Capítulo 85

Joan esperaba impaciente divisar la bahía azul de Nápoles, con la silueta del Vesubio al fondo y la ciudad con sus verdes colinas y los muros crema, blancos y rosados de sus casas y murallas. Al verla sintió un nudo en su estómago. Anna ya habría regresado. Después notó un alfilerazo de angustia. ¿Le amaría aún?

Antes de llegar a puerto se hizo afeitar y acicalar por el barbero de a bordo y vistió sus ropas nuevas compradas en Roma; quería presentar el mejor aspecto posible para el encuentro con su amada. En sus prisas por pisar tierra firme casi se dio de bruces con el almirante, que vestido de gala y con escolta salía para entrevistarse con el rey.

—¿Es que nos quedamos sin pólvora, que tienes tanta prisa, Joan de Llafranc? —le dijo Vilamarí disimulando una sonrisa—. ¿O eres tú el que anda sobrado de explosivo?

—Seguro que va a por alguna moza para dispararle el cañón —comentó el oficial Torrent con una risotada. Y después preguntó con malicia—: ¿De dónde sacas el dinero, si no cobras soldada?

—No voy de putas.

—¡Ah! Se me olvidaba —repuso Torrent—. Tú eras amigo del rubito fino con culo de niña que ahorcamos en Cerdeña, ¿verdad? —Y soltó otra risotada.

Joan sintió deseos de estrellarle el puño en su bocaza. El almirante le observaba en silencio, parecía medirle conforme se tensaba. No coreaba las gracias del matón, pero tampoco le frenaba. Al final, sin hacer ningún comentario, le dijo a Torrent:

—Vamos, el rey me espera.

Después de saludarle, Joan aguardó a que salieran mientras miraba resentido al oficial, que, ufano y sonriente, gritó las órdenes a la tropa.

Torrent era un gran espadachín y se esmeró enseñándole esgrima. Gracias a él se sentía cómodo y confiado con la espada al cinto, pero detestaba sus modales bruscos y chulescos. Le recordaban demasiado a los de Felip, los dos eran matones de la peor especie.

El rey recibió otra vez a Vilamarí con grandes muestras de afecto, celebrando como propia su victoria en la desembocadura del Tíber. Las noticias que recibía de la flota enviada al norte eran nefastas. Salvo la de Portovenere, en septiembre, no se perdió ninguna batalla naval pero se producían, una tras otra, pequeñas derrotas y deserciones. El hecho de que cinco galeras francesas llegaran a Ostia sin que las veinte napolitanas amarradas en Civitavecchia las molestaran era presagio de lo que le venía encima. En su reino había muchos seguidores de la antigua dinastía Anjou, que deseaban que el rey de Francia se apoderara de Nápoles. Incluso los partidarios de la dinastía de Aragón empezaban a ver inevitable su caída frente al poderoso ejército francés. Se temía que ni siquiera el Papa, aliado ahora con Florencia y Nápoles, pudiera frenar la invasión.

Alfonso II y Vilamarí estaban cercanos a la cincuentena, pero el rey, angustiado y temeroso por el futuro de su reino, aparentaba muchos más. Tenía aspecto de anciano.

La situación había cambiado dramáticamente; antes el rey tenía una flota y ahora desconocía con qué podía contar. Así que la negociación fue corta y Vilamarí obtuvo setecientos ducados por cada galera por mes y un pago adelantado de tres meses. El rey respiró aliviado. Sabía que Vilamarí no iba a fallar, en ocasiones las mejores lealtades las compraba el dinero.

Joan, impaciente, corría a tramos el camino hasta la vía del Duomo sin la solemnidad que requerían sus elegantes ropajes. No vio afuera a su amigo y con un breve saludo a su esposa, que atendía en la calle, entró de forma impetuosa a la librería.

—¡Don Antonello!

No había nadie en el interior de la tienda, pero oyó una voz que le respondía desde el despacho. Y sin esperar entró en él.

—¡Ah! —exclamó el librero riéndose—. Orlando enamorado me visita. ¡Cuánto honor!

—¿Qué sabéis de Anna? —preguntó ansioso.

—La signora Lucca… —repuso el librero con calma—. Pues que es bellísima.

—¡Eso ya lo sé! —le gritó—. ¿Le disteis mi nota? ¿Os dijo algo?

—Sí, se la di. —Antonello sonreía, parecía divertirse con la ansiedad del joven.

—¿Y qué os dijo?

—No me dijo nada. La tomó discretamente y eso fue todo. Siempre viene acompañada de un ama que se supone la protege, pero que en realidad la vigila. Incluso dentro de la librería husmea en los libros que la signora ojea.

—¿No la dejan hablar?

—Bueno, puede, pero solo lo estrictamente necesario, las conversaciones ociosas con hombres le están prohibidas. Me he informado y el marido es un comerciante ennoblecido que le sobrepasa la edad en unos veinte años y está perdidamente enamorado de ella. Y es celoso. Como mujer casada, madama Anna debe llevar la cabeza cubierta fuera de casa y él le exige que se tape incluso la boca con un extremo de su toca al salir a la calle.

Joan suspiró desanimado. Deseaba abrazarla, decirle cuánto la amaba, contarle su sufrimiento aquel tiempo lejos de ella. Pero lo que más ansiaba era escuchar de su boca que aún le quería.

—¿Qué puedo hacer para verla?

Antonello dejó vagar su vista por los estantes cargados de libros mientras pensaba.

—Aquí viene de tarde en tarde —contestó al rato—. Ha estado solo tres veces desde que os fuisteis. Tampoco es de las de misa diaria. Pero acude los domingos a la catedral para la de once.

El semblante de Joan se iluminó. ¡El domingo! ¡La podría ver el domingo!

—¡Podré verla al fin! —exclamó con una sonrisa alelada.

—Sí, pero con el marido —le recordó, aguafiestas, Antonello.

La sonrisa se borró de la cara de Joan. Cuando la viera conocería también al hombre que la poseía. Negros pensamientos acudieron a su mente. Quizá en ese tiempo había dejado de amarle, o estaba embarazada, o se enamoró de su marido… Podía haber muchos motivos por los que ella quisiera continuar con aquel hombre. Antonello escrutaba la expresión ahora seria del joven. Su entusiasmo se había convertido en miedo y desánimo.

Prométeme que serás libre
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