Capítulo 118
La adaptación de las mujeres a Roma no fue fácil al principio, la gran ciudad, su bullicio y el griterío de sus gentes en las calles y en el mercado las intimidaba. A María en especial le costaba hacerse a la idea de que era libre y que la gente ya no la miraba con desprecio ni la consideraba un ser bajo y miserable. Con frecuencia las pesadillas en las que aún tenía un amo que abusaba de ella la despertaban en la noche. Pero Eulalia estaba allí para consolarla.
Les costaba entenderse con su italiano ligur y se refugiaban en la casa, donde se hicieron cargo de los asuntos domésticos, asentando su dominio en el primer piso. A Joan le preocupaba ese retraimiento y después de acompañarlas un par de veces al mercado, encontró la solución. En la posada de El Toro había una criada romana simpática y pizpireta, y le pidió a Vannozza que se la cediera unos meses para ayudar a la adaptación de su familia. Fue un acierto, la muchacha no callaba y obligaba a Eulalia y María a hablar continuamente en italiano romano. Al poco ya se entendían en el mercado y con las vecinas en un lenguaje cada vez más romano y menos ligur.
Niccoló insistió en que Joan recuperara los diez ducados de entre los casi treinta que le quitó a Simone y en que María y su madre se quedaran con el resto.
—No quiero ese dinero —le dijo Joan.
—Ni yo tampoco —repuso el florentino—. Yo ya cobro por mi trabajo lo que vos me pagáis. Diez ducados son vuestros y el resto proviene del sufrimiento de personas como vuestra madre y hermana. Es justo que sea para ellas, para lo que les plazca.
María y Eulalia recibieron la totalidad, nunca habían visto tanto dinero junto y al saber de quién procedía, decidieron aceptarlo. Ellas consideraban que la ropa adquirida en Génova era más que suficiente, pero Joan quiso comprarles vestimentas más lujosas. Recordaba el consejo de Miquel Corella cuando él llegó por primera vez a Roma.
A raíz del éxito obtenido con la criada de Vannozza, Joan contrató a un maestro para que tanto ellas como los chicos mejoraran su lenguaje, aprendieran a leer, escribir, sumar y restar. Aquello y tener su propio dinero aumentó la seguridad de las antiguas esclavas, que en su nueva vida empezaban a andar ya con la cabeza alta y con una sonrisa cada vez más frecuente en sus labios.
Joan contemplaba con satisfacción los progresos de su familia en su nueva vida y cómo se aproximaba el momento de abrir las puertas de la librería. Pero no era feliz. Le faltaba Anna. A principios de octubre había terminado el luto riguroso que la viuda se impuso, durante el cual solo salía de casa para ir a misa y a la librería. Su luto, aparte de vestimentas y mantilla negra, incluía no hablar con gente fuera de la familia ni contestar misivas, pero Joan no cesaba de enviarle cartas diciéndole que la continuaba amando, en las que relataba su viaje a Génova y los avances en la librería. También le contaba sus andanzas en Roma y describía a los personajes que iba conociendo. Sabía que ella amaba los libros y quería tentarla con su nueva vida. Esperaba su respuesta a partir de octubre, sin embargo, no la hubo. Joan desesperaba recordando que Anna le dijo que ya no le amaba y las terribles palabras con las que le despidió: «No os quiero ver más».
Al principio le escribía una carta casi diaria, después dos veces por semana y finalmente una. El desánimo hacía mella en él y la desesperanza llenaba su corazón.
Los que le querían, viendo su amargura, trataban de aconsejarle. Su madre y su hermana le decían que buscara a una bella romana y Miquel Corella le propuso algunas que serían además buenas alianzas, por influencias o por dinero. Niccoló, a su vez, tenía una lista de damas florentinas exiliadas que estarían encantadas de unir su destino al de un joven apuesto, con futuro prometedor y autoproclamado paladín de los libros.
Le decían que se olvidara de aquella napolitana de origen catalán que se creía noble por ser viuda de un caballero y que gastaba unos humos inaceptables. Pero la idea de renunciar a su amada desesperaba a Joan y su madre, al advertir su melancolía, le decía moviendo triste la cabeza:
—La tenacidad es una virtud de nuestra familia, pero lo tuyo con esa mujer es tozudez, terquedad. Sal a la calle y mira a tu alrededor; está llena de mujeres hermosas.
—Desperdiciar la juventud de esa forma es un pecado que ni el Papa puede perdonar —afirmaba Miquel Corella.
El valenciano le arrastraba literalmente fuera de la librería y junto a Niccoló iban a lugares donde las bellas taberneras se mostraban generosas no solo con el vino. Joan trataba de participar en el jolgorio, pero su mirada triste fija en el fondo de su vaso lo decía todo.
Recuerda, Joan, voluntad de vencer, acción de conjunto y sorpresa —le decía Abdalá en su carta—. La fórmula sirve para bastante más que para darle una paliza a un matón. Desde que te conozco has amado a Anna, nada te ha desviado de tu pasión. Convierte ese ardor en fe, rechaza el desánimo. Esa será tu voluntad de vencer. Planifica tu acción de conjunto. Debes saber todo lo posible sobre sus sentimientos; usa a tus amigos, a todo aquel que pueda saber de ella. Haz que no solo te informen, sino que sean tus embajadores. Y cuando estés seguro de saber lo que ella siente en lo más profundo de su corazón, escríbeme. Buscaremos la sorpresa. Mientras, reza al Señor y haz penitencia para fortalecer tu fe y tu voluntad.
Joan sentía un profundo respeto por Abdalá, pero se dijo que quizá aquello fuera una primera muestra de senilidad. ¿Qué sabría él de mujeres cuando apenas intercambiaba alguna palabra con las criadas y desde que perdió su libertad, haría ya más de veinte años, no tenía amores? ¿Y cómo iba a saber Joan, por mucho que preguntara sobre Anna, lo que ella escondía en lo más profundo del corazón? Le contestó agradeciéndole sus consejos, que seguiría como de costumbre. Pero la correspondencia en época invernal tardaba más de un mes en llegar a Barcelona y otro en regresar. Si conseguía saber lo que realmente sentía Anna, una vez escribiera a Abdalá y llegara su respuesta, casi sería ya primavera. No podría soportar la espera.
Aún lleno de dudas se afanó en poner en práctica los consejos del maestro. En el mismo correo de respuesta iba una súplica para Bartomeu con el fin de que escribiera a Pere Roig, el padre de Anna y antiguo camarada suyo en la guerra civil, para que este le hablara de los sentimientos de su hija. En otra misiva le rogaba lo mismo a Antonello. Era la única persona fuera de su familia con la que Anna hablaba durante el luto.
La respuesta del librero desde Nápoles llegó en solo dos semanas:
Angélica está muy triste, mi querido Orlando. Siente en ella toda la culpa de la muerte de su marido. Dice que si Ricardo no te hubiera visto en su casa, de no tener el corazón roto, jamás habría luchado hasta morir. Piensa que tú mataste a su esposo porque creías tener derechos sobre ella.
Es la viuda de un pequeño noble, pero su palacio son solo ruinas. Tu proclama de vuestro amor en la carabela y después su compra frente a los nobles angevinos destruyeron su reputación de esposa honesta. La familia de Ricardo Lucca dejó de hablarle y la herencia que le correspondería a su esposo nunca llegará al hijo que espera. El trabajo del padre como joyero permite que la familia sobreviva, pero con humildad. No puede costear una dote para su hija y el futuro de esta es parir a su hijo y mantenerlo en soledad y pobreza, con la única ayuda de sus padres. Lee y relee tus cartas imaginando y ansiando vuestra vida en Roma, pero ha decidido que no la merece. Quedó muy afectada después de vuestro último encuentro y prolongó su luto riguroso tres meses más. Pienso que aún os ama, aunque cree que vuestro amor es culpable y pecaminoso. Está maldito por Dios. Se culpa por su infidelidad y pasa los días rezando, suplicando perdón, mientras siente cómo crece su hijo en sus entrañas. La hermosa mujer que conociste tiene sus ojos enrojecidos por el llanto y los hoyuelos de su sonrisa se han borrado de su rostro.
Joan suspiró. La tristeza de su amada le angustiaba y no sabía cómo aliviarla cuando ni siquiera le quería ver. Y de repente se sintió furioso. Anna estaba dispuesta a sufrir una vida miserable y hacerle miserable a él cuando podían ser felices juntos. Era cierto que ambos eran culpables, y él más que ella, pero su reacción era exagerada. Su terquedad los conducía a la ruina.
Orlando, si de verdad amas a tu Angélica, déjalo todo y ven a buscarla a Nápoles —continuaba Antonello en su carta—. No será fácil, pero quizá seas afortunado y encuentres el sortilegio que logre romper ese hechizo, esa maldición que la condena. Quizá entonces sus ojos brillen y la sonrisa ilumine de nuevo su faz.
Joan se apresuró a preparar su partida. Sabía que le sería muy difícil convencer a Anna, que se exponía a otra desilusión y que este sería el segundo gran retraso para su librería. Escribió en su libro: «No me importa, he de intentarlo».