8

Al día siguiente, el quince de julio, partí de Shirelands en compañía del señor Fielding y viajamos con presteza por la campiña en dirección a Londres. Llegamos a su casa de Bow Street unas treinta y seis horas después de nuestra partida.

El paisaje que cruzamos era en verdad agradable para la vista, con los trigales bañados por la luz del sol y las aldeas y caseríos esparcidos como joyas sobre una tela. De vez en cuando, en nuestro primer día de viaje, pasábamos por algún mesón con el rótulo sobre la puerta y algún simpático personaje fuera, fumando en pipa. Pero no nos detuvimos hasta muy tarde, en una pequeña posada junto al camino, cuyo dueño no puedo recordar, puesto que me acosté enseguida y dormí como un tronco durante cinco horas, tras las que el señor Fielding me despertó para retomar nuestro viaje.

Yo sentía una gran curiosidad por el señor Fielding. Acababa de descubrir que tenía cierta fama —o, mejor dicho, mala fama— como autor de La historia de Tom Jones, expósito. Me pareció asombroso que un personaje como ése pudiera conocer a mi padre y, más aún, que hubiera conocido a mi madre. Sin embargo, la timidez me impidió preguntarle por esos asuntos. En lugar de eso, centré mis preguntas en saber algo más acerca de él y de cómo había cambiado de profesión y había pasado de ser novelista a magistrado en Westminster.

—Cuando creé mis obras literarias —respondió el señor Fielding—, escribí sobre cómo son las cosas y sobre cómo deberían ser si pudiéramos vivir en un mundo perfecto. Tal vez albergaba la esperanza de despertar un atisbo de compasión humana en el pecho de cada lector en beneficio de los que fueran menos afortunados y quién sabe si menos virtuosos que ellos mismos. Pero todo cuanto conseguí fue una ficción convincente a partir de mis impresiones. Mis relatos no tienen más sustancia que las páginas que los contienen. Me di cuenta de que es mucho mejor intentar cambiar las cosas más allá del alcance que pueda tener mi pluma. Por ese motivo es por el que decidí dejar de escribir por el momento, al menos novelas.

»Este país —prosiguió Fielding, con el estruendo del carruaje de fondo— actualmente está pasando por un período muy trascendental para su historia, a pesar de que la mayoría de la gente no se da cuenta. Y, en caso de que lo supieran, no podría importarles menos. Toda Europa se está poniendo a prueba. Las filosofías ajadas y las instituciones legales que sobre ellas se erigen se están desmoronando. Los descubrimientos y las decisiones que tomamos hoy en día determinarán si dentro de dos siglos nuestros descendientes vivirán en una civilización o en una barbarie. La nación que creemos ahora será la espina dorsal de esa nación futura, me atrevería a asegurarlo, por lo que utilizaré toda mi influencia para lograr que nuestros descendientes vivan en un mundo gobernado por la justicia y una legislación coherente en la que ni los ricos ni los pobres teman ser atacados por la calle a plena luz del día. ¡De hecho, se trata de un mundo en el que a mí me gustaría vivir! Hago cuanto puedo para asegurarme de que se respeten y se defiendan nuestras leyes, pero también para que éstas sean justas, puesto que las leyes injustas otorgan legitimidad a las futuras tiranías. Como magistrado, Tristan, no sólo me encargo de condenar a los culpables, también juzgo, y es de esperar que lo haga de un modo justo.

La ambición del señor Fielding me pareció excesivamente elevada, puesto que, por más que lo intentara, no alcanzaba a comprender de qué modo la ley, que en mi opinión era más una cadena apresadora que una correa, podía sacar a una nación culpable de la oscuridad y la ignorancia, especialmente teniendo en cuenta que varios siglos de religión no lo habían conseguido. La ciencia, pensaba yo, se adecuaba mucho mejor a ese objetivo y tenía muchas más posibilidades de éxito. Sin embargo, guardé silencio.

Varias horas más tarde, agotado y hambriento por el viaje, me senté junto a la ventana del salón del señor Fielding para escuchar los sonidos de la ciudad: perros que ladraban, niños que lloraban, esposas que discutían, caballos que relinchaban, carruajes que retumbaban y campanas que repicaban. Por un momento me pregunté cómo soportaría sumergirme en tanto barullo y tanta inmundicia, pero antes de que pudiera empezar a alarmarme oí unos pasos y un tintineo a mi espalda. Me volví y vi que la dueña de la casa, a quien me habían presentado poco antes, entraba en la habitación con una bandeja de té en las manos. La señora Fielding sonrió, dejó la bandeja sobre una mesita y empezó a remover el té con una cucharilla plateada de largo mango.

—Buenas noches tenga, señó Hart —lo dijo así, sin pronunciar la r final—. ¿Cómo le gusta tomá el té?

Algo desconcertado, pero completamente fascinado, me aparté de la ventana y tomé asiento frente a la señora Fielding. Me di cuenta de que la estaba mirando fijamente e intenté recobrar la compostura, pero cuando dejó la cuchara de nuevo sobre la bandeja y empezó a servir el té no pude seguir conteniéndome.

A la señora Fielding no parecía importarle. Me sirvió una taza de té caliente y dulce, casi blanco debido a la leche que le había añadido.

—Aquí tiene, señó —dijo ella—. Tómeselo y se sentirá fresco como una rosa —dijo con una sonrisa. Tenía un rostro redondeado, cálido y apacible, un rostro que me recordaba un poco a Margaret. Pensé que debía de ser joven, unos treinta y ocho años, tal vez. Le devolví la sonrisa y tomé un sorbo de té para probarlo. Sabía a leche y azúcar, pero apenas noté ningún otro sabor.

—Discúlpeme si es demasiado flojo —dijo la señora Fielding—. Pero las hojas eran bastante añejas. Me habría gustado ofrecerle té fresco, pero estamos intentando ahorrá.

—Ajá —dije.

Imagino que fue para ahorrar aún más, pero el caso es que la señora Fielding no se sirvió té, aunque se quedó sentada conmigo para acompañarme y estuvimos hablando de temas intrascendentes como el contenido de la despensa y el precio del almidón. Cuando hube terminado y ella se hubo levantado con la bandeja en las manos para disponerse a retirarla, el señor Fielding apareció por la puerta.

—¡Mary! —exclamó con un tono de gran ansiedad—. ¡Déjalo, mujer, por el amor de Dios!

La señora Fielding se apresuró a dejar de nuevo la bandeja de té sobre la mesita e hizo sonar la campanilla para que acudiera la muchacha del servicio. A continuación pareció algo perdida y, tras dedicarme una media reverencia, salió de la estancia.

El señor Fielding suspiró, se acercó a la mesa y miró los enseres del té con una expresión no muy distinta a la que pondría un convicto frente a la soga del patíbulo.

—Debes disculpar a mi esposa —dijo—. A veces olvida cuál es su lugar.

—Me ha parecido encantadora —dije.

El señor Fielding me miró algo extrañado.

—¿De verdad? —preguntó—. Bueno, a mí también me lo pareció… me lo parece, vamos. Es una buena mujer, aunque… —su voz se fue apagando hasta que al final tuvo que aclararse la garganta—. No es ningún secreto —dijo—, pero puede que aún no lo sepas: Mary es mi segunda mujer. Antes había sido mi criada.

—Ya veo —dije en tono pausado.

—Se nota, ¿verdad? No es necesario que finjas una sonrisa, joven. No estoy orgulloso de mis acciones, pero actué de acuerdo con mi consciencia. Y con la justicia.

—Claro, señor —dije.

—No hace falta que me des la razón siempre, Tristan Hart. Si tienes algo que decir, dilo.

Al verme de repente entre la espada y la pared, intenté encontrar las palabras más adecuadas para responderle.

—Creo, señor —dije, con cautela—, que la señora Fielding no es una esposa de la que debáis avergonzaros. A pesar de que me hayan sorprendido sus modales al principio, parece tener buen corazón y un carácter amable.

El señor Fielding me escrutó con la misma mirada penetrante que le había dedicado a mi padre.

—Eso —me dijo— ha sonado bien, incluso parece sincero, a juzgar por tu rostro. Muchos hombres no habrían osado, o podido, responder. Y conocerás a más de uno de ésos.

Me di cuenta de que en la alta sociedad el matrimonio del señor Fielding se consideraba un gran escándalo. Sin embargo, a mí, por desconcertante que me hubiera parecido al principio, la idea no me parecía indecorosa, más bien todo lo contrario. Sin duda me parecía perfectamente correcto que un hombre hubiera contraído matrimonio con una mujer a la que, de lo contrario, le habría arruinado la vida. ¿Qué importaba que fuera de una condición social inferior? Luego pensé en lo distinto que habría sido que yo me hubiera casado con Margaret, especialmente si la hubiera dejado encinta. ¿Le habría arruinado la vida? Nunca había pensado en ello. Además, me di cuenta de que si me había parecido bien lo que el señor Fielding había hecho con Mary había sido porque la había conocido y me había caído bien antes de saberlo. De lo contrario, a ella no la habría visto más que como a una zorra maquinadora, mientras que él me habría parecido un viejo idiota.

Puesto que se había hecho tarde, poco después decidí acostarme y dejar de pensar en ello. De todos modos, en los siguientes días quedó claro que se trataba de un tema candente, puesto que no pasaban veinticuatro horas sin que se oyera al señor Fielding corrigiendo los modales de su esposa. Mary lo soportaba bastante bien. Sin duda era una mujer de buen corazón y sentía un afecto asombroso por su marido, a quien no le tenía en cuenta el carácter irritable que gastaba y la vergüenza evidente que sentía por culpa de ella. La señora Fielding era consciente de que su condición social se había visto alterada por ese matrimonio, pero era una mujer práctica a la que no le gustaba esperar a que otra persona realizara una tarea que podía llevar a cabo ella misma. Su marido, aunque lo desaprobaba, se aprovechaba de ello. El señor Fielding padecía terribles ataques de gota y, pese a lo inteligente que era, sufría frecuentes despistes cuando le invadía el dolor. Esa mala memoria, combinada con cierto grado de impetuosidad que la experiencia no había llegado a refrenar, provocaba que muchos de sus asuntos acabaran envueltos en una maraña de confusión que su esposa se esforzaba en esclarecer. En pocas palabras: a pesar de no ser consciente de ello, el señor Fielding dependía tanto de Mary como mi padre de la señora H. y si ella hubiera empezado a comportarse como una dama, él se habría visto perdido.

Debo admitir que esa costumbre era contagiosa: por muy deplorable que pudiera parecerme el hecho de tratar a la señora de la casa como si fuera una criada, una semana más tarde me encontré interpretando yo mismo ese papel. Simplemente era más fácil recurrir a la ayuda de la señora Fielding que llamar a alguien del servicio. No obstante, eso me hacía sentir más que incómodo y, aunque Mary no objetaba nada al respecto, intenté contener mis peticiones y arreglármelas yo solo en la medida de lo posible. Los resultados de ese experimento no fueron precisamente alentadores: después de intentar infructuosamente encender la chimenea del salón, la señora Fielding acabó preguntándose en voz alta si acaso todos los señores nacían incompetentes. A partir de entonces decidí olvidarme del asunto y permitir que las cosas continuaran como estaban.

Apenas me había acostumbrado a la rutina de la casa y ésta a la mía, cuando la calma volvió a verse truncada por la llegada del hermano del señor Fielding.

El señor John Fielding había empezado su carrera en la marina, por lo que a efectos prácticos no se le podía acusar de ser un incompetente congénito. Sin embargo, era absolutamente ciego y solía llevar una cinta negra en la frente para indicarlo. Residía en la playa, donde era el propietario de la Oficina Universal de Propietarios. No obstante, solía pasar la mayor parte del tiempo en Bow Street, es de suponer que para ayudar a su hermano a desempeñar el cargo de magistrado en Westminster. Eso me pareció de lo más extraño.

—¿Cómo se las arregla —le pregunté a Mary— un hombre ciego para saber si la persona que tiene delante es culpable o inocente?

Mary me dedicó una mirada compasiva y siguió sacándole brillo a las cucharas.

Me explicó que el señor John Fielding no sólo gozaba de un intelecto comparable al de su hermano, sino que también tenía la memoria más extraordinaria que ella había conocido. Además, sus sentidos del oído, del tacto y del olfato eran tan increíblemente agudos que le permitían ser más consciente de su entorno que muchos de los que conservaban la vista. No era fácil engañarlo y no soportaba que nadie lo intentara. Cuando iba por la calle, avanzaba como si la gente tuviera que apartarse a su paso y a Mary siempre le sorprendió que, efectivamente, así sucediera.

Conocí a John Fielding el uno de agosto por la tarde, pocas horas después de su llegada a Bow Street. Igual que su hermano, había solicitado conocerme; la diferencia era que a él lo precedía su reputación. Respondí a su llamada con presteza.

El señor Fielding me estaba esperando en el comedor. Era un hombre alto, bastante joven, pero de constitución recia y movimientos pausados. Estaba sentado frente a la mesa que, como de costumbre, estaba repleta de los documentos literarios y legales de su hermano. Tenía una copa de vino en la mano derecha y unos anteojos que acababa de quitarse en la izquierda. No alzó la mirada, pero señaló con los anteojos hacia una silla que se encontraba al otro lado de la mesa y dijo:

—Siéntese, señor.

Obedecí.

El señor John Fielding levantó los anteojos para que yo pudiera inspeccionarlos.

—Son lentes ahumadas —dijo mientras las dejaba sobre la mesa—. No tienen ninguna utilidad práctica. ¿Se lo estaba preguntando?

—Sí, señor.

—Habrá pensado: ¿de qué le sirven unos anteojos a un hombre ciego? Póngase cómodo y sírvase una copa de clarete.

—Gracias, señor Fielding.

—Así que —dijo John Fielding lentamente— usted es Tristan Hart.

—Así es, señor —empezaba a sentirme incómodo de verdad.

—Cuando Henry me contó que le había invitado a quedarse pensé que se había vuelto loco. Y así se lo dije. La posición de mi hermano, dada su condición de magistrado, es extremadamente exigente. Tiene una esposa, hijos pequeños a los que apenas ve y no goza de muy buena salud. Le dije que no podía hacerse responsable de la educación de un joven tan problemático como parece ser usted.

—¡No he causado ninguna molestia! —exclamé. De repente temí que aquella entrevista pudiera significar mi retorno a Berkshire.

—Lo sé. Eso Henry también me lo ha contado. Ha causado una gran impresión en mi hermano, señor Hart. Por eso hemos llegado a un acuerdo. A partir de este momento, seré yo quien se encargue de usted. Si necesita algo, será a mí a quien deberá solicitármelo. Del mismo modo, si comete alguna fechoría durante su estancia aquí, será conmigo con quien deberá rendir cuentas.

—Sí, señor —dije. Fue tal el alivio que sentí, que habría resultado audible para cualquiera, gozara o no de las capacidades de percepción de John Fielding. Su expresión se suavizó y pasó a tratarme de forma más distendida.

—Perdóneme, Tristan —dijo—. No deseo asustarlo ni oprimirlo. Jamás he tenido hijos, pero haré cuanto pueda para ocuparme de usted in loco parentis. Siempre y cuando respete usted las reglas de esta casa y de la decencia general, ya puedo adelantarle que nuestra relación será cordial.

Tomó un generoso trago de vino. De no haber sabido que era invidente, habría jurado que me estaba escrutando con la misma mirada penetrante que caracterizaba a su hermano.

John Fielding, lo deseara o no, había conseguido ponerme en guardia hasta el punto de que no me atreví a abordar ningún tema con él. Durante los meses de agosto y septiembre me comporté con la máxima prudencia. No requerí nada e intenté no perturbar el ritmo de la casa en la medida de lo posible. Me levantaba cada día a las siete, desayunaba con la familia y luego me quedaba solo en la biblioteca del señor Fielding, casi siempre hasta la hora de cenar. Era obvio que sus lecturas eran mucho más variadas que las mías. En sus estantes encontré obras de teología y leyes que jamás había visto anteriormente, incluso los escritos de esos librepensadores que habían seducido a mi padre. Sin embargo, lo que el señor Fielding había sugerido acerca de mi promoción dentro del círculo científico había quedado olvidado y, pese a que no creo que lo hiciera a propósito, me molestó que así fuera. Durante nuestro viaje a Londres me había sugerido que sería deseable que conociera al anatomista William Hunter, cuyas disecciones gozaban de gran fama. Yo me había entusiasmado ante aquella posibilidad. Me parecía que no había nada que pudiera permitirme avanzar más en mi educación que la oportunidad de estudiar bajo la tutela de ese hombre tan célebre. No obstante, después de esa ocasión no había vuelto a mencionarlo. Si se me hubiera permitido recordarle el tema al señor Fielding, imagino que éste habría corregido su descuido enseguida, pero al verme obligado a tratar directamente con su hermano casi prefería que me lanzaran de cabeza a una osera. Me maldije a mí mismo por no haber insistido sobre el asunto cuando había tenido ocasión de hacerlo.

Me sentía frustrado respecto a mi mayor deseo y, puesto que no me parecía tener a mi alcance manera alguna de aproximarme a él, no tardaron en crecer en mí el enojo y la rebeldía. Una vez que me hube empapado del contenido de la biblioteca, por las tardes me habitué a pasear con regularidad por Covent Garden, en compañía del alto condestable de Holborn, Saunders Welch. Antes de haber sentido el llamamiento de esa profesión, el señor Welch había sido tendero, por más que me costara imaginarlo de esa guisa. Era un verdadero titán, el doble de ancho que de alto, y dotado, según me contaron, de un gancho de derecha capaz de tumbar a una mula. Tenía unos modales discretos, un discurso persuasivo y un criterio que siempre me pareció libre de prejuicios. Supuse que me habían asignado su compañía en parte para protegerme, pero también por si me daba por actuar de forma violenta, como mi padre debía de haberles advertido que podía ocurrir. Aunque respetaba mucho al señor Welch, debo admitir que eso me sentó bastante mal.