Capítulo 10
El aspecto de Bartomeu, la forma de moverse, extraña aunque viril, su vestimenta, el corte de pelo y su cara afeitada sorprendía a los chicos. Gabriel en particular lo observaba con una sonrisa que no se preocupaba en disimular.
—¿Te has dado cuenta? —le dijo riendo a su hermano—. ¡Lleva guantes! ¿Has visto a alguien que lleve guantes en una barca? ¡Menuda tontería! Y encima ni hace frío.
Gabriel era, antes de la tragedia, un niño alegre de risa fácil. Era la primera vez desde entonces que volvía a reír y Joan se sintió feliz.
—¡Menudo bicho raro! —le dijo acompañándole en su risa.
—¡Vaya finolis! —continuó Gabriel.
Fue a colocarse a la espalda del comerciante y empezó a ridiculizar sus gestos, sin que este lo advirtiera, y Joan reía al verle. El viejo se encontraba al timón de la barca, detrás del niño, y acercándose sin decir palabra le soltó un manotazo que le hizo sentarse. Joan se levantó de un salto para defender a su hermano, pero Ferrán había vuelto ya al timón.
—¿Qué pasa? —preguntó Bartomeu. No había visto nada de lo ocurrido a sus espaldas.
Al oír su entonación y su acento extraño, Gabriel no pudo evitar estallar en carcajadas. Joan sonrió, el patrón no debía de haberle hecho mucho daño. Aquella tarde, cuando Bartomeu bajó a tierra, el patrón les increpó ceñudo.
—Aunque el mercader os parezca raro, no lo es.
—¿No? —se asombraron los chicos.
—No. Solo que es uno de esos señoritos elegantes de Barcelona y visten así. Y habla como hablan en la ciudad.
—¿Hablan de esa forma? —Los hermanos se miraron entre ellos atónitos.
—Sí —repuso el viejo—. Y más os vale que le respetéis. Se distinguió por su valor en la caballería ligera durante la guerra civil y casi lo matan. Luchó a favor del rey y del pueblo contra los señorones que esclavizan a los campesinos.
Los hermanos volvieron a mirarse con asombro.
A la primera ocasión, Gabriel le preguntó, lleno de curiosidad:
—Mosén Bartomeu, ¿por qué os ponéis guantes en la barca? Nadie hace eso.
—¿A que os parece extraño? —El comerciante reía. Y los hermanos afirmaron con la cabeza—. Por el sol.
—¿El sol?
—A mis clientes no les gustan las manos morenas.
—¿Vendéis manos? —inquirió Gabriel.
Esta vez fue Bartomeu quien estalló en carcajadas. Incluso el viejo llegó a sonreír.
El laúd navegaba siempre cerca de la costa pero suficientemente alejado para evitar los escollos, y el patrón oteaba con frecuencia el horizonte por temor a los piratas. Gruñó satisfecho cuando supo que los chicos sabían remar; aunque tuvieran poca fuerza, si había que huir hacia la playa, sus brazos serían de ayuda.
La navegación se iniciaba a la salida del sol y al mediodía o primeras horas de la tarde varaban en la playa del siguiente pueblo, donde Bartomeu aprovechaba para comerciar. El mercader recorría aquel trayecto periódicamente transportando los productos que Santa Anna de Barcelona enviaba a Palafrugell y viceversa mientras hacía sus propios negocios.
El artículo principal con que comerciaba aquel hombre era algo que sorprendió a Joan: libros. No conocía a nadie que tuviera uno a excepción del ermitaño o del regidor. Los había visto con libros en las celebraciones religiosas, pero no se le había ocurrido pensar que aquello se comprara y vendiera. No comprendía que la gente deseara tener un objeto semejante y menos que se gastara dinero en ello.
—¿Para qué sirven los libros? —le preguntó a Bartomeu cuando se sintió con suficiente confianza.
—Explican cosas que la gente quiere saber y cuentan historias muy interesantes —repuso el mercader con una sonrisa.
—Cuando yo quería saber algo se lo preguntaba a mis padres, a Tomás, o al ermitaño —explicó Joan, extrañado—. Y ellos también nos contaban historias. Además, los libros no hablan.
Bartomeu rio y Joan frunció el ceño.
—Hay cosas que los padres o los amigos no saben explicar —repuso el mercader—. Y ya verás, llegará el día en que los libros también te hablen.
—No tienen voz —insistió Joan.
—Sí la tienen, hijo —dijo Bartomeu acariciándole la cabeza—. Solo que no la podrás oír hasta que aprendas a leer.
—¿Leer? —inquirió Joan, extrañado.
Miró primero a Bartomeu, que afirmó con la cabeza, y después a Gabriel, que presenciaba la conversación sin entenderla. El hermano pequeño se encogió de hombros extrañado. Joan no preguntó más, no quería parecer tonto, pero aquello le dio que pensar. Los libros encerraban un misterio.
Unos días después, Bartomeu retomó el tema del asalto cuando el patrón no los oía.
—¿Cómo era la galera?
—No sé a qué os referís —repuso Joan.
—¿Grande? ¿Pequeña?
—No lo sé.
—¿Cuántas piezas de artillería llevaba en proa?
—Tres.
Bartomeu hizo un gesto extraño.
—Entonces era de las grandes —dijo pensativo.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Joan.
—Los sarracenos no acostumbran a tener galeras tan grandes a no ser que sean cristianas capturadas. Ellos las prefieren más pequeñas pero ágiles.
El día en que se detuvieron en Tossa, los chicos disfrutaron curioseando en el interior de aquel pueblo amurallado de aspecto próspero y vital, pero siguiendo las instrucciones del patrón se recogieron en la barca bastante antes de la puesta del sol. Bartomeu no apareció hasta el amanecer, aunque envió a un muchacho con comida y algunos bultos. El viejo gruñón no paraba de murmurar contra el mercader: mencionaba a una viuda al tiempo que usaba la palabra «adulterio». Joan desconocía qué quería decir, pero el patrón no le quiso aclarar su significado.
Con las primeras luces del día, Bartomeu apareció en la amplia playa de Tossa cuando la barca estaba lista para partir y, chapoteando entre las olas, subió a bordo de un salto.
—Un día terminaréis en la mazmorra de uno de esos pueblos —le advirtió el viejo.
El mercader rio alegre al tiempo que le palmeaba la espalda, y le dijo que si no dejaba de preocuparse, terminaría arrugado como una pasa.
Existían días establecidos de mercado, pero Bartomeu llegaba cuando la población coincidía en su ruta sin importar qué día fuera. Un tipo locuaz e inteligente como él había sabido hacerse amigos y socios, comerciaba a pesar de todo y no dudaba en protegerse con pequeños sobornos a los oficiales del lugar. Eso inquietaba al marino, que temía verse involucrado o perder el lucrativo transporte de Santa Anna. Sin embargo, el mercader les compensaba por el riesgo.
La pesca que los chicos obtenían con la caña era escasa y él adquiría con sus trueques lo que a Joan le parecían manjares. Al caer la tarde preparaban una buena olla, y a veces Bartomeu conseguía unos conejos o gallinas que él mismo asaba llenando la playa de apetitosos olores. Era un buen cocinero y usaba algo nuevo y sorprendente para los chicos que él llamaba especias y que le confería a la comida sabores insospechados. En la aldea solo probaban la carne en Navidad, y aquellos eran festines increíbles. A continuación, Bartomeu les contaba historias, con gran énfasis y gesticulación, que mantenían a los niños boquiabiertos hasta que el fuego moría, y se acomodaban después en la barca o en la arena para dormir. Entonces los chicos olvidaban su tragedia y Joan se dormía con la ilusión de que todos en la barca eran una familia.