Capítulo 29

El momento más esperado, el más emocionante del día, era el de la fuente. Dos esquinas antes el corazón de Joan batía desbocado y aceleraba el paso inquieto. Quería verla, era una necesidad, y si no la encontraba, volvía al taller desconsolado. Si ella aparecía cuando Joan aguardaba en la cola, él le cedía su turno. Los primeros días ella aceptó con una sonrisa, pero después negaba con la cabeza aunque manteniendo su gesto amable. Aquello era incluso mejor. Joan abandonaba su puesto para colocarse detrás de ella y esforzándose por dominar su timidez, le hablaba del tiempo o de algún suceso de los comentados en la fuente. Al principio la voz le salía ahogada como si una gran mano le sujetara del gaznate. Ella, en cambio, respondía tranquila y risueña. Llenaba su cántaro y se despedía con aquel gesto tan especial de su mano. Joan regresaba al trabajo con el corazón henchido de alegría y después la recordaba anticipando con ansia su siguiente encuentro. Ya sabía su nombre: Anna. Como el de la santa patrona del convento.

Anna era la única mujer del universo de Joan. En el convento las mujeres solo eran imágenes en el altar y jamás las hubiera podido haber en la banda del pelirrojo. En la librería, la señora Corró era como una madre y las criadas tenían bastantes más años que él. En las calles veía a otras muchachas pero apenas reparaba en ellas. Anna representaba todo lo femenino. Sus gestos, su forma de mirar, aquellos movimientos gráciles tan propios de ella. Era un hermoso misterio.

Sus recuerdos de Elisenda eran cada vez más lejanos y molestos. Un día se arrodilló en la iglesia y rezó por ella.

—Lo siento —murmuró al final despidiéndose—. Pero amo a Anna.

La vida en el taller siguió su curso y Felip se mostró indiferente cuando supo que fray Nicolau sobrevivió; dominaba de tal forma a los de su pandilla que estaba seguro de que nadie le denunciaría. Después de lo sucedido en el callejón volvía a tratar a Joan con menosprecio a pesar de que el chico participaba en las batallas de su banda. Joan se alegraba de trabajar la mayor parte de su tiempo en el último piso y verle poco.

Por el contrario, Abdalá demostraba ser un maestro paciente y cariñoso. Ello no le quitaba rigor e inspeccionaba el trabajo del muchacho con ojos críticos. Lo hacía con una varilla metálica larga y apuntada con la que señalaba los trazos y las curvas de las letras apoyándola en el papel sin mancharlo con la grasa de las manos. Cuando alguna letra estaba por debajo del nivel que Abdalá esperaba de Joan, le golpeaba con ella la mano izquierda, la que sujetaba el cuchillo. Nunca lo hacía en la derecha para evitar que se derramara la tinta de la pluma. Aquellos golpes no le producían daño físico, pero le mortificaban al advertirle que su trabajo no era digno para su maestro.

—Vigila tu letra, controla sus trazos y vencerás tus pasiones —le repetía el musulmán—. La caligrafía es uno de los caminos místicos hacia el Señor. Los ojos y las manos son las herramientas más precisas que posee el hombre, la cúspide de la creación divina. Si consigues vencer la tendencia a lo zafio, a lo descuidado, a lo perezoso en tu letra, dominarás tus vicios, tus pecados, serás alguien mejor. La caligrafía de las personas habla de ellas, viendo sus letras puedes saber cómo son. Cuando el ser humano mejora su letra, también lo hace como individuo, se acerca a Dios.

El chico le escuchaba impresionado preguntándose qué pasaba con la gente que no sabía escribir. No dudaba de las palabras de su maestro, aunque sus pensamientos iban a veces más allá, por delante de ellas.

—Pero ¿no creéis, maestro Abdalá, que cuando el escriba deja su letra sobre el papel, esta adquiere vida propia?

Y le explicó lo que él veía en las letras. No comprendía el significado de las palabras que formaban, pero a él le hablaban por gestos.

Abdalá rio y Joan se dijo que había hecho mal en contarle su secreto.

—Dios te bendiga, Joan —le dijo después—. A mí también me hablaban las letras cuando era niño. Aunque eran muy distintas. Mira.

Tomó una cánula, una especie de caña afilada, hundió su punta en la tinta y empezó a dibujar unos símbolos de izquierda a derecha, en sentido contrario a la escritura que Joan había aprendido. Eran trazos y curvas alargados de una estética desconocida pero armoniosa.

—¿Qué es? —inquirió Joan, impresionado.

—Es escritura árabe andalusí —repuso—. Representa una frase llamada «Basmala» y dice «En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso».

—¿Todo eso dice?

—Sí, Joan. A mí las letras también me contaban cosas como ahora te ocurre a ti. Me hablaban sobre quién escribió aquello, sobre mí mismo. Eran como los seres del cielo que tu padre te mostraba. Era esa chispa creativa que viene de la imaginación, ese algo que Dios dio al ser humano y que le hace distinto de los animales.

Después, con el paso del tiempo, perdemos parte de esa frescura… Consérvala cuanto puedas, Joan.

El chico se quedó mirando a su maestro, perplejo. Dudaba haber comprendido lo que le contaba. Abdalá le puso la mano en el hombro y sus ojos azules se clavaron en los suyos. Su aspecto solemne impresionó tanto a Joan que contuvo la respiración.

—Escúchame bien, hijo —le dijo en tono suave aunque firme—. Quizá no me entiendas del todo ahora, pero quiero que sepas el sentido último de lo que hacemos, su significado profundo.

»Los comerciantes inventaron los números para contar el ganado. Las letras las crearon los sacerdotes para hablar de Dios. Por eso la escritura es sagrada. La revelación divina se convirtió en signos para transmitirla generación tras generación y plasmarla en libros sagrados. Así nació la escritura, que es el arte de los sacerdotes. Y cuando me esfuerzo en dibujar letras perfectas estoy rezando, trato de someter mis vicios, hablo con el Señor y Él me habla a mí.

Joan le escuchaba boquiabierto, jamás había sospechado nada de aquello.

—El Evangelio de san Juan se inicia con la frase «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios», otros lo traducen como «Al principio era la Palabra y la Palabra era Dios». Los primeros libros eran eso, la fijación de la palabra de Dios en algo sólido para que el hombre la recordara siempre. Por eso al Dios cristiano se le representaba en la antigüedad con un libro en su mano y por eso nuestro profeta Mohamed ordena respetar a las religiones «del Libro», esto es, a los cristianos y a los hebreos que creen en la Biblia. Los musulmanes tenemos prohibida la representación pictórica de Dios. Pero lo hacemos a través de su palabra. De ahí que desarrollemos múltiples tipos de bellas caligrafías para honrar al Señor, para acercarnos en lo posible a lo divino. El arte de las letras es el arte del que reza, del que busca al Ser Supremo.

El chico trataba de captarlo todo aunque se sabía incapaz. Estaba impresionado, asustado.

—Un ángel le ordenó a nuestro profeta Mohamed «Lee», y cuando le dijo que no sabía, insistió: «Lee en nombre de tu Señor que ha creado al hombre» —concluyó Abdalá.

Joan entendió aquello al instante.

—Entonces, ¿por qué no puedo aprender yo a leer?

Abdalá le miró sorprendido. Como si no le hubiera estado hablando a Joan, como si no supiera que el chico estaba allí mirándole a los ojos, como si regresara de un mundo sagrado muy distante. El viejo parpadeó, parecía despertar. Después se echó a reír. Joan le miró con desagrado.

—Mira que eres terco, Joan —le dijo al fin—. De acuerdo, me has pillado, eres listo. Pero tú sabes la respuesta tan bien como yo. No puedes aprender a leer porque has prometido no hacerlo. Esfuérzate en tu trabajo, mejora como copista y como persona, reza al Señor dibujando letras. Y no te impacientes porque ya llegará tu hora de leer cuando sea el momento.

Prométeme que serás libre
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