Capítulo 6
Los supervivientes, junto a amigos y familiares llegados de Palafrugell, velaron los cuerpos de los fallecidos en sus casas. Los rezos se interrumpían con llantos y lamentos, la gente no entendía el porqué de tanta desgracia. Joan sentía, frente al cadáver de su padre, una pena terrible. Aunque pronto comprendió que el duelo por los cautivos era mayor que por los difuntos.
—Este ya ha dejado de sufrir —susurraba una comadre que escapó por vieja.
El oído de Joan, más joven y fino, recogía los cuchicheos que se producían hasta en los últimos rincones de su casa, que solo era una gran habitación sin divisiones interiores, en el centro de la cual se instaló el camastro con el cuerpo de su padre.
—Para pobres las que se han llevado, esas sí que van a penar —continuaba la mujer.
Joan no quería imaginar qué sería tanto sufrir, pero los rostros de su hermana, su madre y Elisenda, hija de Tomás y su compañera de juegos, le venían una y otra vez a la mente. Temía olvidarlas, pensaba que si lo hacía, ellas también morirían. Después las imaginaba sufriendo, como dijo la vieja, y aun sin conocer los motivos, veía sus semblantes llenos de dolor.
—Se llevaron a las mujeres más hermosas de la aldea —murmuraba un hombre de cara atezada y llena de arrugas a otro que afirmaba en silencio con la cabeza.
Joan quiso pasar la noche velando el cuerpo extrañamente inmóvil de su padre, despidiéndose de él, pero el agotamiento del día y la monotonía de los rezos vencieron sus fuerzas y se quedó dormido, de rodillas, apoyado en la pared. Al fin, Tomás lo cogió en brazos y lo puso en el camastro en el que descansaba su hermano.
Le despertó el tañido fúnebre de la pequeña campana de la ermita de San Sebastián y los murmullos de los que se preparaban para llevarse a su padre. Mantuvo los ojos cerrados, quería continuar en aquel sueño donde él aún vivía y su madre preparaba el desayuno. Los recuerdos del asalto pirata eran solo una pesadilla y de un momento a otro despertaría a una realidad en la que toda la familia estaría otra vez junta. Como siempre, como todos y cada uno de los días vividos hasta entonces. Pero no fue así.
—Joan, Gabriel. —Tomás los sacudió con ternura—. Despertad, chicos.
Las ventanas estaban abiertas y ya entraba la claridad del día. Un par de mujeres murmuraban aún rezos sentadas en la bancada del lado de la chimenea. La vela se había consumido sobre la mesa.
—Despedíos de vuestro padre, lo van a amortajar.
Joan sintió aquellas palabras como un golpe en el pecho. Vio que preparaban unas sábanas, comprendió que ya no le vería más y se levantó a mirarle con una angustia desesperada. Sus facciones eran las mismas y tenía una expresión relajada; una sábana le cubría el cuerpo desde el pecho hasta los pies, y a no ser porque estaba tendido en el centro de la habitación, hubiera podido pensar que dormía. Le besó la mejilla y su piel fría le hizo estremecer. Palpó ese brazo fuerte con el que lanzaba el arpón y la azcona, y su rigidez sin calor le hizo entender al fin lo incomprensible. Aquel ser, invulnerable en sus ilusiones de niño, aquel hombre que le amaba y protegía, había sido vencido y en unos momentos desaparecería para siempre.
Gabriel no quiso tocarle.
—Papá —sollozó.
Joan le vio desamparado, sabía que debía consolarle, pero se dijo que no sería capaz, que no era fuerte como lo había sido su padre, y a su angustia se unió la pena por Gabriel. Le abrazó para que llorara contra su pecho, y ambos se unieron en un llanto desconsolado. Y con la última imagen de su padre, mientras las mujeres cosían las sábanas que le cubrirían para siempre, los recuerdos le asaltaron:
Era primavera y las ballenas surcaban el mar en paralelo a la costa, hacia el norte, aunque los de Llafranc no las pescaban; eran demasiado grandes y fuertes. Ramón propuso a su tripulación que lo intentaran, con la nueva barca podían conseguirlo. La mayoría votó a favor y Joan fue con ellos.
Estuvieron en alta mar un día entero y su noche antes de divisarlas y cuando al fin las vieron, al chico se le encogió el corazón: lanzaban grandes chorros de agua y eran enormes, dos veces su barca. Se acercaron con cuidado al remo y cuando estuvieron lo suficientemente cerca de uno de aquellos gigantes, Ramón se puso de pie en la proa. Maniobraron varias veces para lograr la distancia adecuada y el chico vio cómo se tensaban los músculos del brazo derecho de su padre cuando al fin levantó el arpón para lanzarlo con toda su fuerza y clavarlo en la piel oscura y brillante del cetáceo. El agua azul y transparente se llenó de sangre y los marinos gritaron de alegría. Entonces el monstruo se puso a tirar de la barca con una fuerza enorme, mientras Ramón le arponeaba de nuevo para amarrarlo bien. Los arrastró mucho tiempo y a gran velocidad. No remaban, solo rezaban para que no los echara a pique, y cuando se fue calmando desplegaron la vela para frenarlo y dejar que se cansara. Al fin, el animal se agotó y empezaron a arrastrarlo hacia Llafranc ayudados de remo y vela.
Joan solo pudo comprender lo grande que era cuando toda la aldea tuvo que unir sus fuerzas para arrastrar su cuerpo a tierra. Fue una gran fiesta.
Orgulloso de su padre, Joan quiso recordar la hazaña esculpiendo en bajorrelieve, en la proa de la Gaviota, a Ramón arponeando al cetáceo. Le llevó mucho tiempo pero merecía la pena.
Al regresar de su dulce recuerdo y ver el cuerpo de su padre ya amortajado, sacudió su cabeza en amargo desconcierto. «No puede ser», se repetía una y otra vez.
—Lo siento mucho —les dijo el ermitaño de San Sebastián a los reunidos en el pequeño cementerio—. No os pude avisar antes. Vi esa galera que venía hacia la cala después de rezar las oraciones del amanecer. No tengo idea de cuándo ni por dónde desembarcaron los que os esperaban escondidos en la ladera. Lo siento, perdonadme.
Un murmullo de disculpa se alzó entre los congregados, la emboscada les había sorprendido a todos. El regidor de Palafrugell no acudió al entierro y fue el ermitaño quien dirigió los rezos. Al murmullo de las oraciones se le sumaba un tristísimo y espaciado toque de difuntos de la campana de la ermita, y a este se unía, como un eco lejano y más grave, el de la iglesia de Palafrugell. El día era desapacible, ventoso, con nubes altas, y las gaviotas sobrevolaban el camposanto graznando. Joan contempló cómo la tierra caía sobre la mortaja blanca de Ramón, allí abajo en aquel agujero. Y pensó que su padre hubiera preferido ahogarse en el mar, en alguna tormenta y que su cuerpo llegara a la orilla, mecido por las olas entre rocas inaccesibles, como los de las gaviotas muertas. Quiso ser libre como ellas, y murió libre y, mientras estuvo vivo, su familia también lo fue. Joan debía ocupar su lugar. Pero ¿cómo hacerlo si apenas era capaz de lanzar la azcona a unos pasos de distancia?
Al terminar la ceremonia, Tomás se acercó a los chicos.
—Vuestro padre era como un hermano para mí. —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Y sé que tú, Joan, amabas a mi hija. Yo ya no tengo hija, ni mujer. Vosotros no tenéis ni padre, ni madre. Dejadme ser vuestro tío, ya que nunca podría sustituir a Ramón. Venid conmigo, yo os cuidaré.
—Gracias, Tomás —repuso Joan una vez fue capaz de comprender lo que les decía.
Él los abrazó; no se parecía a su padre, pensó Joan. Era más alto y nervudo, y donde Joan notaba la dureza mullida del músculo de Ramón, en Tomás encontraba hueso y nervio. Su ofrecimiento le aliviaba pero no le gustaron sus palabras sin esperanza.
—Ellas volverán. Nosotros aún tenemos madre y hermana, y tú tienes a Elisenda y a Marta —le dijo cuando se separaron—. Iremos a buscarlas, ¿verdad, Tomás?
Él negó con la cabeza.
—¡Volverán! —dijo Joan casi en un grito.
El hombre le miró con sus ojos azules, tragó saliva y no dijo nada.
Después se dirigieron al pueblo, donde fray Dionís oficiaba una misa funeral en la que se rogaría también por los cautivos y los heridos.
—Ha sido la voluntad de Dios —predicaba en su sermón desde el púlpito a una iglesia abarrotada—. Cumplamos bien los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, para que no se repitan esos males.
Declamaba apasionado, gesticulando con energía. Joan, que estaba junto a Tomás, notó cómo este se crispaba al oírlo.
—Esas desgracias son fruto de nuestros pecados. Y la esclavitud, el hambre y la muerte son las penas que el Señor nos impone. Cumplamos Su ley y Él nos mantendrá a salvo.
—¿A salvo? —gritó Tomás.
El regidor enmudeció de sorpresa, nadie interrumpía un sermón. El silencio era total, Joan ni respiraba.
—¿Que el asalto de los piratas es un castigo del Señor por nuestros pecados? ¡Aquí os librasteis gracias a las murallas y a los soldados! No por vuestra virtud.
Joan pensó que tenía razón.
—¿Qué pecado cometió mi hija para merecer la esclavitud? ¿Cuál mi mujer? —Se acercó a increparle desde el pie del púlpito—. Si ahora son esclavas, es por vuestra cobardía, no por sus pecados. ¿Por qué no dejasteis que el somatén atacara a los piratas? ¡Cobarde! —Y se lanzó escaleras arriba.
—¡No me toques! —aulló el eclesiástico—. ¡Arderás para siempre en el infierno!
Las mujeres chillaron y Joan pensó que lo arrojaría por encima de la barandilla. Y lo hubiera hecho de no ser por los soldados que siempre acompañaban al regidor y que corrieron desde la entrada del templo. Cuando le sujetaron agarraba por el cuello al clérigo, que ya tenía la cara púrpura. Se repartieron muchos golpes y el fraile recibió varios.
—¡Echadle de la iglesia! —gritó el regidor sofocado cuando ya se llevaban a Tomás—. ¡Y no vuelvas, quedas excomulgado!