Capítulo 121
Era principios de febrero y Anna se cubría con una gruesa capa del viento helado mientras se dirigía a la librería de Antonello. Los más de siete meses de embarazo abultaban su vientre, obligándola a andar de forma extraña. Instintivamente protegía al ser que crecía en sus entrañas con una de sus manos mientras sujetaba bien sus ropas con la otra para que el viento no le arrancara el abrigo.
Y lamentaba el futuro incierto de su hijo. Era de Ricardo y si le asaltaba el pensamiento de que pudiera ser de Joan, lo rechazaba con energía y rezaba. Tenía que ser de Ricardo, no podía ser el fruto de aquella traición miserable que trajo como terrible consecuencia el asesinato de su esposo. La criatura de su vientre era legítima, tenía que serlo. Y en memoria de su marido lucharía con todas sus fuerzas para que saliera adelante en la vida, aunque no pudiera reivindicar la herencia de este. El palacio Lucca en Nápoles era ya solo ruinas, Vilamarí se quedó con todos sus bienes, y las propiedades de Ricardo por herencia estaban en Apulia y terminarían en manos de otros miembros de la familia. Los nobles angevinos de la carabela que recuperaron su libertad después de pagar sus rescates y obtener el perdón del rey Ferrandino vivían en la ciudad, pero dejaron de hablarle. El incidente de Joan retando a Torrent en nombre del amor hizo que la repudiaran y no reconocerían a su hijo. Su futuro sería aprender el oficio de joyero si era varón o ser la esposa de otro joyero si resultaba ser mujer.
La pasión que sentía por Joan se había transformado en un recuerdo doloroso. Aún le amaba, pero la idea de caer en sus brazos, de ser feliz con él le repugnaba. No merecían la felicidad.
Al recibir sus cartas, las leía y releía y se imaginaba en Roma, como su esposa, entre libros, tratando con aquellas gentes tan peculiares que Joan describía, y soñaba. ¡Qué feliz sería con Joan si todo hubiera sido distinto! Ahora aquella felicidad era imposible.
Anna suspiró aliviada al entrar en la librería y dejar fuera el viento frío y feroz. Aquel lugar era siempre un remanso de paz, un refugio cálido de conversación sosegada y de amistad. Aquel era un mundo distinto lleno de relatos e historias que ahuyentaban sus preocupaciones: incapaces de penetrar en aquel santuario, se quedaban esperándola en la puerta. El día anterior recibió recado de Antonello diciéndole que llegó un libro muy especial y que ella debía verlo. Anna no tenía más quehaceres que los domésticos o sacar brillo a la plata de su padre, por lo que aquello era todo un acontecimiento y llena de curiosidad, ansiaba tener el libro en sus manos.
—Bienvenida, signora Anna —le dijo Antonello evitando pronunciar el apellido Lucca.
—Gracias, don Antonello —repuso ella inclinando la cabeza como saludo—. Me tenéis llena de curiosidad. ¿Qué libro es ese?
—Es muy especial y solo verlo, pensé en vos —repuso el librero ayudándola a quitarse la capa.
—Espero que no sea costoso. Voy muy escasa de dinero.
—Si os gusta, llegaremos a un acuerdo —repuso el librero mostrándole el camino del despacho.
Anna se detuvo en seco. Aquel pequeño salón era el lugar de sus encuentros clandestinos con Joan y le traía recuerdos dulces y amargos. Pero el hombre abrió la puerta y la empujó suavemente a su interior. Allí continuaban los anaqueles de buena madera llenos de libros, tal como los recordaba, que cubrían todas las paredes con excepción del gran ventanal. Unos finos visillos filtraban la luz del día. En el centro de la estancia había una mesa sobre la cual Anna vio un único libro.
—Ese es —dijo Antonello señalando a la mesa—. Sentaos, tomad todo el tiempo que preciséis, leedlo con cuidado. Nadie os molestará.
Y cerrando la puerta la dejó a solas. Anna contempló unos instantes los lomos de los libros en los anaqueles para fijar su atención acto seguido en el que estaba sobre la mesa. El libro del Amor, leyó. Y después, en un tipo menor, De Orlando a Angélica.
Las letras estaban impresas en tipos romanos, en tinta roja, sobre una cubierta de un buen cuero castaño claro. En la parte superior e inferior tenía unas hermosas cenefas doradas de hojas de vid con sus frutos que se repetían en la cubierta trasera. En el lomo el cuero mostraba cuatro protuberancias que protegían el cosido interior de las páginas. No era muy grande, medía poco más de un palmo de alto y más de medio de ancho. Mostraba una cuidada elaboración y su tacto era suave y agradable.
Aquel libro le era familiar y pronto lo identificó con la traducción del Orlando enamorado con la que aprendió italiano culto cuando ya llevaba un tiempo en Nápoles. Y que contenía la carta de amor de Joan. Aquel libro era más fino, sin duda tenía menos páginas, pero su aspecto exterior era parecido.
Lo tomó en sus manos, sintiendo su cuerpo, sopesándolo. Acarició la textura de sus tapas y saboreó el aroma del cuero, de la tinta, del papel y del suave perfume que emanaba. Un suspiro se escapó de su pecho.
Puso el libro sobre la mesa y se acomodó en la silla, emocionada, expectante. Sabía que Matteo Boiardo escribió dos libros más de Orlando enamorado, pero el que sostenía en aquel momento no parecía ser uno de ellos. Solo al abrir el libro vio que era manuscrito y que el aspecto de las letras se asemejaba en todo a la traducción que le llegó de Barcelona. Sus ojos siguieron los airosos trazos de las iniciales y las curvas elegantes de la caligrafía estilo italiano mientras palpaba aquel papel suavemente oloroso con textura aterciopelada.
En la primera página se repetía el título de la portada sin que mencionara el autor. En la siguiente había una introducción escrita en hermosas letras. Leyó:
Este es el libro del amor de Orlando a Angélica.
En la triste noche de desventura en la que Orlando creyó perdido el amor de Angélica, le escribió este libro, cuya tinta era sangre de su corazón y sus palabras fruto de su alma atormentada. En él expresaba a su dama su afecto, su ternura y pasión y le relataba su historia, la de sus amores y la de su tormento. El libro le explicaba a Angélica que sin ella el caballero moriría, pues solo por ella vivía. Que ella era dueña y señora de Orlando, que sin condiciones le entregaba su amor rogándole que aceptara aquel libro. En él y en la clemencia de la dama confiaba el caballero su destino.
Anna se estremeció. Eran palabras bellas, llenas de sentimiento, que le llegaban muy hondo, pero su familiaridad la inquietaba y presentía que ocultaban algo que no terminaba de comprender. Notó un escalofrío y buscó su capa tras la silla solo para recordar que la dejó en la entrada. No quiso salir a buscarla, tenía que continuar la lectura.
Angélica leyó el libro y el amor que de él emanaba curó sus heridas, y junto al amor llegó el perdón y la redención de Orlando.
La joven se removió incómoda en su silla e impaciente, terminado el prólogo, pasó página para continuar.
Orlando era aún niño cuando una trágica mañana vio a unas gentes malvadas asesinar de forma cruel a su padre y cómo le arrebataban con toda brutalidad a su madre y hermana llevándoselas muy lejos. Huérfano, fue arrancado de su aldea y arrojado a la gran ciudad, un lugar oscuro, desconocido, hostil y lleno de malos augurios que solo le infundía temor y recelo. Pero entre aquellas tinieblas, Orlando se encontró con una niña tan hermosa que no podía creer que fuera real.
Tenía unos bellos ojos verdes, la tez clara, el cabello azabache y vestía con elegancia. Se llamaba Angélica y su porte era el de una princesa. Orlando, al contrario, tenía la piel tostada por el sol, se cubría con ropas zafias y parecía un mendigo.
Pero en lugar de despreciarle, ella correspondió a su mirada y le sonrió mostrando unos hermosos dientes blancos y graciosos hoyuelos en sus mejillas. Aquella sonrisa hizo luminosa la ciudad oscura ahuyentando miedos y malos presagios. Orlando se estremeció y en aquel mismo instante, sin que lo pudiera evitar, el amor le hirió como si de un rayo se tratara. Aquel gran amor permanecería para siempre en el muchacho y le acompañaría más allá de la vida y de la muerte.
Anna se esforzó en apartar sus ojos de aquella página; las letras la atraían como un imán. Por unos instantes su mirada anduvo perdida en los libros de los anaqueles. Sentía miedo. La lectura de aquellas líneas le hizo comprender que ella era Angélica, Joan era Orlando y que se trataba del relato de su encuentro. Reconoció la letra, era la misma que la del primer libro, la de Joan, y supo que eran sus palabras; él era el autor. Sintió su cuerpo temblar notando un nudo en el estómago mientras las lágrimas afloraban a sus ojos. La suya era una historia hermosa, pero con un trágico final. ¿Qué pretendía recordándoselo? ¿Para qué castigarse con lo que pudo ser y nunca sería? Una pena terrible la embargaba y supuso que Joan debía de estar cerca. No quería continuar leyendo, no quería encontrarse con él, no quería mirarle a los ojos. Tambaleante, se levantó y avanzó hasta la puerta para escapar de allí. Salió de la librería sin despedirse, olvidando incluso su capa y corrió por la calle vacía, azotada por el viento y una lluvia que caía mezclada con granizo mientras se sujetaba el vientre con las dos manos. Los sollozos la sacudían. Huir, quería huir.
Joan estuvo observando todo el tiempo a Anna. Veía su amado rostro y trataba de interpretar sus sentimientos a través de sus gestos y de sus expresiones. Antonello le había descubierto el secreto de su sala de lectura. Entre las hileras de libros se disimulaban resquicios en la pared por los que se podía observar desde la estancia contigua. Supo entonces que sus amores con Anna en aquella habitación no fueron tan secretos como creía, pero no era el momento de reprochárselo al librero.
Contempló esperanzado el placer que Anna demostraba. Gustaba del cuerpo del libro, aspiraba su aroma, lo acariciaba. Pero se alarmó al ver su expresión de desconsuelo tras la lectura de las primeras líneas. Su alarma se convirtió en terror al ver que se levantaba y huía.
Salió corriendo para retenerla, pero Antonello le detuvo antes de que ella le viera.
—Déjala —le dijo—. No lo empeores más.
Joan forcejeó unos instantes viendo cómo Anna se alejaba entre la lluvia y el granizo.
—¿Qué puede ser peor? —preguntó desconsolado.
Pero después sintió una rabia desesperada. ¿Qué más podía hacer para recuperarla? ¡Maldita Anna! ¿No comprendía la vida miserable que le esperaba a ella y a su hijo? ¡Él le podía dar tanto! ¡Hubieran sido tan felices juntos! ¿Cómo podía estar tan obcecada, cómo podía ser tan terca?
Descorazonado, se dijo que toda su penitencia, todo su trabajo, todos sus rezos, todo su amor, toda la magia de los libros no sirvieron para nada.