Capítulo 97
—¿Quién era ese hombre que salía de nuestra casa? —inquirió Ricardo Lucca.
Anna se sobresaltó; había esperado la pregunta toda la mañana deseando que nunca se formulara. Desde que su esposo y Joan se enfrentaron en la calle en la madrugada sentía una horrible mezcla de miedo y culpa que trataba de disimular a toda costa.
Lucca esperó a embarcar y una vez estuvo todo organizado a bordo, cuando navegaban pasado ya el Castel dell’Ovo, interrogó a su esposa. Aún en los momentos más críticos de aquella mañana, aún ocupado en la huida, su mente se vio continuamente asaltada por pensamientos siniestros. Anna y buena parte de sus pertenencias estaban ya a salvo, pero el alivio que esperaba sentir entonces se había convertido en una terrible sospecha.
—No lo sé —repuso ella mirándole con sus ojos verdes, que aquel día mostraban tonos grises—. No le había visto antes.
Ricardo Lucca la observó suspicaz. Amaba con locura a su joven esposa, con la que llevaba casado poco más de un año, aun sin poder gozar de su compañía como ansiaba. Con demasiada frecuencia la guerra le mantuvo alejado en el campo de batalla.
Se enamoró casi de inmediato de ella al verla en la joyería, pero le costó tiempo y paciencia conseguir que Anna se dejara cortejar. Era consciente de que la ayuda a su padre y el puesto de escudero para su hermano con un pariente en su tierra natal de la Apulia fue determinante para que ella le aceptara primero como galán y después como esposo. Pero sabía que su aspecto acostumbraba a gustar a las mujeres y estaba convencido de que su solicitud, sus cuidados y su amor conseguirían que ella le correspondiera. Y una vez casados, poco a poco, su esposa se le fue entregando y cada avance le colmaba de felicidad. La paseaba orgulloso por la calle gozando de la ternura con la que ella se asía a su brazo.
Pero en los últimos meses, al regresar de sus obligadas ausencias, empezó a notar algo raro en ella. Aquella madrugada, aquel sentimiento se convirtió en alarma al descubrir a aquel joven desconocido en su casa.
—Pues yo sí recuerdo haberlo visto antes —repuso—. Merodeando por los alrededores de la casa, incluso en la catedral los domingos. Es extraño que no os fijarais en él.
—No es propio de una mujer decente ir mirando a los hombres por la calle, Ricardo.
Anna sentía su corazón encogido dentro del pecho. Odiaba mentir a su esposo, pero la verdad era inconfesable. Recordaba la apasionada noche con Joan, pensarlo aún le erizaba el vello, pero aquel amor era ahora un sueño lejano y la realidad la llenaba de remordimientos y temor. Aceptó ver de nuevo a Joan a solas porque sabía que todo estaba preparado para la huida y que seguramente nunca más volverían a verse. No contaba con que el amor y la pasión la vencerían. Ni que aquella sería la madrugada escogida por su marido para escapar de Nápoles.
Nunca quiso traicionar a Ricardo, pero lo hizo. Era un marido tierno, bien parecido, viril, que la amaba y se esforzaba en complacerla en todo. Y siempre cuidó de su familia. Le estaba muy agradecida, le respetaba y le quería. De forma distinta y menos intensa que a Joan, pero sentía amor por él. Se horrorizaba pensando en su traición aquella noche y si pudiera volver atrás, la borraría de su vida. Sin embargo, ya nada podría ser igual con Ricardo, la mentira estaría entre los dos.
Amaba al chico, le había querido desde el primer día, pero ahora deseaba que aquella noche nunca hubiera existido, que la carabela los alejara para siempre y que las preguntas y las sospechas de su marido cesaran. Lo de Joan quizá no fuera más que un amor adolescente que las dificultades fortalecieron, ilusiones infantiles sublimadas, sin fundamento.
—¿Y qué creéis que hacía ese joven en nuestra casa? —insistió Ricardo.
—No lo sé. Quizá visitaba a alguna criada, o quería robar.
—No tenía aspecto de alguien que corteje a una criada. Ni de ladrón. Parecía más un caballero.
—No os lo puedo decir, apenas le vi.
—Dijo que venía a matarme.
Los ojos de Anna se abrieron alarmados. Suspiró aliviada al regresar Ricardo a casa, aquella madrugada, sin luchar con Joan. Pero ignoraba que este amenazara a su marido, habría sido horrible que se mataran entre ellos.
—¿Por qué creéis que quería matarme? —insistió Ricardo—. ¿Qué le habré hecho yo?
Anna tragó saliva y se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá sea un enemigo político vuestro. O un sicario.
—No, no lo era. Conozco a mis enemigos. Incluso a sus sicarios. —Sus ojos oscuros la miraban fijamente, había dolor en ellos. La amaba con todo su corazón y la sospecha le destrozaba—. ¿No vendría a por vos, Anna?
Ella sintió que sus piernas flojeaban y que un puño le atenazaba el estómago, pero hizo un esfuerzo para erguirse indignada apoyándose en la borda de la nave.
—¡Ricardo! ¿Cómo podéis pensar que yo…?
—¡Galeras españolas! —gritó el vigía—. ¡Nos siguen galeras españolas!
La mirada de Ricardo Lucca fue de su esposa a la cofa de la nave de donde había partido el grito y después al capitán.
—Disculpadme, Anna. —Y tras una inclinación de cabeza, Ricardo se fue hacia el oficial.
—El viento sursureste nos favorece —les dijo el capitán al grupo de nobles que se reunieron a su alrededor—. Pero las galeras también lo tienen a favor y nos alcanzarán antes de llegar a Gaeta.
—Cinco galeras francesas vienen a nuestro encuentro desde Gaeta para escoltarnos —le dijo Ricardo—. Continuemos a toda vela. No podrán con nosotros.
Lucca era un líder militar del partido angevino y había preparado la huida al detalle.
—Me sorprende que los españoles zarparan tan aprisa —continuó el capitán—. No esperaba que nos siguieran, sus galeras no estaban preparadas.
—Es cierto, tampoco contaba yo con ello. Mantened las velas a todo trapo.
La distancia iba acortándose paulatinamente y tripulantes y pasajeros contemplaban nerviosos cómo las galeras crecían en tamaño.
—Debéis considerar la posibilidad de que nos rindamos —dijo el capitán.
—¿Para qué? —repuso Ricardo—. Si luchamos, tenemos la oportunidad de escapar. Si nos rendimos, se apoderarán igualmente de la nave y de los que viajamos en ella.
—Sin embargo, se evitaría un baño de sangre.
Ricardo le miró ceñudo, pero antes de que respondiera se oyó al vigía.
—¡Galeras francesas! ¡Vienen desde el norte a todo remo!
Hubo gritos de júbilo y los barones angevinos se abrazaron entre ellos. Ricardo Luca y el capitán se miraron.
—¡Cuando nos amenacen, izad la enseña de la flor de lis! —gritó el oficial—. ¡Lucharemos!