Capítulo 125
A mediados de abril tuvo lugar la boda en San Lorenzo Maggiore, una esbelta iglesia franciscana bajo cuyos arcos góticos él recibió el ansiado sí de su amada. Joan tenía ya veinticuatro años y ella aún veintitrés. Cuando el sacerdote los declaró marido y mujer, el joven se sintió lleno de gozo y aliviado. La mano de Anna lucía el nuevo anillo que Joan le había comprado. Representaba el fin de la angustia. Era el símbolo de la penitencia, del perdón, de la redención y la felicidad que prometía El libro del Amor. ¡Había luchado tanto por ella! Cuando después de besarse, se miraron sonrientes a los ojos, él no podía creer su fortuna. Ahora estarían todo el tiempo juntos.
Fue una ceremonia discreta, con la asistencia de los padres de Anna y un par de amigos por parte de la novia. Genis Solsona, el capitán de la Santa Eulalia, fue el padrino de boda del novio. Joan sospechaba que a él y a su amistad le debía gran parte del afortunado rescate de Anna y de su feliz licencia de la galera.
No sabía cuándo volvería a verle, pues la flota de Vilamarí regresaba a España. El rey Fernando, para debilitar a los franceses impidiéndoles que enviaran refuerzos a Italia, abrió un nuevo frente atacando Francia desde Cataluña. El contraataque fue durísimo, los ejércitos españoles retrocedían y los corsarios franceses devastaban la costa. Las órdenes para Vilamarí eran capturarlos o hundirlos. Joan se dijo que el rey acertaba de nuevo. Nada mejor que un pirata para acabar con otro.
También los acompañaban Antonello de Errico con su esposa María y el matrimonio invitó a todos a un banquete nupcial en el comedor de su casa en el primer piso de la librería.
—¡Por la felicidad de Orlando y su amada Angélica, libreros! —brindó Antonello, festivo como siempre.
Joan lamentó no tener allí a su madre, a su hermana, a Gabriel, Bartomeu y Abdalá. Las distancias hacían su presencia imposible. A ellas las vería pronto y a ellos no sabía siquiera si los volvería a ver. Pero fue recibiendo sus cartas de felicitaciones y buenos deseos. Gabriel le anunciaba su propia boda con Ágata, la hija menor de Eloi, y explicaba entusiasmado que entre cañón y cañón fundió con éxito una gran campana, a pesar de la aleación tan quebradiza que se precisaba para obtener la resonancia adecuada. Tenía un sonido maravilloso y todos, dentro y fuera del gremio, se admiraban. Era un hombre feliz y le enviaba una campanilla de plata fundida por él y grabada con sus nombres.
En su carta, Bartomeu le daba la enhorabuena diciéndole que solo alguien tan obstinado como él podía conseguir al fin a Anna. Le decía que felicitaba, en otra carta, a su amigo Pere Roig porque no podía encontrar un mejor yerno. Y le anunciaba ilusionado que su nueva esposa esperaba un hijo. La noticia le produjo a Joan una gran alegría. Después de un primer matrimonio estéril y de enviudar a causa de la peste, el mercader se casó con otra rica heredera. Ahora debía cuidar también de un boyante negocio de paños, pero su corazón continuaba con los libros. Joan sabía que su amigo comerciaba de nuevo con libros prohibidos y que su viejo maestro musulmán era su cómplice en la transmisión de la cultura perseguida. Rezó por ellos, para que se mantuvieran a salvo de la Inquisición.
En cualquier caso, el regalo más emocionante fue la bendición que Abdalá le enviaba en distintos idiomas, escrita con la bellísima caligrafía de sus mejores tiempos.
En el pergamino se dibujaban los elegantes y largos trazos de la escritura andalusí, los apuntados de la gótica, los signos hebreos y la pulida letra italiana redondilla. Para alguien que supiera apreciar el arte caligráfico, aquella era la mejor de las joyas. Pero Joan sabía que aquellos trazos, aquellas letras, aquellas frases, eran algo más. Al dibujarlos, el granadino se convertía en sacerdote y aquellos signos eran oraciones al Señor, en distintas lenguas, caligrafías y religiones. El máximo exponente de lo mágico y lo sagrado de las letras. Leyendo, deleitándose en aquel arte, Joan notaba en su cuerpo y su espíritu la gracia de sus bendiciones.
Al pensar en Gabriel y en sus amigos, Joan escribió en su libro emocionado: «Gracias, Señor, por la gente maravillosa que pusisteis en mi camino. Ni mil tesoros sarracenos igualarían su valor».
A los pocos días bautizaron al niño. Le llamaron Ramón, igual que el padre de Joan. Fue una iniciativa de Anna que el joven agradeció desde lo más profundo de su corazón.
Anna se mostraba más entusiasta aún que Joan con la librería y estaba impaciente por partir. Tomó como propio el trabajo de inventariar y clasificar los libros que él pidió a Bartomeu. La entrada por mar a Roma continuaba bloqueada y Nápoles era una vía segura para las importaciones desde España. El joven librero se sorprendió al conocer que su esposa había encargado libros por su cuenta a un par de impresores locales y al propio Antonello.
—Va a ser mejor librera que tú —le decía el napolitano a Joan entre risas—. No sabrá encuadernar o imprimir, pero sabe de libros y tiene buen olfato para lo que quieren los lectores.
La siguiente sorpresa fue conocer que Anna, con el crédito de Innico d’Avalos y la ayuda de Antonello, compró un par de carros, varios caballos y ya tenía decidido el convoy, fuertemente armado, al que se incorporarían y que saldría en tres días de Nápoles. Incluso apalabró los servicios de un par de arrieros y una criada napolitana dispuesta a vivir en Roma.
—Podríais haberme esperado para decidir todo esto —le dijo Joan, ceñudo.
—Regañadme si he hecho algo mal —le retó Anna sonriente.
Joan ya había revisado aquellas compras y, fuera de algún libro que ella seleccionó y que podía ser cuestionable, todas las decisiones eran correctas. Pero comprendió que era mejor abstenerse de criticar lo que no le convencía. Ella podía estar en lo cierto y no deseaba hacer el ridículo e incomodar a su bella esposa tan pronto en su matrimonio.
Anna interpretó el silencio de Joan y que este relajara sus cejas como el aprobado a su gestión y lo agradeció ampliando su sonrisa al igual que si recibiera un cumplido. Después le besó y al poco corrían hacia el dormitorio para amarse entre risas.
—Venga, reconocedlo —le decía ella graciosamente incisiva—. Decidme que lo he hecho muy bien.
Joan se resistía siguiendo el juego, pero al final tuvo que elogiar sus iniciativas. Ella le miró sin abandonar su sonrisa.
—¿Y qué esperabais si no?
Él sintió que la amaba como nunca y, aún preguntándose con recelo hasta dónde podría llegar ella, repuso:
—Esperaba lo mejor.
Emprendieron el viaje cuando se decía que Gonzalo Fernández de Córdoba marchaba ya con su ejército contra las posiciones francesas de Cosenza.
La primavera llenaba los campos de flores y Joan, con espada al cinto y sombrero de caballero, montaba un alazán manteniéndose siempre cercano a su esposa. En el carro donde viajaban Anna y la criada instalaron una pequeña hamaca que suavizaba las sacudidas del camino. Ramón se balanceaba cómodamente en ella, el movimiento le producía sueño y dormía la mayor parte del camino, con lo que lloraba por la noche. Joan aprendió a acunarlo y a sujetarle para propinarle aquellas palmaditas en la espalda que le hacían eructar después de la comida y quedarse dormido satisfecho, con una sonrisa. Cada día trataba de hacerlo un poco más suyo, cumpliría su promesa; cuidarle suavizaba el dolor con el que su conciencia aún le castigaba. Era un bebé hermoso. ¡Hubiera deseado tanto que Ramón fuera su hijo! Pero cada vez que lo miraba se convencía aún más de que aquellos ojos que a veces le escrutaban eran los de Ricardo.
En el carro de Anna iban los enseres domésticos, aunque casi toda la carga eran libros y el segundo carro se destinaba exclusivamente a estos. Ella pensó que en Roma sería fácil encontrar lo necesario para la casa, pero no aquellos libros, y por lo tanto eran prioritarios. Joan tuvo que darle la razón. Lo único que él compró para el viaje fueron balas, pólvora y un par de buenos arcabuces que siempre mantenía en el carro, listos para disparar.
Anna se sentía muy feliz e ilusionada camino a Roma. Veía a Joan en su alazán siempre cercano al carro, que le sonreía, alto y apuesto, con su fuerte nariz, algo aplastada, que lejos de afearle le hacía más viril, y esos ojos castaños que la acariciaban al mirarla. Sabía que los protegía a ella y a su hijo; junto a él nada malo les podía ocurrir.
Dejaba atrás Nápoles y aquellos días terribles de depresión, culpa y remordimientos; y ansiaba tomar posesión de aquel nido de cariño construido sobre la librería de Joan. Y muy cerca de ella, bajo el banco de su asiento, guardaba El libro del Amor de Orlando a Angélica. Nunca se separaría de él.