Capítulo 53
Barcelona, 6 de enero de 1492
Aquella mañana las campanas volteaban alegres en las iglesias de Barcelona y la gente se felicitaba por las calles. Celebraban al fin la gran noticia esperada durante tantos años no solo en los reinos de Isabel y Fernando, sino en toda la cristiandad. Se había tomado Granada.
A pesar de la miseria que Barcelona sufría, al inicio de la guerra colaboró con un numeroso contingente de tropas de todos sus estamentos sociales. Y siguió enviando voluntarios junto a cientos de quintales de pólvora. Se imprimieron bulas con indulgencias para vivos y difuntos y los ciudadanos las compraban para expiar sus pecados al tiempo que financiaban la guerra. Al fin todo aquel esfuerzo se veía recompensado y en las iglesias se entonaba un Te Deum laudamus para darle gracias al Señor.
Hacía ya casi tres años del trágico fin del matrimonio Corró y de la prisión de su hijo menor de edad. Fueron tiempos funestos en los que Joan, además de perder a quienes quería como a sus padres, se quedó sin obra maestra y sin librería donde trabajar. Sus intentos por encontrar empleo en alguna actividad relacionada con los libros fracasaron, ya que muchos de los libreros eran conversos, estaban bajo el atento escrutinio de la Inquisición y no querían tener relación con alguien que copió libros prohibidos aunque fuera un buen encuadernador. Mejor fortuna tuvo su amigo Lluís, pues contaba con familiares lejanos, también libreros, que le acogieron.
Por suerte, el maestro Eloi no había olvidado la providencial ayuda que los hermanos le prestaron cuando el accidente de la gran campana. La fidelidad del operario al amo y viceversa era un principio esencial en los gremios y esperó, informándose día a día a través de Gabriel, el desenlace de la tragedia de los Corró. Y cuando las llamas rompieron definitivamente el vínculo de fidelidad que unía a Joan con sus amos, y no antes, el maestro Eloi le propuso que trabajara con él como aprendiz con la promesa de ayudarle a alcanzar su maestría con rapidez. El maestro no solo apreciaba en el muchacho las cualidades demostradas en el accidente del taller, sino que admiraba la bella obra maestra que los Corró expusieron en el mostrador de la librería.
Joan tuvo que soportar frecuentes burlas a causa del habitual orgullo corporativo, que era muy pronunciado entre los gremios metalúrgicos. No en vano ellos fabricaban las herramientas con las que trabajaban el resto de los gremios y las armas con las que se defendía la ciudad. Existía una coplilla que se aplicaba perfectamente a su caso: «Para las letras, un niño de baba, para forjar hierro, un hombre con barba»[2]. Aun así, Joan contaba a su favor con el recuerdo del accidente en la fragua y una reputación de buena puntería con piedras y puños. Además, al empezar su aprendizaje como fundidor, tres años antes, ya era alto y fornido y superaba en tamaño no solo al resto de aprendices, sino también a varios de los maestros. Imponía respeto.
Mosén Bartomeu, sabiéndose sospechoso para la Inquisición, redujo su comercio de libros y no pudo proporcionar trabajo a Joan, pero compró al Santo Oficio a Abdalá, que puso gustoso al servicio de su nuevo dueño sus conocimientos y saber.
El encuentro del maestro y el aprendiz en casa de Bartomeu fue muy emotivo. Un fuerte abrazo y las lágrimas de ambos sellaron su inquebrantable amistad. El chico no podía olvidar la angustia que sintió al creerle muerto y gozar de nuevo de su presencia, de su sabiduría y cariño, era para él un regalo del cielo.
En los años siguientes Joan continuó en estrecho contacto con Bartomeu y Abdalá y cuando los visitaba mantenía con ellos largas conversaciones en las que los libros acostumbraban a ser protagonistas. Un año después de la trágica muerte de los Corró, Bartomeu le dijo:
—Tengo noticias para ti. He recibido una carta y un libro desde Nápoles. Adivina de quién.
—¿De Anna? —inquirió Joan, esperanzado.
—No. —Bartomeu sonreía—. Es de su padre, Pere Roig, que me escribe a través de un librero napolitano amigo.
—¡Están en Nápoles! —Joan notaba su corazón acelerado.
—Sí, y se instalaron felizmente. Aunque sus negocios no son tan buenos como lo eran aquí, le dan para encargarnos la traducción de un libro italiano. Es el primer tomo del Orlando innamorato de Matteo Maria Boiardo.
—No lo conozco.
—Es uno de los libros de moda en las cortes italianas inmersas en el Renacimiento —intervino Abdalá—. Se lee en voz alta en las reuniones de grandes damas y señores para después abrir debate sobre su contenido. Los destinos de algunos caballeros y sus fortunas dependen de lo sensatos y brillantes que se muestren en sus comentarios a esos textos.
—Mosén Roig cree que su hija tiene las dotes necesarias para casar con algún alto burgués o pequeño noble napolitano —explicó Bartomeu—. Así que quiere que aprenda el italiano literario, el toscano, y las formas cortesanas de moda. Ha pensado que si Anna tiene a la vez el Orlando enamorado en italiano y su traducción, progresará más rápido.
Joan se abstrajo en sus pensamientos. Al fin sabía de Anna, y ansiaba encontrar la forma de comunicarse con ella, de decirle que continuaba amándola.
—¿Traduciréis vos el libro, maestro Abdalá? —inquirió.
—Sí.
—¡Dejadme que os ayude! —suplicó Joan—. Vos traducís y dictáis, y yo copiaré. Iremos mucho más rápido. Me tendréis aquí siempre que disponga de un rato libre en el taller.
Joan sabía que aunque el granadino gozaba aún de un brillante intelecto, su pulso ya no era el mismo y copiar le resultaba trabajoso.
—¿Qué os parece, Bartomeu? —preguntó el maestro.
El mercader sonrió, intuía las intenciones de Joan.
—De acuerdo —dijo.
Joan se sintió muy feliz. Los ojos de Anna leerían las letras trazadas por sus manos. Y pronto urdió un plan; una de las páginas de la traducción del Orlando enamorado sería una carta de amor suya para Anna Roig. Se camuflaría perfectamente entre el resto de las páginas, pero estaría cosida de tal forma que ella pudiera arrancarla con facilidad sin que su padre se enterara.
Tres meses después el libro y su traducción embarcaron hacia Italia. En su carta, Joan reiteraba su amor a Anna, le contaba la angustia que sentía por su ausencia y sus planes de embarcar hacia Nápoles lo antes posible. Solo que antes precisaba reunir algunos fondos y conocer el paradero de su madre y hermana. Y eso únicamente lo sabían en la flota de Vilamarí que se desplazaba por el Mediterráneo sin cesar. Tenía que aguardar a que llegara a Barcelona. No se atrevía a pedirle que le esperara, pero era lo que más ansiaba.
Joan aguardó anhelante la respuesta de Anna, pasaban los meses y su impaciencia crecía, pero su esperanza continuaba intacta. No fue hasta finales de octubre cuando llegó su ansiada carta. Vino a través de Bartomeu y de su amigo librero de Nápoles. Anna era ya una muchacha casadera con una libertad de movimientos limitada, no tenía forma de enviar una carta directamente y le costó varias visitas convencer al librero para que aceptara convertirse en su correo de amor.
Le respondía que ella continuaba amándole y que trataría de esperarle resistiendo las presiones de sus padres para casarla. Tenía entonces ya diecisiete años y solo el periplo que siguieron los Roig hasta llegar a Nápoles y su adaptación impidieron que su familia encontrara al galán adecuado.
Joan sintió una mezcla de felicidad y ansia. ¡Ella le esperaba y él no podía salir de Barcelona! La flota del maldito Vilamarí llevaba años sin aparecer por la ciudad. Y salir en su busca era una locura. Cuando llegaban noticias de que la flota se encontraba en un puerto, en realidad ya estaba en otro muy distante. Joan no podía permitirse seguirla por todo el Mediterráneo; no le quedaba más opción que esperar o renunciar al rescate de su madre y hermana.
«No puedo hacer otra cosa sino esperar», escribió en su libro. «Mientras, ahorraré cuanto pueda para el viaje».
En el día de la celebración de la toma de Granada, la campana del taller de Eloi Senant se unía alegre al repiqueteo de las de las iglesias de la ciudad y era Gabriel Serra de Llafranc quien la hacía sonar. Gabriel cumpliría pronto los dieciocho años y era un mozo espigado y bien parecido, aunque menos robusto que su hermano.
A Joan le faltaba solo una semana para los veinte, era alto y tenía un aspecto sano y musculoso. Se afeitaba y lucía el pelo en media melena según la moda de Barcelona, pero sus cejas, la nariz y mentón fuertes y su mirada felina le recordaban a su padre al mirarse al espejo. Su nariz antes recta estaba ligeramente achatada de resultas de alguna de sus peleas sin que pudiera recordar cuál. Aquello le daba un aire peligroso que acrecentaba su atractivo para las muchachas, a las que él apreciaba con la mirada sin tomar iniciativa alguna. Continuaba obsesionado con Anna.
Vestido con sus mejores galas, bromeaba con el resto de los artesanos del taller, esperando a que su hermano terminara con la campana para acudir al convento del Carmen, encabezados por el amo.
—¡Viva el rey Fernando y la reina Isabel! —gritó el maestro Eloi al reunirse con su cuadrilla.
Los demás vitorearon a los reyes y a Granada.
A los gremios relacionados con la fundición y el metal se les llamaba de «obra negra» o «Elois» porque se agrupaban bajo la advocación de san Eloy. El santo tenía su capilla en el convento del Carmen, pero eran tantos los agremiados que la misa de acción de gracias por la conquista de Granada se celebró en el altar mayor de la iglesia y muchos se quedaron fuera del templo por falta de espacio.
Los gremios incluidos en los Elois eran, además de los cañoneros, joyeros, hierroviejeros, fabricantes de corazas y armaduras, ballesteros, fabricantes de arcabuces y dagueros. Curiosamente, los espaderos y lanceros pertenecían a gremios que tenían como patrón a san Pablo, cuya capilla se encontraba en la catedral.
Y a la catedral acudió Joan junto con su hermano Gabriel y sus colegas a presenciar la procesión donde desfilaron las autoridades civiles y religiosas y que fue el inicio de diversas celebraciones, con fuegos de artificio. La gente vitoreaba a Isabel, a Fernando y a Granada, y gritaba que Fernando era el elegido, el tapado, el Ratpenat, el «murciélago» de las profecías. Granada era solo el principio. Junto a la reina Isabel conquistaría también África y Jerusalén para hacerlos cristianos.
La noticia de la caída del último reino musulmán de Europa occidental se extendió con rapidez por una cristiandad amenazada por el continuo avance turco en Oriente. En Roma hubo grandes muestras de júbilo y el papa Inocencio VIII, a pesar de sus achaques, encabezó una solemne procesión. El cardenal valenciano Rodrigo Borgia supo aprovechar la alegría para agasajar a los romanos con un espectáculo español insólito en la Ciudad Eterna: una corrida de toros. Parecía una extravagancia, pero el astuto prelado se sirvió pocos meses después de la popularidad de lo español a raíz de la toma de Granada, para ser elegido Papa como Alejandro VI.
Aquel día, alegre en la ciudad, era triste para Abdalá y lo pasó ayunando y rezando. Joan lo sabía y por la tarde visitó a su viejo maestro.
—Era inevitable, pero eso no alivia mi dolor —le dijo el granadino entre lágrimas—. Todo el esplendor que conocí ha muerto para siempre, mas guardaré en mi corazón el recuerdo de su belleza. Mi Granada será una flor que nunca se marchitará.
Joan le tomó las manos temblorosas y se las besó.
—Lo lamento —le dijo.
—Este es el resultado del mal gobierno de los últimos reyes de Granada —explicó al rato el viejo—. ¡Loado sea Alá! Aceptemos su voluntad. Boabdil y sus nobles tienen su castigo, pero será el pueblo quien lo sufra.
Se quedó un rato en silencio, ensimismado, rumiando su dolor mientras Joan le miraba cabizbajo.
—Tú crees que los reyes Fernando e Isabel vencieron, ¿verdad? —preguntó el viejo al rato.
—Sí, maestro.
—Bien, eso parece. Ahora deben disfrutar de aquel maravilloso palacio de la Alhambra, donde yo correteaba de niño. ¿Sabes, Joan?, en sus paredes hay inscripciones nazaríes hechas con tal belleza de caligrafía y materiales que ellos creerán que son solo parte de la suntuosa decoración. Pero hay una que se repite constantemente: «Solo Dios es vencedor». Recuérdalo, Joan: solo Dios es vencedor. Eres joven, el tiempo te lo demostrará.
Joan pensó que el viejo le decía algo que él no terminaba de comprender, pero el maestro no quiso explicarse y puso por juez al tiempo. Sin embargo, el dolor y el tono profético de Abdalá le llegaron al corazón y escribió en su libro: «Solo Dios es vencedor».