Capítulo 44
Fuera la tormenta arreciaba y Joan observó aquel interior brumoso y húmedo. Algunas de las goteras eran pequeños chorros de agua y la bruja hizo que le ayudara a vaciar los cachivaches. Joan obedeció preguntándose si el precio que pagaría aquella noche no sería excesivo. Estaba atemorizado, pero quería seguir adelante. Era su única oportunidad de cambiar las cosas, de influir en su destino. Cuando terminaron, ella le preguntó:
—Y ahora dime, ¿sigues decidido a continuar? Te doy la última oportunidad para irte a tu casa sin sufrir más penas.
Joan dijo que llegaría hasta el final y la bruja repuso que esperara mientras preparaba sus pócimas. Al rato le ofreció para beber algo tibio de un sabor terroso y amargo.
—Tómatelo de un trago.
El chico obedeció y por un momento pensó que lo vomitaría. Era muy desagradable y al contemplar a la mujer que le observaba pensó que ella lo era aún más. ¿Cómo podría hacerle el amor? Se estremeció de asco.
—Me contaste que tu padre te enseñó a reconocer a los seres del cielo, ¿verdad?
Joan recordó aquellas nubes algodonosas, blancas y cambiantes sobre un fondo de un azul intenso, el mar en calma y a su padre. Suspiró nostálgico y afirmó con la cabeza.
—Pues hoy conocerás a seres muy distintos.
—¿Los seres del infierno?
Ella rio sin responder y tomando un cuenco con algo en su interior, encendió una astilla en el candil y la aplicó en lo que parecían hierbas. Sopló y al poco empezaron a humear. Era un humo aromático que recordaba el incienso y la bruja se puso a recitar invocaciones incomprensibles para el chico, que la observaba tenso, con el corazón acelerado. En ocasiones soplaba de forma que el humo fuera a la cara de su víctima. Poco a poco el ritmo de sus palabras aumentó hasta convertirse en un canto y levantándose de la mesa, la hechicera empezó a bailar con pasos cortos sin dejar de soplar sobre las hierbas humeantes del cuenco que tenía en las manos. La mezcla del humo con el vapor hacía la atmósfera densa, húmeda y pesada. Al poco Joan notaba los colores con mayor brillo mientras un extraño mareo le embargaba. La mujer se contoneaba bailando a su alrededor y el chico imaginó el volumen de sus nalgas bajo la falda y los pechos que daban forma al corpiño. Aquellas extrañas sensaciones, mezcla de excitación, mareo y aprensión, fueron creciendo en Joan hasta que ella se detuvo de pronto y le ordenó:
—Mira aquí adentro.
Y puso a sus pies un balde de madera. Él obedeció a pesar del vértigo que le invadía y no vio nada más que un agua oscura en el fondo.
—No veo nada.
—¡Observa con atención! —insistió ella—. El tiempo que haga falta hasta que veas.
Obedeció y sentándose en el taburete apoyó sus manos en los bordes del balde para mantener mejor el equilibrio, mientras se preparaba para una larga espera. Ella reinició su canturreo y su baile. Al poco vio algo que se movía en la oscuridad del agua. Una onda, una burbuja y después vio un ser que sacaba la cabeza: parecía un pez que trataba de decirle algo que no pudo entender, pero al sumergirse de nuevo mostró en su parte inferior piernas y sexo como si se tratara de un hombre diminuto. Joan no daba crédito a sus ojos, miró fijamente el agua durante un rato sin que nada más sucediera y después pensó en meter sus manos en la húmeda oscuridad para atrapar a aquel ser y comprobar si era real. De pronto notó otro movimiento y vio cómo un extraño personaje reptaba hasta salir del agua encaramándose por el barreño. Vestía una camisola roja, se tocaba con un birrete de obispo y al sacar todo el cuerpo del agua reveló una mitad inferior de lagartija, con una larga cola. Después apareció otro con una pequeña espada, escudo y piernas de ave. Y luego otro más, medio bichejo medio persona, también armado con espada y que se puso a luchar con el anterior; y a continuación otros dos tocando una viola y una flauta. Y así fueron surgiendo del agua oscura aquellos pequeños seres semihumanos que se movían, luchaban, bailaban y parloteaban de forma ininteligible al ritmo de la canción de la bruja.
Joan los observaba maravillado, ya no necesitaban ni del agua ni del barreño, sino que flotaban en el vacío. Aquellos entes no le daban miedo, le eran familiares, él los veía representados en algunos de los libros que copiaba. Poco a poco fueron tomando formas más desconocidas, más caprichosas y de mayor colorido. Un ser con la parte superior de conejo con largas orejas bailaba con una mujer de abundantes pechos que era un esqueleto de cintura para abajo; ratas con coronas y atributos reales daban órdenes a inquisidores con aspecto de cerdo y así decenas de híbridos o animales humanizados se movían sin cesar.
La bruja dejó de cantar, pero de alguna forma su canción continuaba en el movimiento de los personajes.
—¡Joan! —oyó gritar a la mujer—. ¡Joan!
De pronto toda aquella agitación cesó, desaparecieron los seres y volvió la oscuridad.
—Piensa en los piratas y tu familia, recuerda —le dijo la bruja—. Y en el regidor, y en el suicidio de tu amigo, en Felip, en los inquisidores y en la huida de Anna… Encuentra tu odio.
Y lo sintió llegar como un vómito que subía de su estómago hacia la garganta y notó su cólera saliendo de los escondites más recónditos del interior de su cuerpo. De tener el poder suficiente habría matado a todos aquellos que le causaron mal en aquel mismo instante. «¡Quiero la fuerza para vengarme!», musitó con voz enronquecida, o quizá solo lo pensara. Nunca había sentido una rabia tan poderosa, le ahogaba.
—¡Mira el agua! —le ordenó la bruja—. Ahora verás al diablo.
Y acercando el candil iluminó el interior de la tina y el chico vio una faz horrible, contorsionada, deforme. Cuando la mujer apartó la luz, Joan se incorporó tambaleante. Deseaba alejarse del barreño, sentía que aquello iba a salir de allí, que le atraparía, que le robaría el alma. Dio unos pasos vacilantes y vomitó. Una vez y otra y otra más. Cuando se incorporó notó sus piernas flojear y tendió su mano en busca de la bruja; sabía que estaba allí, a su lado, quiso sujetarse en ella, pero solo llegó a tocarla antes de desplomarse.
Recuperó la conciencia lentamente. Notaba el calor de un cuerpo junto a él y supo que estaba en el camastro de la bruja. Ella le abrazaba, él correspondía a su abrazo y en aquel momento sintió una caricia en su mejilla y un beso. La mujer despedía un olor agradable y un calor suave. Allí, en el lecho, Joan se sintió a salvo, de momento, lejos del barreño maldito, del diablo, lejos de la librería, de la Inquisición, de Felip y de la justicia que quizá ya le estuviera buscando. Estaba tranquilo, casi feliz. Sabía que era solo un instante de tregua, la breve calma antes de otra batalla y que en unos instantes todo empezaría de nuevo. No vestía más que su camisa y palpando comprendió que solo una fina tela le separaba del cuerpo de ella. Su pene estaba duro, en erección. Recordó su acuerdo y se preguntó si aquello había ocurrido durante el tiempo en que él estuvo inconsciente. Le sorprendió que sin mirar a la bruja, solo sintiéndola, notando su calor y su piel suave bajo la camisa, la sensación de asco que le produjera en la noche había desaparecido. Al contrario, era agradable y placentera. A juzgar por el ruido en las latas, una gota cayendo en un recipiente, después en otro, había dejado de llover y el rumor del agua de la riera era tenue. Aquello le reconfortó un poco más. Entonces sintió que la mujer deshacía su abrazo lentamente y se incorporaba. Se movió segura en la oscuridad, vistiéndose, y al poco abría los ventanucos, que dejaron pasar la luz desvaída de la mañana.
—Ya es hora de levantarse, Joan.
Quedaban unos rescoldos en el fuego, ella los avivó y se puso a calentar el desayuno.
—Vamos, levántate, vístete, desayuna y vete —insistió.
—Pero… —Él la miró interrogante.
—Ni el diablo quiere tu alma ni yo tu virginidad —le dijo en tono divertido.
La bruja salió de la casa con un cuenco y Joan aprovechó para saltar del camastro, vio sus calzas y su jubón encima de una banqueta y se vistió a toda prisa. Sentía alivio pero a la vez decepción. ¿Aquello era todo?
La bruja puso dos cuencos con gachas de cebada encima de la mesa y los acompañó con leche de cabra recién ordeñada, miel y unas galletas. Joan tenía el estómago vacío de la noche anterior y aquello le pareció un festín. La mujer empezó a comer al tiempo que le contemplaba en silencio. Una sonrisa se escondía entre sus labios y al chico no le pareció tan fea como unas horas antes, incluso la veía hermosa; le faltaban algunos dientes, pero eso era común incluso en gente mucho más joven. Por un momento sus ojos verdes le recordaron a los de su amada. Ambos se mantuvieron en silencio hasta que Joan no pudo aguantar más y preguntó:
—¿Qué pasó ayer noche?
—Que hubo tormenta y que la riera casi se desborda y se lleva mi casa.
—Estáis bromeando —dijo el chico, ofendido—. Ayer vi a los seres del infierno y al diablo.
—No, Joan —repuso ella con voz suave—. Viste a los seres de la tierra, los mismos que pueblan tus fantasías. Con tu padre viste seres imaginarios del cielo, no viste ángeles. Ayer viste seres imaginarios de la tierra, no eran demonios.
—¡Pero yo le vi el rostro a Satanás!
La mujer rio con ganas.
—No, Joan. Lo que viste, lo que tanto te asustó, fue tu propia cara reflejada en el agua del barreño.
El chico, asombrado, se quedó mudo unos instantes y después musitó:
—No puede ser. Era el diablo.
—No, no lo era —repuso ella, enfática—. ¿O sí?
—¿Qué queréis decir?
—Si llamas diablo al odio, al rencor, a la rabia y al deseo de venganza, entonces sí, entonces viste al diablo en tu propia imagen.
—Os burláis.
—Pero ¿tú te crees que si yo tuviera un pacto con algún diablo u otro ser poderoso viviría en esta choza llena de goteras? —La mujer reía mostrándole con la mano los potes aún en el suelo—. Busca a los que viven en los palacios, a los reyes, a los ricos, a los inquisidores, a los poderosos. Ellos sí tienen pactos con el diablo y con sus propias pasiones.
Joan la miró en silencio, serio, y al poco ella dejó de reír. Su expresión se hizo grave y le dijo:
—No. No me burlo. Yo también odié, también estuve desesperada; y al verte te supe enfermo del mismo mal. Quise saber hasta dónde llegaba tu rencor y vi que estabas dispuesto a todo para saciar tu pasión asesina. Y quise que la vieras en tu propia cara. Te ayudé a entrar en el mundo de tus quimeras, entonces incité tu rabia, y cuando la manifestaste plenamente te iluminé el rostro con el candil para que tú mismo la contemplaras en el espejo del agua del barreño. Tu propia imagen te aterrorizó tanto que al poco vomitabas tu hiel y espero que parte de tu odio. El rencor es una enfermedad y si no sabes soltarlo, te matará.
El chico continuó comiendo, ahora lentamente, mientras meditaba aquellas palabras. No podía creer que el monstruo que vio en el barreño fuera su propio reflejo.
—¿Y eso es todo? —preguntó al fin—. ¿Vine en busca de venganza y todo lo que me decís es que deje de odiar?
—Si no odias, no necesitas vengarte.
—Sí, será verdad. Pero con esa frase bonita no me ayudáis, aún odio.
—¿Tanto como ayer?
Joan quiso pensar aquello.
—No, no odias tanto —afirmó ella sin esperar respuesta—. Pero esa enfermedad no se cura de repente. Escucha, Joan, pon tu energía en encontrar a tu familia, a tu amada, en probar tu inocencia, pero no la malgastes odiando.
—No me decís nada que no sepa. Continuáis sin ayudarme.
—Escucha bien mis palabras. —El semblante de la mujer era severo—. Ayer yo supe cosas de ti y no me preguntes cómo. Y ahora escúchame bien; yo te digo que pronto solucionarás tu problema. Vuelve al convento y afronta tu realidad.
—¿Cómo sabéis eso?
Ella se encogió de hombros.
—Lo he visto.
—¿Cómo que lo habéis visto? Explicaos.
—Lo he visto y no hay más explicación.
—¿Qué me disteis anoche en el brebaje?
—Tampoco tengo por qué explicarlo. Vete ya.
—¿Así sin más?
—Sí.
—Si es verdad lo que decís, tengo una gran deuda con vos. He de pagaros algo más. Tres dineros no es nada.
—Ya me has pagado.
—¿Cómo?
—Con tu abrazo de esta noche. Hacía doce años que no gozaba del calor de otra persona. Tú tienes la misma edad que tendría mi hija mayor de estar viva. La he sentido en ti, y también a mi esposo y al resto de mis hijos. He ido más allá de tu odio, he notado tu amor. ¿De verdad estabas dispuesto a darme tu virginidad? —La mujer rio—. Tu calor, tu ternura de esta noche ha sido más que suficiente. Y ahora fuera.
Y cogiendo la capa del muchacho abrió la puerta y le invitó a salir de forma enérgica. Joan obedeció y al darle un beso a la mujer en la mejilla, ella inspiró profundamente, deleitándose del aire húmedo de la mañana.