Capítulo 4

Se quedó arrodillado frente a su padre, acunando su azcona en los brazos. No podía creer que estuviera muerto. Quiso rezar, pero le vino a la memoria la conversación, justo una semana antes en el mismo lugar donde aquella mañana le mostró las nubes.

—Fíjate en los pinos y las rocas —le dijo entonces Ramón.

El mar se movía inquieto y el agua azul rompía al chocar contra las piedras en mantos de espuma blanca. Los pinos crecían en cualquier lugar entre las peñas, alguno surgía de grietas imposibles, abriéndose paso con una fuerza sorprendente, a veces en extraños equilibrios sobre el mar.

—Los veo, papá.

—Mira, hijo. El pino es fuerte, pero no se puede mover. No es libre. Las rocas son aún más fuertes, pero están muertas y no hay libertad en lo inerte.

Joan le escuchaba atento; por la entonación de su padre, supo que aquello era importante.

—Fíjate ahora en las gaviotas.

Las vio elevarse, planear inmóviles en el aire y de pronto caer para remontar de inmediato. Iban, venían, subían y bajaban trenzando una danza alegre y secreta.

—Sí, las veo.

—Son libres. Van donde quieren. No son ni duras como la roca, ni fuertes como el pino, pero vuelan y nadie las puede detener ni domesticar.

Ramón calló pensativo mientras Joan le miraba pendiente de sus palabras. Al rato, señalando al horizonte lleno de colinas del oeste, continuó:

—Allí viven unos hombres, quizá tan fuertes como esos pinos, pero como ellos tienen raíces que les impiden moverse.

El chico quiso imaginar una raza tan asombrosa, contempló los grandes árboles que los rodeaban y recordando los cuentos oídos junto al fuego del hogar inquirió:

—¿Son gigantes a los que les ataron los pies?

Ramón rio.

—No, Joan, no son gigantes. Son como nosotros.

—¿Como nosotros?

—Como nosotros en apariencia, pero muy distintos.

—¿En qué son distintos?

—Ellos son siervos de la gleba. Remensas.

—¿Y qué son los remensas?

—Son campesinos sometidos a un señor para el que trabajan. Las tierras son del amo y ellos también, no pueden irse, están atados a la tierra como si tuvieran raíces en ella.

—¿No huyen?

—Pocos lo intentan porque el castigo es muy severo.

—Tienen miedo —reflexionó el chico.

—Sí, Joan, lo has comprendido. Es el miedo lo que hace que les crezcan raíces que son cadenas. No dejes nunca que el miedo te haga esclavo.

Joan afirmó con la cabeza. Conocía bien la historia de su antepasado que escapó de la servidumbre alistándose con los almogávares, las tropas mercenarias que más de un siglo antes alcanzaron gloria y riquezas en Grecia. Aquel tatarabuelo regresó con el botín suficiente para comprar una barca y ser libre en Llafranc. El arma favorita almogávar era la azcona, una lanza arrojadiza corta y pesada, cuyo astil era igual al del arpón. La azcona era símbolo de libertad para la familia Serra.

El chico quedó pensativo viendo a las gaviotas volar libres y alegres sobre el mar. Se oían sus graznidos, el rumor de las olas y el murmullo de la brisa que acariciaba los árboles.

—Escúchame bien, Joan —habló Ramón al rato—. Nosotros somos como las gaviotas: solo necesitamos unas rocas y un pedazo de tierra para nuestro nido. Somos seres del ancho mar, de los vientos cambiantes, somos libres como ellas.

El chico se fijó en las ruidosas aves blancas y admiró de nuevo su vuelo.

—Ellas son libres desde que aprenden a volar —continuó—. Pero el hombre no. Nazcas libre o siervo, nadie te regala tu libertad: la debes conquistar tú cada día, con tu valor y con la fuerza de tu brazo. Un hombre es responsable de su libertad y la de su familia. Recuérdalo bien, hijo.

Joan inspiró, como absorbiendo las palabras de su padre, creía haberle entendido y le pidió con determinación:

—Quiero aprender a lanzar la azcona como tú.

—Sin duda lo harás —repuso Ramón sonriendo—. Incluso mejor que yo.

Recordaba que entonces dudó de que algún día lo lograra y ahora sostenía la azcona de su padre entre las manos. Y él estaba muerto.

«Prométeme que serás libre» y «Cuídalos», le pidió antes de morir. Joan se dobló sobre la azcona hasta tocar con su frente al suelo. El dolor que notaba en el corazón se extendía por todo el cuerpo. Se sentía incapaz de cumplir sus promesas.

—Él ya no nos necesita —le dijo Tomás levantándole para abrazarle—. Tenemos que ocuparnos de los vivos. Lo siento mucho, Joan, pero no podemos perder tiempo.

El chico estaba aturdido, estupefacto, con los ojos llenos de lágrimas; no podía asimilar la muerte de su padre, pero reaccionó al pensar en su madre y hermanas. Uno de los que hallaron tendidos tenía una saeta clavada en el hombro y se había fingido muerto. Los sarracenos, ocupados en su propio herido y en capturar prisioneros, no se entretuvieron rematando a los caídos. El otro era cadáver. No había más cuerpos en el suelo. Los demás, sanos o heridos, huyeron o fueron apresados.

Mientras Joan estuvo arrodillado frente a su padre tratando de rezar, Tomás y Daniel curaron al superviviente extrayéndole la saeta para vendarle después la herida como buenamente pudieron. Dijeron que volverían a recogerle, le dejaron el agua y continuaron el descenso con precaución hasta un lugar desde donde se divisaba la cala al completo.

—¿No te parece extraño que no los remataran? —le preguntó Tomás a Daniel.

—Sí que es extraño. Y más habiéndole clavado Ramón su azcona a aquel moro.

Los sarracenos agruparon en la playa a los prisioneros. Había doce mujeres de distintas edades y un par de chicos un poco mayores que Joan. Los tenían atados y varios piratas los vigilaban, mientras otros cargaban en los barcos fardos, animales, todo lo que iban robando de las casas.

—¿A quiénes ves? —preguntó Tomás.

A ellos les costaba distinguir, pero Joan tenía ojos jóvenes. Allí sentada en la arena estaba su madre: trataba de amamantar a Isabel, que lloraba. El chico se estremeció al ver la soga con la que la amarraban por el cuello. A su lado, llorosa, se encontraba su hermana María y junto a ellas, Elisenda y Marta, la hija y la esposa de Tomás, que observaban a aquellos hombres con temor. También estaba la hermana de Daniel, y Joan fue nombrando a todos los cautivos.

—¡Dios mío! —exclamó Tomás consternado al oír que su esposa e hija habían sido apresadas—. Esperaba que estuvieran escondidas en algún lugar.

—¡Tenemos que hacer algo! —dijo Joan—. ¡Hay que liberarlas!

—Están esperando a la marea alta para hacerse a la mar —advirtió Daniel—. Falta poco y quieren ahorrar esfuerzos. No atacarán la torre, ya tienen el botín que querían y se reagruparán para proteger lo robado de cualquier asalto desde tierra.

—¡Pero hay que salvarlos! —insistió Joan.

—No podemos hacer nada contra ellos, ni nosotros, ni los de arriba —dijo Daniel—. Nos matarían al instante.

—Nuestra única posibilidad es que llegue la ayuda de Palafrugell —repuso Tomás.

Daniel se encogió de hombros, parecía dudarlo.

—¡Vamos a buscarlos! —gritó Joan.

—Hay menos de tres millas —apuntó Daniel—. Si hubieran querido, ya estarían aquí. Hace un buen rato que la campana de nuestra torre suena a rebato; ellos la han oído, porque las campanas del pueblo de Palafrugell también llaman al arma. Quizá no quieran arriesgarse. Temerán caer en una emboscada.

—El chico tiene razón —dijo Tomás—. Si salimos a su encuentro y les explicamos la situación, se sentirán más seguros.

—No nos ayudarán —repuso Daniel.

—¡Deben hacerlo! —gritó exasperado Tomás—. El abad de Santa Anna dice ser nuestro señor y nos cobra impuestos, su obligación es defendernos.

—¡Vamos a buscarlos! —insistió Joan.

—Id vosotros. Yo me quedo vigilando —dijo Daniel.

Prométeme que serás libre
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