Capítulo 66

Joan cenaba, dolorido, su potaje de habas cuando aparecieron Garau y otro alguacil y le quitaron las cadenas. Le ordenaron que se pusiera la camisa a pesar de las heridas del látigo en su espalda y que los siguiera por la crujía, hasta la carroza. Esta no era muy amplia, pero ocupaba el final de la popa de la galera, y, como ya le contó Caries, era el lugar más cómodo de la nave. Estaba elevada con respecto al resto de la estructura del buque, cubierta y cerrada por los lados que daban al mar, aunque abierta hacia la crujía y la proa. Desde allí se manejaba el timón y allí convivían los oficiales. El almirante tenía su propio camarote, bajo cubierta, pero era pequeño y las noches apacibles dormía también en la carroza.

Tenían dispuesta una mesa de la que ya se habían recogido los cacharros de la cena y sentados en sillas plegables departían el capitán, el piloto, el cómitre y el oficial al mando de la tropa de infantería. El almirante Vilamarí asistía a la conversación sentado en un banco a cierta distancia sin participar en ella. Un músico hacía sonar una viola y un intenso olor a rosas trataba, sin conseguirlo, de disimular el tufo que provenía de los galeotes.

—La artillería solo debe usarse a corta distancia antes del abordaje, cuando la sangre del enemigo nos salpique —decía Pere Torrent, el oficial de la tropa—. Ha de limpiar la cubierta contraria para eliminar la primera resistencia.

Joan se quedó de pie entre los alguaciles, que saludaron a los oficiales. Estos hicieron como si no los vieran y continuaron su conversación.

—También para blancos fijos como fortificaciones —añadió el piloto—. Y en el caso de que una galera nos llegue de frente.

—Ni así —afirmó el oficial de tropa—. Si el blanco está lejos, siempre se pierde el disparo y si hay poca distancia, no da tiempo a que se enfríen las piezas y nos exponemos a no poder recargar antes de que los otros nos caigan encima. Demasiado riesgo, prefiero disparar el último y a tiro fijo.

—¿Y qué me decís de una nave que huye como la de hoy? —inquirió el capitán Perelló.

—Hubiera sido pólvora perdida —repuso el cómitre—. Había mucha distancia y la mar estaba picada. Imposible darle.

—¿Qué dices a eso, galeote? —preguntó Pau de Perelló dirigiéndose a Joan, al tiempo que con un gesto ordenaba a los alguaciles que se retiraran.

Joan vio cómo todas las miradas se dirigían a él, incluida la del almirante, que observaba en silencio. Carraspeó nervioso antes de contestar, pero cuando lo hizo su voz sonó firme y segura. Aquella podía ser su única oportunidad de mejorar su situación.

—Yo le hubiera alcanzado con las culebrinas.

El oficial de tropa y el cómitre rieron a carcajadas.

—¡Qué bobada! —dijo el oficial—. Ni el mejor artillero lo conseguiría. No se puede precisar a esa distancia.

—¿Y entonces por qué la galera monta dos culebrinas y un cañón? —respondió Joan con viveza—. Si no creéis en el tiro lejano, quitad las culebrinas y poned cañones, que son más eficaces a corta distancia.

El oficial miró a Joan ceñudo, no le había hablado a él, sino que miraba al capitán, no esperaba que el galeote respondiera y menos con aquella contundencia. Hubo un silencio incómodo.

—Tenemos las culebrinas para bloquear puertos y asediar ciudades y fortalezas por mar —repuso al final el piloto.

—¡Vaya un necio fanfarrón! —le espetó el oficial Torrent a Joan—. ¿Quién te crees que eres?

—Esta galera fue construida en las atarazanas de Barcelona —contestó el muchacho—. ¿Me equivoco, mi capitán?

—No —repuso Pau de Perelló—. En Barcelona se hizo.

—Pues entonces yo soy quien fabricó esas culebrinas y quien las probó en las laderas de Montjuic.

Esa vez el silencio fue de asombro y los oficiales se miraron unos a otros extrañados. Joan observó al almirante, que continuaba callado; él no parecía sorprendido.

—¿Es eso cierto, muchacho? —inquirió el capitán aún incrédulo.

—Sí, mi capitán.

—¿Y aseguras que tú puedes alcanzar a una fusta en las condiciones de hoy?

—No al primer tiro, mi capitán —contestó Joan con humildad—. Pero tenemos dos culebrinas y durante el tiempo que estuvimos persiguiendo a la fusta hubo varias oportunidades de dispararle. Le hubiera dado al menos una vez.

—Tendrás que probarlo —le dijo Pau de Perelló.

—Con mucho gusto, mi capitán.

—Pero si nos engañas, te desollaremos a latigazos —le amenazó el oficial Torrent.

—Necesitaré verificar la pólvora, balas, el estado de las piezas y coordinarme con los marinos artilleros —repuso Joan sin inmutarse—. También practicar antes.

—De acuerdo —dijo el capitán—. Pero espero, por tu bien, que no te equivoques.

Al día siguiente, Joan pidió a Caries como ayudante para aliviar la pena del chico, y lo único que consiguió fue burlas por parte del cómitre. Todos sabían de su homosexualidad.

Tuvo que lidiar con los marinos a cargo de la artillería, que consideraban ofensivo recibir instrucciones de un galeote y respondían a sus preguntas de mala gana. Pero conocía a la perfección aquellas culebrinas, él las fabricó y probó; eran lo más moderno en artillería. Se hicieron con buen bronce, de una sola pieza y se cargaban por la boca, a diferencia de los modelos antiguos de varias piezas y carga trasera, fabricados en hierro, y que reventaban con frecuencia. Comprobó la correcta rotación de los muñones que apoyaban la pieza de metal en su base de madera, la cureña, y permitían la puntería por elevación. Después pidió al carpintero unas modificaciones para poder girar las piezas unos grados en paralelo a cubierta y asegurar la puntería horizontal.

Pronto los artilleros comprendieron que Joan sabía muy bien lo que hacía y empezaron a colaborar. Genis, el piloto, que parecía simpatizar con Joan, le acompañaba y sus gritos y amenazas hicieron que al fin los marinos obedecieran con la suficiente presteza.

El muchacho se aseguró de que las balas fueran uniformes y del calibre adecuado, verificó la calidad de la pólvora de los distintos barriles, probando su combustión, y pidió que se confeccionaran bolsas de tela fina con el peso de explosivo exacto en cada una. Solo usaría la pólvora de los barriles marcados con los signos de dos fabricantes de Barcelona que conocía.

Se lanzaron al mar barriles vacíos, bien calafateados, con un peso en el fondo y una banderola en la parte superior, y los dejaron flotar a una distancia semejante a la que tenía la fusta berberisca que escapó. Colocar la nave en posición de tiro, siempre de proa, hacia el blanco fue todo un reto para el cómitre, último responsable de la navegación de la galera cuando esta dependía del remo. Las maniobras resultaron agotadoras para los galeotes.

Joan logró alcanzar una aceptable cadencia de tiro, alternando las dos culebrinas. Mientras apuntaba una de ellas, el equipo de la segunda la enfriaba con cubos de agua y procedía al secado con paños. Entonces se introducía la bolsa de pólvora, empujándola por la boca, a continuación estopa para evitar fuga de gases por la holgura entre proyectil y cañón al disparar, y después la bala, que a su vez se cubría con otra capa de estopa. Todo se empujaba hacia el fondo con el atracador, una gran baqueta terminada en una bola de paño. Cuando estaba bien apretado, desde el orificio superior de mecha se agujereaba la bolsa de la pólvora abajo y se rellenaba con más pólvora. Entonces había que apuntar. Joan sabía que en ese momento se lo jugaba todo y que, de fracasar, habría desperdiciado su gran ocasión de librarse del remo. No era fácil en tierra, pero en el mar apuntar con tino tenía una dificultad extraordinaria, ya que tanto la pieza de artillería como el blanco se movían continuamente, lo que explicaba el escepticismo de los oficiales.

Sin embargo, Joan no solo sabía de cañones, sino que se crio en una barca y aunque el vaivén de una galera era distinto a causa de sus dimensiones, intuía a la perfección la cadencia del movimiento y presentía el siguiente bandazo. Conocía el tiempo exacto que mediaba entre aplicar la mecha a la pólvora en el orificio de la parte superior del cañón y la detonación. También cuándo alcanzaba la nave su elevación máxima y mínima en su vaivén. Previamente había apuntado la pieza de acuerdo a la distancia y a la parábola que la gravedad producía en la trayectoria de la bala tal como estudió en el libro italiano y practicó en Montjuic.

Ninguno de los tiros dio en los barriles, pero sí lo suficientemente cerca, en opinión de Joan, para haber alcanzado un blanco más grande como sería una nave. A pesar de ello, cuando terminó el ejercicio los alguaciles fueron a buscarlo, le llevaron a su banco de galeote, y le encadenaron con los grilletes.

—¡No le has dado ni a una! —se burló Garau mientras le sujetaba al banco. Y le dio una palmada en la espalda demasiado fuerte; Joan dio un respingo de dolor, le había golpeado en las heridas de los latigazos.

Jerònim, el buena boya, rio a carcajadas y varios de los galeotes le imitaron. Su momentáneo ascenso no parecía haber gustado ni a los alguaciles ni a sus colegas de remo.

—¿Y no te han dicho nada? —le preguntó Caries—. Casi les das a los barriles.

—No me dijeron nada —repuso Joan, desanimado.

Aquella noche apenas pudo dormir. Estaba ya habituado a la incomodidad de los bancos, al tufo, a las picaduras de los parásitos y el contacto próximo de Caries y Amed. Sin embargo, al dolor de las heridas de los latigazos del día anterior se sumaba un sentimiento de pérdida irreparable. ¿Qué había hecho mal? No dio a ninguno de los blancos, pero estos eran demasiado pequeños.

Los oficiales no podían estar tan ciegos como para perder la ocasión de alcanzar con sus disparos a las galeras sarracenas que trataban de huir, se decía. Pero después pensaba que quizá lo estuvieran.

Prométeme que serás libre
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