y tus vecinos te rehuirán.

—Pardiez —dije—. Eso ya ocurre ahora y no me importa.

Nathaniel negó con la cabeza, asombrado.

—Mira que eres fascinante —dijo—. Hace una hora le abrías el pecho a un hombre creyendo erróneamente que le había engendrado un bastardo a tu esposa. Sin embargo, serías capaz de aceptar a ese bastardo en tu familia y de criarlo como si fuera tuyo.

Lo fulminé con la mirada.

—De acuerdo —dijo Viviane—. De acuerdo, no vienes con nosotros, seremos enemigos. ¿Es eso lo que has decidido? Piensa bien tu respuesta, Calígula, puesto que te lo he preguntado ya tres veces y no te lo volveré a repetir jamás.

No obstante, mi mente estaba agotada y no contemplaba ninguna otra posibilidad de respuesta. Estaba seguro de que si Viviane ignoraba mi nombre real mi familia quedaría protegida de su cólera directa. Pero Nathaniel tenía razón. Si no me colgaban, cuando mi padre muriera yo me convertiría en el dueño y señor de Shirelands. Lo vi claro: la gente de Viviane y sus seguidores entre las abejas y las criaturas de los campos y las montañas seguirían zumbando y revoloteando entre los cultivos y los árboles. Cualquier ser que reptara, se arrastrara o se deslizara, cualquier caracol y cualquier gusano que pudiera roer los cogollos o las hojas, se volvería contra nosotros. Shirelands moriría de hambre y sus arrendatarios caerían víctimas de la enfermedad y la miseria como habían caído los habitantes de St Giles in the Field durante la Gran Plaga de Londres. Mientras tanto, mientras los hombres morían a montones, yo, la causa de todo ello, seguiría sano y salvo entre las cuatro paredes de mi estudio, aprendiendo medicina para curar a la humanidad de sus enfermedades. Y durante todo el tiempo viviría con miedo, miedo a que Viviane o alguno de los de su calaña se acercaran con sigilo y, con sus malas artes, llegaran a enterarse al fin de mi nombre. Y tras siete generaciones de tan terrible decadencia, ¿cómo quedaría mi propiedad, cómo quedaría la humanidad?

Recordé cómo había cargado yo solo con las culpas en el huerto de manzanos del padre de Nathaniel.

—Tristan —dijo la voz de Nathaniel, lejana en mi memoria—. Es posible. Es real. Piénsalo bien.