Capítulo 32

Barcelona, 1487

El domingo día 5 de julio de 1487 entraba triunfante la Inquisición en Barcelona. Fray Espina, el nuevo inquisidor nombrado por Tomás de Torquemada, alzaba orgulloso la barbilla a lomos de su mula. Le acompañaban Enrique de Aragón, conocido como Infante Fortuna, primo del rey y lugarteniente real, y los obispos de Urgell, de Tortosa y de Girona. La comitiva se presentó en la Porta de Sant Sever con gran ostentación; iban precedidos por el alguacil real con vara de mando, trompetas, timbales, una gran cruz y el pendón de la Inquisición. Los seguían un nutrido grupo de caballeros. El alguacil presentó en la puerta las credenciales del inquisidor y la milicia local franqueó el paso a la comitiva. Era una formalidad tan aparatosa como inútil, la ciudad vencida debía abrir sus puertas al vencedor.

La lucha a brazo partido entre el rey y el consejo de la ciudad se prolongó durante tres años y medio, pero al fin el monarca asestó su último golpe en forma de bula papal. Fray Espina fue declarado intocable y entraba en Barcelona con plenos poderes.

Durante aquel tiempo cientos de conversos abandonaron la ciudad con sus bienes rumbo a Francia e Italia sin que nadie los molestara. El caso más escandaloso fue la huida de Antoni de Bardaixi, regente de la chancillería real en Barcelona. Era amigo personal del rey Fernando, se le consideraba buen católico y no se le conocían ascendientes judíos. Si alguien de tan alto rango se sentía amenazado, el futuro para los conversos se presentaba muy sombrío. Ninguno de los consejeros de la ciudad ni de los diputados de la Generalitat fue a recibir al inquisidor; manifestaban así su rechazo y su intención de dificultar en lo posible su trabajo.

El cortejo al son de clarines y tambores bajó por las Ramblas entre la expectación de los ciudadanos, cuya actitud iba desde la hostilidad a los aplausos de bienvenida. Entre los que aplaudían y vitoreaban se encontraba la banda de Felip.

—¡Ahora sabrán lo que es bueno esos judíos que se fingen cristianos para medrar! —decía, instando a los suyos a aplaudir.

Joan aplaudió de mala gana. Tenía ya quince años y conforme crecía, el miedo que sentía por el pelirrojo se iba convirtiendo en desdén. Faltaba poco para que le alcanzara en altura y la continua práctica con la azcona de su padre le hacía la espalda ancha y los brazos fuertes. Pero no osaba aún enfrentarse al jefe de la banda porque sabía que era un asesino. Le miró mientras gritaba vivas y aplaudía frenético pidiendo a los demás por señas que también lo hicieran. Bartomeu y el resto de la gente que Joan respetaba apoyaban al consejo ciudadano contra los nuevos inquisidores y el muchacho sospechaba que aquella entrada triunfal no traería nada bueno.

Joan había progresado en casa de los Corró. Hacía año y medio que ya era aprendiz, su horario era el mismo que el resto y vivía en la librería. Su hermano continuaba trabajando en el huerto del convento y él le visitaba casi a diario. También le gustaba conversar con el jovial y barrigudo fray Jaume, con fray Melchor, que junto a Abdalá le había enseñado latín, y fray Pere, el antiguo novicio ahora monje, con quien aprendió a leer clandestinamente.

Copiaba con una letra excelente y no paraba de aprender sobre libros e idiomas con Abdalá. Sentía una gran admiración y cariño por su maestro. También trabajaba en ocasiones en el taller, pues quería obtener el título de maestro encuadernador.

Aquel asunto agriaba el carácter de Felip; superaba los veinte años y el amo no le proponía para el examen al que él se creía preparado. Cuando Felip solicitaba el permiso de mosén Corró, este respondía que se esforzara más en el trabajo diario, que fuera piadoso e hiciera buenas obras. Y que un maestro debía dar ejemplo no solo en el trabajo, sino en sus buenas costumbres y moral.

Joan llevaba un año frecuentando las tabernas del puerto. Cuando le pidió permiso al amo, este se negó diciendo que allí no había nada bueno que pudiera aprender un aprendiz.

Solo cedió gracias a la intervención de Bartomeu.

—El chico quiere indagar lo ocurrido a su familia —le dijo a su amigo librero—. Y es suficientemente maduro para no hacer tonterías.

Después le advirtió a Joan con una sonrisa:

—Pero poco vino y nada de mujeres.

El muchacho buscaba conversación con marinos franceses y de los distintos estados italianos. Tenía buenas bases lingüísticas y anotaba las palabras que no entendía en un pedazo de papel mediante un trozo de grafito sostenido por un tubito metálico de los que usaba para reglar los libros antes de escribirlos. Después, escondiendo el papel para que no lo viera, se las repetía a Abdalá, que no dejaba de asombrarse de la buena memoria del chico. El viejo ignoraba que su aprendiz hacía tiempo que era ya capaz de leer perfectamente.

Preguntaba a los marinos por galeras que piratearan y por cautivas cristianas, pero aquel era un asunto delicado: obtenía respuestas vagas y terminaba escuchando la errática historia de un borracho fabulando. No podía permitirse ir al puerto cada noche y cuando lo hacía acostumbraba a acostarse descorazonado, aunque si al día siguiente llegaba un barco de ultramar, acudía a la búsqueda de noticias lleno de esperanza.

Aquella actividad le proporcionaba además una buena excusa para reducir su presencia en la banda de Felip. El matón no permitía abandonos.

El día en que el amo le dijo a Joan que le tomaba como aprendiz con contrato escrito, un solo pensamiento enturbió su alegría. ¡Dejaría de ir a llenar el cántaro! Llevaba mucho tiempo encontrándose casi a diario en la fuente de Sant Just con Anna. Si por algún motivo alguno de los dos no podía acudir, el día era triste aunque luciera el sol. Al verle a distancia, la chica sonreía y bajaba pudorosa la vista al suelo, pero su sonrisa continuaba bailando escondida entre las comisuras de sus labios y los hoyuelos de sus mejillas.

Anna estaba a punto de cumplir los quince años y su cuerpo se había alargado al tiempo que se redondeaba. Su gonela aún destacaba una cintura estrecha, aunque ahora se ajustaba sobre unas caderas altas y bien formadas.

Para Joan los gestos y el modo en que la muchacha se movía eran lo más bello del mundo y se acercaba a la fuente ansioso por cruzar miradas y después mantener aquellas conversaciones breves pero intensas en la calleja. Cuando sus ojos se encontraban, al chico le faltaba el aire y su corazón, ya acelerado, parecía querer estallar de contento. Ella mostraba sentir algo parecido. A veces la ayudaba a cargar el cántaro y cuando sus manos se rozaban más de lo necesario, él creía morir de dicha.

No podía renunciar a aquellos encuentros y convenció al amo, con la complicidad de su esposa, para que le mantuviera la tarea de ir a por agua para el taller. El muchacho suspiró aliviado, podría seguir gozando del momento más hermoso de cada jornada.

—Te gusta la hija del joyero, ¿verdad?

La pregunta de Bartomeu cogió desprevenido a Joan. El chico se sobresaltó. La relación con el mercader, que de alguna forma se sentía protector de los hermanos, continuaba siendo estrecha. Se encontraban los domingos en la iglesia de Santa Anna y cuando por negocios visitaba a los Corró, siempre subía al piso superior a saludar. En aquella ocasión Bartomeu le dijo que quería hablarle y le invitó a dar un paseo.

—¿Cómo sabéis…?

—La ciudad es más pequeña de lo que parece. Siempre hay mil ojos observando y la gente comenta.

—Pero procuramos ser discretos.

—Los gestos hablan más que las palabras.

—¿Y qué tiene de malo?

—Así que te gusta, ¿verdad?

El muchacho afirmó con la cabeza.

—Lo siento, pero tengo un encargo para ti.

—¿Qué es? —inquirió Joan, alarmado.

—Soy amigo de su padre y él no ignora que te veo con frecuencia. —Bartomeu hizo una pausa—. Quiere hacerte saber que está buscando un esposo para su hija y que pronto estará comprometida.

—¿Y qué quiere decir con eso?

—Que tú no estás en su lista.

A Joan ni se le había ocurrido aún pensar en casarse con Anna. Solo disfrutaba viéndola, conversando y gozaba del placer que ella mostraba al verle a él. De pronto la idea de que Anna tomara a otro hombre como esposo le pareció horrible, insoportable.

—¿Y por qué no? —preguntó aun sin querer oír la respuesta.

Bartomeu suspiró e hizo un gesto de fastidio.

—Mira, en este mundo existen estamentos y la gente se casa dentro de su clase social. El padre de Anna es un joyero de éxito, tiene una tienda boyante y además es un mercader que vende e importa. Aspira a un marido para su hija como sería el hijo de los Corró, no a un aprendiz.

—Pero yo no seré siempre aprendiz, algún día seré un librero como el amo —repuso Joan hinchando el pecho, ofendido.

—Quizá lo consigas —le contestó Bartomeu—. Capacidad no te falta, pero de tener amo a llegar a ser amo hay una gran distancia que muy pocos logran cubrir. Si alguna vez lo consigues, Anna ya estará casada y tendrá hijos. Mosén Roig quiere que sepas que su hija no está a tu alcance.

Continuaron andando en silencio y después de cruzar la segunda muralla llegaron al mercado de carne de la Rambla donde los vendedores gritaban las excelencias de su mercancía y los compradores la observaban con ojo crítico.

—No puedo vivir sin verla —confesó allí Joan con un suspiro.

Bartomeu movió la cabeza, disgustado.

—Es peor de lo que pensaba —dijo, y emprendió la marcha Rambla arriba.

Anduvieron en silencio hasta la altura de la Porta Ferrissa, donde Bartomeu se detuvo y girándose hacia Joan le dijo:

—Mira, te diré lo que has de hacer si quieres seguir viéndola.

—¿Qué? —preguntó Joan, esperanzado.

—Dime que has entendido el mensaje y que no volverás a hablar con ella.

—¡Pero yo no puedo hacer eso!

—Si no lo haces, su padre la encerrará, no podrá salir de casa. No irá más a la fuente, mandarán a la criada. ¿Comprendes?

Joan lo entendió de inmediato. Si renunciaba a hablarle, si aparentaba que Anna le era indiferente, quizá pudiera continuar viéndola. No tenía otra opción.

—Comprendo —dijo después de un tiempo en que estuvo buscando, desesperado, otra alternativa sin encontrarla—. Explicadle al padre de Anna que le respeto a él y a su hija, y que perdone si ha habido un malentendido. Que no quería ofenderlos y que no volveré a hablar con ella.

—Haces bien —repuso Bartomeu—. Y lo siento.

Joan llevaba ya cinco de aquellos pequeños libros que fabricaba para su uso; cada vez eran mejores y el maestro le felicitaba por su progreso como aprendiz. Guardaba los antiguos en el convento de Santa Anna, donde solo él sabía, y los llenaba con sus anotaciones secretas. Aquella noche Joan escribió en su pequeño libro: «La amo», y una lágrima emborronó la última letra.

Al día siguiente Anna no sonrió, ni siquiera le miró y Joan no hizo nada para acercarse a ella. Su padre también le habría hablado. Sin su sonrisa la mañana era triste, pero al menos podía verla y saber que ella sentía su presencia. Unos días después coincidieron con la plaza casi desierta y él le susurró:

—No me dejan hablaros.

—A mí tampoco —repuso ella bajito y disimulando.

—Os amo —le confesó él.

Ella le lanzó una intensa mirada, llena de alarma, con unos ojos verdes que aquel día mostraban matices oscuros. Sin decir nada ni llenar el cántaro, abandonó la plaza a toda prisa.

Joan había roto su promesa y comprendió que quizá ya no la viera nunca más. Ansioso, acudió al mismo sitio el día siguiente y ella no estaba. Tampoco los días sucesivos. Había perdido lo que más quería y no sabía cómo reparar su error.

Prométeme que serás libre
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