Capítulo 110
Joan no se arrepintió de contratar a los florentinos. Giorgio era un buen conocedor del negocio y dominaba latín y griego. En cuanto a Niccoló, fue educado para embajador de la república de Florencia y tenía una sólida formación en gramática, retórica y latín. Pero no había transcurrido un año desde su ingreso en la administración del gobierno cuando estalló la revolución de Savonarola, a la que se opuso, viéndose obligado a huir con la derrota de los indignados a manos de los llorones.
Giorgio y Niccoló se sumaron de forma entusiasta a la empresa de Joan. Juntos luchaban contra el fanatismo de Savonarola y sus llorones, que llenaban de tinieblas la antaño brillante Florencia. La cultura era la luz; el fanatismo, la oscuridad.
Para Joan la librería no era solo la realización de su sueño de adolescente. Era su venganza contra todos los que perseguían el saber y los libros, ya fuera la Inquisición en España o los llorones de Savonarola en Florencia. Era también su homenaje al matrimonio Corró, con quienes se sentía deudor.
Escribió: «En nombre de la libertad y de la luz del saber, en contra de todas las inquisiciones, haremos que los libros sobrevivan. Por cada libro que queme Savonarola, imprimiremos diez».
Aquel se convirtió en el lema de aquel grupo que se afanaba en montar una espléndida librería.
Su sueño estaba a punto de cumplirse, pero Joan se encontraba muy lejos de la felicidad esperada. Había perdido a su amor. Y su madre y hermana seguían siendo esclavas en lugar desconocido y cada vez que veía la azcona que guardaba tras la puerta de su habitación en la posada, recordaba la promesa hecha a su padre. Tenía el dinero para emprender su búsqueda, pero no era suyo, era un préstamo para la librería. Apenas dormía, aquel dilema le torturaba. No podría gozar de su libertad mientras ellas, si vivían, fueran esclavas.
«O mi familia o la librería», escribió. Pensaba que en un año quizá tuviera beneficios para emprender su búsqueda sin traicionar la confianza de sus amigos. Pero cada vez que veía dinero en sus manos, se reprochaba no salir de inmediato hacia Génova.
Al final decidió compartir su angustia con Miquel Corella.
—Sal ya hacia Génova —le dijo Miquel—. En noviembre la navegación es peligrosa. Además, la situación política es ahora favorable, quién sabe qué ocurrirá en unos meses y si a esta guerra le seguirá otra. Si pierdes esta oportunidad, quizá tengas que esperar años antes de emprender el viaje. Ve aunque no las encuentres, de lo contrario tu conciencia no te dejará vivir. La familia es lo primero, debes ser fiel a los tuyos.
—Lo deseo con toda mi alma, pero el dinero solo me alcanza para la librería —repuso Joan—. Estoy tentado de cogerlo y arruinar nuestro proyecto a pesar de que es muy improbable que las encuentre.
—No te preocupes por el dinero —repuso el valenciano—. Yo te lo presto.
A Joan se le llenaron los ojos de lágrimas; no sabía cómo agradecerle su gesto a Miquel. Le abrazó. Le había librado de un terrible dilema. Envió una carta a Gabriel diciéndole que, a pesar de las escasas esperanzas de encontrarlas, trataría de hallar el paradero de su madre y hermana en Génova. Jamás se perdonaría si no lo intentaba. Y que partía en pocos días, pues las condiciones favorables de aquel momento para el viaje quizá tardaran años en repetirse.
Niccoló se ofreció para acompañarle y Joan aceptó encantado; la cercanía de edad e intereses les había hecho buenos amigos. El florentino poseía un agudo sentido de la observación, era un buen negociante y le hacía reír con sus sagaces comentarios. Llevaba el pelo corto, la cara siempre bien afeitada y sus rasgos finos mantenían una sonrisa irónica y una mirada perspicaz. Tenía formación militar además de diplomática, manejaba bien la espada y Joan pensó que podía serle de gran utilidad en aquel viaje incierto en el que transportaría una buena suma de dinero.
Dejó los trabajos de reformas en el edificio de la esquina del Largo dei Librai a cargo de Giorgio, que rendiría cuentas a Miquel Corella. Había decisiones que ninguno de los dos iba a tomar, y Joan era consciente de ello; su viaje retrasaría la librería, pero no le importaba.
Desde la proa de su nave, Joan y Niccoló vieron aparecer Génova, la capital de la famosa república marítima del mismo nombre, cuyo puerto se decía era el mejor de Italia. Estaba dentro de una bahía, en forma de un gran semicírculo, que una pequeña península casi cerraba por el sur. Sobre la península se alzaba una poderosa torre que protegía la entrada mientras que del otro extremo se levantaba otra torre aún más alta y fuerte que cumplía las funciones de defensa y de faro.
Tenía cuatro grandes muelles tras los cuales se apiñaba una próspera ciudad que, protegida por sólidas murallas, se encaramaba por los montes. Joan no había visto nunca un puerto tan grande ni tan bien resguardado.
Un marino le señaló con el dedo un gran edificio situado al pie del muelle; era la sede de la Banca de San Giorgio. El joven se santiguó y rezó para que se hiciera el milagro de que él encontrara alguna pista donde el librero no las halló.
Tan pronto la nave atracó, Joan y Niccoló saltaron a tierra y se incorporaron a la muchedumbre de mercaderes, esclavos y estibadores transportando mercancías. La ciudad olía a mar y a fritura de pescado. Siguiendo las indicaciones de uno de los marinos, dejaron el palacio de San Giorgio a su derecha para tomar la concurrida vía de San Lorenzo, llena de multicortes puestos de artesanos. Después de cruzar frente a la hermosa catedral de piedra blanca, llegaron a la zona de la Porta Soprana, una monumental entrada a la ciudad que se abría entre dos altas y estilizadas torres enclavadas en las murallas de Génova. Allí no fue difícil encontrar la librería de Fabrizio Colombo, al que Joan llevaba una nota de Antonello presentándole.
El librero tenía unos sesenta años, su pelo era canoso, se ayudaba con unas gafas, y su librería parecía mucho más antigua que la de Antonello, con toda probabilidad heredada. Joan le agradeció de todo corazón el interés puesto en la búsqueda y le dijo que él no podría acallar su conciencia si no indagaba personalmente.
El librero se mostró cordial y comprensivo, y los acompañó al día siguiente a la Banca de San Giorgio. Allí preguntó por el oficial que guardaba los archivos de los impuestos cobrados en Bastia. Después de una larga espera, Joan tuvo que invertir unos ducados para convencer al hombre de que abriera de nuevo los legajos de hacía once años. Una vez contento con el dinero, el oficial se mostró amable y cooperador. Sobre una gran mesa colocaron los libros de contabilidad y distintos pliegos de pergaminos. A Joan le llamó la atención comprobar que los documentos de la banca estaban escritos en un perfecto toscano, el llamado florentino antico, la lengua de Dante, a pesar de que en Génova se hablaba el ligur, una forma de italiano distinta a la romana, napolitana o florentina.
En los registros del negocio de esclavos encontraron que en la primera parte del siglo predominaban, además de musulmanes, los esclavos orientales, incluidos cristianos griegos ortodoxos, y en años recientes, esclavos de color del norte de África y turcos. También los había sardos y corsos procedentes de las insurrecciones en ambas islas; así pagaban con su libertad los gastos de los ejércitos que los sometían. En los registros no se mencionaba la religión de sardos y corsos, pero eran católicos y tanto las autoridades civiles como las religiosas se desentendían de ese hecho innegable.
Encontraron también esclavos procedentes de los territorios de la Corona de Aragón, prisioneros de guerra que no pudieron pagar su rescate, aunque no en años recientes. Pero ni rastro de la familia de Joan.
—No hay catalanes en los registros del año 1484 ni en el 1485 —confirmó al final del día Fabrizio—. Es inútil continuar.
Joan estaba descorazonado. Se confirmaba el desastre. ¡Había esperado tantos años el momento en el que pudiera emprender la búsqueda de su familia! ¡Y ahora chocaba contra un muro infranqueable!
Joan apenas pudo pegar ojo en toda la noche dándole vueltas a su fracaso. No podía creer que el almirante Vilamarí le engañara al decirle dónde vendió a los cautivos de Llafranc. Era imposible que se equivocara. ¿Se realizaron transacciones en Bastia que la contabilidad de la banca no reflejara? Quizá debiera ir a Córcega y buscar a alguien que recordara una venta de esclavos de hacía once años. Pero el meticuloso Fabrizio hizo ya la gestión sin éxito.
Daba vueltas una y otra vez a esas preguntas, rezando a intervalos. En otros le vencía un sueño ligero del que se despertaba con un sobresalto. ¿Dónde estarían? ¿Cómo hallar quien les pudiera dar razón de su paradero? El amanecer le encontró agotado pero con una determinación. No abandonaría la búsqueda. No esperó once años para renunciar con tanta facilidad.