36

Piénsalo bien. Virtud y vicio, correcto e incorrecto, vida y muerte. En verdad, nos parecía que eran contrarios, que cada cosa se enfrentaba a la otra en un vacío inexplorado, como imágenes reflejadas en un ventanal. Pero la verdad es que esta apariencia depende del lugar en el que nosotros, los observadores, nos situemos. Un pequeño movimiento por nuestra parte, un paso hacia la derecha o hacia la izquierda y la ilusión se desvanece. Sólo es necesario dar un paso más, y lo que antes nos ha parecido que estaba en el otro lado pasa a estar en el nuestro. Uno más y las dos partes dejan de existir.

Y al final me acordé de mi madre, y en esa ocasión no se trataba de su voz en un poema, ni de una imagen volátil de un sueño de infancia, sino de mi verdadera madre, clara, presente y profunda, como si en ese instante hubiera podido verla físicamente. La recordé tal como era cuando se sentaba frente a la ventana, muy arrimada, cuando ya no se reía de las sombras, intentando capturar por última vez con su pincel la débil impresión de la luz menguante.

—Ven aquí —decía ella—. Ven aquí, Tristan. Mira. ¿La ves? ¿Ves esta flor? Es una prímula, Tristan, la florecilla más temprana. ¿Te das cuenta de lo tiernos que son sus pétalos, de lo delicado que es su perfume?

—Veo una flor, mamá —respondía yo, encogiéndome de hombros.

—¿Y de dónde ha salido?

—Nuestro Señor la creó.

Mi madre me rodeó con un brazo.

—Escucha —decía ella—. Escúchame bien, pero no se lo digas a nadie, sobre todo no se lo digas al rector Ravenscroft, pero no lo olvides. Cuando era una niña, en Ámsterdam, mi tío Jacob me habló de un hombre al que había conocido cuando era joven. Un hombre muy valiente, Tristan, que se dedicaba a fabricar lentes para que la gente pudiera ver las cosas. Se atrevió a decir e incluso a escribir cosas impronunciables. Y le contó a mi tío un gran secreto, que es grande porque es cierto, y mi tío me lo contó a mí como yo te lo estoy contando a ti ahora. Esa flor no la creó Dios, Tristan, porque es parte de Dios. Es el cuerpo vivo de Nuestro Señor, la misma forma de su nombre. Todo es uno.

Puesto que los átomos de los que crecemos

son almas a las que ni un cambio puede invadir.

En ese momento me di cuenta de que entre materia y espíritu no hay, en verdad, diferencia alguna. Que la dificultad que identificamos en la relación entre la mente y el cuerpo, la imposibilidad de su interacción, que me había parecido una interacción entre dos sustancias independientes, es una falacia que procede del uso que hacemos de las palabras: ya que lo que llamamos materia y lo que llamamos mente son dos propiedades diferentes de la misma sustancia, que se encuentra en el fundamento de toda realidad. Hay quien lo llama Dios, otros lo llaman mundo y otros el país de las hadas. Y no importa, pues de todos modos no son más que términos humanos, meras palabras, nombres. Están erróneamente limitados y constreñidos por la racionalidad y concepción humana y, como tales, ninguno de ellos puede aspirar a comprender la naturaleza en cuestión.

Materia y espíritu son uno. Dios y éter son uno. Cielo y firmamento son uno. Cuerpo y mente son uno. Sueño y conciencia son uno. Amor y dolor son uno. Vida y muerte parecen las dos caras opuestas de un espejo, pero un pequeño paso nos revelará que no son más que dos puntos en una línea continua.

Levanté la mirada hacia el sol, que se había detenido en el este, y supe que para Viviane y los de su especie siete generaciones eran como un abrir y cerrar de ojos, del mismo modo que las diferencias entre vida y muerte, presencia y ausencia, tenían tan poco sentido como las palabras humanas. Y era así por lo que eran: ni mortales, ni humanos, sino entidades tan atemporales e ilimitadas como la totalidad del mundo inteligente. Eran como las sílfides, las ideas o los sueños.

—No moriré —me había dicho mi madre—. Me convertiré en polvo y en aire, en cebada y en hierba, en la ratona parda y el ruiseñor. Formaré parte del Hashem, o seguiré formando parte de él, como ahora. No moriré. Pase lo que pase, no moriré.

¿Abandonar a mi Katherine? No. ¿Abandonar a mi hijo? No. ¿Traicionar a mi murciélaga? No. ¿Permitir que la ruina se cierna sobre mis tierras, en las que se encuentra el cuerpo y el alma de mi amada madre?

Yo soy el milano real. Cruzo el cielo volando y la totalidad de mi verde valle está en mi ojo. Mi casa, mi familia, mis praderas, mis bosques, mis campos, mis pinzones, mis calizas, mi gente, todo es mío y puedo protegerlo o destruirlo, pero jamás renunciar a ello.

Sin embargo, mientras esa imagen tomaba forma en mi imaginación, otra parte de mi mente, medio oculta, gritaba: ¡No! Puede que la muerte no tenga sentido para una mujer moribunda en busca de consuelo, para un hada o para la mismísima tierra, pero sí tiene sentido para mí.

¡Quiero mi vida mortal! Quiero ver crecer mi hijo. Quiero ser cirujano, luchar contra la muerte y controlar las enfermedades y el dolor. Quiero a Katherine, a Katherine. Mi amada Katherine.

Puede que me cuelguen, pensé, pero…

—Viviane, mi señora —dije—, ayúdame, te lo ruego. Te lo devolveré si me das tiempo. No tienes poder sobre mí. No puedes maldecirme, ni obligarme a nada. Pero no me gusta la idea de que mis herederos y mis bienes tengan que sufrir por un error del que yo soy el único responsable. Si te abstienes de actuar contra mis tierras, como yo me he contenido con tu caballero trasgo, y me permites elegir el servicio que te prestaré, te juro que no te defraudaré.

Viviane levantó la mirada hacia mí con una dureza pétrea en el rostro.

—¿Y qué elegirías? —preguntó.

—Déjame vivir —respondí—. Déjame regresar a casa, con mi esposa, y permíteme cuidar de ella y regir este valle hasta el día que muera de forma natural. Cuando eso ocurra, vendré a tu encuentro y podrás disponer de mí durante siete generaciones, me entregaré a ello con gusto.

—Ese día —replicó— puede que esté más cerca de lo que crees, Calígula.

—Lo sé —dije. Noté mi aliento agrio en los labios—. Lo sé y aun así te lo ruego, Viviane, ¡concédeme esa gracia! Concédeme esa gracia y terminemos con las disputas que nos separan. No volveré a llamar gitanos a tu gente, sino que os daré un trato justo en mis tierras. No se os hostigará ni se os colgará. Respetaré vuestros derechos y costumbres ancestrales. Vuestros bosques, ríos y tierras calizas permanecerán abiertas, sin cercas ni vallas.

Viviane me miró fijamente y, a pesar de que no existía el tiempo, me pareció como si llevara un siglo entero mirándome.

—Farfullas como un mono —dijo, al fin—. Pero es suficiente. El trato que me propones me parece justo y apropiado. No habrá más resentimiento entre nosotros. Tú regirás mi valle. Pero si se te ocurre traicionarme, si te apartas de lo prometido, si rompes tu palabra y abandonas a tu esposa, si desatiendes a tu gente o si olvidas tu promesa, mi ira caerá sobre ti con la rapidez mortal de una lechuza blanca. La murciélaga puede ir con su madre. Ella misma decidirá regresar conmigo con el cambio de estación. Los de mi especie no soportan vivir mucho tiempo entre vosotros.

La yegua blanca sacudió la cabeza y el bocado tintineó. El sol empezó a moverse de nuevo.

Viviane dio un paso atrás hacia la luz sesgada. Entrecerré los ojos para verla, puesto que parecía como si los rayos brillaran a través de la tenue telaraña que era su vestido, con tanta intensidad que se convirtió en el alba. Entonces empezó a transformarse y a adoptar una vez más su otra apariencia y me pregunté si Viviane era realmente la lechuza blanca, si la lechuza blanca era Viviane o si ambas formas nunca fueron más que signos.

Tan pronto como la lechuza hubo desaparecido de mi vista, la murciélaga vino corriendo hacia mí. Sorprendido, la cogí en brazos.

El cuerpo de la murciélaga era ligero y seco, con un aspecto frágil como una ramita cerca de una hoguera. Y sin embargo tenía corazón, pude notar cómo latía fuerte y veloz bajo mi mano. Así pues, no es inhumana, pensé, como Nathaniel y Viviane querían hacerme creer.

—Bueno, Tris —dijo Nathaniel mientras se ponía de pie y se estiraba perezosamente con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, como un esgrimista estirando los músculos tras un combate—. Bien está lo que bien acaba, como dicen en la comedia. Sólo nos queda tirar este trozo de carne inútil al río y habremos terminado.

—¿Te trae sin cuidado —le pregunté— que esta carne que hasta hace poco fue un hombre muriera, no por su culpa, sino por la tuya?

—Eso —respondió Nathaniel— podría ser cierto, pero también podría no serlo. Lo que temías en Joseph Cox no era mi naturaleza monstruosa, Tristan, sino la tuya. ¿Quién te dice que no murió por eso? En cualquier caso, me trae sin cuidado, era un bruto y un canalla que no merecía seguir viviendo, por mucho que tampoco mereciera la muerte que ha recibido. Es mejor para todos que lo mataras. ¿Qué importa? Ahora recoge el cadáver y lánzalo tan lejos como puedas en la corriente. Baja con fuerza.

—¿No flotará? —pregunté.

Nathaniel soltó una carcajada.

—No, Tris, en estas aguas no —respondió—. Con esta crecida son tan traidoras como las del Avon. Pasarán muchas semanas antes de que lo encuentren y sabes perfectamente en qué condiciones estará cuando eso ocurra.

No me moví.

—Tristan —dijo Nathaniel con impaciencia—, estoy intentando ayudarte. Si quieres, puedes dejar que te descubran con el cadáver. Llevarán a cabo una investigación, tal vez incluso un procedimiento judicial. Y, puesto que Joe Cox tiene un agujero enorme en el pecho de varios centímetros de ancho, no saldrás bien parado. Sería inútil que alegaras defensa propia cuando queda claro por el aspecto del asunto que asesinaste demencialmente al tipo para practicar anatomía.

Sabía que Nathaniel tenía razón. Cómo deseaba que no fuera así.

—Si no te cuelgan —dijo Nathaniel—, te encerrarán en el hospital.

Dejé a mi murciélaga en el suelo con cuidado.

—Espera, mi vida —le dije—. Tengo que librarme de este cadáver antes de que me delate.

No confiaba del todo en lo que había dicho Nathaniel respecto al río, de manera que, para estar más seguro de que conseguía el resultado deseado, escarbé entre el lodo de la ribera hasta que conseguí desenterrar la cantidad suficiente de piedras grandes para llenar la chaqueta de Joe Cox y le até al cuello un par más, tan pesadas que apenas podía levantarlas a la vez. Tenía la esperanza de que la carga combinada de todas esas piedras anclaran el cadáver al lecho, contrarrestando la presión gaseosa que se formaría en su interior cuando empezara a descomponerse y evitando que saliera a la superficie antes de que las anguilas del río hubieran hecho su trabajo.

Con un tremendo esfuerzo, arrastré toda aquella carga por la hierba y la dejé caer al borde del río.

Las aguas crecidas fluían turbias frente a mí, negras e interminables en la larga sombra de la ribera. Recordé el día que me había desplomado en el embarcadero mientras contemplaba el Támesis y en mi memoria el Támesis crecía por encima de los tejados de la ciudad, alzándose como una serpiente de agua negra que me buscaba, me envolvía en sus volutas y me ahogaba. El pequeño río Coller no era el Támesis, su anchura y profundidad no eran comparables, y sin embargo me pareció como si en ese momento se hubiera convertido en él y tuve la sensación de que perdía el equilibrio.

Pero cuando empecé a inclinarme hacia delante, noté la mano de Nathaniel sobre mi brazo, fuerte como un tornillo de herrero, y recuperé los sentidos de golpe, como si hubiera oído un sonoro martillazo sobre el acero.

—Vamos, hazlo —dijo Nathaniel.

Con un último empujón hercúleo, lancé el cadáver cargado de piedras del porquero que había confundido con Raw Head a las furiosas aguas. Se hundió inmediatamente y desapareció.

—Ven —dijo Nathaniel de repente—, que no te encuentren aquí. Sube a mi yegua y te devolveremos al lugar en el que te has caído. Una vez allí nos separaremos y no volverás a verme más. Al menos con ojos mortales.

No protesté ni me resistí. Cualquiera de las dos cosas habría sido en vano y no habría tenido justificación. No quería que Nathaniel me ayudara, no se lo había pedido, pero me pareció que no quería nada a cambio y tras el esfuerzo para librarme del cadáver no me sentía con ánimos para rechazarlo.

Sólo alguien excesivamente estúpido culparía a la urraca por ser lo que es. No es culpable de su crueldad, por muy feroz que pueda mostrarse. Se limita a obedecer a su predisposición natural, y lo mismo le ocurría a Nathaniel Ravenscroft, el caballero trasgo, el niño sustituido al nacer, Raw Head.

Esos gnomos acerca de los que me había estado hablando entre risas aquella tarde ya lejana en el tiempo no podían mirar hacia arriba: no estaba en su naturaleza hacerlo.

Nathaniel, que también era un ser encantado, era incapaz de percibir el daño que hubiera causado, o el mal que había hecho, porque para él esos términos no tenían ningún significado. Podría haberlo matado a golpes a él y no a Cox, su chivo expiatorio, pero él jamás habría mostrado ni la más mínima comprensión de los motivos que me impulsaban a hacerlo. Imaginar, pues, que podía comprender lo que sentí cuando me ofreció subir a su yegua era algo tan fantasioso como creer que yo podía enseñar a leer griego a mi alazán. Decidí guardar silencio.

Nathaniel iba montado delante de mí, igual que la murciélaga, puesto que insistí en que así fuera, y cabalgamos en silencio por el valle al amanecer. Tras un buen rato, llegamos al cruce de caminos en el que se encontraba la posada del Toro, donde Nathaniel detuvo a su flamante yegua y me pidió que desmontara.

—Aquí es donde te has caído —dijo—. Tu familia te está buscando, muchos de ellos completamente alarmados. Tris, ¿no es extraordinario que te quieran tanto?

—¿Y qué pasa con la murciélaga? —pregunté mientras desmontaba con torpeza y daba de nuevo con el trasero en la hierba.

—La tendrás en casa, pero esta mañana no. Necesitas recuperarte física y mentalmente. Esa guadaña tenía veneno y ahora se está extendiendo. Si sigues con vida el día de Difuntos, cuando la puerta de nuestros reinos se abre, búscala y la encontrarás. Aunque tal vez acabarás deseando lo contrario. Adiós, Bloody Bones, mi hermano, mi cara opuesta. He disfrutado mucho tu compañía. Volveré a verte el día que mueras. Hasta entonces, Tristan Hart.

Se llevó la mano al sombrero como si no hubiéramos sido más que compañeros de viaje durante un trecho y, con una sonrisa radiante, clavó las espuelas en los flancos de su yegua nevada. La enorme criatura retrocedió un paso y salió disparada hacia delante al galope, rápida y sinuosa, hacia la lejana colina de caliza, como si de una corriente de agua se tratara. Seguí oyendo el sonido de los cascos, fuerte como un corazón palpitante, mucho después de haberlo perdido de vista. Sin embargo, no supe si lo había percibido con los oídos o en mi imaginación.

Tal vez Nathaniel había dicho la verdad respecto a la guadaña, o tal vez no; al fin y al cabo él no era cirujano. El caso es que la herida en la espinilla me ardía y me dolía, igual que la cabeza, que además me daba vueltas como si un demonio se me hubiera metido dentro. En ese estado debilitado y sangrante fue como me encontraron Erasmus Glass y mi hermana pocos minutos más tarde. Mientras Jane lloraba, Erasmus me subió a su silla, me envolvió en una gruesa manta y me llevó de regreso a Shirelands. Recuerdo poca cosa del trayecto, excepto que al llegar a casa no me permitieron ver a Katherine —negativa a la que me opuse con vehemencia, aunque de nada me sirvió— y me acostaron en la cama, donde permanecí, como supe más adelante, durante las tres semanas siguientes.

Como es natural, mi familia temía que hubiera enloquecido de nuevo, pero por supuesto los tranquilicé —aunque ello decepcionó a dos de ellos— cuando me desperté de la fiebre un mes después, aparentemente cuerdo, sin temer a Viviane ni al caballero trasgo como tantas otras veces me había ocurrido, cuando habían ejercido una influencia cruel e implacable sobre mi existencia diaria.

Erasmus, que estaba conmigo cuando me desperté, mandó a la señora H. que informara a los habitantes de la casa de que me había recuperado y me describió con términos afectuosos y emotivos el efecto que mi súbita y dramática enfermedad había tenido en ellos. Jane, enfrentada a la posibilidad de que yo muriera, se había opuesto frontalmente a los deseos de su esposo, y se trasladó a su vieja habitación, justo delante de la mía, para poder ayudar a Katherine y a Erasmus en mis cuidados. Su relación con Barnaby no era mucho mejor que la de nuestro padre con su hermana y Erasmus dudaba que acabara regresando a Withy Grange si no era por la fuerza. Para mi sorpresa, mi padre no parecía contrariado en absoluto por ese inesperado giro que habían tomado las cosas, más bien todo lo contrario, pero no me vi con fuerzas ni con ganas de interrogarlo acerca de ese cambio de opinión. El regreso de su hijo favorito resultó ser un verdadero tónico para nuestro respetable progenitor, quien, a pesar de la evidente angustia que sentía por mi enfermedad, había empezado a reponerse a un ritmo aun más rápido que hasta entonces. Incluso había recuperado algunos rudimentos de discurso civilizado, aunque sólo —como Erasmus me advirtió— en presencia de mi hermana.

Esas noticias me complacieron mucho, pero, ya que había recobrado el conocimiento, la única persona que quería ver era, por supuesto, mi Katherine. Esperé con impaciencia a que apareciera.

Lo que tenía que decirle, que había recuperado a su hija robada, era muy importante y, aunque no estaba seguro de las palabras que tenía que utilizar para comunicárselo, estaba decidido a contárselo y la perspectiva me tenía entusiasmado. No es que no temiera su reacción. Sabía que Katherine había querido a ese bebé; algo distinto y que no podía preverse tan fácilmente era si seguiría queriéndolo y si estaría dispuesta a criarlo. Pero, fueran cuales fuesen los sentimientos de mi esposa, yo también sabía que el día de Difuntos por la mañana mi querida murciélaga volvería conmigo para quedarse como hija mía hasta que decidiera por propia voluntad regresar con los de su especie; igual que Nathaniel había hecho antes que ella.

Tendré eso en común con el rector, pensé. Los dos habremos criado y perdido a un trasgo. La idea me divirtió durante un momento e incluso me reí en voz alta, aunque para mi inmensa sorpresa enseguida me di cuenta de que en realidad estaba llorando sin saber por qué.

Me froté los ojos en un vano intento de frenar esas lágrimas inesperadas, pero no sirvió de nada. En cuanto me toqué los párpados por tercera vez me pareció como si de repente pudiera ver a través de ellos, igual que a través de unas lentes de cristal, y en verdad el sauce llorón en forma de Katherine apareció ante mí con la misma claridad que si hubiera sido madera viva a poca distancia de mi rostro. Antes de que pudiera soltar una exclamación de sorpresa, ella empezó a transformarse, de forma silenciosa pero inexorable, en un alto fresno de tronco suave y yo miraba hacia arriba, a través del follaje, y veía…

… muérdago.

Pero cuando Raw Head supo de la existencia del bebé…

El corazón me dio un vuelco. Es el final del cuento, pensé. El cuento de Raw Head y el sauce llorón, que Nathaniel interrumpió y no pude oír hasta el final.

—¡No! —exclamé, súbitamente aterrorizado, puesto que ya temía sin ser consciente de ello, qué misteriosa es la mente— cómo acabaría la historia. O mejor dicho, cómo había acabado la historia. Y no quería que acabara de ese modo, no quería formar parte de ello ni oírlo, ni saberlo, ni comprenderlo. Lo único que quería era olvidarla, tanto tiempo como fuera posible. Quería guardarla bajo llave en una habitación estanca del fondo de mi cerebro y no volver a pensar en ello nunca más.

En ocasiones, susurraron mis recuerdos, eso es lo que ocurre con el desconsuelo.

Pero incluso mientras articulaba esa negación comprendí, de forma tan inesperada y sutil como se posó la mano de mi madre sobre mi coronilla, que, aunque durante mi enfermedad mi conciencia había hecho lo imposible por evitar que recordara la historia de Katherine, en ese momento de lucidez no podía continuar de ese modo. Si realmente quería seguir cuerdo, debía permitir que mi memoria revisara todo el cuento y revelara la verdad que éste escondía.

Poco a poco, hundí mi cráneo en la almohada y dejé que las últimas palabras de la historia de Katherine me envolvieran como agua salada.

Pero cuando Raw Head supo de la existencia del bebé era la primera mañana de mayo y estaba solo bajo un fresno. Llevado por el desconsuelo, se colgó en una de sus ramas, entre el muérdago, y se quitó la vida. Eso fue lo peor de todo, el secreto que nunca debía ser contado. Pero ¡ay, Bloody Bones!, así ocurrió. De verdad.

Ahora Katherine Montague se mira en el espejo y no sabe con seguridad si soñaba que Leonora era el sauce llorón o si era el sauce el que soñaba que era Leonora. Y ruega, más allá de cualquier expectativa, que Tristan Hart le perdone todos los pecados, demasiados en número, pero también demasiado terribles y dolorosos para que un corazón tan pequeño pueda comprenderlos.

Cuando por fin mi amada Katherine me encontró sollozando me di cuenta de que no tenía palabras para decirle nada. En lugar de eso, le permití que acallara mi llanto con un beso y que me abrazara. Y es que, sinceramente, me sentía demasiado débil para que hubiera sido al revés y todas aquellas cosas, tan perversas y virtuosas a la vez, que había oído, visto y sentido durante mi enfermedad desaparecieron como el hielo se derrite frente al fuego, de manera que ya no podía saber con seguridad qué era real y qué era sueño y, en verdad, tampoco me importaba.

—Jamás volveremos a ver a Nathaniel Ravenscroft —le dije, al fin. Era lo único que sabía con seguridad en ese momento.

—Oh, Tristan —dijo ella con mi mejilla húmeda contra su pecho—. Tristan, querido, lo sé. Ya lo sé. Ya lo sé.

Me puso el dibujo de Mary en la mano y nos quedamos muy quietos, juntos, en silencio.