Capítulo 107
Al regresar, Joan informó a Antonello de su intención de abrir una librería en Roma.
—¿De dónde sacarás el dinero? —quiso saber el librero.
—Pienso pedir un préstamo —contestó Joan con entusiasmo—. He tenido buenos beneficios en este viaje. Hay muchos españoles en Roma: los hay en el séquito papal, en el ejército, también comerciantes, conversos y judíos. Estoy seguro de que en un año podré devolver el dinero. Pienso empezar vendiendo solo libros en blanco, material de escritura y libros impresos españoles. También en latín, naturalmente. Después ampliaré a títulos italianos e incluso franceses, quiero que sea una librería internacional. El siguiente paso será tener mi propio taller de encuadernación y, quién sabe, quizá también una imprenta.
—¡Qué miedo me das! —exclamó Antonello con una de sus sonrisas—. Menos mal que te vas a Roma y no me haces la competencia. ¿Y qué harás con los suministros a las flotas españolas? Es un buen negocio que no debieras perder.
—Ya he pensado en eso. Los atenderé personalmente mientras pueda y después tendré agentes en los principales puertos de atraque. Quisiera que vos lo fueseis aquí en Nápoles.
—Vas rápido, muchacho —repuso el napolitano riendo—. En solo unos días has pasado de ser mi agente a que yo sea el tuyo.
Joan se encogió de hombros; se sentía feliz. Podría ofrecerle un futuro a Anna y conseguir el dinero para emprender la búsqueda de su familia.
—Creo que ha llegado el momento de que vuelvas a hablar con Innico d’Avalos —dijo el librero al rato. Su sonrisa había desaparecido y su expresión era pensativa.
—¿Innico d’Avalos? —inquirió Joan, sorprendido.
—Sí, ya le conoces. Ahora es el gobernador de la isla de Ischia y la ha conservado a pesar de los intentos franceses de conquistarla. Su corte se ha convertido en un santuario de artistas donde, a salvo de la guerra, encuentran entera libertad para crear. Y no solo protege a los artistas, sino también a quienes transmitimos el arte. Le gustaste cuando te conoció. Estoy seguro de que su aval junto a una carta de crédito te ayudarán a obtener el dinero que precisas.
Joan estaba impaciente por darle la gran noticia a Anna. El futuro que podía ofrecerle era mucho más que el de la esposa de un encuadernador; sería una librera que se relacionaría con comerciantes, funcionarios y nobles.
Era un porvenir brillante, deseaba con toda su alma contárselo, pero decidió no romper la distancia que ella imponía. Aun así no pudo contenerse y le compró un anillo de oro. Durante la espera imaginaba, una y otra vez, la expresión del rostro de su amada, su sonrisa feliz al conocer las buenas noticias y soñaba con el momento en que ella se pusiera su anillo. Sin embargo, fue ella quien se acercó a él y el encuentro fue muy distinto de lo que Joan esperaba.
—Estoy embarazada —dijo Anna.
La noticia fue tan sorprendente para Joan que se quedó sin habla. Él no le había notado nada. Estaban solos en el despacho de Antonello, al que ella pidió que avisara a Joan en secreto. Cuando entró en la habitación, se preocupó al ver a Anna seria y con gesto grave. Ella le mantuvo a distancia como de costumbre.
—¿De cuánto? —preguntó cuando fue capaz de reaccionar.
—De dos faltas.
—¡Entonces es mi hijo! —exclamó Joan alborozado después de echar sus cuentas.
—Creo que no —repuso ella mirándole a los ojos—. Si son dos faltas, es de Ricardo.
—¿Ricardo?
—Sí, Ricardo —le confirmó, severa—. ¿Recordáis? Era mi marido.
—Sí, claro que recuerdo —repuso él, molesto—. Pero vos me decíais que era a mí a quien amabais.
Ella meneó la cabeza con incredulidad.
—¿Y eso qué tiene que ver? —le dijo—. Él era mi marido y jamás le negué mi cuerpo. Era su derecho.
Joan calló. ¿Por qué se habría hecho aquella ilusión estúpida? Quizá fuera porque la amaba tan intensamente que, después de la primera noche juntos, en la que solo hubo caricias, creyó que ella rechazaría al marido. No fue así. Se sentía muy decepcionado. Por un momento imaginó a Anna amándose con Ricardo y una furia antigua le invadió. Miró el vientre de la joven. No se notaba, pero allí crecía la semilla que su rival depositó en el interior de ella. Y que se convertiría en un ser vivo, que siempre le recordaría su crimen y la victoria postrera de Ricardo.
—Lo entiendo —dijo Anna al ver la expresión desencajada de Joan—. Con eso no contabais cuando pedisteis cortejarme. No os preocupéis, sois libre. Les diré a mis padres que cambiasteis de opinión.
Joan no la escuchaba, tenía en sus retinas la mirada de Ricardo cuando le propinó la estocada en el cuello. Un torbellino de emociones le embargaba, eran de odio y rabia, eran de celos de un muerto a la vez que de remordimiento por su crimen y su mentira. Una mentira que le torturaba. No pudo aguantar más.
—Fui yo quien le mató —dijo al fin arrastrando las palabras.
—¿Qué?
—Nos encontramos en el asalto de la carabela, luchamos y le maté —confirmó Joan.
—¡Pero me dijisteis que no fuisteis vos!
—Mentí por temor a perderos.
Se miraron en silencio, la cara de Anna dibujó una expresión de dolor y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Un abismo se abría a sus pies. Era la confirmación de una sospecha que la había torturado manteniéndola insomne hasta la extenuación mientras rogaba a Dios para que no fuera cierta. Joan mató a Ricardo y si lo hizo fue por ella, por su culpa. Si a pesar del amor que sentía por Joan se hubiera mantenido apartada de él, si hubiera cumplido como una esposa honesta, el joven no habría creído tener derechos sobre ella y Ricardo estaría aún vivo. A la traición a su esposo debía sumar ahora la culpa de su muerte. Era casi seguro que el hijo que esperaba era de Ricardo. Se alegraba; no hubiera podido soportar llevar en su vientre el fruto de una traición.
—¡Dios mío! —sollozó ella al fin. Y dando media vuelta se dirigió a la puerta.
—Esperad, por favor. —Joan quiso detenerla, pero ella, con rabia, se deshizo de él.
—¡Dejadme! ¡Lo sospechaba! ¡Había rezado tanto para que no fuera cierto!
—¡Pero me amáis! —exclamó él. Trataba de retenerla.
—¡Ya no! —Se libró otra vez de Joan y antes de salir apresurada por la puerta le miró fijamente a los ojos y añadió—: ¿No comprendéis que estamos malditos? ¡No os quiero ver más!
Joan se quedó solo en aquel despacho testigo de sus amores clandestinos, hundido, sin terminar de creer lo que acababa de ocurrir, no era capaz de reaccionar. ¿Cómo pudo ir todo tan mal? Unos minutos antes anticipaba un encuentro feliz con su amada en el que hablarían de un hermoso futuro entre libros. Ahora todos sus sueños se hacían añicos y solo le quedaba, en prueba de su fracaso, un anillo en la mano.
Los días siguientes fueron angustiosos. Joan trató de hablar con Anna, pero tropezaba una y otra vez con la barrera infranqueable de sus padres. Ni siquiera se dejaba ver en la tienda. Ya no había sonrisas.
Le escribió proclamando su amor desesperado. Lamentaba la muerte de Ricardo y le decía que fue en una lucha noble. Pero no hubo respuesta.
Después de unos días lúgubres, desmoralizado, se dijo que seguramente Anna amara más a Ricardo que a él y que nada le retenía ya en Nápoles. Quiso dejar atrás su pena para empezar cuanto antes una nueva vida en Roma. Escribió en su libro: «Siempre os amaré, Anna. Vuestra sonrisa era luz de amanecer y ahora vivo en la oscuridad».