Capítulo 51
Cuando las campanas de la catedral terminaron de dar la hora tercia, continuaron sonando, cansinas, convocando a los fieles. Joan, Lluís y los demás se reunieron en la puerta de la librería para dirigirse al acto de fe juntos, para infundirse valor. Deseaban lo mejor para sus patronos y se debatían entre el temor y la esperanza.
Aguardaron a que la procesión que salía del palacio real frente a la puerta de Sant Ivo de la catedral siguiera su recorrido por las calles y llegara a Especiers, donde ellos esperaban.
El desfile se asemejaba a otros anteriores. Lo abría un dominico ataviado con el hábito blanco y negro de la orden, descalzo y que portaba el estandarte de la Inquisición. En el centro de la enseña había una cruz verde de madera espinada, con la espada amenazante a su derecha y la rama de olivo a su izquierda. Una inscripción en latín rezaba «¡Álzate, oh, Señor, a defender tu causa!», del Salmo 73. Le seguían un grupo de monaguillos, en esta ocasión en silencio, y otro fraile dominico descalzo portando una cruz.
Un grupo de nobles y magistrados presididos por el primo del rey y lugarteniente real para Cataluña, el infante Enrique Fortuna, conde de Ampurias, los seguían. Entre ellos no había ningún consejero de la ciudad ni cargo de la Generalitat. A continuación iban los oficiales de la Inquisición entre los que destacaba fray Alfonso Espina, junto con sus alguaciles, notarios, escribanos y tropa. Cerraba ese tramo de la procesión un grupo de frailes dominicos silenciosos y encapuchados.
Dejando un espacio seguía otro fraile con la cruz en alto.
—¡Mirad! —exclamó con un susurro Lluís.
Detrás del fraile venía el amo, Antoni Ramón Corró, ataviado con el infamante sambenito amarillo con sus cruces rojas y el cucurucho, el capirote cónico de los penitenciados, también en amarillo y rojo. Llevaba un cirio apagado en sus manos y una soga al cuello que le unía a su esposa Joana, que caminaba detrás, ataviada de la misma forma. El aspecto de ambos era demacrado y sus rostros con ojeras mostraban los días de cárcel, presiones y, casi con seguridad, torturas. Con la cabeza gacha su mirada se perdía en el suelo. A su entrada en la calle Especiers se hizo un profundo silencio. Era una muestra de respeto de sus antiguos vecinos que siempre consideraron a los libreros buena gente. Los Corró levantaron los ojos hacia la librería, donde habían vivido felices durante tantos años, donde murieron sus padres y nacieron sus hijos. Pero esta tenía sus puertas cerradas para siempre. Allí vieron a sus empleados, que los contemplaban entristecidos. Ambos hicieron un gesto de reconocimiento y Joana quiso esbozar una de sus amables sonrisas, que de inmediato se rompió en llanto. Los muchachos los saludaron con la mano y el maestro Guillem les gritó:
—¡Que el Señor os proteja!
—¡Que se haga justicia y os dejen libres! —añadió Joan.
Y recibió un empujón de uno de los soldados que flanqueaban al matrimonio y que se les encaró:
—¡Más os vale callar y ser respetuosos! —les dijo.
Guardaron silencio, aunque a Lluís se le escapó un hipo de llanto. Joan, con lágrimas en los ojos, le pasó el brazo por los hombros.
A Joana Corró la seguía otro preso con soga al cuello ataviado también con la vestimenta de los penitenciados. Detrás venía otra cruz portada por un dominico y una hilera de cuarenta soldados cargando cada uno con un muñeco hecho de cáñamo y vestido con sambenito y cucurucho amarillos con cruces rojas. Cada monigote llevaba un pergamino con el nombre del acusado. Representaban a cuarenta conversos huidos cuya sentencia se proclamaría junto a la de los tres presentes en el acto de fe.
A continuación marchaban más dominicos encapuchados y descalzos que cantaban salmos entre los que se repetía el «Miserere mei, Deus», «Tened piedad de mí, Señor».
Cerraba la procesión un grupo de soldados que, al redoble de sus tambores, marcaban lentamente el paso de la muerte. Detrás los seguía una multitud expectante, jubilosa en muchos casos, ávida de presenciar el espectáculo. Entre ellos estaba Felip acompañado de los de su pandilla. Los miró con una sonrisa desafiante.
La Inquisición había montado en la plaza del Rey tres tribunas apoyadas en el muro de la capilla de Santa Ágata, la iglesia del palacio real. Dos de aquellos entarimados, los de la derecha, estaban cubiertos por un dosel y decorados con buenas telas. El central era para los inquisidores y sus funcionarios y el segundo para las personalidades y criados. Entre ambos había un pequeño altar. La tribuna de la izquierda, al contrario, era un simple tinglado de madera con bancos para los reos y los soldados que los custodiaban. Según entraba la procesión, cada uno se fue colocando en su lugar: los de las tribunas sentados en ellas y los espectadores de pie. En el centro de la plaza, frente al entarimado de los inquisidores había un púlpito con el fraile agustino encargado del sermón.
La prédica duró más de dos horas y la voz del agustino crecía conforme se encendía de fervor. Dijo que la Inquisición era hija del celo cristiano y que el proceso de purificación que eliminaría a los herejes que corrompían el mundo había empezado. Recordó las profecías de san Juan en el Apocalipsis cuando describía que se abrían los libros de la vida y de la muerte. Recitaba con voz atronadora, inflamada de ardor:
—«Y vi a los muertos grandes y pequeños, de pie, delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego».
Joan escuchaba conmovido aquellas palabras terribles; los libros contenían la vida y la muerte, y podían ser muy peligrosos como bien sabía, por desgracia. Pero un murmullo del maestro Guillem le apartó de sus pensamientos:
—No me gusta nada el sermón; los han condenado a la hoguera. Y el agustino continuó vigoroso recitando fragmentos del Apocalipsis de san Pedro, cada vez más exaltado y profético:
—«Y allí había gentes colgadas de la lengua. Eran los blasfemos en el camino de la justicia. Y bajo ellos un fuego que los atormentaba».
Joan pensó que su pecado era comparable y que también merecía un castigo. Luchaba por zafarse del agobio que sentía, pero la prédica terrible del fraile le arrastraba y pensó que Guillem tenía razón: el sermón presagiaba la muerte. Miraba a su alrededor y veía a la gente encogerse de miedo al tiempo que escuchaban con un deleite morboso.
—Al menos, el hijo, Joan Ramón, que hicieron venir de Lleida, no está entre los penitenciados —comentó Lluís.
—Es menor de edad penal —repuso Guillem—. Seguramente él se salve solo con cárcel.
Después se celebró misa y al final de esta, el notario de la Inquisición subió al púlpito y uno a uno, con voz hueca y resonante, fue desgranando las faltas de los ausentes representados por los monigotes de cáñamo. Al final anunciaba la condena; y era la misma para todos: el fuego de la hoguera.
Pocas esperanzas quedaban al llegar a los Corró. Casi sin aliento, Joan rezaba para que ellos fueran la excepción, pero las acusaciones se asemejaban mucho a las de los anteriores: freían la carne y las verduras con aceite evitando hacerlo con grasa animal. Para no confundirse con la manteca de cerdo ni siquiera cocinaban con grasa de oveja. Ponían manteles limpios en su mesa el viernes por la noche y se mudaban para ir limpios el sábado, la fiesta de los judíos. A la muerte de sus padres comían huevos crudos y a los cadáveres les depositaban una moneda en la boca. Quitaban los tendones de los cuartos traseros de los corderos como mandaba la Biblia en recuerdo de la lucha de Jacob…
—Pero eso no quiere decir que practiquen la religión judía —protestó en voz baja Joan—. Son costumbres que heredaron de sus padres y sus abuelos. No tienen por qué tener un significado.
Al final el notario enumeró los libros prohibidos de su librería, muchos de los cuales eran judaicos. Y terminó proclamando:
—Serán quemados vivos en la hoguera del Canyet por su herejía. Pero si en el último momento piden clemencia y se reconcilian con la fe cristiana, se les concederá por caridad la gracia de ser antes estrangulados por el verdugo.
Un murmullo recorrió la plaza. Habría espectáculo.