Capítulo 115
Joan quiso ver a Elisenda y al día siguiente se encaminó junto a su madre, su hermana y Niccoló hacia la granja en que vivía con su marido. Después de pasar gran parte de la noche hablando con ellas aquella mañana andaba silencioso, sumido en sus pensamientos, por el camino bordeado de olivos y que ascendía ligeramente por el valle.
Sentía que su novia de infancia y la madre de esta abandonaron a María a su suerte cuando ellas alcanzaron la libertad. Joan pensó que quizá fue porque María se prostituía en la posada, aunque eso no las justificaba. Aun así, prometió a Tomás, su padrino, que rescataría a su hija. Claro que el buen hombre no debió de creerse la palabra de un mocoso de doce años, aunque eso no le eximía a él de cumplirla. Debía asegurarse de que Elisenda se encontrara bien y darle la oportunidad de regresar a Llafranc si ella así lo quería.
Desde que conoció a Anna y se enamoró de ella se había sentido culpable. Tenía la impresión de haber roto un voto sagrado con Elisenda y nunca se pudo librar del todo de aquel sentimiento de traición que persistía a pesar de las muchas justificaciones que encontraba. Saber que estaba casada y tenía hijos le produjo un gran alivio y deseaba verla no solo por curiosidad, sino para quedar eximido definitivamente de su promesa y sentir su conciencia tranquila.
La de Elisenda era una casa de dos pisos, tenía un aspecto cuidado y estaba flanqueada por unas higueras con los últimos higos mostrándose entre sus hojas verdes y un emparrado de colores ya amarillentos que aún conservaba algunas uvas doradas. Los perros ladraron y de la casa salieron unos chiquillos rubios de unos cinco y tres años que después de mirarlos volvieron a entrar dando voces. A continuación apareció una criada que se puso a llamar a su señora, al tiempo que contenía a los perros. Olía a puchero. Y al pisar el sendero que conducía a la casa, ella apareció en la puerta.
Joan contuvo el aliento. De inmediato reconoció en aquella mujer de vestido rojo las facciones de la Elisenda que él recordaba, su pelo rubio, sus ojos azules, pero mientras la niña le superaba a él en altura y esbeltez, la mujer era más baja y sus formas, redondeadas.
Los miró entre sorprendida e interrogante y de inmediato reconoció a María.
—¡Hola, María! —saludó cariñosa—. ¿Cómo estás?
Pero su mirada regresaba a sus acompañantes; buscaba respuesta a aquellas facciones que se le antojaban familiares sin poderlas identificar plenamente.
—¿No los conoces? —preguntó María.
—¡Son Eulalia, Joan y Gabriel! —gritó al fin Elisenda estallando en exclamaciones de felicidad.
De nuevo aclararon que Niccoló no era Gabriel, lo que no disminuyó su entusiasmo, y los hizo pasar a la casa invitándoles a vino, almendras, higos y pan dulce. En unos minutos se pusieron al corriente de los sucesos de los últimos años y Elisenda mostró su alegría al saber que su amiga y sus hijos eran libres y que todos iban a Roma con Joan. De cuando en cuando la mirada de Elisenda se enredaba con la de él, se observaban. Joan tuvo que darle la noticia de la muerte de su padre y, aunque quiso suavizarlo y evitó decirle que se suicidó desesperado por su pérdida, la expresión risueña de Elisenda se truncó en lágrimas. Joan rebuscó en su bolsa para sacar dos hermosos pedazos de coral rojo. Los recordaba bien, eran los mejores entre los que encontró cavando en la casa de Tomás. Se los dio a Elisenda, que le miró extrañada.
—Eran de tu padre —le dijo—. Y ahora son tuyos. No sabes cuánto te llegó a querer.
Ella los tomó y las lágrimas regresaron mientras los besaba. Después se levantó para abrazar a Joan y lo mantuvo un buen rato contra su pecho.
—¿Eres feliz aquí? —quiso saber él cuando se serenó—. ¿Quieres regresar con tus hijos a Llafranc?
Ella le miró extrañada antes de responder.
—¿Y qué íbamos a hacer allí? Mi vida está en esta granja, con mi marido.
Joan inquirió por el esposo, quería tener la seguridad de que su novia de la infancia recibía un buen trato. Pero las respuestas ambiguas de la mujer le preocuparon y conforme hablaban sintió que su sospecha se confirmaba. Notó la rabia crecer en su pecho; había prometido a Tomás cuidar de su hija y el desgraciado de su marido la maltrataba. Como el posadero a su hermana. Aquella sería su única oportunidad para enseñarle a aquel hombre a respetar a su esposa.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó intentando disimular sus intenciones con una sonrisa.
—¿Por qué quieres saberlo? —inquirió Elisenda, extrañada por la expresión grave de Joan.
—Estamos en su casa, bebemos su vino y comemos su pan. No podemos irnos sin saludarle.
Ella dijo que se encontraba trabajando en el campo y accedió a acompañarlos para que lo conocieran. En el trayecto Joan iba pensando en cómo escarmentar a aquel individuo para que aprendiera la lección. Al fin llegaron a unos viñedos donde un grupo de personas trabajaban en la vendimia, recogiendo uva negra, la última de la temporada, y Elisenda llamó a su esposo.
Cuando el hombre se acercó, Joan vio a casi un anciano que andaba algo encorvado, con unos ojos azules claros que destacaban en su tez curtida por el sol y marcada por unas arrugas. El hombre se mostró afable, los saludó cordial y los invitó a sentarse en unos muretes de piedra que hacían de lindero ofreciéndoles unas uvas. Durante la conversación Elisenda le increpó varias veces, sin importarle la presencia de los visitantes, sobre los trabajos pendientes en la casa, la forma en que iba vestido y le reprochó que aquel día se entretuviera demasiado en la cama. El marido escuchaba paciente y de cuando en cuando miraba avergonzado a sus invitados. Al despedirse, Joan le dio un gran abrazo.
—Ánimo —le susurró para que solo él lo oyera—. Es una mujer con carácter, pero tiene buen fondo y merece la pena. Os deseo lo mejor en la vida.
Al regresar, Joan y Elisenda andaban juntos con los demás siguiéndolos. Sus manos llegaron a tocarse, era intencionado, y él sintió la tentación de cogerla como cuando eran niños. Pero se contuvo.
—Veo que te ha caído muy bien mi marido —dijo ella.
—Parece un buen hombre —repuso él—. Te felicito por la elección.
Ella hizo un gesto dubitativo que quería rebajar el elogio. Joan pensó que Elisenda tenía mucho carácter, tal vez demasiado y se preguntaba cómo hubiera sido su matrimonio. Quizá, al final, tuviera algo que agradecerle a Vilamarí.
Al llegar a la casa, Elisenda insistió en que se quedaran a comer. Aprovechando un momento en que los adultos se entretenían con los niños y las criadas preparaban la comida en la cocina, cogió a Joan de la mano y tirando de él lo llevó a un pajar cercano a la casa.
—Te he esperado media vida —dijo ella—. Pero has llegado tarde.
—Lo siento. Ha sido el destino.
—¡Me quedé con tantos besos que eran para ti! —continuó Elisenda. Tenía lágrimas en sus ojos—. Aún los guardo, los tuyos no se los di a nadie.
Él la abrazó, ella buscó sus labios y se unieron en un cálido beso. Después llegaron las caricias y Joan se decía que no debía corresponderle, que su amor era para Anna. Pero la pasión le inflamaba y quiso olvidar con Elisenda el dolor del rechazo de su amada. Al despojarse ella del vestido, él contempló impresionado un hermoso cuerpo, redondeado, rotundo, de mujer de veintitrés años, sin poder relacionarlo con el de la niña que recordaba. Por la desenvoltura que ella mostraba supuso que no era la primera vez que se ofrecía a un hombre que no era su marido. Pero se dijo que aquel no era asunto de su incumbencia.
Se amaron con un deseo frenético y al terminar quedaron unidos unos instantes. Él, aturdido aún por la pasión, le dijo:
—Me tengo que ir, me están esperando.
—Más te he esperado yo —repuso Elisenda.
Y, sin importarle los visitantes o las criadas, le mantuvo un buen rato entre sus brazos. Joan gozó intensamente del abrazo.