Capítulo 14

Un campanilleo insistente llegaba desde fuera.

—¡Los laudes! —gritó el novicio, levantándose de un salto.

Joan, adormilado, no se movió hasta oír el siguiente grito. No había amanecido y todo era oscuridad. No entendía cómo Pere se despertaba con un ruido tan pequeño cuando él no pudo sacarle de su pesadilla durante la noche. El novicio buscó a tientas su hábito, advirtiéndoles:

—No se puede faltar al rezo de los laudes. Daos prisa.

Gabriel no se había movido y Joan le preguntó si estaba despierto.

—Sí —repuso angustiado—. Tenemos que darnos prisa.

Buscaron a tientas las sotanas que les prestaron el día anterior y se las pusieron intentando cuadrar la apertura mayor del cuello con la parte anterior. El novicio abrió la puerta y una tenue claridad nocturna marcó el hueco de esta. Salieron corriendo mientras levantaban los largos faldones para no tropezar; ya no llovía pero chapotearon por el empedrado, notando los cantos en las plantas de sus pies descalzos. Siguieron al novicio, que se dirigió con rapidez hacia el claustro, desde donde se podían ver luces.

El fraile de la campanilla acudía con un candil a la puerta de cada uno de sus hermanos para que estos pudieran encender sus lámparas. Formaron una hilera y en procesión y cantando, con las capuchas caladas, dieron una vuelta al claustro y entraron a la iglesia. El novicio se puso al final y los chicos le siguieron.

Los rezos duraron media hora y al salir Joan le preguntó al novicio:

—¿Cuándo desayunamos?

—Pasados los rezos de la hora prima, una vez amanezca.

Joan supo que se aprovechaba al máximo la luz del día para ahorrar aceite y que los cirios y las velas solo se usaban en los altares en las solemnidades. Cuanta más cera se quemaba, más importante era la ceremonia. También que por la noche se rezaron los maitines, de los que se libraban al no haber proferido aún los votos. El cielo estaba cubierto de estrellas y se vislumbraban las primeras luces del alba, pero como no había otra cosa que hacer, regresaron a su cálido jergón de paja. Gabriel se durmió de inmediato y Joan, incómodo por picores en el cuerpo, se quedó pensativo preguntándose qué les depararía el futuro.

Las campanas despertaron a Joan del duermevela en el que había caído, alarmado por la extraordinaria reacción en su hermano.

—¡Las campanas! —gritó este.

Y de un salto, sin ni siquiera ponerse su sotana, salió corriendo al patio solo con la camisa, descalzo sobre las piedras y los charcos. Se detuvo en un lugar donde podía ver el final de la espadaña en la que las campanas volteaban. Pero se llevó un chasco. Después de un primer repique, la campana dio un solo toque. La más pequeña ni se movió.

—¿Una sola vez? —inquirió desilusionado—. Ayer tocaron muchas veces, pero no las pude ver porque estaba oscuro y llovía. Y ahora que las puedo ver, solo quieren tocar una. ¡Y no he llegado a tiempo!

—¡Porque es la hora prima, tonto! —le dijo el novicio riendo—. Y prima quiere decir «primera», y si es primera, es que va sola y por lo tanto es un único toque.

—La campana de Palafrugell hacía lo mismo —puntualizó Joan en defensa de su hermano—. Pero él no lo recuerda porque el pueblo estaba lejos de la aldea y casi no se oía.

—¡Vaya par de aldeanos! —rio otra vez el novicio—. ¡Ignorantes!

La rabia de Joan despertó y levantando los dedos del pie derecho para no lastimarlos, pues iba descalzo, le soltó una patada a la rodilla con la base de su dedo gordo. Pere dejó ir un ¡ay! de sorpresa y dolor, y se dobló hacia delante. Joan se disponía a descargarle un puñetazo en la cara cuando Gabriel le sujetó el brazo. Se contuvo, pero se sentía culpable a la vez que furioso.

—¿Por qué me has pegado? —se lamentaba el novicio, caído en el suelo mientras se sujetaba la rodilla—. Se lo diré a fray Antoni y os va a echar de aquí.

Joan se alarmó. No estaba en su aldea, ese no era uno de sus amigos y las cosas en el convento podían ser muy distintas a las de la playa.

—Pero si no te hice nada —Joan quiso sonreír, amigable—. A ver, muéstrame si tienes un moratón o una herida.

El otro se levantó el hábito para ver sus rodillas, con lo que descubrió por un instante sus vergüenzas, tentando, sin querer, a que Joan le propinara una patada precisamente en ellas. Aún le quedaba rabia y empezaba a despreciar a aquel chico llorica.

Tenía la rodilla un poco enrojecida y el novicio comprendió que no le valía para quejarse.

—¿Ves como no tienes nada? —insistió Joan—. Además, no le dirás a fray Antoni que nos has insultado y que te dejas pegar por un chico más pequeño, ¿verdad?

El otro consideró la situación y Joan, que le observaba atentamente, supo que el suprior le atemorizaba.

—Vale —concedió al final—. Pero no lo vuelvas a hacer.

—¿Amigos? —Joan le tendió la mano.

—De acuerdo —dijo el chico cogiéndola para incorporarse.

A Joan aún le desagradaba el muchacho, pero pensó que le convenía tenerle de su lado.

Sintió de nuevo un picor en los tobillos y al frotarlos descubrió un círculo enrojecido alrededor de un punto. Y otro en la pierna, y otro más allá.

—¿Qué es eso? —preguntó alarmado.

El novicio le miró riéndose.

—¡Son picaduras de pulga! ¿Es que tampoco sabéis qué son las pulgas?

Joan recordaba que un perro vagabundo las trajo a la aldea y que las mujeres las hicieron desaparecer antes de que se convirtieran en plaga.

—Saltan y te chupan la sangre —informó el muchacho.

—Ya lo sé —repuso Joan, que empezaba de nuevo a molestarse—. Dime qué hay que hacer para terminar con ellas.

—Nada —dijo encogiéndose de hombros—. No se puede hacer nada, solo matarlas cuando coges una.

Y de repente se palmeó la frente.

—¡Los rezos de la hora prima! ¡Se me han olvidado! ¡Corred, vestíos, que nos quedamos sin desayuno!

Terminado el desayuno, fray Jaume les advirtió muy serio que no volvieran a retrasarse a la hora de los rezos, pero después les preguntó con una cálida sonrisa si querían que les mostrara el convento. Los chicos respondieron que sí, alborozados. La lluvia del día anterior había dejado paso a una mañana radiante, los miedos se disiparon y todo parecía hermoso.

El monasterio formaba un rectángulo mal trazado cuya base era la línea de casas que daban a la calle Santa Anna. El convento se ocultaba tras ellas y su única entrada era aquel portalón que atravesaba los edificios. Sus propietarios pagaban alquiler al prior, pues el suelo pertenecía a la comunidad. Los otros lados eran muros que separaban el recinto de una calleja de ronda paralela a las murallas exteriores, un lienzo de la segunda muralla de la ciudad que separaba el convento de la Rambla y unas tapias que limitaban con un callejón que iba de la plaza de Santa Anna a la calleja de ronda.

El fraile los condujo al claustro. Su jardín se mostraba hermoso, con sus naranjos brillantes y altas palmeras. Joan admiró otra vez aquellos arcos airosos sostenidos por finas columnillas, deteniéndose embelesado en las esculturas de cada capitel.

—Fijaos, el claustro es el centro del convento, por aquí se puede mover un hermano e ir a donde precise sin mojarse si llueve —les decía fray Jaume.

Y era cierto, por sus distintas puertas se accedía a la plazoleta de entrada, a las celdas de los frailes, al gran edificio que contenía enfermería, cocina y comedor, a la iglesia, a la sala capitular, e incluso tenía puerta de acceso a los lavaderos y al huerto.

—Con eso ya conocéis los edificios importantes —dijo el fraile—. El resto son almacenes y corrales.

Entonces sonaron las campanas y a Gabriel se le iluminó la cara con una sonrisa. No dijo nada y salió corriendo hacia la placeta desde donde veía el campanario.

—La hora tercia —dijo el fraile—. Hora de misa. Estamos llamando a los vecinos.

De camino a la iglesia, las campanas repicaban alegres. El sonido parecía llenarlo todo, el gran salón del comedor, las escaleras, la cocina e inundaba el claustro entrando por el gran cuadrado abierto del patio central donde las palmeras se dejaban acariciar por el sol. Los frailes formaron como de costumbre y al oír los tres graves toques horarios empezaron a cantar, entrando majestuosos en fila a la iglesia, donde unos cincuenta feligreses esperaban.

Gabriel se unió a su hermano y ambos siguieron al novicio hacia el interior del templo.

—¿A que es bonito cuando la campana chica acompaña a la mayor? ¿A que suenan más alegres? —le preguntó, feliz, a su hermano.

Joan le dijo que sí, que era cierto. Le sorprendía la pasión de Gabriel por las campanas.

Prométeme que serás libre
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