Capítulo 38
La tropa de Felip se situó en un promontorio a la espera de sus enemigos para la batalla de piedras del domingo. Su enseña azul estaba clavada en el suelo y a Joan le latía el corazón acelerado.
—Ya llegan —gritó un muchacho al divisar el pendón rojo de la calle Regomir.
Joan esperó a que estuvieran más cerca y entonces, acercándose a Felip, le descargó un fuerte golpe en el escudo de madera con su estaca. El sonido hizo que todas las miradas convergieran en Joan. Se hizo el silencio.
—Te reto —dijo el chico. El matón le miró sorprendido.
—¿Te has vuelto loco? —dijo al final con una carcajada—. ¿No tuviste suficiente con lo del otro día, remensa? Esta vez te voy a capar.
—Te desafío —insistió Joan—. Y si no aceptas, dejarás de ser el jefe de la banda.
—¡Cogedle! —ordenó Felip.
Joan dio un paso atrás, mientras blandía su cachiporra amenazante a su alrededor para evitar que se le acercaran. Alguno había dado ya un paso adelante para prenderle.
—¡Apelo a la ley de bandas! —gritó—. Un desafío es solo entre dos, nadie más puede intervenir.
—Pero tú no eres… —empezó a decir Felip.
—¡Es verdad! —gritó Lluís—. Eso dicen nuestras leyes. Tiene derecho a retar al jefe.
Felip le lanzó una mirada asesina, pero varios de los muchachos secundaron a Lluís.
—¡Cumple la ley! —le gritaron.
Incluso los más afines a Felip afirmaban con la cabeza, esa era la ley. El matón se vio en minoría y supo que debía aceptar.
—De acuerdo —dijo—. Pero te acordarás de esto toda tu vida. Te arrancaré los cojones con los dientes.
Joan se estremeció, le sabía capaz de eso. Notaba la sangre en las sienes y se dijo que no era momento para el temor. Voluntad de vencer.
—El reto es a diez pedradas y sin escudo a una distancia de ochenta pasos —dijo con voz firme.
—Yo quiero que sea a puñetazos —repuso Felip.
—Pues la ley dice que primero las piedras porque reta Joan y después los puños —aclaró Lluís.
Los demás afirmaron. Los de la calle Regomir se habían situado en su zona de batalla a una distancia de cien pasos y gritaron que estaban listos.
—¡Tenemos un desafío aquí, se pospone la batalla! —les gritó Lluís.
Aquello pareció gustar a los de la enseña roja, que dejaron escudos y porras en el suelo para acercarse amistosamente y contemplar el duelo.
Joan y Felip se separaron para escoger sus piedras y al cruzarse el matón le increpó con todo tipo de amenazas e insultos, que Joan le respondió con tanta o más agresividad. «Voluntad de vencer —se decía—, ¡venceré!».
Cuando estuvieron listos se colocaron a la distancia que midió Lluís, convertido en árbitro, dentro de unos círculos de los que no podían salir. A la voz de ya, Joan apuntó y tiró la primera piedra, que el pelirrojo esquivó con dificultad. El chico sabía que era mucho mejor con las piedras, así que empezó a tirarlas sin dar tiempo a reaccionar al otro, que por temor a la mejor puntería de Joan las lanzaba sin demasiada precisión. A la cuarta piedra Joan alcanzó el hombro de Felip, que dejó escapar un ¡ay! quejumbroso. Aquella era la oportunidad que Joan esperaba y no se detuvo. Con la sexta le acertó de nuevo, esta vez en la rodilla. El grandullón estuvo a punto de caerse pero alcanzó la pierna izquierda de Joan. El chico gritó de dolor y los muchachos creyeron que se desplomaba, parecía tener la pierna rota. Aun así, eso no le detuvo y la octava piedra impactó en la cabeza de Felip. El jefe de la banda tuvo la fortuna de que solo le diera de refilón. Un impacto pleno le hubiera tumbado, pero solo sangraba.
Incapaz de esquivar y lanzar al mismo tiempo, el pelirrojo, con expresión ausente, se mantuvo estático a la espera de que Joan lanzara las dos que le quedaban. Esquivó la novena y la décima le golpeó en el tronco sin causarle un gran daño.
Una vez desarmado su enemigo, Felip se concentró en su puntería. Ninguno de los dos podía salir de su círculo y el matón amagaba tiros para lanzar después tratando de sorprender, pero Joan esquivó la novena piedra al igual que las anteriores.
Ensangrentado y rabioso, Felip contempló la piedra que le quedaba en su mano. Una vez la lanzara, debían encontrarse a mitad de camino para terminar el combate a puñetazos. Pero en lugar de arrojarla, el matón se puso a andar hacia el punto central sosteniéndola en la mano. Joan, sin moverse, gritó a su contrincante:
—¡Tira la piedra!
El pelirrojo llegó al punto medio y Joan continuaba dentro de su círculo. Sabía que al matón le gustaba golpear con una piedra en la mano. Recordó la saña con que pegó a fray Nicolau; solo un milagro hizo que el eclesiástico sobreviviera.
—¡Tira la piedra! —le gritaban algunos de los chicos.
Felip, situado en el centro, le hizo un gesto a Joan para que se le acercara.
—¡Ven! —le dijo—. Ven aquí, malnacido, si tienes cojones.
—¡Deja caer la piedra antes! —repuso Joan negando con la cabeza.
Entonces Felip se puso a correr hacia él bastante rápido, a pesar de cojear, blandiendo en su mano aquel trozo de roca. Joan escapó en dirección contraria; los espectadores, con el alma en vilo, vieron que arrastraba la pierna, tenía que dolerle mucho, pero si el pelirrojo le alcanzaba, le machacaría. Todos gritaban y el chico notaba que tenía el matón ya encima. Al llegar a un árbol se protegió detrás del tronco, mientras Felip caía ya sobre él. Justo entonces Joan se agachó, sacando de entre unas matas un escudo y una cachiporra. El grandullón frenó en seco y su cara ensangrentada mostró miedo. Su piedra de nada le servía si su oponente podía cubrirse con el escudo y golpearle con el palo. Dio la vuelta para escapar y la persecución se invirtió, solo que ahora, para sorpresa de todos, el chico corría más y mejor. El primer golpe lo recibió Felip en el hombro que sostenía la piedra. Intentó girarse y golpear con ella, pero solo alcanzó al escudo y el siguiente cachiporrazo le dio en la cabeza. Fue entonces cuando soltó el pedrusco. Cuando Joan le propinó el siguiente golpe, cayó al suelo. Los muchachos los rodeaban gritándole que tirara el palo. Obedeció solo después de propinar un sonoro porrazo al cráneo del caído, y con toda la rabia que había guardado durante tanto tiempo empezó a patear el cuerpo por la espalda, para que no pudiera revolverse, y a continuación, montado en él, le dio con los puños hasta que estos le sangraron.
—¡Déjalo! —oyó que decían—. Ya basta. Le vas a matar.
Lluís y otro muchacho le apartaron del cuerpo hecho un ovillo y ensangrentado de Felip. No decía nada, era un guiñapo.
Joan comprendió que suya era la victoria y levantando los puños llenos de sangre gritó y rugió hasta quedarse sin voz. Como un animal salvaje.
Cuando dejó de aullar, muchos gritaron y aplaudieron. Un tirano había caído y varios muchachos, tanto de los rojos como de su propia banda, aprovecharon para propinar patadas al cuerpo inerte y a punto estuvieron de lincharlo. Estaba inconsciente y hubo que improvisar unas parihuelas para trasladarle hasta la casa de los Corró. El amo le vio tan mal que hizo llamar a un médico para decidir si debían llevarlo al hospital. Los aprendices dijeron que se había caído, pero ni los creyeron ni inquirieron más.
El médico dijo que no tenía fractura de cráneo y que era un milagro considerando la cantidad de heridas que tenía en la cabeza y la cara. Tampoco apreció huesos rotos aparte de tres costillas. Tendría que guardar cama unas semanas.
La vida cambió para Joan. Las mañanas eran más hermosas y las tardes apacibles; había pasado del continuo acoso y desprecio de Felip a ser admirado y respetado por los aprendices. Lluís le pidió que tomara la jefatura de la banda, pero Joan dijo que no peleó para eso. No quería el mando.
—Pues debes hacerlo —insistió Lluís—. Si no, cuando se recobre volverá a mandar, aún tiene fieles. Y entonces nos lo hará pagar a quienes te ayudamos.
—Yo no quiero —repuso Joan—. Pero tú sí puedes ser el líder. Tendrás mi apoyo y yo seré tu segundo en la banda.
Eso le dio confianza a Lluís y dijo que lo consultaría con el resto de los amigos. Seguramente Felip formara una nueva banda y tendrían que estar listos para defenderse. Los aún partidarios del matón acusaban a Joan de jugar sucio por usar el escudo y la estaca, pero los demás le justificaban diciendo que el pelirrojo rompió primero las reglas tratando de golpear a Joan con la piedra en la mano. Las posiciones estaban equilibradas.
—Gracias, maestro. Jamás creí que pudiera ganarle.
—Me has dado una gran satisfacción, eres un excelente aprendiz —repuso Abdalá—. Y ese matón merecía un buen escarmiento. Tu causa era justa.
—Pero no importa la justicia si no hay fuerza para defenderla.
—Sí, es cierto —reflexionó el anciano—. Dime qué aprendiste.
—Que hay que tener voluntad de vencer. Aunque no basta por sí sola. También es preciso preparar bien la acción de conjunto. Yo me aseguré de tener antes el apoyo de varios de la pandilla a través de Lluís y de conocer bien la ley de bandas, para poder invocarla cuando Felip quisiera romperla.
—Bien, muy bien —dijo Abdalá complacido—. ¿Y la sorpresa?
—Felip no esperaba mi desafío y menos en aquel momento; yo había fingido absoluta sumisión en los últimos días. Además, conociéndolo, calculé bien que querría jugar sucio con la última piedra. Por eso simulé que no podía correr y por eso tenía un escudo y una tranca bien escondidos entre las matas, detrás del árbol.
—Felicidades. Estoy orgulloso de ti.
Joan escribió a escondidas en su libro de aprendiz: «Voluntad de vencer, acción coordinada y sorpresa».
Cuando Felip recobró los sentidos tardó en recordar lo ocurrido y más en comprender que era el fin de su reinado. Al enterarse Joan de que se encontraba consciente, escogió un momento en que los demás trabajaban en el otro extremo del taller para visitarle. Estaba tumbado en su camastro.
—¿Qué tal te encuentras? —le preguntó.
—Mejor —repuso el matón, arisco.
—Si quieres, nuestra disputa puede terminar aquí. —Y le tendió la mano—. Muéstrame respeto y te respetaré.
Felip, a pesar de su cara llena de moratones y heridas, le miró con desdén.
—¿Quién te crees que eres, remensa? —dijo al fin—. Te haré pagar lo que hiciste.
Joan esperaba esa respuesta y no se inmutó. Había un palo cerca y cogiéndolo con las dos manos golpeó con fuerza la parte de los pies de la tabla sobre la que descansaba el jergón del grandullón. Sonó un fuerte golpetazo y Felip aulló del dolor que le produjo la sacudida de la tabla. El chico vio el temor en sus ojos. Ahora era el matón quien tenía miedo.
—Veo que no has aprendido la lección —le dijo Joan con calma mirando aquellos ojos oscuros de tonalidades rojizas—. Si te enfrentas a mí, te mataré.
Y volvió a golpear la tabla para ver, complacido, otra vez el miedo en el rostro de Felip. Joan se alejó contento, pero se dijo que cuando se recuperara debería estar siempre alerta y tener su puñal listo.
Joan acudió feliz a la calle Argentería y al captar la atención de Anna, la llamó con un gesto. Al poco, ella sin pedir premiso, salía con su cántaro. Hacía mucho que no hablaban, solo se veían a distancia. Fue un encuentro breve en el que le reafirmó su amor y le dijo:
—No temáis más a ese matón pelirrojo. Le di una lección y ya no os puede perjudicar. Podéis volver segura a la fuente.
—Gracias, Joan, pero mis padres no me dejarán salir. Tendré que escaparme como hoy. Lo siento, debo regresar de inmediato.
Él le cogió la mano y se la besó. Las mejillas de la muchacha se sonrojaron y se fue corriendo.