Capítulo 82

A media mañana del día siguiente la flota zarpó rumbo a Ostia, el puerto marítimo de Roma, y las naves cruzaron entre las islas de Procida e Ischia para tomar rumbo norte. Joan contempló melancólico cómo las escarpadas costas de Ischia se aproximaban para alejarse después. Allí estaba Anna, su amor. ¡Tan cerca! Pudo distinguir a unas isleñas en la costa norte contemplando el desfile de galeras y se dijo que si saltara por la borda, alcanzaría la playa a nado sin mayores problemas. Cerró los ojos imaginando su llegada, que una de las mujeres era Anna y que, superada la sorpresa, le recibía con un abrazo y un beso. Pero viendo alejarse Ischia se dijo que aquello solo era un sueño.

Le dejó una nota en la librería; en ella decía que la estuvo buscando en Nápoles sin encontrarla, que la amaba más que nunca y que por favor le esperara porque regresaría.

El mar estaba agitado y, a falta de viento, se precisó de los remos para que las galeras avanzaran. Una vez completadas sus tareas, Joan tenía mucho en qué pensar. Los acontecimientos de los últimos días, incluida la conversación con el almirante, aún le perturbaban y precisaba sintetizar sus reflexiones en su libro. Sus pensamientos iban de un asunto a otro y decidió plasmarlos, tal cual, desordenados.

«¿Existen de verdad leones y gacelas entre los hombres?», escribió. «¿Traiciono a mis padres tomando ese dinero sucio? El almirante dijo que tengo mucho que aprender. También el librero. Pero quizá haya cosas que nunca debiera aprender». «Os amo, Anna, esperadme». «Necesito mucho dinero». Y refiriéndose al almirante: «Os mataré». Por prudencia no escribió su nombre.

A la llegada de la flota a Ostia, la situación para el papa Alejandro VI era difícil. Afianzó su alianza con Nápoles casando a su hijo Jofré con Sancha, la hija de Alfonso II, el nuevo rey. Esa alianza disgustó al cardenal Della Rovere, que deseaba en secreto ser Papa y tenía sus esperanzas puestas en la invasión francesa. Después de una discusión con el pontífice, el cardenal huyó, apoderándose de la ciudad y del castillo de Ostia con la ayuda de la poderosa familia romana de los Colonna. Desde allí controlaba el paso de las embarcaciones que remontaban el río Tíber, bloqueando los suministros a la gran ciudad.

Precisamente para asegurar el tránsito por el río, el Papa quería contratar los servicios de Vilamarí y de su flota. El almirante tenía una buena relación con el pontífice, quien le confió a su hijo Juan Borgia para trasladarlo con sus galeras a Barcelona, donde iba a desposar a María Enríquez, la prima del rey Fernando de Aragón.

El río Tíber bajaba con poco caudal dada la estación y el almirante decidió remontarlo hasta Roma solo con la Santa Eulalia, con lo que dejó las otras dos galeras en la desembocadura del río. El viaje tenía sus riesgos para una nave de semejante tamaño, pero no era la primera vez que lo hacía con Genis Solsona de piloto y con la ayuda de un práctico local buen conocedor del río.

Consiguieron llegar felizmente en un día de viaje sin ser hostigados por la guarnición de Ostia, que decidió respetar los colores de sus gallardetes y la artillería de la nave. Tan pronto la galera atracó en el puerto cercano al Ponte Vecchio, el almirante se apresuró junto con el oficial Torrent y veinte soldados de tropa a acudir al Vaticano. Joan quiso acompañarlos y, para sorpresa de muchos, el almirante lo consintió.

Roma en aquel entonces era bastante menor que Nápoles, quizá del tamaño de Barcelona, pero estaba rodeada de ruinas ilustres de los tiempos del imperio, en los que el tamaño de la ciudad era treinta veces mayor.

El almirante Vilamarí pidió audiencia al Papa y una vez identificado, le hicieron pasar a las dependencias vaticanas. Sus acompañantes se quedaron en la portería junto a los guardias y como estos eran valencianos, pronto se estableció una charla de camaradas entre Torrent, el oficial papal y las tropas de ambos bandos. Pero de repente los guardas callaron, cuadrándose frente a dos personajes que entraban. Uno era un joven de buena planta vestido de negro y el otro, un hombre de atuendo militar, no demasiado alto pero enérgico y que tenía la nariz algo aplastada. Las miradas de este y de Joan se cruzaron y una chispa de reconocimiento apareció en sus ojos.

—Yo os conozco —dijo el hombre.

—También yo —repuso Joan, y de repente recordó—. En Barcelona. Vos sois don Miquel Corella.

El hombre rio y le dio una palmada en el hombro.

—Cierto —dijo. Y le explicó al muchacho de negro que le acompañaba—: No hace ni un año que este mozo nos ayudó a salir con bien de algunas aventuras peligrosas a vuestro hermano Juan y a mí.

A continuación le pidió al chico que le recordara su nombre completo.

—Joan Serra de Llafranc.

—Pues Joan Serra, te presento al arzobispo de Valencia, César Borja, aunque aquí le llaman Borgia.

Joan, respetuoso, le besó el anillo, a lo que el arzobispo correspondió trazando una cruz con su mano derecha en el aire a modo de bendición.

El eclesiástico no tendría más de diecinueve años, aunque era de complexión atlética y tenía a la vez un aspecto solemne y decidido. Se notaba que no quería conversación y con una autoridad impropia de su edad le hizo un gesto a Corella para que pasaran al interior del edificio. La guardia continuaba rígida en posición de saludo.

—Termino en un rato —le dijo Corella a Joan—. Espérame aquí, te invito a comer en mi casa.

Al salir el almirante, Joan le pidió permiso para aceptar la invitación de Corella.

—¡Vaya! —repuso Vilamarí—. Le conozco. No es una mala amistad, se trata de uno de los hombres de confianza del Papa. Está bien que te relaciones con él, puedes permanecer en tierra hasta después de la cena. Nos quedaremos aquí unos días.

Parecía que el encuentro con Joan había alegrado a Corella, que se mostraba más afectuoso y parlanchín de lo que el muchacho le recordaba, y al salir de las dependencias papales le condujo a las caballerizas. Allí le pidió a uno de los mozos que le diera un caballo a Joan. Este miró con reparo al animal.

—No sé montar —confesó—. No lo he hecho nunca.

Una vez en su montura, Corella le explicó cómo hacer andar al caballo, cómo detenerse, girar a derecha e izquierda. Y concluyó:

—Y si no te hace caso, es que tiene una opinión distinta a la tuya y que está convencido de que la suya es la buena —dijo riéndose—. Anda, sube de una vez.

Y partieron acompañados de dos hombres de armas, también a caballo.

—¿A que el mundo se ve distinto desde aquí arriba? —le preguntó el hombre.

Joan, apurado en conseguir que su animal se mantuviera a la altura del de Corella, no había reparado en ello. Comprobó que no era lo mismo que andar y que le confería un cierto sentimiento de superioridad.

Cuando le preguntó qué hacía en las dependencias papales y Joan repuso que esperaba a que el almirante presentara sus respetos al Papa, Corella rio con sarcasmo.

—¿Sus respetos? —dijo—. Sí, también. Pero en realidad está negociando su soldada. Le está pidiendo dos mil doscientos cincuenta ducados por un mes de servicio de las tres galeras, lo que es excesivo, y exige que su santidad pague tres meses por adelantado. Además, quiere el derecho a no entrar en batalla si las fuerzas enemigas son manifiestamente superiores. —Y terminó con un resoplido.

—¿Creéis que llegarán a un acuerdo?

—Sí —repuso Corella—. Claro que sí. Pasarán tres días negociando y tu jefe no sacará más que unos seiscientos por galera y dos meses por adelantado.

Joan guardó silencio mientras calculaba. Mil ochocientos ducados, un mes del alquiler de las tres galeras eran casi cincuenta esclavos. Toda una aldea de pescadores.

Miquel Corella le dijo que era capitán de las tropas papales y el muchacho comprobó que las gentes se apartaban a su paso y algunos le saludaban con respeto llamándole don Michelotto. A pesar de los apuros con su montura, Joan disfrutó del ambiente bullicioso de la ciudad, ajena, al igual que Nápoles, a la invasión que se preparaba en el norte.

Miquel Corella resultó ser un estupendo anfitrión y su esposa, una alegre y bella romana de unos dieciocho años que se comportaba con soltura de ama y señora frente a los criados que sirvieron las codornices, demás viandas y vino con una precisión que maravillaba al joven. Nunca se había sentado en una mesa tan bien puesta y sofisticada.

Corella le pidió que le contara qué le traía a Roma cuando al encontrarse en Barcelona, unos pocos meses antes, no parecía tener intención de visitarla. Joan le contó su historia omitiendo solo detalles íntimos.

El valenciano no pareció impresionado con los relatos de injusticias, crueldades y muertes, pero sí muy interesado en los conocimientos artilleros de Joan.

—Quién sabe, quizá un día quieras trabajar para nosotros, los Borgia —le dijo como si él fuera miembro de la familia—. Aquí tenemos que confiar en nuestros paisanos. Hay familias romanas muy poderosas que quieren aún más poder y nos consideran unos forasteros intrusos. No sabes nunca cuándo cambiarán de bando, dicen que nosotros pasaremos como las aguas del Tíber, pero que ellos continuarán en Roma como el propio río. Del mismo mal sufre la dinastía de Aragón en Nápoles a pesar de que llevan más años reinando. Ya verás cuando lleguen los franceses, saldrán angevinos hasta de debajo de las piedras.

La conversación cambió de signo y Joan comprobó que bajo el aspecto de un rudo militar se escondía en Corella un gran lector.

—Aquí en Italia no se puede ser caballero sin saber de arte y de letras —le dijo como si se excusara.

Miquel Corella se mostró entusiasmado cuando Joan mencionó Tirant lo Blanc.

—Lo leí en un libro manuscrito, de joven —declaró—. Pero desconocía que existiera edición impresa.

—Se imprimió en Valencia hace cuatro años —le informo Joan—. Yo tengo una copia nueva en la galera.

—¡Tienes un Tirant lo Blanc! —exclamó el valenciano. Tenía las mejillas coloreadas por el buen vino—. ¡Te lo compro por el precio que pidas! Aquí hay muchos compatriotas a los que les encantaría leerlo.

Joan comprendió que era tarde para matizar que en realidad no era suyo, sino del almirante.

—Es que aún no lo he leído —se excusó.

—Pon precio y véndemelo si quieres conservar a un amigo —le dijo Corella impetuoso—. Las galeras de Vilamarí van y vienen de España y podrás comprar los que quieras.

El joven supo que el valenciano no aceptaría una negativa ni excusas, tampoco quería perder semejante amigo y pensó en un precio desorbitado con la intención de que desistiera.

—Veinte ducados.

—Te daré veinticinco —concluyó el capitán papal tendiéndole la mano para cerrar el trato.

Joan se quedó boquiabierto. Le había comprado a Antonello seis libros por veintidós ducados y Corella le pagaba feliz veinticinco por uno. Le estrechó la mano mientras pensaba en otras estrechuras. Las de la soga al cuello. Vilamarí le haría ahorcar si se enteraba de que le robaba. Pero esa era la única salida que Joan veía al extraño embrollo en que se había metido.

Prométeme que serás libre
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