Capítulo 67
Al día siguiente la flotilla levó anclas para continuar su labor de policía hacia el sur. Al poco, entre las islas de San Pietro y San Antioco divisaron dos carabelas sicilianas que transportaban trigo a Valencia. Sus capitanes explicaron que después de detenerse en Cagliari y una vez rebasado el extremo sur de Cerdeña, al divisar la isla de Vaca, se vieron atacados por dos fustas sarracenas. Las carabelas tuvieron la fortuna de que el viento sur hinchara sus velas y gracias al movimiento y a que sus bordas eran mucho más altas, las pequeñas galeras no lograron abordarlas a pesar de lanzarles varios garfios. Las acosaron durante horas y a cañonazos, pero el maderamen de las pesadas carabelas era más resistente que el de las fustas. Estas eran muy ágiles, sin embargo, solo tenían un par de cañones y como las carabelas contaban con pequeños falconetes, varios arcabuces y unos cuantos ballesteros, alcanzaban a las naves sarracenas cada vez que estas intentaban el abordaje. Al fin desistieron.
Ese era el tipo de información que el almirante Vilamarí estaba esperando. Conocía bien aquellas aguas y las tácticas de los piratas. Supuso que usaban la abrupta isla deshabitada de Vaca como lugar de vigía, escondiendo sus fustas tras ella, y dirigió sus galeras hacia el estrecho entre San Antioco y Vaca. Antes de divisar Vaca y de que los piratas pudieran verlos, Vilamarí envió a sus dos galeras menores a cruzar el estrecho mientras se dirigía con la Santa Eulalia a la isla de Toro. Toro era una isla volcánica, de tamaño semejante y más escarpada que Vaca, situada aún más al sur. La cima de su empinado monte ofrecía una panorámica perfecta de la zona meridional de las islas de San Antioco y Vaca y de una amplia extensión de mar. De allí había poco más de dos días de navegación a las islas de la Galite, al norte de Túnez, situadas a pocas horas del continente africano; aquella era la ruta de huida de los piratas berberiscos. Si como sospechaba el almirante los piratas estaban en Vaca, al ser acosados por las galeras enviadas al estrecho, huirían hacia el sur, precisamente rumbo a la isla de Toro.
Cuando llegaron a Toro, la costa de Cerdeña se divisaba solo como una línea azul grisácea en el horizonte en aquel día soleado, con un cielo salpicado de nubes blancas. La isla era poco más que un monte escarpado en medio del mar, gris terroso y de escasa vegetación. La galera echó ancla en la parte sur y envió a la chalupa con un par de hombres que escalaron el monte y se tumbaron en la cima para evitar ser vistos desde el norte. Después los alguaciles pusieron un grillete adicional a los galeotes musulmanes. Ahora estaban unidos a la nave por los dos tobillos y un brazo.
Entonces se repartió un pellejo de agua y galleta extra a los remeros y en lugar del potaje de garbanzos o habas, se les llenó el cazo de vino para evitar encender el fogón.
—¡Menuda paliza de remar nos darán! —murmuró Jerònim desde atrás, y varios galeotes respondieron afirmando con murmullos de descontento.
Dentro de poco entrarían en combate, pensó Joan mientras daba buena cuenta de su galleta y bebía su vino, y el capitán no contaba con él. Un profundo desánimo le abatió; había desaprovechado su oportunidad. Caries le miraba en silencio y Joan adivinó su pensamiento; era el mismo que el suyo.
—No me llaman —dijo en voz baja para que solo su compañero le pudiera oír.
—No te preocupes, lo harán —le consoló Caries—. No pueden dejar escapar a los piratas y tú probaste que eres capaz de alcanzarlos con una culebrina. Lo que ocurre es que son unos malditos arrogantes y no soportan que un galeote les enseñe cómo hacer las cosas.
Y cogiéndole del hombro, le dio un apretujón de ánimo. Desde detrás sonó una rechifla, carcajadas y bromas sobre la nena y su novio.
Caries se giró lanzándoles una breve mirada de desafío y les soltó un «iros a la mierda». Los otros volvieron a reír. Pero el tiempo pasaba y la espera se hacía infinita; Joan apoyó sus brazos sobre las rodillas y su frente encima de estos, desalentado.
Poco después, sonó un silbido y desde la cumbre del monte avisaron de que se acercaban naves. Aún estaban muy lejos. Después especificaron: dos menores seguidas de otras dos de mayor tamaño llegaban a remo, ninguna traía velas desplegadas. Se oyeron exclamaciones de alegría desde la carroza, la estratagema funcionaba, todo apuntaba a que los piratas venían hacia ellos. Pero nada se movió, los hombres parecían contener el aliento en una espera tensa.
Al rato, cuando los vigías avisaron de que estaban a unos veinte minutos, el capitán empezó a dar órdenes y se desató una actividad frenética. Se levó anclas y se mantuvo la nave oculta, gracias a los remos, de forma que a pesar del cambio de posición de los que se acercaban con respecto a la isla, la galera, siguiendo las instrucciones de los vigías, se mantenía a cubierto detrás del monte. Eso requería movimientos suaves y precisos.
—¡Qué venga el cañonero! —oyó Joan que alguien gritaba desde la carroza.
Le dio un vuelco el corazón. ¿Se referían a él? Caries le dio una palmada en el hombro y con una sonrisa le señaló con el dedo.
Garau acudió a quitarle los grilletes y un buena boya ocupó su lugar. Una vez libre, Joan se plantó de un salto en la crujía y corrió hacia la carroza. Sentía que sus piernas temblaban.
—A vuestras órdenes, capitán.
—Demuestra lo que sabes hacer.
Joan no perdió un instante y corrió a proa a preparar las culebrinas. Parte de las últimas instrucciones las tuvo que dar con gestos, ya que el capitán ordenó silencio, pero no fue problema, todos conocían su función.
De pronto sonó la corneta y a la orden de boga viva, la galera arrancó a toda velocidad al ritmo del bombo y en un instante, al salir de la cobertura de la isla, Joan pudo ver a las fustas: estaban a proa, bastante cercanas. Y también a las galeras de la flota que las perseguían. Pudo incluso oír las órdenes de cambio de rumbo gritadas en las fustas y vio cómo ambas viraban hacia el este para evitar a la Santa Eulalia, que les llegaba por estribor. Realizaron la maniobra con gran rapidez, pero no pudieron evitar perder tiempo. Ahora Joan veía su popa, aunque mantenían la distancia de forma admirable para una tripulación que llevaba remando a boga viva al menos una hora. Los sarracenos hacían buena su fama con los remos y en poco tiempo empezarían a ganar distancia incluso con la Santa Eulalia. Aun así, estaban a tiro de las culebrinas.
Joan notó un temblor en las manos y un nudo en la garganta al apuntar la primera pieza. Después de estimar el movimiento de la galera, puso la mecha encendida sobre el orificio superior de la culebrina. Al poco sonó el estampido y su nariz se llenó del tufo familiar de la pólvora; amaba aquel olor y también el rugir del cañón. Aquellas sensaciones familiares le hicieron recobrar su aplomo; era un gran artillero y solo tenía que demostrarlo.
El proyectil cayó a estribor, bastante lejos de la nave, pero Joan se dijo que al menos la altura era la correcta. Repitió con la otra culebrina y esta vez el tiro fue a babor. Los marinos que le ayudaban empezaron a murmurar; Joan hizo un esfuerzo para mantenerse animoso. Tuvo que esperar a que la primera pieza se enfriara mediante cubos de agua, y cuando pudo apoyar la mano en el metal, lo hizo secar y se procedió a la carga. El disparo fue un nuevo fracaso y su objetivo comenzó a distanciarse. El muchacho tragó saliva, le quedaban muy pocas oportunidades. La segunda culebrina estaba ya preparada, Joan hizo sus cálculos, sonó el estampido y una nube de astillas se levantó de la zona de estribor de la fusta. El grito de triunfo que se alzó de la galera impidió oír los que provenían de los sarracenos. El disparo había impactado entre los remeros y aunque la bala pesaría unas veinte libras, en torno a los nueve kilos, no había causado grandes destrozos, aunque sí un par de heridos. La fusta se escoró a estribor y por un momento, cual ciervo herido, redujo su marcha, pero de inmediato sustituyeron a los heridos y, a pesar de haber perdido un remo, continuaron huyendo, casi a la misma velocidad. Sin embargo, algo fundamental había cambiado. Todos sabían que la galera podía golpear una y otra vez a la fusta.
De los siguientes disparos, el tercero y el quinto dieron en el blanco. Uno en la carroza y otro en la zona de remo. La fusta herida ya no le sacaba ventaja a la galera. Cuando el sexto disparo alcanzó la nave berberisca, la galera empezó a acortar distancias.
—Dispara a la otra —Joan oyó que le decían.
Se giró y era el capitán en persona. Entonces comprendió que pretendían alcanzar a la otra fusta con la Santa Eulalia y dejar a la primera como presa de las otras dos galeras.
—Está muy distante, mi capitán —objetó Joan.
—Obedece, y te conviene acertar —repuso el capitán Perelló.
No fue hasta el cuarto disparo cuando Joan alcanzó su nuevo objetivo. Se produjo un desconcierto momentáneo en la fusta, aunque continuó huyendo. Se alejaba. Le costó cinco disparos más acertar de nuevo y ya superaban las dos horas de persecución. El cómitre se esforzaba en mantener el ritmo de boga, se oían gritos, maldiciones y trallazos, pero la velocidad decaía. La mayoría de los remeros berberiscos de la fusta eran voluntarios que empuñaban las armas en los asaltos; ellos se jugaban la vida y la libertad, por lo que sacaban fuerzas de flaqueza mientras que en la galera el cansancio hacía mayor mella.
Entonces, cuando la fusta ya casi sobrepasaba el radio efectivo de la culebrina, Joan tuvo un golpe de suerte. Solo le costó dos disparos más acertar y esta vez se produjo una explosión a bordo. No fue muy fuerte, aunque debió causar heridos porque al fin la fusta redujo su marcha.
—¡Ya es nuestra! —gritó el capitán, y fustigó a gritos al cómitre, este a los alguaciles, y de nuevo sonaron los trallazos sobre las espaldas de los galeotes.
Cuando ya estaban encima de su presa, se oyeron disparos; eran un par de arcabuces que los sarracenos colocaron en su popa. Pero la arrumbada de la galera hacía las veces de un pequeño castillete que protegía a la tripulación. Cuando la distancia se redujo, fue la galera la que montó media docena de arcabuces en proa, al lado y por encima de los cañones, que empezaron a batir a la nave enemiga, sin que las flechas de los sarracenos causaran daños. Ahora los disparos de las culebrinas eran más letales, pero al ser el abordaje inminente, Joan cargó además el cañón y en lugar de balas puso saquitos llenos de clavos y cadenas. Querían dañar a los tripulantes y no la embarcación.
Las tres piezas artilleras de la galera dispararon a la vez segundos antes de embestir la popa de la fusta, despejando de enemigos la cubierta. Los pocos sarracenos que lograron cubrirse y salir indemnes de la artillería lanzaban ahora sus flechas, pero los infantes al mando del oficial Torrent, después de disparar las saetas de sus ballestas, corrieron por el espolón y abordaron la fusta con un gran griterío. Tomaron de inmediato la pequeña carroza protegidos por sus rodelas y con las picas en ristre. Después continuaron con la espada en el cuerpo a cuerpo. El capitán dispuso detrás de los infantes a marinos armados, pero no hicieron falta. El combate duró pocos minutos. La fusta tenía menos de la mitad del tamaño de la galera y solo doce bancos de remo, y aunque los musulmanes lucharon con valor, tenían muchos heridos y estaban agotados por las largas horas remando al límite de sus fuerzas.
De los más de ciento cuarenta hombres de la fusta, cuarenta y seis murieron en el combate y los veinticinco heridos graves fueron lanzados por la borda. De los supervivientes, veintidós eran esclavos cristianos que recibieron la libertad y los musulmanes ilesos o con heridas de poca consideración fueron cargados de cadenas. La mayoría volvieron a remar en su propia fusta bajo el mando del piloto Genis y custodiados por buena parte de la tropa. Solo uno de los asaltantes murió y pocos recibieron heridas. Todos, a excepción de los galeotes musulmanes, celebraron la victoria y a los forzados se les obsequió con un plato adicional de habas, más agua y un cazo de vino.
Nadie le dio las gracias a Joan, que se vio rodeado por dos alguaciles y conducido de nuevo a su banco, donde le pusieron los grilletes. Jerònim y su colega Sane; le palmearon la espalda, esta vez con cariño:
—¡Buen trabajo, cañonero!