Capítulo 24
Un hecho vino a empeorar la vida de Joan aquellos días. El 4 de enero de 1485 los remensas de Pere Joan Sala derrotaron a las tropas reales de Barcelona y decenas de caballeros y peones murieron en el combate. Las posiciones de los sublevados se hicieron más sólidas y la rebelión se extendió con nuevos remensas negándose a pagar las rentas a los propietarios. Los ciudadanos de Barcelona conocían demasiado bien el hambre y la peste que la seguía, y temían un bloqueo de los suministros del campo.
El trato del pelirrojo a Joan empeoró. Era el remensa y de nada le valía alegar que era una invención del propio Felip, que su familia era de pescadores y que siempre fueron libres. El matón usaba un tono despectivo hacia Joan y retomó las bromas pesadas.
—Cada uno es lo que es —decía—. Ellos nacieron siervos y deben cumplir con las obligaciones de sus padres.
Joan discrepaba. Su padre le dijo que había que luchar para ganar la libertad y eso hacían los remensas. Aprovechó la primera ocasión para hablarlo con Bartomeu, él estaba muy cercano al Concell de Cent y sabía de aquellas cosas.
—Los remensas llevan muchos años luchando contra los privilegios abusivos de los señores —le explicó el mercader—. Pelearon junto al rey en la guerra civil contra la Generalitat que representaba entonces los derechos y privilegios señoriales. Pero con la victoria, el rey se olvidó de los campesinos que le ayudaron. De aquello hace ya doce años y la situación de los remensas no ha mejorado.
—Es injusto —dijo Joan, indignado.
—Sí, pero el rey prefiere ser poderoso antes que justo. Y ahora los remensas no solo rechazan los «malos usos», sino que tampoco pagan los diezmos a los propietarios de sus terrenos. Los recaudadores no se atreven a acercarse a las áreas que controlan y si lo hacen se van sin cobrar. A alguno le está bien empleado.
—Me gustaría que Pere Joan Sala y los suyos ganaran —concluyó Joan—. Luchan por su libertad.
Bartomeu sonrió.
—Por su libertad y por algo más, me temo —repuso—. Te aconsejo que no digas eso en voz alta en Barcelona.
Joan afirmó con la cabeza. Lo sabía.
Durante un tiempo el turbante de Abdalá dejaba ver la venda y Joan temía que el amo se enterara de su mala acción, aunque nunca se la reprochó. No quiso hacerle tanto daño al musulmán y le continuaba odiando, pero estaba demasiado ocupado para planear otra venganza contra él. Sus pensamientos se centraban en cómo esquivar el continuo acoso al que Felip le sometía y en lograr que fray Nicolau dejara de molestar a su hermano.
A pesar de sus preocupaciones, Joan no olvidaba a su madre ni a su hermana, aunque con trece años recién cumplidos no tenía medios ni fuerzas para plantearse su rescate. Rezaba por ellas varias veces al día, algunas junto a Gabriel, y mantenía la esperanza de liberarlas cuando fuera mayor.
Bartomeu les habló de los frailes de la Merced, que se dedicaban a rescatar a cristianos cautivos de los musulmanes, y los chicos le suplicaron que pidiera una audiencia para indagar sobre el paradero de las cautivas. Al cabo de un tiempo el mercader llegó con la gran noticia: el general mercedario aceptaba verlos.
Antoni Morell tenía unos cincuenta años, vestía el hábito blanco de su orden y quiso charlar con ellos paseando por la playa. La tarde era soleada, había tres naves fondeadas en el puerto y varias barcas varadas en la arena. Las olas llegaban mansas y aun así parecían querer mojarles los pies. Hacía días que Joan no veía el mar, y cada vez que lo hacía notaba una punzada de nostalgia en su corazón al recordar los tiempos felices con su familia en la aldea.
Al ver al fraile, los chicos le besaron la mano y se arrodillaron suplicándole su ayuda.
—¿Por qué crees que los piratas que asaltaron tu aldea eran musulmanes? —preguntó el general mercedario a Joan.
El chico se encogió de hombros.
—Bueno —respondió—, todos decían que eran sarracenos. Las galeras llevaban gallardetes verdes y el regidor, que los vio, dijo que eran moros.
—Es extraño —dijo el mercedario, pensativo—. Hace tiempo que los sarracenos no atacaban nuestras costas. ¿Cuándo dices que fue el asalto?
—A finales de septiembre.
—Esa es la época en que las galeras dejan de navegar, no están preparadas para las tormentas de otoño e invierno —continuó el religioso—. Y tu pueblo está muy lejos de sus bases. Además, estáis en zona de tramontana y le temen mucho a ese viento. Es extraño.
—Me contaste que estuviste muy cerca de los piratas —intervino Bartomeu—. ¿Les oíste hablar?
Joan se quedó pensativo. ¿Habían hablado?
—Si hablaron no fue en nuestra lengua, no recuerdo haber entendido nada —repuso.
—Es más probable que fueran corsarios provenzales o genoveses antes que moros —sentenció el mercedario—. Hace tres años los provenzales arrasaron la zona de cabo de Creus y hace un par, cuando se inició la guerra con Génova, el genovés Batista asaltó las poblaciones del litoral de Barcelona, capturando incluso una galera que el almirante Bernat de Vilamarí envió para detenerles. Pero aquello fue en julio y estamos hablando de finales de septiembre, no es tiempo de galeras; además, tu aldea estará a más de una semana de navegación de Génova. Yo apostaría por los provenzales, y si han sido ellos, los mercedarios no podemos hacer nada.
—¿Por qué? —se extrañó Joan.
—Porque nuestra misión es salvar antes a las almas que a los cuerpos. Rescatamos a cautivos cristianos con dinero o cambiándolos por prisioneros sarracenos; procuramos traer primero a los más débiles para que no caigan en la tentación de renegar de Nuestro Señor. Salvamos sus almas.
—¿Y no haríais nada si los piratas son de Marsella?
—No, no podemos. Es algo entre cristianos y no hay peligro de que los cautivos renuncien a la fe. Aun así, un cristiano no puede esclavizar a otro a no ser que sea un ortodoxo, como son los griegos.
—Entonces, si los provenzales son cristianos como nosotros, no podrían esclavizar a los de mi aldea, ¿verdad?
—No pueden, pero tampoco pueden robar —repuso el fraile—. Y roban. Esclavizar es quitarle a alguien su posesión más valiosa después del alma: la libertad.
—Entonces, ¿por qué el regidor de Palafrugell dijo que eran sarracenos? —inquirió Bartomeu—. Él sí que es capaz de distinguir entre un moro y un provenzal.
—Pudo haberse equivocado.
—Aun así, os rogamos, fray Antoni, por caridad, que averigüéis si la familia de estos chicos está en el norte de África —dijo Bartomeu.
—No os voy a negar la caridad, pero pienso que la gestión es inútil —repuso el fraile—. Hay otras cosas extrañas en este asunto.
Por ejemplo, si eran sarracenos, ¿por qué no nos pidió el regidor de Palafrugell que buscáramos a sus cautivos?
Joan se encogió de hombros. Demasiados porqués.
Era una mañana lluviosa y con neblina de principios de febrero cuando las campanas de la catedral empezaron a sonar fuera de su hora. Era el lúgubre toque de difuntos. Al poco tiempo se les unieron las de la iglesia del Pi, después las de Sant Just. Se trataba de un campaneo grave que pesaba triste en el alma, que angustiaba. Joan identificó también las de Santa Anna, y pronto los campanarios de toda la ciudad se unieron para anunciar la tragedia.
Todos en casa de los Corró salieron a la calle para saber qué ocurría y, bajo la fina lluvia, vecinos y artesanos se interrogaban unos a otros hasta que llegó la noticia.
—¡Los remensas de Pere Joan Sala han asaltado Granollers! ¡Han tomado el pueblo!
A Joan le sorprendió el revuelo. La derrota de las tropas reales un mes antes no había causado tanto sobresalto. Pronto entendió la razón. Granollers no pertenecía a ningún señor: era un pueblo amparado por los derechos y privilegios de Barcelona. En realidad se consideraba como una calle más de esta. ¡Pere Joan Sala se atrevió a atacar a la ciudad! La guerra ya no era solo de señores contra campesinos, el líder remensa cometió un error fatal. Barcelona lo destruiría.
Al poco las campanas de la catedral dejaron de sonar tristes y solemnes, para cambiar a insistentes, perentorias. Todas las demás la siguieron.
—¡Es el via fora!
El toque era furioso, estaba lleno de rabia, parecía como si las campanas fueran la voz de la ciudad clamando venganza. El via fora era la llamada a los ciudadanos a empuñar las armas en defensa de Barcelona. Vio cómo el rostro de la gente en la calle cambiaba de pesadumbre a determinación y de tristeza a rabia. Pronto aparecieron ballestas, arcos, lanzas y espadas, y mosén Corró, con casco, coraza y lanza, hizo que le trajeran su caballo y agrupó a sus hombres frente a la tienda.
—Lluís y Joan os quedáis aquí, sois demasiado jóvenes —ordenó—. Los demás, venid conmigo.
Las campanas continuaban repicando perentorias, urgentes y cuando alguien gritaba ¡via fora!, un clamor exaltado le respondía. Lluís y Joan decidieron seguir a los mayores para observar, no podían perderse aquello.
Los gremios tenían una función clave en la defensa de la ciudad, en caso de ataque a cada uno se le encomendaba la custodia de una parte de la muralla; era una cuestión de honor. La cobardía o heroicidad de un miembro del gremio humillaba o enaltecía a todos sus colegas.
Los libreros no tenían aún gremio oficial y funcionaban según unas ordenanzas ciudadanas para libreros y encuadernadores del año 1446, pero se agrupaban en una cofradía que veneraba a san Jerónimo, con capilla en la iglesia de la Trinitat situada en la plaza del mismo nombre, y allí se encaminó la pequeña tropa de los Corró. Por el camino se cruzaban con otros grupos armados que se dirigían a las iglesias donde sus patrones tenían capilla, y pronto coincidieron con más libreros. Se saludaban con un ¡via fora! levantando las armas. Joan vio a lo lejos a Bartomeu, que iba a caballo y armado como mosén Corró.
Una vez en la plaza, el librero se presentó al hermano mayor de la cofradía, que inscribió a sus gentes y las armas que portaban en el libro de combatientes. Después, el hermano mayor fue al Concell de Cent y al poco regresó diciendo que la tropa ya podía dispersarse. Esta vez el propio Destorrens, consejero en jefe de la ciudad, dirigiría un ejército ciudadano que se uniría a las tropas reales.
La campaña podía ser larga, era invierno y los gremios debían reunir provisiones para sus hombres. En una semana, cuando todo estuviera listo, las tropas saldrían a enfrentarse con las del remensa Pere Joan Sala.
Joan vigilaba a fray Nicolau. Sus continuas miradas hicieron que el religioso se las devolviera con una sonrisa demasiado cariñosa. El chico no deseaba que el monje se percatara del asco que le daba y a veces le devolvía media sonrisa. Un día, al cruzarse en las escaleras de acceso al comedor, Joan notó las manos del fraile en sus nalgas. Fue un contacto breve, pero le produjo una sensación muy desagradable y una repugnancia inmensa. Recordó el sobresalto de Gabriel cuando fue víctima de lo mismo y tuvo que contener su rabia para no abalanzarse sobre aquel individuo y hacerle rodar escaleras abajo. Tenía otros planes. Iba a proteger a su hermano a toda costa y solo veía una solución.
Una tarde salió del taller escondiendo en su capa una de las herramientas que usaban para cortar papel y cuero. Era un hierro plano alargado con una pequeña curvatura; un extremo servía de asa y el otro tenía un borde apuntado y afiladísimo. Había decidido degollar al monje cuando durmiera y después escondería el arma en el muro que separaba el convento del pasaje de ronda de la muralla, para recuperarlo al día siguiente desde la calle y devolverlo a la librería. Sabía el riesgo que aquello entrañaba, pero estaba dispuesto a cualquier cosa antes de ver sufrir a su hermano.