Capítulo 54

Aunque aún debía pasar varios años trabajando como oficial, Joan ya era todo un maestro metalúrgico gracias a una obra consistente en una culebrina de bronce de dieciocho libras.

—Ojalá se hicieran más iglesias y menos guerras —se lamentaba el viejo Eloi, que compartía con Gabriel la pasión por las campanas.

En el origen del gremio las mayores piezas de fundición eran campanas, ahora escasas en comparación con las piezas de artillería. Por eso al gremio de fundidores se le llamaba «de los cañoneros».

Eloi sentía un especial orgullo por su técnica de aleaciones, se consideraba un alquimista. Y la calidad de la aleación del bronce era fundamental, pues la artillería era poco precisa y a veces causaba más bajas en campo propio, al reventar los cañones, que en el enemigo. Toda la preocupación que el viejo Eloi demostraba por la calidad de la aleación, Joan la sentía por la precisión del tiro.

—¿Para qué sirve un cañón si no da en el blanco? —interrogaba a sus colegas—, ¿para asustar a los contrarios con el estampido?

Le sorprendía la escasa importancia que daban a la precisión los militares, comandados por nobles imbuidos por el ideal caballeresco que consideraba la carga de caballería la forma más digna de lucha. Usaban la artillería para grandes blancos o distancias cortas.

Desde que su padre le enseñó a arrojar la azcona, Joan sabía que para que la lanza llegara lejos había que elevar el tiro, porque caía por su propio peso. Lo mismo ocurría con las piedras. El nunca lanzaba una por si daba en el blanco; la tiraba para que diera. Conociendo su afición, Bartomeu le dejó un libro italiano escrito en latín que trataba sobre el tiro de la artillería. Lo devoró con pasión, copiando los principios básicos en su pequeño libro de aprendiz.

La precisión del tiro se alcanzaba gracias a la elevación del cañón, la alineación con el blanco y la fuerza con la que el proyectil salía disparado. Era semejante a lanzar una azcona o una piedra. La potencia del disparo era fundamental y dependía de la longitud del cañón, el calibre, la cantidad de pólvora, la calidad de esta y el peso del proyectil. Pero lo que Joan veía obvio no lo era para la mayoría de sus colegas, que consideraban la precisión en un tiro a distancia una cuestión de suerte.

Siempre que se probaba un cañón, Joan se ofrecía voluntario. Tiraban en la ladera del monte de Montjuic y la experiencia era peligrosa. Si la fundición tenía algún defecto no detectado a primera vista, el cañón podía reventar matando a los tiradores a pesar de la trinchera en la que se refugiaban una vez encendida la mecha. Cuando la pieza se consideraba segura, Joan ensayaba cantidades de pólvora, elevación y alineación.

—Me estás saliendo más artillero que cañonero —le bromeaba Eloi—. Te preocupa más disparar el cañón que fabricarlo.

—Hay que fabricar piezas precisas —le respondía Joan—. Y solo se pueden hacer buenos cañones cuando antes se sabe tirar bien.

El viejo maestro se rascaba la cabeza y sonreía. Joan era un chico listo.

—Debemos hacer todas las piezas iguales, y no vale con que salgan del mismo molde, las medidas interiores del cañón tienen que ser exactas —insistía Joan—. Además, la pólvora debe ir en saquitos iguales para que siempre se coloque la misma cantidad. Y esta debe ser de calidad uniforme. Solo cuando logremos todo esto se podrán alcanzar blancos distantes.

—Pero ¿tú crees que alcanzar blancos distantes es lo que realmente quieren nuestros clientes? —le cuestionaba Eloi.

—No exigen piezas precisas a distancia porque no creen que se puedan fabricar.

—¿Y para qué vamos a emplear tiempo y dinero en darles algo que no piden? —insistía el viejo maestro.

Esa era una discusión frecuente entre ambos. Entonces el muchacho sacaba pecho y, mirando a Eloi fijamente a los ojos, le respondía:

—Porque somos los mejores cañoneros del mundo.

Entonces el viejo se reía y, dándole una palmada en el hombro, le decía:

—De acuerdo, chico. Será por eso. —Y afirmaba con la cabeza.

Y dedicaba su alquimia al servicio de la causa. Ellos no fabricaban pólvora, lo hacían los especieros, pero el viejo usaba su laboratorio no solo para ensayar aleaciones, sino también para probar la combustión de la pólvora y su fuerza. Estableció que la fórmula de esta debía ser seis partes de salitre, una de carbón y otra de azufre. Y exigían a su proveedor un estricto cumplimiento. Entonces Joan comprobó que para un mejor tiro, el peso de la pólvora debía ser la mitad que el peso de la bala.

—El maestro Eloi va diciendo que eres más artillero que cañonero —le confió preocupado Gabriel un día.

—También podría decir que tú eres más campanero que cañonero —repuso Joan con una sonrisa.

Gabriel obtuvo su maestría con una hermosa campana de aleación de cobre, estaño y plata, que era mucho más quebradiza que la del llamado bronce artillero. De hecho, las campanas se rompían con facilidad al fundirlas y por tanto era un trabajo de mayor mérito. La plata era el único metal capaz de conferir un mejor sonido a la aleación y Gabriel invirtió en su obra maestra lo ahorrado en dos años de trabajo como aprendiz. La campana era relativamente pequeña, pues no podía permitirse costear una mayor, sin embargo, proporcionaba un sonido armonioso que el chico no se cansaba de oír, le llenaba el alma. Los maestros que aprobaron su proyecto se mostraron impresionados con el resultado y Gabriel recibió una cálida felicitación. Fabricaba buenas piezas de artillería, pero su pasión seguían siendo las campanas. Gabriel percibió la suficiencia en el tono de su hermano mayor y después de ponderar su respuesta le dijo:

—Lo que quiere decir el maestro Eloi es que puedes ser un buen artesano fabricando cañones, aunque jamás destacarás en ello. La culebrina con la que obtuviste tu maestría era correcta, pero se trataba de una pieza vulgar, no pusiste tu corazón en ello. Tú hubieras podido hacer una pieza excepcional. Como excepcional era la obra maestra que creaste en la librería.

La mirada de Joan se perdió en el infinito. Su hermano y el maestro acertaban.

—Quizá sea que mi corazón no está en eso —repuso melancólico.

—Añoras los libros, ¿verdad?

—Sí, mucho. Pero tengo buenos motivos para esforzarme en lograr disparos perfectos.

—¿Cuáles?

—Ser buen artillero pagará mi pasaje a Italia.

Ya habían hablado de ello y Gabriel afirmó con la cabeza.

—Entiendo —dijo.

—Anna está en Nápoles. Y sospecho que nuestra madre y hermana se encuentran en algún lugar de Italia que desconozco. Los culpables de nuestra desgracia están en la flota de Bernat de Vilamarí. —Las facciones de Joan eran ahora duras, apretaba las mandíbulas en las pausas—. Gracias a los marinos de las tabernas sigo sus movimientos. Combatió a turcos y venecianos apoyando al reino de Nápoles. Después hizo la guerra contra Génova, libró de corsarios el estrecho de Mesina y ahora parece que está de regreso en Nápoles.

Gabriel miró a su hermano, admirado.

—¿Y de todo eso te enteras en las tabernas?

Joan afirmó con la cabeza.

—Sí, y quiero enrolarme como artillero en la flota de Vilamarí cuando regrese a Barcelona. Allí averiguaré qué hicieron con nuestra familia.

—¡Yo iré contigo! Aprenderé a disparar cañones.

—De acuerdo —repuso Joan.

Pero no lo estaba. Sabía que Gabriel amaba a su madre y hermana tanto como él, pero no odiaba lo suficiente. Era un muchacho pacífico, de buen carácter, y Joan pensó por un tiempo que quería hacerse fraile en Santa Anna. No participaba en las guerras de bandas, era lo único que le quedaba de su familia y no quería que se arriesgara en algo para lo que nunca estaría preparado. Además, Joan no solo anhelaba encontrar a Anna y liberar a su familia. La bruja del Raval le hizo ser consciente de su rabia, pero continuaba sintiéndola.

Escribió: «Quiero venganza. Y es peligrosa; no quiero a Gabriel en ese gremio».

Prométeme que serás libre
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