Capítulo 46
Felip y Joan se cruzaron a la entrada de la librería y se retaron con la mirada. Ambos cargaban los hatillos con sus pertenencias; uno salía y otro entraba. Joan iba preparado, si el matón trataba de golpearle le daría su merecido, no le tenía miedo. Pero no lo hizo, y al terminar el duelo de miradas Joan esbozó una sonrisa de triunfo y Felip le escupió a los pies.
—Os acordaréis de esto —amenazó—. Los Corró pagarán por ello, y tú también, remensa.
—¡Vete al diablo, ladrón embustero! —le espetó Joan—. Ojalá el alguacil te arranque la piel a latigazos.
El librero reunió a todos en el taller antes del desayuno y les dijo que la inocencia de Joan estaba probada, que Felip era el ladrón y que falsificó las pruebas contra su compañero. A Felip le echó en cara, frente a los demás, su indignidad y le dijo que quedaba expulsado no solo de su casa, sino de la cofradía. Que se fuera de inmediato y que no quería verle más.
El matón respondió desafiante pero sin negar su culpa. Dijo que se alegraba de alejarse de aquel lugar asqueroso y de aquella repugnante familia que protegía a los moros.
El primer abrazo que Joan recibió fue el del ama. Y comprendió el cariño que le tenía a aquella mujer maternal. Con lágrimas de gozo, ella le dijo que siempre le creyó inocente y que se alegraba infinito de que la verdad triunfara. Después vinieron los abrazos de los aprendices, el más efusivo fue Lluís, que fingió la misma sorpresa que sus compañeros, y le siguieron el maestro y el oficial. Todos parecían contentos con el regreso de Joan y aliviados con la marcha del matón.
Aunque lo mejor fue el encuentro con su maestro en el scriptorium. Amaba a aquel viejo y él le correspondía. ¡Había añorado tanto la deliciosa rutina de copiar libros! Y aún más las conversaciones en distintas lenguas con el granadino, e ir recogiendo de ellas pequeños retazos del saber que este acumuló en sus años y en sus viajes. Se dieron un abrazo.
Allí subió a verlos el amo.
—Joan —le dijo—, he pensado en cómo compensarte por lo que has sufrido estos días.
—No fue vuestra culpa.
—No fue mi culpa, pero tú demostraste gran honradez y entereza.
El chico calló a la espera de las palabras de mosén Corró; pensaba que si supiera de su visita a la bruja, quizá tuviera otra opinión.
—Por ello y por tus habilidades he decidido darte permiso para presentar tu proyecto de obra maestra a la cofradía.
—¿De verdad? —Joan dio un salto de alegría—. ¡He trabajado en los bocetos de un libro muy hermoso! ¡Puedo presentarlos en una semana!
—No es cuestión de prisas, sino de calidad —le recordó Abdalá—. Se trata de la obra maestra.
—Pero ¿qué ocurre con Lluís y Jaume? Ellos llevan más tiempo.
—No todo el mundo progresa igual —repuso el amo—. Pero en el caso de Lluís, también tiene mi permiso para preparar su proyecto.
Joan sonrió feliz, sin embargo, tenía algo pendiente.
—¿Y ya puedo aprender a leer? —preguntó ilusionado.
—No, aún no —repuso el amo con firmeza.
El aprendiz calló decepcionado e intercambió una mirada con Abdalá. Se sentía mal con el engaño.
—Algún día entenderás por qué —añadió mosén Corró.
Los días siguientes hubieran sido felices para Joan de no sentir el dolor de la ausencia de Anna. Aunque continuaba copiando, el chico se concentraba en el diseño de su obra maestra.
—Las obras maestras nacen en la mente y antes de hacerse realidad se fraguan en nuestra imaginación —le dijo Abdalá—. Debes gestar tu obra en tu interior, cuanto más creas en ella, cuanto más bella la imagines, mejor será cuando la construyas.
Joan pensó en aquello. Al final anotó en su libro: «Las obras maestras existen antes en la mente».
Mostraba sus bocetos a los de la librería, a los frailes, a Bartomeu, a Gabriel y hasta a Eloi, el maestro metalúrgico. Recogía ideas y sugerencias y su dedicación a la obra le hacía olvidar, aunque fuera por un corto tiempo, el dolor por su amada.
Aún visitaba las tabernas del puerto, pero menos. Parecía que la obra maestra le distraía de su obligación con su familia, aunque no le quedaba más remedio que esperar el regreso de la flota de Vilamarí.
Y al fin llegó el día de la presentación del proyecto en la cofradía de la Trinitat. Joan se valió de sus bocetos y pronto comprendió que muy pocos aprendices aportaban documentación y ninguno tan precisa. Los demás solo explicaban la idea y un notario dejaba constancia escrita del proyecto y de la resolución del consejo. A los maestros les gustó la idea de aquel libro de ochenta hojas de buen papel en blanco, encuadernado en cuero de cabrito con nervios en el lomo y cuya portada mostraría repujada una crucifixión con incrustaciones de pan de oro. Era un proyecto magnífico y fue aprobado. Ahora solo le quedaba confeccionar un libro que no defraudara expectativas.
Costeó con cuidado el valor de cada elemento, pues él pagaba los materiales. El presupuesto quedó en diecinueve sueldos y seis dineros, un poco menos de una libra, y para pagarlo decidió vender una de las piezas de coral rojo que guardaba de su padre.
Un buen hilo le ayudó a atar bien los pliegos de un papel color marfil que cortó a su tamaño exacto. Para el cuero repujado de la cubierta decidió usar la técnica del golpe seco y para ello necesitaba una crucifixión en madera tallada sobre la que moldear el cuero. En la librería había un par de libros con láminas ilustradas con crucifixiones, pero a Joan no le servía con copiar una. Recorrió las iglesias de Barcelona tomando notas y al final hizo su propio dibujo. Remarcaba los trazos principales, puesto que el estampado del cuero no permitía distinguir líneas sutiles. Una vez obtuvo un buen dibujo, buscó un pedazo de tabla de nogal de calidad y estudió con cuidado las vetas de la madera. En ella esculpió en bajorrelieve la crucifixión según su boceto. Tenía buenas herramientas y recordaba cuando con apenas un cuchillo y poco más había grabado la pesca de la ballena en la barca de su padre. Una vez tuvo la piel adecuada, estampó en ella su crucifixión y la decoró con cenefas de pan de oro que se continuaban en el lomo y la contracubierta.
Joan terminó su obra maestra unos días antes de Navidad y el amo le consiguió una cita para presentarla el día 27 de diciembre. El resultado despertó la admiración de todos, incluidos Bartomeu y el suprior.
—Serás muy bueno en el oficio —le vaticinó mosén Corró.
—Me encanta encuadernar —repuso Joan—. Pero lo que de verdad quiero es tratar con libros escritos. Y para ello tengo que aprender a leer.
—¡No seas impaciente! —le espetó el librero—. Ya te llegará el momento.
Todos en el taller se sentían orgullosos del trabajo del chico y nadie dudaba de que el comité lo aprobaría. A su amigo Lluís le faltaba aún para terminar su propia obra, pero no mostraba envidia y ayudó a Joan en lo que pudo. Era una obra del taller Corró y todos los componentes de este se honraban con la calidad del libro. El amo decidió exponerlo en lugar relevante en la librería para que todos lo pudieran ver desde la calle.
Joan no se cansaba de mirar su obra maestra. Ocupaba el lugar de aquel maravilloso libro que le deslumbró a su llegada a Barcelona.
En la comida de Navidad en casa de los Corró se brindó por el nuevo maestro, pues nadie dudaba de que Joan lo fuera en un par de días. Aunque, a efectos prácticos, antes de ejercer como maestro debía pasar varios años como oficial, el título obtenido era definitivo. Cuando en la tarde fue a buscar a su hermano para celebrar juntos el día, los metalúrgicos también le felicitaron; todos sabían de la calidad de su obra.
No había noticias de Felip. Mosén Corró lo denunció al alguacil de la ciudad el mismo día que le expulsó y no se supo más de él. Quizá estuviera encarcelado, aunque aún no había juicio. Pero a nadie le preocupaba el destino del matón.
La emoción casi le impidió dormir a Joan la noche del 26 de diciembre; aún no había cumplido los diecisiete años y recibiría el título de maestro encuadernador. Aquello era muy extraordinario. El día siguiente vestiría su mejor jubón y llevaría orgulloso su obra maestra a la iglesia de la Trinitat.
Pero aquel momento nunca llegó.