Capítulo 81
Joan se dirigió a la calle de los libreros, cercana a la catedral. En la tercera librería, el librero le miró extrañado y le dijo con cierta hostilidad:
—¿Es que creéis que porque nuestros reyes sean aragoneses, vamos a tener libros italianos traducidos al catalán? Aquí entendemos el Orlando enamorado bastante bien aunque esté escrito en florentino. ¡Qué petición tan ridícula! Si no lo hemos traducido al napolitano, ¿cómo vamos a tenerlo en catalán?
Joan dio las gracias y se disponía a salir cuando el hombre añadió:
—Además, los reyes aragoneses no durarán. Dentro de poco serán franceses. Venid dentro de un año y lo tendré en francés.
Y rio a carcajadas.
Joan siguió su ruta por las librerías, que, a semejanza de lo que ocurría en Barcelona, parecían tener mayor actividad en la venta de libros en blanco que escritos o impresos. Todas tenían taller de encuadernación y Joan aspiraba el olor del papel, del cuero y de la tinta con deleite, rememorando los años junto a su maestro Abdalá en la casa de los Corró.
Recibía una negativa tras otra y cuando regresó a la Santa Eulalia para el almuerzo se sentía desanimado. Continuó su búsqueda por la tarde y al preguntar en una librería de un tamaño mayor al habitual, situada en la calle del Doumo, le atendió una mujer de unos cuarenta años, redondeada, de ojos claros y con bucles rubios que se escapaban de la toca con la que se cubría. Sonrió picara al oír la extraña petición de Joan y llamó al que debía de ser el propietario.
El hombre tenía ojos castaños, pero el mismo aspecto orondo y agradable que su mujer y al entrar en la tienda se apresuró a cubrir su calva con un gran gorro.
Escuchó con atención la inusual petición de Joan, sonrió irónico, hizo un gesto teatral y se puso a declamar:
—«Averiguar quién es la dama quiero, responde el mago, y qué designio tiene»; «Angélica es su nombre verdadero, dice el demonio: a destruiros viene».
Joan reconoció de inmediato los versos de Orlando enamorado.
—¡Sois vos! —exclamó Joan emocionado—. ¡Vos sois el librero!
El hombre le hizo pasar a un despacho en la trastienda, situado antes de la entrada de lo que parecían unos grandes talleres. Estaba amueblado con una mesa y dos sillas y a excepción de una ventana, cubierta por un visillo que filtraba la luz, todas las paredes estaban revestidas de anaqueles llenos de libros.
—Antonello de Errico, para serviros —se presentó el hombre con una pequeña reverencia.
—Joan Serra de Llafranc —dijo el muchacho devolviéndole el gesto cortés.
—Supe quién erais desde el momento en que oí vuestro acento y escuché vuestra pregunta —dijo con una sonrisa—. Mosén Bartomeu Sastre me envió una carta y dinero alertándome de vuestra llegada. En ella dice que enviaba otra a la galera, pero que dudaba que alcanzara a la Santa Eulalia antes de que me encontrarais.
—¡Bendito sea! —exclamó Joan, aliviado—. ¿Dónde está ella?
Antonello rio alegre:
—¡Ah, el amor impaciente! —repuso con tranquilidad—. Orlando enamorado, me temo que os tendréis que contener. Vuestra Angélica es una dama casada.
—¡Lo sé!
—Su marido es buen cliente, no estaría bien que yo le traicionara.
Joan se sobresaltó al tiempo que notaba, angustiado, que un sudor frío le invadía en pleno agosto. ¡Había recorrido un camino tan largo hasta llegar allí! ¿Y si ese hombre se negaba a decirle dónde encontrar a Anna? Por un momento pensó en abalanzarse sobre él y obligarle a hablar a punta de daga. Pero se dijo que ese sería su último recurso y entonces recordó el encargo del almirante.
—¡Yo puedo ser mejor cliente! —exclamó—. ¡Os compraré muchos libros!
Antonello volvió a reír.
—Está bien, hablemos de negocios.
El hombre tenía una gran selección de volúmenes tanto manuscritos como impresos, algunos editados por él mismo, ya que, aparte del taller de encuadernación, poseía una imprenta. Entre los libros almacenados tenía, para sorpresa de Joan, un ejemplar impreso de la edición de 1492 de Tirant lo Blanc, pero no el segundo libro de Orlando enamorado. Aunque le dijo que en unas horas lo tendría en la tienda, ya que sabía de un colega que almacenaba ejemplares. Joan encargó otros cuatro libros, interesado más en que el pedido fuera lo suficientemente goloso para el librero que en la calidad de los textos. Este hizo sus cuentas y dijo:
—Son veinticinco ducados.
Con excepción del Orlando, Joan había revisado con cuidado los libros. Eran impresos, lo que los hacía mucho más baratos, aunque tenían una excelente encuadernación de cuero que les daría larga vida. Calculó que veinticinco ducados napolitanos representaban veintiséis libras barcelonesas y cinco sueldos. Aún recordaba los precios de cuando él fabricaba libros, le parecía que el librero pedía mucho, pero tampoco quería regatearle demasiado. Deseaba mantenerle contento.
—Que sean veintitrés.
—No os conviene bajar —repuso el napolitano sin perder la sonrisa—. El almirante querrá también reducir el precio y al final se puede estropear el negocio. Veinticuatro y me planto ahí.
—De acuerdo, pero decidme dónde vive Anna.
—Ahora es la signora Anna di Lucca —repuso el hombre.
—¡Anna di Lucca!
—Vive en un palacio dos esquinas más arriba en esta calle. —El librero compuso una expresión compungida—. Pero en agosto il signore Lucca abandona la ciudad para veranear en la isla de Ischia. Lo siento: ella no volverá a Nápoles hasta septiembre.
Todo el júbilo que Joan sentía al hallar al librero se esfumó de repente junto a la esperanza de ver a Anna. ¡No regresaba hasta septiembre! Solo Dios sabía dónde se encontraría la flota entonces. Joan buscó apoyo en uno de los estantes de libros, estaba aturdido como si le hubieran golpeado, era una tremenda desilusión.
—Salimos pasado mañana hacia Roma —dijo a media voz—. Y no sé cuándo regresaremos.
—Le puedo dejar una nota vuestra —se ofreció Antonello.
Al llegar a la galera, Joan trató de ver la isla de Ischia. Recordaba que el piloto se la mostró al entrar en la bahía, pero no se divisaba desde el puerto de Nápoles. Después fue a informar al almirante de los libros que pensaba comprar y este estuvo de acuerdo con el lote, aunque no con el precio.
—Dale veintidós ducados —dijo con una sonrisa maliciosa—. Si no acepta, no se compran los libros.
De regreso a la librería, Joan le dijo a Antonello el precio al que el almirante quería comprar. El librero rio.
—Lo sabía. Ya os lo dije; los nobles son así —explicó—. No se rebajan a regatear, aunque reducen el precio y tú lo tomas o dejas. Pero como gano, lo tomo.
Joan se encogió de hombros. Le habían dejado de interesar la librería, los libros y Antonello; nada de aquello le importaba. Su pensamiento estaba en Anna.
El librero le hizo un recibo especificando los libros que le vendía y le cobró los veintidós ducados. Después le dijo:
—El diez por ciento de esto es tuyo. —Joan notó que de pronto el napolitano había pasado a tutearle. Y puso en su lado de la mesa dos ducados y varias monedas.
—Ese es dinero del almirante, no puedo aceptarlo —dijo Joan sorprendido.
El hombre sonrió.
—Tienes mucho que aprender. Yo acostumbro a darle esa comisión a quienes me venden libros. Y esos libros los vendiste tú. Esto funciona así y vas a necesitar dinero. En especial si quieres cortejar a la signora Lucca.
Joan se quedó mirando las monedas. El librero tenía razón; necesitaba dinero. Todos los tripulantes de la nave cobraban sus soldadas con excepción de los galeotes forzados. Él era aún legalmente un forzado, no recibía nada y el dinero enviado por Bartomeu daba solo para lo más preciso.
—No puedo cogerlo —insistió Joan.
—Tómalo de todas formas, lo consultas con la almohada y si no lo quieres, mañana se lo das al almirante —repuso Antonello—. No me puedo quedar con él porque es tuyo y porque espero que me vendas más libros. Este negocio tiene sus normas y yo las cumplo.
Joan quedó en silencio, se sentía confuso.
—Además, ¿de dónde ha sacado el almirante el dinero con que compra los libros? —insistió el librero—. ¿Es realmente suyo?
Joan lo sabía demasiado bien, aquel dinero provenía de la venta de esclavos. Cogió las monedas y las puso en su bolsa. El napolitano sonrió.
—El almirante sabe muy bien que te llevas una comisión. Estoy seguro —le dijo Antonello al despedirse—. Y lo consiente. Es la forma que tienen de pagar fidelidades.
Joan entregó los libros y el recibo al almirante. En la faz de Vilamarí apareció una breve sonrisa parecida a la que mostró cuando hablaron de los precios de los libros. El muchacho creyó ver malicia en ella.
En la noche se sentía agotado pero no podía dormir. Daba vueltas en el camastro pensando en Anna y la imposibilidad de verla estando tan cerca. Sentía rabia y pena.
También recordaba las palabras del librero: «Vas a necesitar dinero si quieres cortejar a la signora Lucca». Hasta el momento no había pensado en ello. Quería encontrar a Anna porque la amaba con locura y se creía correspondido. La haría su esposa si ella lo aceptaba. Pero no había pensado en los aspectos materiales del asunto. Ella vivía con un hombre rico que le daba de todo. ¿Qué podía ofrecerle él? Nada. Tenía solo el dinero necesario para comprar un jubón nuevo y presentarse a ella con elegancia. Si Anna cometiera un acto de locura y huyera con él, no tendrían ni siquiera para comer.
El dinero de la bolsa le quemaba. Veintidós ducados costaban los libros. Cuarenta era el precio de un esclavo. A su madre debieron de venderla quizá por menos de eso, y él ahora tenía en su bolsa parte de ese dinero. Era dinero sucio, obtenido del sufrimiento de inocentes. Ni siquiera debería devolverlo al almirante, debería arrojarlo por la borda.
Después se decía que precisaba de aquel dinero. Sin dinero jamás podría tener a Anna. Y tampoco podría rescatar a su familia una vez la encontrara, no valía solo saber usar las armas como creía de niño, necesitaría mucho dinero.
A la mañana siguiente tomó la decisión de quedarse con aquellas monedas que le recordaban a las de Judas. Y cuando vio a Vilamarí sintió un odio aún mayor que el que antes sentía. Había logrado hacerle su cómplice. Le hizo matar a un hombre de la forma en que mataron a su padre y quedarse con unas monedas que provenían de la venta de una mujer como esclava, como ocurrió con su madre. Estaba seguro de que Vilamarí era consciente de todo aquello y que la sonrisa cínica que bailaba en los labios del marino era la de la victoria. Le mataría en cuanto pudiera, se dijo una vez más para consolarse.