Capítulo 127
Hubo un momento, antes del atardecer, en plena fiesta, en que Joan miró al cielo y se ausentó. Percibía el olor a leña quemada mezclado con la pólvora de los petardos y el aroma de los patos y capones asados. Oía la música, las conversaciones a gritos, las risas. Paladeaba la clarea de su copa, notaba el sabor del vino blanco, la canela, la pimienta y otras especias que la sazonaban. Veía los colores de las guirnaldas que decoraban la plaza, rojo, azul, amarillo… Los de las damas danzando, verde, carmesí, índigo. Contemplaba a sus invitados divirtiéndose, conversando, discutiendo. Pero él no estaba allí. Estaba en el cielo.
Buscó con la mirada a Anna hasta encontrar su vestido grana en un corro de damas. Continuaba espléndida. Dejó su copa y fue en su busca.
—¿Me permitís, señoras? —dijo con una inclinación de cabeza—. Os robaré a mi esposa solo unos minutos.
Tomó a Anna de la mano y las señoras le concedieron licencia acompañándola con risitas pícaras.
—¿No querréis que baile? —preguntó extrañada mientras se la llevaba.
Él sonrió negando con la cabeza y le dio un beso en la mano.
—¡Sorpresa! —dijo.
La condujo a la casa y al primer piso. Allí se encontraba el pequeño Ramón, despierto en su cuna, al cuidado de la criada napolitana. Estaba a punto de cumplir cuatro meses. Joan le hizo unas gracias y el bebé pataleó contento. Lo tomó en sus manos y lo puso sobre su brazo derecho, que formaba una cuna, al tiempo que sujetaba su piernecita para mayor seguridad. Su mano izquierda buscó la de Anna y los llevó escaleras arriba hasta la pequeña azotea del segundo piso.
El murmullo de la fiesta se oía distante y Roma ya olía a verano. Joan miró al cielo. Las nubes que años antes le mostró su padre lo poblaban. Brillantes, llenas de luz, cambiantes. Y en ellas se movían aquellos seres etéreos. Buscó las gaviotas, las había en Roma en abundancia, pero volaban distantes. En cambio, muchas golondrinas surcaban su pedazo de cielo, rápidas, decididas, cruzándose, persiguiéndose en ocasiones, piando sin cesar.
—Fíjate, Ramón —le dijo al niño con dulzura—. Ellas son libres como nosotros. No necesitan tocar el suelo ni siquiera para beber. Solo requieren de un nido colgado de un alero, al igual que tú y yo precisamos de la familia.
El niño no comprendía, pero gozaba del tono entre amoroso y divertido de Joan. Balbuceó sonriendo con su boca desdentada. Joan le miró a los ojos y vio en ellos los de Ricardo. También le sonreían.
—Mira, fíjate bien. —Y soltándole la mano a Anna, le señaló las nubes—. ¿No ves a los seres del cielo?
Ramón rio.
—¿No ves aquel león a punto de saltar? No importa si aún no los ves. Pronto los verás. Fíjate, ¿a que aquella nube parece un libro abriendo sus hojas?
Joan no pudo continuar. Anna se había situado frente a él y con sus manos le cogió la cabeza para que apartara sus ojos del cielo y la mirara a ella. Conocía bien la historia de Ramón y las nubes; tenía los ojos llenos de lágrimas. Ella le besó y los tres se unieron en un abrazo.
—Aún tenemos una deuda —murmuró Joan al oído de Anna—. Pero la pagaremos, día tras día y año tras año, con amor.
Ella se apretujó más aún contra su cuerpo y Joan sintió que se estremecía en un dulce sollozo.
Se dijo que en aquel día de solsticio, por primera vez desde el asalto a su aldea, no sentía ni odio ni miedo. Era como recuperar la paz de la infancia. Una dulce esperanza llenaba su corazón, se sentía capaz de todo.
Al amanecer, cuando terminó la fiesta, Joan escribió en su libro: «Ni odio, ni rencor, ni miedo. Casi ni remordimientos. Solo libertad, esperanza y amor».
Pero las nubecillas ya no estaban, el cielo se había cubierto de nubes densas y oscuras. Un trueno sonó en la lejanía. Un vendaval se desató, sombreros y capas volaron y los invitados rezagados, algunos trastabillados por el alcohol, huyeron hacia sus casas. El viento destrozó las guirnaldas multicolores, arrancó los farolillos y dispersó las cenizas de la hoguera avivando los rescoldos y arrastrándolos, rojos de fuego, por la plaza. Poco después los truenos rasgaron el aire, los relámpagos iluminaron aquel amanecer oscuro y un diluvio cayó sobre Roma.
Sin saber por qué, Joan, que lo contemplaba desde su ventana aún con la pluma en la mano, escribió la frase que tanto repetía el viejo Abdalá:
«Solo Dios es vencedor. Amparadnos, Señor».
Miró al interior de la habitación; sujeta tras de la puerta estaba la azcona de su padre y sobre la mesilla descansaba El libro del Amor.
Joan ajustó los postigos de la ventana para acudir a la cama donde Anna consolaba a Ramón, que se había despertado con los estampidos, y los tres se dieron calor. Las sábanas despedían un suave aroma a espliego y lactancia.
Fin