Capítulo 72
El tiempo era bueno, el viento favorable y la mar tranquila. Joan ya no estaba encadenado a los remos, pero no era capaz de disfrutar de su relativa libertad y comodidades, ni del hermoso paisaje de la costa corsa. Su mirada iba una y otra vez hacia arriba, al final del palo mayor; al cadáver de Caries que colgaba como enseña funesta y a las gaviotas que se cebaban en él. Cada vez que oía un graznido se estremecía.
Precisó tiempo para sacar conclusiones del discurso de Vilamarí sobre la justicia.
Al final escribió en su libro: «Hace de la conveniencia del poderoso justicia. Pero Dios puso en nuestros corazones algo que nos permite distinguir lo bueno de lo malo. Eso es justicia».
El capitán le encontró pronto ocupación. La caligrafía de Joan era casi perfecta a pesar del vaivén del mar y superaba en mucho la del escribano de la galera. Así que pasaron a dictarle las cartas más importantes. De los oficiales de a bordo, solo el almirante, el capitán y el piloto sabían leer y escribir con soltura, los demás apenas eran capaces de leer. Así que Joan y el escribano debían ayudarles en informes y estadillos.
El muchacho descubrió que había algunos libros a bordo y se emocionó al encontrar entre ellos el primer tomo de Orlando enamorado de Matteo Maria Boiardo, en italiano, el mismo que Abdalá tradujo para Anna y que él copió y encuadernó.
Aquel libro fue su mensajero de amor, le unía a Anna y lo tomó emocionado entre sus manos; no era una edición de lujo, sino un simple libro impreso, aunque tenía unas buenas cubiertas de cuero. Nada que ver con el que él confeccionó con todo su cariño para su amada, pero aun así lo abrazó contra su pecho. Ella lo había leído, en su propia letra, y al tocar el libro imaginaba que la tocaba a ella. No importaba que no fuera el mismo objeto, contenía las mismas palabras, los mismos anhelos, deseos, sentimientos e ideas que ella había leído y por lo tanto, pensado, sentido y ansiado. Aquella era la magia de los libros.
Lo abrió y empezó a recitar en voz baja:
Ah, loco Orlando, ¿qué delirio es ese?
¿Consientes que una torpe fantasía
que ofende a Dios te turbe y te embelese?
¿Dónde está el valor, dónde la bizarría
que única en el mundo hiciste se dijese?
Por el orbe no dabas tú un ochavo…
y aquí de una mujer te hace esclavo.
Su emoción le impidió ver que el almirante se le acercaba por la espalda. Al percibir su presencia se sintió descubierto como monaguillo bebiendo vino de misa y cerró el libro.
—¿Lo entiendes? —le preguntó este a bocajarro.
—Sí, mi almirante.
—¿Serías capaz de traducirlo?
—Sin ningún problema.
—Hablo italiano del sur, pero está escrito en toscano, el llamado florentino antico, y no consigo descifrar algunos párrafos —confesó el almirante.
Parecía de buen humor y eso tranquilizó algo a Joan, que afirmó con la cabeza.
—Si puedo ayudaros, será un honor.
El hombre le miró pensativo y después dijo:
—Tengo una idea mejor. Lo leerás en la carroza en voz alta, durante la cena. Primero en italiano para que disfrutemos de la armonía de los versos y después los traducirás. Así gozaremos de la poesía, del relato y de paso mis oficiales aprenderán más italiano, que buena falta les hace.
Joan asintió, le encantaría cumplir con aquella orden.
Conocía casi de memoria la traducción de Abdalá, había párrafos que podía recitar sin leerlos y lo hacía con tanta emoción que esta se transmitía a su audiencia, que le oía declamar en italiano y traducir de inmediato sin vacilar. Para él era como hablarle a su amada y en varias ocasiones apenas pudo evitar un sollozo y tuvo que esforzarse para terminar disimulando las lágrimas. Si ya bastante pensaba en Anna, aquella lectura hacía que la sintiera junto a él. Pero el sueño se desvanecía demasiado pronto; se trataba de una quimera, no era cierto. Ella estaba en Nápoles, quizá ya casada con aquel viejo.
Su habilidad y su pasión impresionaron incluso a aquellos tipos curtidos en galeras, el peor lugar del mundo para muchos. Y aún más a los oficiales de alto rango que valoraban sobremanera el hombre renacentista que combinaba el amante, el guerrero y el intelectual; prototipo del cual era Orlando.
El propio capitán Perelló, al final de una de las lecturas y recogiéndose una lágrima, le dijo:
—Muy bien, muchacho. Nos sorprende que un tipo duro en apariencia y buen artillero como tú tenga un interior sensible y sepa idiomas y poesía. Me alegro de no haberte colgado en el mástil como a tu amigo.
Al fin Joan se sintió capaz de escribir a Anna. Le decía que su amor continuaba intacto, que la querría siempre y que tan pronto pudiera, iría a Nápoles.
Tendría que esperar a su llegada a Palermo para enviar la carta, y como desconocía la dirección de Anna o la del librero, debería mandarla a su amigo Bartomeu en Barcelona y este enviarla a Nápoles. Y allí, dado el carácter clandestino de su correspondencia, Anna la recogería cuando pudiera, en la librería del amigo de Bartomeu. Era un circuito larguísimo y solo Dios sabía cuándo ella recibiría su carta.
Al segundo día de navegación después de abandonar la costa sarda, el cielo se oscureció, el viento arreciaba por momentos y las olas se hicieron cada vez mayores. Se acercaba una tormenta y no había cala alguna donde refugiarse, así que el capitán ordenó zafarrancho de tormenta. Las velas se recogieron, los remos se introdujeron en la nave y se aseguró todo elemento movible. La lluvia y las olas barrían la cubierta y la galera saltaba como un caballo encabritado. Joan se encargó de proteger los libros y material de escritura con lonas impermeables y guardarlos bajo el piso de la nave para que el agua no los arrastrara.
El almirante bajó a su camarote y el capitán se quedó junto al piloto y el timonel en la carroza para asegurarse de que la nave tomaba las olas de proa. Los que pudieron se refugiaron bajo cubierta, pero había poco espacio y Joan prefirió quedarse en la carroza, bien sujeto con una cuerda. Era un espectáculo estremecedor ver cómo las olas chocaban contra la proa elevándose varios metros, cómo saltaban por encima de la arrumbada y caían a plomo sobre la chusma cubriéndola de un agua oscura y espumosa. Los galeotes aguantaban como podían acurrucados entre los bancos, las cadenas evitaban que los arrastrara un golpe de mar, pero sufrían continuas sacudidas y tirones y los hierros magullaban sus miembros. Si el barco zozobraba, sus grilletes los arrastrarían al abismo. Tampoco en la carroza se libraban de la furia de la tormenta, pues algunas olas cruzaban toda la nave e inundaban la popa.
Joan no había vivido nunca una tormenta con aquella furia en alta mar; su padre y sus compañeros conocían bien los vientos y los humores del Mediterráneo, no se alejaban demasiado de la orilla y cuando anticipaban mal tiempo, se refugiaban en alguna cala. Aun así, el mar cambiaba con rapidez, y el muchacho recordaba alguna tormenta que los sorprendió en mar abierto, aunque nada en comparación con lo que estaba viviendo. Los maderos crujían y la nave parecía partirse a cada golpe de mar. Las sacudidas eran descomunales y poco se podía hacer aparte de rezar y atarse bien para no caer al mar. Cuando unas horas después el temporal empezó a amainar, la flota estaba tan dispersa que desde cubierta no se veía ninguna otra nave.
Fue entonces cuando ocurrió. El mar continuaba violento, pero la tripulación ya se movía, con precaución, por la cubierta. El cómitre acudía junto a un alguacil a uno de los bancos de proa para evaluar daños, y cuando se encontraban en el pasadizo de crujía, una gran ola golpeó la nave sacudiéndola una vez más. Se sujetaron a tiempo, pero inesperadamente algo cayó sobre ellos tumbándolos sobre cubierta. Era el cadáver decapitado de Caries.
En el zafarrancho de tormenta a ningún oficial se le ocurrió dar orden de arriar el cuerpo. Este se encontraba ya muy deteriorado por los ataques de las aves y la descomposición natural. Y fue en una de las últimas sacudidas, relativamente menor en comparación con las anteriores, cuando la cabeza se desprendió del cuerpo y este se precipitó sobre cubierta con nefasta suerte para el cómitre y el alguacil.
Ninguno de ellos sufrió heridas de gravedad, pero sí un susto de muerte. La noticia corrió como reguero de pólvora entre los galeotes y el resto de la tripulación. Era demasiado casual que el cuerpo del chico cayera cuando la tormenta amainaba, que alcanzara a alguien, y que fueran precisamente el cómitre y el alguacil. Ellos no solo eran los verdugos, sino que se encargaban de fustigar y hacer miserable la vida de los forzados.
Hubo risas, evocaciones a lo escatológico, e interpretaciones de una intencionalidad postrera del chico contra quienes de manera injusta le torturaron hasta arrancarle la vida a latigazos.
Después de la bravura y la gallardía con que afrontó la muerte, solo faltaba aquel insólito acto de desafío de ultratumba para que se le recordara con respeto y asombro.
No encontraron la cabeza y el capitán ordenó poner el cuerpo en un saco con una piedra en su interior y lanzarlo por la borda de inmediato.
Joan no pudo evitar observar de reojo cómo el capitán y el almirante comentaban perplejos el incidente y, para evitar convertirse en blanco de su ira, ocultó la risa que le producían sus expresiones consternadas. ¿Qué harían frente a aquella insubordinación? Conforme a su razonamiento, aquello no era bueno para el orden, no era bueno para la moral, no era bueno para la nave. Pero Caries había escapado para siempre de su injusta justicia de conveniencias.
Escribió en su libro: «¡Bien hecho, Caries! Que Dios te acoja en su seno, amigo».