Capítulo 70
Cuando los oficiales regresaron a la nave encontraron al alguacil muerto y al buena boya con una herida incisiva en los intestinos. El médico de a bordo movió la cabeza con preocupación, aquella no era una herida limpia como la de un arma blanca y encontró astillas entre las tripas del hombre. Dijo que se infectaría y no se equivocó al pronosticar la muerte de Jerònim.
—Te has metido en este lío por ayudarme —le dijo Caries cuando le volvieron a encadenar al banco—. Hacía mucho que los esperaba, sabía que volverían a por mí, aunque no contaba con tu ayuda. Te lo agradezco. La muerte del alguacil y las heridas de Jerònim son solo mi responsabilidad. Diré que tú quisiste impedirlo, pero no pudiste. Tú debes dar la misma versión. Si dices que golpeaste a Garau, te condenarán a muerte.
La mañana siguiente, después del desayuno, el capitán Perelló hizo justicia. La carroza se convirtió en una sala de juicio donde solo los oficiales estaban presentes. Interrogó a varios galeotes como testigos, uno a uno y por separado. Después a los dos acusados. Joan dijo, tal como le sugirió Caries, que quiso impedir la agresión de este al alguacil y que no pudo. No obstante, también insistió en que el chico no hizo más que defenderse de los sodomitas que trataban de violarlo.
—En mi barco no hay sodomitas —repuso el capitán.
El muchacho supo entonces lo que ya intuía. Al capitán no le importaba la justicia, sino mantener el orden en la galera y reafirmar el respeto a la autoridad. El oficial no ignoraba que, con toda probabilidad, se practicaba la sodomía en la nave, como en tantas otras. Pero prefería cerrar los ojos mientras se siguieran las reglas. Y el almirante Vilamarí, que contemplaba el juicio sentado en su lujosa silla plegable, aparte y sin intervenir aunque observándolo todo, era con toda seguridad quien establecía aquellas reglas.
Poco después los alguaciles llevaron a Caries, Joan y Sang a la crujía, al pie del palo mayor. Al oír los redobles del tambor, la tripulación acudió a cubierta y los galeotes se incorporaron para ser testigos del castigo ejemplar que se iba a impartir. El cómitre leyó la sentencia:
—Trescientos latigazos para el galeote Caries, que después será colgado por el cuello hasta su muerte, por atacar a un alguacil, dándole muerte, y por sedición. Diez latigazos para los galeotes Sang y Joan porque, a pesar de intentarlo, no lograron detenerle.
Caries miró a Joan, sereno.
—Gracias por ayudarme —le dijo—. Son solo diez latigazos, vivirás.
—Lo siento mucho —repuso Joan, apenado—. Es una gran injusticia.
—Ya te dije que no saldría vivo de aquí. —Y le abrazó.
Joan mantuvo el abrazo hasta que los separaron para atarle al palo mayor. Se sorprendió de que no hubiera ni pitos ni rechiflas ni risas. Todos aceptaron el abrazo en silencio. Tanto la chusma como el resto de la tripulación conocían lo ocurrido en realidad y Caries se había ganado su respeto.
—Has sido mi mejor amigo —dijo el chico.
Joan y Sang fueron los primeros en recibir los azotes, mientras Caries se confesaba y recibía la absolución del cura. Cuando le llegó el turno, con una serenidad admirable se plantó delante del mástil donde iba a ser atado y miró a los hombres con aquella sonrisa suya entre provocativa y trágica. Después le desnudaron y le ataron al palo de forma que diera la espalda al verdugo y empezó el castigo.
Caries tenía la piel muy blanca y formas redondeadas, y de no ser por su pelo rapado, de espaldas, se le hubiera podido tomar por una muchacha. Los primeros latigazos hicieron estragos en su fina piel. Pero al contrario de los aullidos que lanzó Sang cuando fue azotado o de los quejidos que se le escaparon a Joan, Caries, fuera de algún suspiro profundo, no dijo nada.
Era su última demostración de dignidad.
El destrozo que el látigo causaba era enorme, la carne se abría como si recibiera cuchilladas y la sangre de la espalda empezó a deslizarse por las piernas formando charcos a sus pies. El silencio era absoluto, solo se oían los trallazos. Joan, de pie en la crujía, a poca distancia del chico, tenía los ojos húmedos y se clavaba las uñas en las palmas de las manos lleno de rabia y pena.
Al poco, Caries quedó colgando de sus ataduras. No volvió a moverse y Joan supuso que estaba inconsciente y a punto de morir desangrado. Ni siquiera había recibido cincuenta latigazos, pero los alguaciles, que se turnaban en el castigo, continuaron golpeando aquel cuerpo inerte hasta alcanzar los trescientos. La carne abierta dejaba ver los huesos de la espalda.
Cuando le desataron, Caries se desplomó encima del charco de su propia sangre y los alguaciles le pusieron una soga al cuello. Obligaron a Joan, a Sang y a un par más de forzados a tirar de la cuerda hasta que el cadáver quedó colgado bien arriba del mástil. Lo mantendrían allí como ejemplo del castigo al galeote que se amotinara; no bastaba la muerte, sus restos serían pasto de las aves marinas y de su propia descomposición.
El cuerpo se balanceaba con el movimiento de la nave y con su bamboleo la sangre iba cayendo sobre la cubierta. Varias gotas de aquella lluvia púrpura alcanzaron a Joan, que rezaba por el alma de su amigo mientras tiraba de la soga que lo izaba; era una impresión horrible y el muchacho, con lágrimas en los ojos, interrumpía su oración para maldecir aquella injusticia.