Capítulo 1

Llafranc, finales de verano, 1484

Joan estaba tumbado sobre la hierba de la ladera del monte contemplando un amanecer brillante. Ignoraba que aquel sería el último día de su infancia.

—Fíjate —le dijo su padre, al tiempo que señalaba algo en dirección al mar.

Y el chiquillo miró a los pájaros blancos que, graznando, se elevaban por encima de las rocas, con las alas extendidas, sin apenas moverlas.

—¿Las gaviotas?

—No, pon atención.

Joan no comprendía y observó a su padre. Estudió su expresión, su nariz recta y poderosa, sus pobladas cejas, su barba y pelo castaños, y después sus ojos felinos color miel clara perdidos en la lejanía. Le recordaba a un león, era el hombre más inteligente, el más fuerte de la aldea. Trataba de adivinar qué miraba y al no lograrlo aguzó sus sentidos.

Las olas murmuraban al pie del acantilado y los pinos que los cobijaban desprendían aroma a resina. Contempló la línea del horizonte, las nubecillas por encima del mar y la espuma de las olas que la brisa levantaba. No vio nada extraordinario y se giró interrogante hacia su padre.

—Mira las nubes —le dijo.

El niño contempló aquellos volúmenes, con aspecto de lana sin hilar, que, pese a esconder algún tono gris en sus vientres, mostraban un blanco deslumbrante.

—Fíjate bien, Joan —insistió Ramón.

Y él miraba a los cuerpos redondeados que cambiaban con perezosa lentitud, en el cielo, sin saber a qué se refería.

—¿No los ves?

—¿A quiénes?

—A los seres del cielo.

Joan no quiso preguntar más y se mantuvo en silencio.

—Fíjate. ¿No los ves?

—No.

—¿No ves ese caballo que levanta las patas para saltar? —Y apuntó con el dedo.

El chico miró aquellas formas de luz, buscando al animal.

—Observa —insistió el padre.

Y de pronto vio la crin, las orejas, el hocico y la boca entreabierta de un fantástico ser hecho de nubes, que alzaba sus patas. Se movía lentamente, tensados los músculos.

—¡Lo veo! —gritó Joan, a la vez que señalaba—. ¡Es cierto, es un caballo!

—¿Y un gran pez a su lado? —inquirió el hombre.

—¡Sí que lo veo! —repuso. Se mantuvo silencioso unos momentos contemplando aquel escenario increíble para exclamar después—: ¡Y más allá un gigante, y allí un perro!

Las nubes se desplazaban lentas pero incansables, mientras sus contornos variaban tomando nuevas formas.

Ramón Serra miró a su hijo sonriente, era un niño de doce años, vivaz, que había heredado de él la nariz recta, el mentón fuerte y el pelo castaño, y de su madre los grandes ojos oscuros de mirada observadora. Descubría el mundo con entusiasmo agradecido y él gozaba mostrándoselo. Joan apuntaba a las nubes con el dedo, absorto, describiéndole aquellas fascinantes criaturas, y el hombre le acarició la cabeza con amor, satisfecho.

Mientras le escuchaba, sus ojos recorrían el paisaje. Abajo, al pie del monte, empequeñecida por la distancia, estaba su aldea, con poco más de una docena de casas blancas aún dormidas que se agrupaban como queriendo protegerse entre ellas. Era domingo. Al frente se abría la playa y después la amplia cala de Llafranc, donde el azul de las aguas transparentes se combinaba con el color crema de la arena, el blanco de la espuma, el gris de las rocas y el verde de los pinos. Varadas en la playa se encontraban las cuatro barcas del caserío, todas de dos remos, menos la suya, la Gaviota, con ocho. La nave tenía grabada en una tabla de proa una escena donde Ramón alzaba su arpón para pescar una ballena. Era obra del pequeño Joan, que sorprendía a todos con su habilidad tallando la madera. Se sentía orgulloso de su hijo y de la barca.

De repente alzó la vista hacia la vasta extensión del mar y vio una nave que se acercaba desde el sur. Se levantó frunciendo el ceño e hizo visera con la mano izquierda en un esfuerzo por distinguirla bien.

—¡Una galera! —exclamó, y el grito alertó al niño—. Vamos corriendo a la aldea, Joan, hay que avisarlos.

—¿Son malos?

Ramón le miró con ternura y poniendo una mano en su hombro le dijo:

—Cuando en el bosque veas venir una fiera, no esperes a saber si es perro o lobo. Prepárate para correr o luchar. ¡Vamos!

Se lanzó camino abajo por el escarpado sendero con Joan detrás siguiéndole como podía, pero antes de llegar a la aldea oyeron un campaneo insistente.

—¡El ermitaño también la ha visto! —gritó el padre.

En la cumbre del monte, con una extraordinaria panorámica sobre el mar, se alzaba una torre vigía, que a la vez era de defensa y a cuyo pie estaba la capilla del santo patrón de la aldea, san Sebastián. Allí vivía un ermitaño que, además de oficiar servicios religiosos, oteaba el horizonte para alertar a los aldeanos de amenazas piratas.

Nunca antes había oído el niño la campana tocando a rebato y por primera vez aquel día sintió miedo.

Los aldeanos estaban en la calle en una confusión de llantos de niños y voces de los mayores que trataban de cargar sus bienes más preciados. Sobreponiéndose al jadeo, Ramón alzó los brazos:

—¡Es una galera! —Todos callaron para escucharle—. Viene del sur, navega a favor del viento, pero en lugar de ir solo a vela, hace remar a los galeotes a boga viva.

—¡Va de caza! —exclamó Tomás, el segundo de a bordo de la Gaviota.

—Sí, y no hay otra nave a la vista —continuó el padre de Joan.

—¡Viene a por nosotros! —exclamó Daniel, otro de los pescadores.

—Es muy posible —concluyó Ramón—. Escuchad, haremos según lo hablado. Hay que poner a salvo a las mujeres y a los niños arriba en la torre de San Sebastián. ¡Olvidaos de cargar bultos! ¡Tomad las armas!

Joan contemplaba a su padre admirado; no solo le obedecían los de su barca, sino todos en la aldea. Era alto, no tanto como su amigo Tomás, pero más fornido y sabía qué hacer en cualquier circunstancia. El chico vio a su madre, Eulalia, con expresión angustiada en la puerta de su casa, abrazando contra sus pechos abundantes por la lactancia a Isabel, de pocos meses, que lloraba desconsolada. A su lado estaba María, su hermana, dos años mayor que él, y Gabriel, su hermano de diez. Ambos heredaron los ojos color miel clara del padre, que ahora abrían asustados.

Ramón se acercó a ellos para acariciar la cabeza del más pequeño y después besó la mejilla de su esposa.

—No te preocupes, todo irá bien —le dijo mirándola a los ojos con una sonrisa.

Eulalia suspiró aliviada y trató de sonreír mientras él la abrazaba junto al bebé.

—Pero hay que darse prisa —insistió Ramón antes de entrar en la casa.

—¡Vamos, rápido! —gritó la madre—. ¡Joan, cuida de Gabriel!

Y seguida de María emprendió, junto al resto de las mujeres, niños y un par de abuelos armados de arcos y flechas, el camino a la torre de defensa cuya campana continuaba tañendo con una insistencia perentoria. Joan comprendió que realmente la galera venía a por ellos y cogió a Gabriel de la mano, pero a los pocos pasos le dijo:

—Ve con mamá y María, ahora te alcanzo.

Cuando llegó a su casa vio a su padre, que salía armado con cota de malla y casco de hierro; llevaba la ballesta colgada a la espalda, junto a los dardos, y en su cinto una espada. Joan admiró su porte y el poderoso brazo con que sujetaba la azcona, su lanza corta arrojadiza. Les darían su merecido a los piratas y se dijo que él no iría con las mujeres, sino con su padre al combate, aunque fuera para verle de lejos.

—¡Joan, ve con tu madre y Gabriel! —le gritó.

—¡Ahora voy, papá! —Y se precipitó al interior de la casa en busca de su lanza, una versión a tamaño reducido de la pesada azcona.

Al salir vio que los hombres se dirigían al monte, capitaneados por su padre, protegiendo la retaguardia del grupo.

«Del mar nos viene la vida, del mar nos llega la muerte», había oído decir muchas veces a Ramón. Y ese día el mar se mostraba llano y manso, con aquellas nubes aún en el cielo, mientras el sol, elevándose por encima del monte, iluminaba a intervalos las rocas de la parte suroeste de la cala. Pero Joan no reparó en aquella belleza, sino en la gran nave, amenazante, erizada de remos, que surgía tras las rocas precisamente de aquel lugar. Y de pronto, a pesar de la distancia, la brisa le trajo su tufo repugnante, mezcla de sudores, orines y excrementos. Corrió para alcanzar a los hombres sintiendo asco y temor.

—¡Es una galera de las grandes, con tres cañones! —gritó Tomás—. Y luce gallardetes verdes. ¡Son piratas sarracenos!

—Nos haremos fuertes en las rocas que hay a la derecha del camino, pasado el gran pinar —les recordó Ramón—. Si nos parapetamos bien, los detendremos con las flechas y las lanzas. Hay que darles tiempo a las mujeres para que lleguen a la cima del monte.

—Ojalá se contenten con saquear el pueblo y nos dejen en paz —dijo uno.

—No se detendrán a menos que los paremos —repuso Ramón—. No les bastará la comida que guardamos para el invierno y los enseres de las casas. Quieren esclavas para vender y galeotes para que remen, ese es el botín.

Joan alcanzaba ya a los demás cuando vio cómo la nauseabunda galera viraba para entrar en la pequeña bahía, con sus remos golpeando con fuerza, los cañones amenazantes, y a los piratas amontonándose en proa, sedientos de sangre, gritando y blandiendo sus armas. Los tenían encima. La seguridad que le daba su pequeña lanza se esfumó al instante y corrió para alcanzar a su hermano Gabriel, era su responsabilidad. En seguida rebasó a los más rezagados: aquellos que intentaban cargar con sus bienes en fardos improvisados, o tiraban de animales —un cerdo, un cabrito, un asno— dificultando el paso. Pensaban que un invierno de hambre era peor que los piratas.

Al llegar junto a su madre, que con el bebé en brazos y sus dos hermanos avanzaba jadeante por la cuesta, tomó a Gabriel de la mano. Fue entonces cuando oyó el griterío del desembarco pirata.

Habían rebasado el primer gran pinar y llegaban a las rocas donde Ramón dijo que se harían fuertes cuando de pronto apareció un grupo de hombres cortándoles el paso. Los amenazaban con ballestas y lanzas.

—¡Los sarracenos! —chilló una mujer. Los aldeanos se detuvieron y algunos empezaron a retroceder empujando a los demás.

—¡Abrid paso! —Ramón avanzaba apartando a la gente seguido de los hombres armados—. ¡Es una emboscada! ¡Nos esperaban!

Joan comprendió que la situación era desesperada. Aquellos piratas les impedían subir a San Sebastián y los que corrían por la playa pronto caerían sobre ellos. Miró a su madre, que jadeante y angustiada sostenía contra su pecho a su hermanita Isabel, desconsolada en llanto, y a su hermana María, que sollozaba agarrada a su falda. Gabriel, encogido de miedo, se aferraba a su mano. Luego observó a su padre con la esperanza de que él encontrara la forma de protegerlos. Le vio dudar, y cómo su mirada iba a su esposa e hijas para detenerse después en los grandes ojos de Gabriel, que le miraba asustado. Tuvo el tiempo justo para sonreírles y acariciar la cabeza a Joan, que estaba a su lado. Fue solo un instante, pero eterno para el niño. Sintió su amor al tiempo que comprendía que su padre había tomado una decisión.

—Hay que entretenerlos —les dijo a los hombres. Y mirando a su esposa gritó—: ¡Continúa hasta San Sebastián, salvaos!

Después, blandiendo su azcona y seguido por los aldeanos, Ramón se lanzó contra los sarracenos, mientras las mujeres y los ancianos arrastraban a los niños monte arriba, hacia la torre de defensa.

Prométeme que serás libre
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