Capítulo 8

El coral rojo es nuestro oro —le dijo un día Tomás a Joan—. Tengo algo guardado, ven.

Le condujo hasta un rincón de su antigua cabaña y le señaló el lugar en el suelo de tierra pisada donde estaba enterrado.

—Si algún día lo necesitas y yo no estoy, cógelo, es para ti y para tu hermano. No hay mucho, pero algunas de las ramitas se pagarán bien.

Joan sabía que su padre también guardaba su coral bajo el suelo de su propia casa. Lo pescaban en los roqueros y escollos usando la cruz de San Andrés, un artilugio con aspas que arrastraban por las rocas para arrancarlo. Una redecilla recogía aquel oro rojo. El trabajo era delicado y requería el mar en calma para evitar que la barca se estrellara contra las rocas.

El chico recordó aquellos dos veranos con la Gaviota, que era una buena barca y les permitía navegar lejos. Iban al norte, a las islas Medas, propiedad también del convento de Santa Anna de Barcelona. En las islas el mar era aún más bello que en Llafranc, tenían aguas claras y transparentes y en los lugares poco profundos el fondo se distinguía a la perfección. Abundaba el coral rojo hasta el punto de que en ocasiones se podía pescar buceando. Allí Tomás y Ramón le enseñaron a llenar los pulmones de aire con una respiración intensa, para poder nadar más tiempo bajo el agua. Joan disfrutaba de aquellas inmersiones, del sol y del mar diáfano y tranquilo. Apenas regresaron de las islas unas semanas antes. ¡Pero qué lejanos estaban aquellos días felices!

Veía a Tomás cada día más delgado, y su figura larguirucha y nervuda empezó a tomar un aspecto esquelético. Casi todo lo comestible que encontraban era para los chicos y, a pesar de ello, la noche sorprendía a los pequeños siempre hambrientos.

—Estar conmigo os hace mal —empezó a decir—. El regidor os dará comida si me voy.

Pero Joan respondía que con nadie estarían mejor que con él. Poco a poco, Tomás iba dirigiendo el odio que les tenía a los sarracenos y al regidor hacia sí mismo.

—Me hubiera gustado morir como lo hizo vuestro padre —repetía—, defendiendo a mi familia. Pero me asusté al oír aquel trueno… Era nuevo para mí y hui al verle caer. Se llevaron a Elisenda y a Marta mientras yo corría como un cobarde.

—Que murieras no hubiera servido para nada —le consolaba Joan—. Solo un ataque rápido del somatén las hubiera salvado.

—¿Y para qué valgo ahora? No tengo barca, no tengo con qué daros de comer y por mi culpa el miserable del regidor os priva del poco pan que reparte en la aldea.

—Todo se arreglará —le animaba Joan—. En pocos años Gabriel y yo seremos mayores y podremos alistarnos los tres en las galeras del rey. Rescataremos a las cautivas y nos traeremos un tesoro moro de vuelta, igual que nuestro antepasado almogávar.

Eso le hacía sonreír, sus ojos azules brillaban y su cara escuálida se llenaba de luz.

Aquella cena tenía que ser especial. Joan había pescado con su caña un pez de buenas dimensiones y lo preparaba a la parrilla. Tenían algo de pan, unas hierbas bastante duras pero que hervidas eran comestibles, y varias castañas. Era todo un festín y el chico imaginó durante la tarde una nueva historia sobre cómo los tres rescatarían a las mujeres cuando Gabriel y él fueran mayores. Quería que Tomás y su hermano se alegraran, quería ver su sonrisa. Pero cayó la noche sin que Tomás hubiera llegado. Joan mandó a Gabriel a buscarlo, por si se había demorado en la casa de algún vecino, pero regresó ya de noche sin encontrarlo.

—¿Dónde estará? —preguntaba Gabriel, inquieto.

—Se habrá entretenido, no te preocupes. Hay luna y sabrá volver, cenemos.

Después de cenar se acostaron en el jergón, pero Joan estaba muy inquieto y de golpe algo le vino a la mente como un destello. Quiso asegurarse de que Gabriel durmiera antes de moverse, luego se vistió y salió a la noche. Una luna fina, cuarto menguante, presidía un cielo cuajado de estrellas. Una ráfaga helada le hizo estremecer, vacilaba, no se atrevía a entrar a la casa de Tomás, aunque allí no le habían buscado y tenía un presentimiento. Dio unos cuantos pasos rápidos y empujó la puerta, que se abrió con un chirrido. Afuera quedaba la luz tenue del firmamento pero en el interior solo había oscuridad.

—Tomás —dijo a media voz.

No hubo respuesta y le llamó de nuevo, esta vez en voz alta. Pensó que no estaba. Deseaba irse, y aun así se dijo que si la inquietud le hizo salir del cálido lecho para enfrentarse al frío de una noche otoñal, no era para hablarle a una casa vacía y resignarse a no obtener respuesta.

Anduvo unos pasos a tientas hasta tropezar con la mesa y palpó los taburetes. La puerta continuaba abierta y una claridad muy tenue penetraba por ella. No le permitía ver dentro de la casa, que constaba solo de una gran estancia, pero sí orientarse. Se dirigió al otro extremo de la puerta, donde estaban los camastros. Quizá Tomás estuviera dormido allí. La punta de su pie tocó el jergón mientras su cuerpo topaba con algo que se movía. Joan sintió el corazón en la garganta y dejó ir un grito. Aquello volvió a él. Era un contacto frío, rígido y basculante. Le recordaba el tacto del cuerpo de su padre antes de despedirle en la tumba. Y supo que era Tomás. Horrorizado, Joan salió corriendo para despertar a Daniel.

A la luz de un candil vieron cómo de una viga, encima del jergón donde acostumbraba a dormir con su mujer, colgaba el cuerpo larguirucho de Tomás. Aún se balanceaba, suave, por el encontronazo con el chico.

Daniel y su esposa fueron incapaces de consolar a Joan, que se pasó la noche velando el cadáver rígido de su amigo tendido en un jergón. Rezaba, lloraba y a ratos se adormecía desfallecido. Cuando su hermano despertó a la mañana siguiente, fue la esposa de Daniel quien se lo dijo. Él no tuvo el valor.

Fray Dionís prohibió que se le enterrara en el pequeño cementerio de la aldea. Era un excomulgado y un suicida: su alma estaba condenada al infierno para la eternidad y el destino de su cuerpo era pudrirse en algún rincón inaccesible donde las alimañas lo descarnaran. Joan subió a San Sebastián a suplicarle al ermitaño.

—Tomás era un buen hombre. Nunca hizo daño a nadie, ayudaba a quien podía, nos acogió a mi hermano y a mí cuando perdimos a nuestros padres. —Las lágrimas le venían a los ojos—. Por favor, enterradle en la tierra santa de la ermita.

—Lo sé, hijo —repuso el hombre acariciando su barba blanca—. Lo sé. Pero hay una ley para los suicidas; la misma que para los excomulgados. Es la ley de la Iglesia y yo, como todos, debo cumplirla.

—Su único pecado fue querer, y amó tanto a su familia que no pudo soportar perderlos —insistió el chico—. Dios bondadoso debe perdonarle, porque no hizo nada en su vida para merecer ese castigo.

—Lo sé, sé que era un buen hombre —murmuró el ermitaño—. Acudía a todos los oficios sagrados, su mujer siempre me traía comida, nunca supe nada malo de él.

—Entonces, enterradle en tierra de la ermita sin que fray Dionís lo sepa.

El ermitaño empezó a pasear, meditabundo, entre los pinos que rodeaban la cima coronada con el torreón, a cuyo pie estaba la capilla. Joan le seguía en silencio, le oía murmurar, la soledad debía de haberle acostumbrado a pensar en voz alta. Era una tarde espléndida y desde la cima se divisaba un mar azul inmenso y unas rocas soleadas, llenas de árboles. Y arriba las gaviotas. A Joan le traían muchos recuerdos y sintió un aguijón amargo, las lágrimas corrían ya por sus mejillas.

—Por favor —le exhortó entre sollozos, tirándole de la manga de su hábito raído—. Era como mi padre. Dios le habrá perdonado, no puede ser pecado amar tanto.

—¡Diablo de chiquillo! —estalló el hombre—. ¡Para de llorar ya, que me vienen a mí las lágrimas! ¿Cómo puedes ser, con tan pocos años, tan persuasivo?

—¡Por favor!

—¡Va en contra de la costumbre, de las normas! ¡Fray Dionís me echará de aquí como se entere!

—¡Por favor!

—¡Vale! —concedió al rato, irritado—. ¡Al fin y al cabo, si vivo aquí solo, es para no tener que seguir reglas absurdas!

Entre Daniel y tres más de la cuadrilla lo subieron arriba. Fue tan en secreto como secreto puede ser algo en una aldea pequeña, pero todos querían a Tomás y nadie iba a delatar al ermitaño. Pesaba poco y Joan pensó que él y su hermano tenían las carnes que le faltaban. En un rincón bajo un montón de piedras le recibió, como vientre materno, la tierra que querían negarle, y el ermitaño recitó las mismas oraciones que para Ramón. No hubo toque de difuntos aquel día, no se quería llamar la atención. Solo al día siguiente la ermita hizo sonar su campana, solemne, lenta, triste, durante mucho tiempo. El ermitaño supo hacerla llorar por Tomás y los aldeanos, entre lágrimas, le rezaron abajo, junto al mar.

—¡Ese es el destino que le aguarda al desdichado que no respete a la Iglesia y a sus ministros! —clamaba desde el púlpito fray Dionís—. Y el suicidio es uno de los pecados más horribles. El alma de ese hombre arde en el infierno y su cuerpo se pudre insepulto.

Los de la aldea, mezclados con los del pueblo, buscaron la mirada de sus vecinos; disfrutaban de la ignorancia del regidor. En cuanto a Joan, nada de lo referente a ese hombre podía divertirle, y apretaba los puños con rabia. Tomás le había enseñado a odiar a aquel cobarde culpable del cautiverio de sus seres queridos, y ahora también culpable de la muerte de su amigo.

—Aprended a respetar la voluntad del Señor, aceptando resignados las pruebas a las que Él os somete. ¡Son vuestros pecados los que traen las desdichas! Ved el caso de Tomás, y cómo por su desacato a la Iglesia y su estúpida tozudez ha merecido el castigo de Dios.

Joan no pudo contenerse y se adelantó hacia el púlpito gritando las mismas acusaciones que un día gritó Tomás:

—¡Esta desgracia no es por nuestros pecados! ¡Es culpa de los sarracenos y culpa vuestra por no defendernos! —Le apuntaba amenazador con su índice, estaba furioso—. ¡Vuestra cobardía impidió salvar a los cautivos!

El fraile tardó en reaccionar, no esperaba que un niño le increpara. Se produjo un silencio absoluto, nadie quería perderse una palabra. Solo se movió Daniel, que estaba junto a Joan y cogiéndole del brazo le pidió que se callara, pero el chico se soltó con la fuerza que da la rabia.

—¡Tomás era un buen hombre y decía la verdad! ¡Nada tiene que ver Dios con eso! ¡Mentira!

Los soldados cayeron sobre el chico y en volandas le sacaron de la iglesia.

—¡Miente! —Mientras se lo llevaban, aún alcanzó a gritar las palabras oídas mil veces a su amigo—. ¡Utiliza a Dios para someternos!

Fray Dionís reaccionó clamando:

—¿Veis como la manzana podrida corrompe a la sana? Ahora ese chico tiene el mismo mal.

—¿Le zurramos? —preguntó uno de los soldados al oficial.

—No. Déjamelo. —Agarró a Joan del brazo y apartándolo de los demás le gritó—: ¡Como trates de volver a la iglesia, te parto la cabeza! ¡Eres tan testarudo como lo era ese idiota de Tomás! —Le pegó otro tirón y después señaló con el dedo a la puerta del templo—. ¡Mira! —dijo.

El chico miró hacia allí creyendo que salía alguien y el impacto de un bofetón le tumbó en el suelo. El oficial le recogió y cuando Joan se encogía a la espera del siguiente golpe, este le dijo bajo, sin que los demás le oyeran:

—Pero eres listo y valiente como tu padre. Y tienes razón, ¡maldita sea! Tienes toda la razón, aunque sé prudente. Te deseo suerte, hijo. Te la mereces.

Joan notaba en la boca el sabor de su propia sangre.

Prométeme que serás libre
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