Capítulo 114
Conocí a una Eula en aquella galera —le explicó Eulalia a su hijo—. Tenía mi misma edad, pero fue capturada en la zona de Tarragona. Debía de ser la pobre mujer con la que me confundiste.
—Doy gracias al cielo, madre —le dijo Joan abrazándola—. Estaba convencido de que erais vos.
Eulalia les dijo que no creía que hallaran cautivos en el siguiente pueblo, que lo habría sabido en aquel tiempo, pero Joan decidió detenerse y sacar toda la información posible. Nunca la hubiera encontrado a ella de haber aceptado una primera negativa.
Continuaron navegando siguiendo la escarpada costa hacia el sudoeste y llegaron a Corniglia, cuyas casas no estaban a la orilla del mar, sino en un elevado risco cercano a este. Después vino Manarola, un grupo de construcciones encaramadas en otros peñascos que caían sobre el mar y una diminuta ensenada. A continuación estaba Riomaggiore, otro prodigio de viviendas en equilibrio sobre roqueros bajo los que batían las olas y entre los cuales se abría una pequeña playa de pronunciada pendiente donde varaban las barcas de pesca. En todas aquellas poblaciones se detuvieron el tiempo suficiente para indagar sin obtener más información que la existencia de un esclavo muerto veinte años antes.
—¡Dios mío, que encontremos a María! —rezaba Eulalia desesperanzada. Llevaba once años preguntando y siempre obtenía una negativa.
Reanudaron su viaje por una costa tan abrupta como la anterior hasta llegar a un estrecho que separaba el continente de una isla. Allí estaba Portovenere, un pueblo semejante a los anteriores, solo que en ruinas, pues el año anterior las galeras napolitanas lo cañonearon al intentar detener el avance francés. Supieron que durante aquella batalla murió una de las cautivas de Llafranc; era la hermana de Daniel, el pescador de la Gaviota con el que junto a Tomás encontraron a Ramón moribundo. Aunque por fortuna no era María, la noticia les afectó mucho y Joan quiso pasar la noche allí y rezar por ella.
Reanudaron el viaje pronto en la mañana siguiente y al rato se abrió ante ellos una amplia bahía.
—Este es el golfo de La Spezia —anunció Bernardo, el patrón—. Y al frente está la ciudad. Es la zona más habitada de la región.
Eulalia se puso a rezar. Si María no estaba allí, no sabrían dónde buscarla. Durante el viaje, Joan y su madre no habían dejado de hablar. Sobre Gabriel y lo ocurrido aquel largo tiempo de separación. Ella no podía apartar sus ojos de Joan. Vestía como un caballero y tenía modales y autoridad de tal, le costaba creer que aquel fuera su hijo, un niño que andaba descalzo y que solo aspiraba a ser pescador como su padre. Pero estaba inquieta por su hija y, nerviosa, se retorcía las manos.
—No os preocupéis, madre —la confortaba Joan—. La encontraremos.
La ciudad de La Spezia estaba protegida por murallas y por el castillo de San Giorgio, encaramado en una colina ubicada entre dos amplios valles cultivados. Dejaron la barca atracada en la arena al cuidado de su tripulación y preguntaron a un grupo de mujeres que reparaban unas redes extendidas en la playa. Dijeron no saber nada de María.
Joan miró a su madre y vio el desconsuelo reflejado en el rostro; de repente sus facciones mostraban un gran cansancio.
—No está aquí —murmuró.
—La encontraremos —insistió Joan con determinación. Pero también él se sentía desesperanzado.
La cogió del brazo para que se apoyara en él y junto a Niccoló se encaminaron hasta la puerta de la ciudad. Preguntaron a los guardas de la entrada del recinto amurallado y después a varios de los artesanos que tenían tienda en la calle y nadie les supo dar razón. Eulalia parecía haber envejecido de repente.
La ausencia de noticias presagiaba lo peor; La Spezia era el límite del territorio indicado por Simone y la gente a la que preguntaron debiera saber de ella si María habitara en el lugar. Quizá su primer comprador la revendiera y se encontrara ahora en un lugar muy distante. O quizá el esclavista no recordaba dónde la vendió y mintió para quedarse con el dinero. Habían llegado al fin de su búsqueda y no quedaba nada más que pudieran hacer fuera de quedarse allí y preguntar una y otra vez. Joan presentía un triste final y el semblante trágico de su madre le decía que ella temía lo mismo.
—En los valles cercanos hay granjas —le explicó Joan para animarla—. Tomaremos posada en la ciudad y no nos iremos hasta recorrer la región entera.
—En un pueblo se conoce a la gente que vive en sus alrededores —replicó Eulalia con un hilo de voz—. Si estuviera en la comarca, lo sabríamos ya.
—Los mesones son un buen lugar para recoger información —dijo Niccoló para animar.
—Es cierto —añadió Joan, preocupado por el aspecto abatido de su madre—. Vayamos al mesón y descansemos un rato.
La posada tenía aspecto viejo, en su interior había cuatro mesas y se acomodaron en una de ellas a la espera de ser atendidos.
—¿Qué deseáis? —les preguntó una mujer flaca de unos veinticinco años que apareció al oír el ruido—. Es muy pronto para la comida.
—Queremos saber si conocéis… —empezó a decir Joan.
—¡María! —le cortó Eulalia.
La mujer la miró extrañada y vaciló.
—¿Me conocéis?
—¿No nos reconoces? —preguntó Eulalia.
La expresión de la criada fue del asombro a la incredulidad, de esta a la alegría y a un pasmo que pareció inmovilizarla. Sus brazos cayeron a lo largo de su cuerpo y musitó:
—¡Madre!
Eulalia se levantó de un salto para abrazarla, evitando así que se desplomara.
—Y tú eres Joan, ¿verdad? —quiso saber aún débil. Le miraba con los ojos desorbitados.
El joven no podía asimilar aquel repentino golpe de fortuna y observaba a su hermana tratando de convencerse de que efectivamente era ella. Joan fue reconociendo sus rasgos lentamente, aunque aquella mujer mustia tenía poco que ver con la niña lozana y sonriente que recordaba. Al final se dijo que sí; que era María. Estaba extrañado; no comprendía cómo nadie les dio razón de ella estando tan cerca.
—Sí, lo soy —dijo al fin antes de unirse al abrazo.
Después ella miró a Niccoló interrogante y frunció el ceño.
—No, no es Gabriel —se anticipó Joan—. Nuestro hermano vive en Barcelona y está muy bien. —Acercó otro taburete a la mesa y viéndola tan frágil, le dijo—: Siéntate.
—No puedo —repuso ella.
—¿Por qué?
—Porque soy la esclava y no puedo sentarme delante de los clientes.
—¡Esclava después de once años! —exclamó Joan, obligándola a que se sentara—. ¡Qué iniquidad!
En aquel momento apareció en la puerta de lo que debía ser la cocina un hombre grueso que gritó:
—¡Julia! ¿Qué haces ahí sentada? —Y se acercó amenazante levantándole la mano—. ¡Vaga, inútil!
El joven se sorprendió de nuevo al oír el nombre con el que aquel individuo llamaba a su hermana. María se encogió en el taburete a la espera de recibir el golpe y Joan vio el rostro de su madre descompuesto por el miedo al mirar al hombre y a su hija. El posadero no descargó su mano, la dejó en el aire mientras sus ojos se abrían asombrados al notar el filo de una daga en la nuez de su garganta.
—¿Qué hacéis, caballero? —le dijo a Joan, respetuoso—. Esa es mi esclava y no está haciendo su trabajo.
—¿¡Tu esclava, hijo de puta!? —tronó Joan mientras le hacía andar hacia atrás pinchándole con su arma—. ¿Tienes una esclava cristiana vieja durante once años sin darle la libertad? ¿Y te llamas cristiano? ¡No me importa si tienes compradas a las autoridades de aquí, te denunciaré al obispo de Génova y te haré ahorcar!
Joan llevaba consigo un salvoconducto del Vaticano que Miquel Corella le consiguió y no hablaba en vano. La tenencia de esclavos cristianos estaba prohibida y la Iglesia solo la consentía, por tiempo limitado, en casos de rescates de guerra, como pago de deudas por insolvencia, o cuando un esclavo infiel hubiera recibido el bautismo recientemente. Se trataba de no perjudicar económicamente al propietario, que tenía la obligación de cristianizarlo. Después el amo debía establecer las condiciones para que el siervo ganara su libertad.
—Pero… —musitó el hombre.
—¡Esta mujer es mi hermana y te voy a arrancar los cojones antes de llevármela! —le cortó Joan gritándole presa de furor.
En aquel momento el posadero, con los hombros apoyados en la pared, los brazos abiertos y las palmas de las manos contra el muro, sin poder retroceder más y sintiendo la daga clavándosele en el cuello, se meó de miedo.
Aquello enfureció aún más a Joan, que guardó el puñal para emprenderla a golpes con el hombre, que sollozaba de miedo y vergüenza.
—¡Déjalo ya! —Era María, que intentaba separarlo de su víctima.
—Pero ¿no te das cuenta de lo que te ha hecho?
—Es igual, déjalo. Tiene una familia a la que alimentar.
Joan hizo el gesto de volverse de nuevo contra el hombre, que se cubría la cara con los brazos, pero Niccoló le detuvo.
—Dejadlo, Joan —le dijo—. Si lo matáis, os vais a perjudicar. Es mejor que la justicia lo ahorque. —Y dirigiéndose al posadero, le interrogó—: ¿O quizá queráis llegar antes a un acuerdo de amigos?
—¡Sí, por el amor de Dios! —exclamó el hombre—. Julia es ya libre. ¡Libre!
Aquella tarde Eulalia conoció a sus nietos y Joan a sus sobrinos. Tenían ocho y diez años y el posadero los esclavizó argumentando que sus padres, al ser desconocidos, podían ser paganos. No pudo evitar que fueran bautizados, pero continuó insistiendo en que eran de su propiedad.
Joan le pidió a Niccoló que los dejara a los tres solos y junto a su madre y hermana, entre lágrimas, sonrisas y amor, reconstruyeron lo ocurrido desde el asesinato del padre y su captura por los hombres de Vilamarí.
—Nosotras nos entregamos a los soldados y a los marinos de la galera —les contó la madre, en un relato crudo, refiriéndose a ella y a su amiga Marta, la madre de Elisenda y esposa de Tomás en Llafranc—. Les complacimos en todos sus deseos a cambio de que no ultrajaran a las niñas. Teníamos poco más de treinta años y estábamos de buen ver, así que todos aceptaron. Se conformaron con tocarlas un poco y cumplieron el trato. Pero, por más que me esforcé, no pude convencer a los tratantes de esclavos que nos compraron en Bastia —continuó con los ojos llenos de lágrimas—. Lo siento, María, no lo conseguí.
Joan recordó las facciones del esclavista Simone y de Andrea y apretó los puños con rabia. Él sabía dónde estaban aquellos miserables.
—A Elisenda también la violaron, pero, al estar poco desarrollada, pronto la dejaron en paz —dijo María—. Eso la salvó. Cuando la vendieron aquí en La Spezia, aún tenía buen aspecto y ahora es una mujer hermosa. Se ha casado con el hombre que la compró al enviudar este. Es mucho mayor que ella. Tienen una granja en el valle de Chiappa, cerca de aquí, ella es libre y vive con sus hijos. Su madre también recuperó la libertad, pero murió hace unos años.
—¡Oh! —exclamó Eulalia—. Pobre Marta.
—¿Y tú? —inquirió Joan.
—A mí las cosas me han ido de una forma muy distinta —repuso María agachando la cabeza—. Conmigo se ensañaron. Yo estaba ya embarazada cuando me separaron de mamá para venderme a esta posada. Al cumplir el tiempo, di a luz a mi hijo mayor, mis amos se portaron bien y me cuidaron.
—¡Naturalmente! —exclamó Joan—. No querían perder dinero contigo y trataban de ganar más haciendo esclavo a tu hijo.
—Cuando supliqué a mi amo que fijara un precio para redimirme, pidió sesenta ducados —continuó María sin reparar en la observación de su hermano.
—¡Sesenta ducados! —exclamó Joan indignado—. ¡Qué barbaridad! Ese tipo es un miserable. Es demasiado caro, no quería liberarte.
—No fue él, sino su padre. Pero cuando este murió él mantuvo el precio. Traté muchas veces de ahorrar, pero cuando reunía algún dinero, siempre enfermaba uno de los niños y lo gastaba en médicos. El amo pagaba mi médico, pero no el de ellos.
Eulalia abrazó a su hija acunándola para darle consuelo. Joan calló, pues sabía que la única forma en que una esclava podía ahorrar para su rescate era la prostitución. Los esclavos varones encontraban con relativa facilidad trabajos extras de fuerza física descargando en muelles o en los campos. Pero esos trabajos estaban fuera del alcance de las mujeres, que en su mayoría realizaban labores domésticas. Así que su única opción era prostituirse y cuando trabajaban en una posada, el propio posadero era el proxeneta y se embolsaba una buena parte del dinero. Estaba seguro de que ese era el caso de su hermana. Ni siquiera necesitó preguntarle por qué la llamaban Julia. Sabía que a las prostitutas sus alcahuetes las bautizaban con nombres de «guerra» que consideraban más provocativos. Ahora comprendía por qué, a pesar de que su madre preguntaba a los pescadores por ella, jamás le dieron noticias. Aparte de la distancia y de la incomunicación en que se encontraba Vernazza, a su hermana no la llamaban María, sino Julia, y era una prostituta, una innombrable.
—Eso terminó ya —le dijo Joan—. Ven conmigo y tus hijos serán mis hijos.
Las dos mujeres le miraron llenas de esperanza.